NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 15 (Parte III)

 

Capítulo 15 – Me conformaría con lo que ya había logrado.


Martes.

Tuve un extraño sueño antes de despertar. Eran una sucesión de imágenes, de pequeños lapsos de tiempo con una traviesa melodía de fondo. En mi mente se reproducía como un disco rayado Pena Tiranna una y otra vez haciendo hincapié en los trozos de voz más alto.

 

 

Pena tiranna io sento al core

Né spero mai trovar pietà

Amor m’affanna, e il mio dolore

In tanti guai pace non ha

 

El castigo tirano me siento en el corazón

Ni espero encontrar misericordia

El amor me duele, y mi dolor

En tantos problemas la paz no ha

 

Las imágenes que se repetían en mi mente eran todo el rato las mismas, una y otra vez, y vuelta a empezar. Primero una costa, una costa vista desde lo alto de un acantilado rocoso. Podía ver como el mar terminaba en algún punto fundiéndose con la arena marrón, con árboles despuntados y ennegrecidos creciendo un poco por encima de la delineación de la playa, inexistente. Las olas rompiendo con decisión pero calma y con un sol grisáceo por alguna parte, como en un día cubierto en el norte de Ámsterdam. Pero no era Ámsterdam, de eso estaba seguro. La imagen no me evocaba cercanía ni seguridad. Era un abismo que me devoraría.

Después de la costa me trasladaba a una sala de estilo neoclásicista, con grandes cortinajes de terciopelo rojo cubriendo grandes ventanales que a pesar de que ellos permitían que entrase intensos rayos de luz que me cegaban lo suficiente como para solo distinguir en medio de la sala un clavecín del que, sin pianista, emitía el fondo de la sintonía que se reproducía una y otra vez en mi cabeza. A pesar de ser una habitación preciosa, la tranquilidad y el sosiego brillaban por su ausencia. Me sentía desorientado y algo atemorizado porque el clavecín sonase solo, pero había algo de satisfacción en conocer al fin el lugar de donde salía la música que se emitía como banda sonora de mi sueño. Como un flash, aparecía yo frente a las teclas, pulsándolas como si tuviese conocimiento para hacerlo, pero más bien me guiaba el instrumento a mí.

A esta imagen le seguía una kafkiana reproducción del Nacimiento de Venus de Botticelli, exactamente igual que el original, con esas pinceladas intentando sombrear con la dificultad que el temple le proporciona, con esas expresiones tan exageradas y esas olas que no terminan de romper en ningún momento. Sin embrago, en sustitución a la maravillosa Venus, Jacinto la sustituye, con esa misma expresión soñadora, con su cuerpo desnudo a excepción del sexo y con el pelo ondulante ondeando con un leve movimiento falso que tapan las dos dimensiones del cuadro. Huelo la sal, siento el tacto de la vieira en la boca y el viento revolviéndome el cabello.

La última escena que aparece es un lúgubre garito, no muy abarrotado pero sin duda con la neblina de un bar de fumadores y con ese olor a orina y el amargor de la cerveza esparcido por cada uno de los asientos y mesas del local. Con esa pegajosidad en el mobiliario, con esos rostros alrededor. Jóvenes, mayores, la mayoría hombres. Anchos y poblados bigotes, faces desnudas, mujeres sin maquillar, camareros ocupados con bandejas repletas de copas. Todos con ropas oscuras, todos con expresiones divertidas y miradas pícaras más propias de adolescentes. Alguno por ahí, perdido entre los presentes. Todos hablan, todos ríen. Lleva horas siendo de noche, y el amanecer nunca llega, nunca nos alcanza. Somos imparables. Varias copas de vino y otras de absenta decoran las mediocres mesas a nuestro alrededor. Estamos muy lejos de la realidad, de la ordinariez. Somos románticos empedernidos, bebiéndonos nuestras penas y ahogándonos en alcohol. Uno de ellos saca un cuadernillo y comienza a recitar. Recita algo que ya conozco. Un maravilloso poema de Gèrard de Nerval que yo mismo intento emular mientras mi compañero recita. Yo le sigo, agobiado por no poder seguir su ritmo.


