NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 15 (Parte I)
Capítulo 15 –
Ese no es el amor del que hablaba
Durante aquél fin de semana no volvimos a
vernos. Tampoco me importó. Aquella tarde del viernes fue como una inyección de
adrenalina que me mantuvo en vilo unos cuantos días. Fue mi dosis, mi dosis de
heroína hasta el siguiente chute. Hasta la siguiente recaída. En aquél entonces
no sabía que era tan adicto a él como si de una droga se tratase, o algo peor.
Pero en realidad me gustaba la sensación de ser adicto a algo, a lo que fuera.
Ser dependiente, tener algo en lo que pensar en los momentos muertos, y sentir
que la idea me robaba el tiempo mientras estudiaba, mientras dormía. Me gustaba
pensar que formaba parte de algo, de un sentimiento mutuo o una idea. Fui feliz
pensando en él, pero también terriblemente desgraciado. A veces me gustaba
sabotearme mi propia felicidad pensando en alternativas nada agradables. Y
otras simplemente me regodeaba en que besaba con dulzura mi cabello. ¿Se
convertiría en costumbre? Se olería su ropa como yo hacía con la mía buscándole
en el sabor de la tela.
Aquél fin de semana lo dediqué a ojear los
libros que mi padre me trajo. La biografía de Napoleón no me llamó la atención.
Sé que lo cogió para llegar al máximo permitido de préstamos pero no acertó.
Era un personaje que no me interesaba demasiado y la política francesa de la
época era demasiado compleja como para que con esa edad lo entendiese. El libro
de anatomía explicada para niños me pareció bastante irrelevante. Ya la había
ojeado en otras visitas a la biblioteca y la verdad es que dejaba mucho que
desear. Lo más interesante, y donde más profundizaba era en las capas de las
que estaba formado el intestino delgado y el sistema de funcionamiento del
globo ocular y cómo el cerebro percibía las imágenes. Aunque los dibujos eran
algo burdos y completamente hechos a ordenador. Prefería los dibujos de
medicina de la antigua escuela. O las fotografías mismas.
Aquella noche me enfrasqué en el libro de
literatura juvenil que le había pedido a mi padre. El libro en sí no era pesado
ni voluminoso. Apenas si tendría doscientas páginas. Huelga decir que
quitándole el índice, la portada, las guardas, agradecimientos y ciertas
páginas en blanco, no superaría las 180 de texto. Era un libro de tapa fina,
algo sobado y con alguna página doblada. El color era claro, las hojas no
estaban amarillentas, pero el papel no era de buena calidad, lo que significaba
que no tendría más de tres años. Se titulaba “El jardín de los secretos” de un
o una tal K.G. Melling. Era un libro de literatura contemporánea, con la imagen
de la silueta de una chica con largo vestido y larga melena ondeando al viento
recortada por lo que parecían altos y frondosos arbustos. En sí no me llamaba
la atención en absoluto. La descripción oraba así:
“Una joven muchacha, hija de una familia
de bien, se pierde un día jugando con sus hermanas en su frondoso jardín. Allí,
la esperaba un precioso fauno perdido, como ella, entre las inmensidades de los
arbustos. Una maravillosa historia de amor y amistad donde dos jóvenes y
valientes personajes se embarcan en una aventura de secretos, juegos y
locuras.”
Comencé a leerlo de inmediato acompañado
de un té de menta que mi madre preparó. La historia comenzaba narrando y
describiendo la lujosa y barroca mansión en donde esa chica vivía. La situaban
en una ciudad al norte de Inglaterra, pero por la descripción de la decoración
hogareña supuse que el autor o la autora se habría basado en las cientos de
novelas románticas inglesas pero ella era del sur de Europa y solo había
conocido ese estilo de mansión italiana. Los padres de ella eran todo un primor
al principio de la novela. Al padre lo describía como un empresario bien
acaudalado que había trabajado desde pequeño en una empresa familiar. Gran
gusto al vestir, siempre con un frondoso bigote bajo la nariz y con don de
gentes que solo mostraba cuando tenían visitas que no fuesen familiares. La
madre, refinada y siempre ocupada, se mostraba candorosa y amorosa con sus
hijas siempre que estaba con ellas. Siempre perfumada, siempre maquillada,
siempre sonriente. Las hermanas de la protagonista, gemelas y mayores que ella,
se llamaban Susana y Melinda. De cabellos rubios, rizados, risueñas y
ruborosas. A veces se las describía como algo mezquinas, e incluso cínicas.
Pero entre ellas se entendían y sufrían siempre la una por la otra.
La protagonista se llamaba Alice. Morena,
pelo liso, piel pecosa y pálida. Siempre curiosa, siempre preguntándose cosas y
buscando respuestas por todas partes. Llegué en cierto modo a identificarme con
ella pero esa sensación de complicidad desapareció pronto. Ella era más o
menos, la oveja negra de la familia. O así quería reflejarlo el autor,
distanciándola en gustos, aspecto e incluso en carácter. Mientras su familia
eran todos refinados y educados, ella era mucho más sencilla y mundana. Era
risueña pero meditabunda y melancólica a la par. Cuando se interesaba por algo,
no lo soltaba hasta no haberlo destrozado y cuando sus hermanas se portaban mal
con ella, jamás se lo