Era él, ese loco, el sublime insensato...

¡Era él, ese loco, el sublime insensato...

Ese Ícaro olvidado que escalaba los cielos,

ese faetón perdido bajo el rayo divino,

el bello Atis herido que Cibeles reanima!

 

El augur consultaba el flanco de la víctima,

la tierra se embriagaba de esa sangre preciosa...

El cosmos aturdido colgaba de sus ejes,

y el Olimpo un instante vaciló hacia el abismo.

 

"¡Dime!" gritaba César a Júpiter Ammón,

¿quién es el nuevo dios, que se ha impuesto a la tierra?

¿Y si acaso no es dios es un demonio al menos...?

 

Mas se calló por siempre el invocado oráculo;

uno sólo en el mundo explicar tal misterio

podía: –el que entregó el alma a los hijos del limo.

 

No sé en qué momento desperté, pero juro que estaba recitando ese poema, intentando cambiar algunas palabras, haciéndolo más mío sin preocuparme por el desprecio que eso pudiera parecerle al autor. Estaba intentando hacerme con las palabras adecuadas, con los sinónimos necesarios, más exactos, cuando perdí el hilo y todo se deshizo como quien tira de la hebra equivocada y se queda con el tejido de la mano y la prenda descompuesta. Todo se vino abajo y desperté aturdido sin saber dónde estaba y a quién le había estado hablando o quien me había estado cantando a mí. Sentí un inmenso alivio al abrir los ojos y encontrarme con una semioscuridad que me devolvió poco a poco a una realidad mucho más estable que el vaivén en el que había estado durante horas. Tal vez fueron solo unos cuantos minutos, pero para mí fueron días enteros vagando de alucinación en alucinación.

Lo primero que sentí a mi alrededor, fue el dulce, suave, cálido y sedoso cabello de Jacinto agarrado en mi mano, con sus rizos enredándose en mis falanges, y acariciándome la nariz, la mejilla, y los labios. Estaba por todas partes. Su olor, su cabello, tacto y sabor. Estaban por todas partes, y si había despertado en la realidad, aquello me transportaba de nuevo a una alucinación divina de la que no quería escapar por nada del mundo. Con mi mano en la parte trasera de su cabeza lo atraje más a mí, y apoyé mis labios en su frente. Él se dejó hacer tan pacífico y sumiso que yo mismo pensé que no era real, que seguía estando en un sueño, y esto no era más que un duermevela del que acabaría retronando a la realidad.

Pero no lo era, él estaba dormido en mis brazos y temía que Dios no fuese tan compasivo conmigo y me arrebatase ese momento. Duró largo tiempo. Pude vivirlo al máximo. Besé su frente, rocé sus piernas con las mías entrelazadas, me acurruqué más en su abrazo y me di la vuelta para darle la espalda, rodeándome con uno de sus brazos mi cintura. Me aburrí de las posturas, de los tactos, de sus olores. Quería ir mucho más allá de lo que mi moral me permitía y estaba empezando a sufrir las consecuencias de mi excitación. Intenté relajarme, intenté concentrarme en una parte de él, su olor, o su cabello, retocé contra él, me impregné de todo él, pero eso no hacía sino emocionarme aún más.

Me incorporé para leer que en el reloj de su mesilla anunciaba que pasaban de las once de la mañana, por lo que decidí que era buen momento para levantarnos, pero ¿cómo osaría despertarle? Muchas veces lo había imaginado. Muchas veces había fantaseado con la idea de dormir con él y despertarle de mil maneras diferentes. Con besos, con abrazos, con susurros, con caricias o con zarandeos, igual que él me despertó el día anterior. Pero ahí estaba yo, incorporado mirándole con desdén, con pena y una sutil sonrisa soñadora en el rostro. Era tan dulce así, dormido, era tan tranquilo y pacífico. Sus miradas no me incomodaban, sus palabras no me enfadaban. Estaba tan perfecto tal como lo encontraba ahí que despertarle habría sido terrible.

Por lo que decidí ir directamente a la ducha, aliviarme allí, y esperar a que él se despertarse y no me encontrase a su lado, igual que él me había hecho siempre.

Después de desayunar abundantemente, con la mesa repleta de manjares, desde leche con cereales de chocolate, yogures de fresa, un par de piezas de fruta y unas tostadas con aceite y pavo, nos vestimos, recogimos un poco la casa, lo suficiente como para que a ambos no nos pareciese desagradable, y salimos por la puerta. Aquél día caía una ligera lluvia, casi como una neblina agradable, a través de los rayos de sol que se esparcían por todas partes y con una temperatura suficiente como para agradecer esa llovizna. Él me prestó una sudadera con capucha y él se puso una gorra con visera negra, algo rota en la parte delantera e innegablemente más vieja que yo.

Nos hicimos con la bicicleta y pedaleó conmigo a su espalda hasta llegar al parque de Rembrandt. Era nuestro sitio, desde aquella vez que fuimos juntos. Era ese lugar al que siempre planeábamos ir cuando queríamos alejarnos de todo, ese lugar donde nadie nos conocería, esa fortaleza de arboleda que ahora comenzaba a florecer y en pleno verano era la imagen más hermosa que hayamos visto ninguno de los dos. El estanque temblaba por el agua cayendo sobre él, los pájaros volaban de un lado a otro despojándose gracias a la lluvia. La bicicleta temblaba cuando nos adentrábamos en los caminos de tierra y cuando pasamos a la zona con hierba se deslizó como si surcásemos una superficie de cristal.

Cuando nos detuvimos a observar el paisaje, a estirar las piernas y a buscar algún lugar donde poder refugiarnos del mundo y poder apreciar nuestra íntima soledad, la lluvia disminuyó, haciendo que todo se reiniciase, como después de un largo parón para el desahogo. Como quien llora, anegado y malhumorado durante veinte, treinta minutos, y después se limpia las lágrimas y continúa con la rutina diaria. Algo que por desgracia yo conocía bien.

Él se sentó en la hierba húmeda. No le importó mojarse, al caer allí desprendió un maravilloso olor a rocío que le impregnó por completo. Yo decidí no sentarme aún y merodear alrededor. Había margaritas como sembradas al azar, y también algunos tréboles. Como si alguien las tirase sin cuidado y germinasen hermosas, únicas e irrepetibles. Quise coger una de ellas, quise arrancarla y colocársela a Jacinto en el cabello pero él no agradecería ese gesto y no iba a matar a una de esas flores solo por un capricho infantil. Cuando volví el rostro hacia él, me sentí golpeado por una punzada de sublime realidad, tan rotundamente tajante, que me sobrepasaba. Estaba ahí, conmigo, mirando hacia ninguna parte y tan perfectamente delineado, recortado por el paisaje, que me pareció reconocerle de algún lugar antes. Era uno de los maravillosos protagonistas del Desayuno en la hierba. El color era el mismo, él era el mismo, vestido de negro, con esa expresión de saber que algo malo estaba haciendo, sabiendo que era libre sin embrago de hacerlo y en la compañía de un pecado por todos sabido.

Cuando se volvió a mí estuve a punto de confesarme. ¡Cuántas veces había estado al punto de decirle! ¡Cuántas veces le había dicho y no había entendido, no me había tomado en serio o simplemente me había ignorado! Tendría que ser más claro pero con él la claridad no era algo que funcionase. Allí estaba, mirándome, sonriéndome con picardía mientras jugueteaba con la hierba en sus manos, entrelazándola con sus dedos. Me estaba llamando a acercarme con solo esa mirada, estaba tentándome a acercarme, y de seguro me tiraría en la hierba si lograba alcanzarme y me mojaría, me empaparía con el rocío que había quedado suspendido de cada pequeña brizna. Y ahí estaba yo, comprendiendo que no solo no tenía el valor de volverme a confesar, de volverle a prometer el cielo y la luna, de jurarle fidelidad y sumisión. No volvería a pedirle que nos fugásemos juntos, no volvería a pedirle que me amase igual que yo le amaba. Que me respetase tanto como yo le respetaba. Porque era inútil. Él no entendía de palabras o de gestos. Y yo ya había perdido la esperanza de hacerle ver más allá de lo que yo mostraba. Había perdido las ganas de mostrarme tal como era, tal como sentía. Había perdido el sentido. ¿Qué valían un par de palabras si él me las devolvía como aguijonazos? Me sentí hundido un segundo, pero recapacité y me resigné. Me subordiné ante la razonable idea que se me presentaba. Esto era todo lo que podía tener de él, y mucho había cambiado, acercándose a mí estos últimos años. No me arriesgaría una vez más, no podía tambalearme en la cuerda ahora que le tenía domada. Disfrutaría de cada segundo de plenitud, de cada segundo de su humilde compañía, de su mísera confianza. Me conformaría con lo que ya había logrado, por miedo a perderlo a favor de algo más, que era improbable e inalcanzable.

Así que, resignado a esa idea, en ese momento, avancé hasta él y cuando me tuvo a su alcance me tiró al suelo tal como había previsto que haría. Me hizo revolcarme por la hierba, me zarandeó y abrazó, me empapó. Y yo me resigné a reír, maldecirle y prometerle que se la devolvería.

Después de dar vueltas por el parque Rembrandt fuimos a comer fuera, a un pub con montaditos. El se pidió dos cervezas y yo me bebí un refresco. Pedimos patatas, bolas de queso y cualquier guarrería que nos apeteciese. Cuando se nos acabó la comida hablamos durante al menos una hora, apurando nuestras bebidas y sonriéndonos como si fuésemos buenos amigos que no se ven desde hacía tiempo, pero entre ambos flotaba esa extraña sensación de convivencia familiar que nos lo regalaba el hecho de haber pasado la noche juntos. Mientras me hablaba, de no sé qué de su infancia en Francia, yo asentía mientras hacía trocitos con mis manos la servilleta de papel que había sacado del servilletero solo como entretenimiento. Mientras hablaba, tan descuidadamente despistado, yo rememoraba el mal trago de esa mañana mientras rozaba sus muslos con los míos, mientras su cabello se entrelazaba en mis dedos.

Después de la comida nos condujimos a una sala de recreativos. En realidad simplemente pasábamos por delante de ella, despistados como estábamos conversando. Sugirió entrar, a mi no me pareció mala idea aunque nunca había entrado en ninguna. Jugamos varias partidas a unas viejas máquinas de los años ochenta que poco a poco parecían volver a ponerse de moda. Jugamos al comecocos, a un par de lucha de dibujos japoneses y después probó suerte intentando sacar un peluche de una máquina con un gancho. Dijo que hacía años se le daba bastante bien, pero él mismo se retractó al intentarlo al menos tres veces sin éxito.

–Quiero ese maldito oso. –Dijo señalando un oso marrón, peludito y de bucles rizados, que más bien parecía una oveja. Alrededor del cuello del oso había un lazo de color rojo. Reconozco que era precioso, pero no lograba engancharlo.

–Vámonos, o te fundirás el poco dinero que te queda. –Le dije, tirando de su manga y al final acabó resignándose. De hombros caídos y tirando de la bicicleta volvimos a casa, en silencio y con parsimonia, disfrutando de los pasos, disfrutando de las pisadas sobre los pequeños resquicios de agua que quedaban en la acera.

–Volveremos mañana, y lo conseguiremos.

–¿Se puede saber qué insistencia con coger ese peluche? ¿Qué vas a hacer con él? –Él me miró un tanto confuso en respuesta a mis palabras–. Seguro que acaba formando parte del decorado de tu cama el resto de su vida, y lo quitarás y lo pondrás cada día porque acabará resultando un estorbo cuando te metas en la cama y cuando tengas que hacerla…

–Pero si era para ti, idiota. –Dijo como si fuese la cosa más obvia del mundo. Como si desde un principio la idea de capturar a ese oso hubiese sido mía o yo se lo hubiese pedido.

–¿Para mí?

–¿No lo quieres?

–Ahora ya no sé qué decirte. –Le contesté. Si me lo daba él, lo guardaría como un tesoro, pero hasta que no me lo había dicho, para mí ese oso no era nada.

–Está bien, no volveremos a por él. –Dijo encogiéndose de hombros, mucho más derrotado que antes y yo rodé los ojos, exasperado por su decisión.

Antes de que llegásemos a casa se puso a llover de nuevo, hasta el punto en que nos vimos obligados a regresar a casa montados en la bicicleta para acelerar el regreso. Estábamos a unas cinco manzanas pero la lluvia fue insistente y aunque parcialmente se nubló el cielo, el sol seguía saliendo por detrás de las cargadas y grisáceas nubes. Llegamos alrededor de las ocho de la tarde, empapados y cansados, meditando acerca de lo que haríamos de cena, de lo que haríamos hasta la hora de irnos a la cama y yo sugerí ver una película, a lo que él pareció entusiasmado con la idea.

–Nada de dibujos o cosas infantiles. –Dije mientras él me miraba con una expresión de pasmo–. Estoy harto de ver las malditas películas de Disney y similares cuando voy a casa de Mike y Danna. Su hija se traumatizará con tanto estereotipo…

–¿Qué quieres ver?

–Traje algunas de acción, pero si tú tienes algo mejor… –Él comenzó a recitarme las películas que recordaba tener en casa y al tiempo que lo hacía nos metimos en su habitación para descalzarnos y ponernos ropa seca. Él me aventajó, tirando los zapatos por alguna parte, a los pies del armario, y se quitó la chaqueta y la sudadera a la par.

–¿Quieres algo romántico? No, ¿verdad? Tú no eres de los que ve películas románticas. ¿Cine japonés? Creo que tengo unas cuantas, pero no me gustan demasiado, son algo tediosas… –Seguía enumerando mientras se quitaba los calcetines, y se quejaba–. Vaya, estoy empapado. Sí que ha llovido. –Al tiempo que lo decía de uno de sus mechones caía una gota que le resbalaba a través de la frente, bordeando con prudencia su ceja y deslizándose sien abajo. Se desabrochó los pantalones, se bajó la cremallera y con toda la decisión y el garbo que tenía, se quedó completamente desnudo delante de mí. Completo, al cien por ciento. Estaba vestido con su piel, morena, pecosa, con unas cuantas gotas de la lluvia que se habían desprendido de su cabello, y resbalaban por sus hombros y espalda.

Comenzó a recoger la ropa mojada, que había dejado caer tan despreocupadamente. La palpó, estaba meditando si colgarla de alguna parte o directamente meterla en la lavadora. Olió sus pantalones, después los calcetines y cuando sintió mi mirada quemándole la piel, levantó el rostro y me penetró con la mirada más intensa y perturbadora que me había lanzado nunca. Se puso las manos en la cadera y me sonrió con picardía. Enrojecí hasta las orejas, temblé por entero y por un momento pensé que me desmayaría. Le aparté la mirada llevándola a cualquier otro lugar. Tampoco importaba si le miraba, la vista se me había emborronado por la tensión.

–¿Se puede saber a qué esperas? –Me arrojó sus pantalones y juro que tenía la expresión más pasmada que me había visto nunca. Seguía ahí mirándome–. Ve a echarlos al cubo de la lavadora. Y la sudadera que tienes puesta también. Yo voy a darme una ducha. –Dijo y pasó por mi lado. No me atreví a mirarle, no me atreví a hacer nada por al menos unos segundos hasta que no le oí meterse en el baño y encender la ducha.

Cuando me aseguré de que estaba solo me apreté los pantalones contra el rostro, los olí, suspiré acalorado, aturdido, con la imagen mental de su cuerpo por entero grabado en mi retina. Podía sentir su figura, podía delinearla con los dedos en el aire, juraría que aún estaba ahí, frente a mí. El olor de la humedad, su humedad, me atravesó por entero. Estaba jugando conmigo, a un juego en el que no podíamos ganar.

 

 

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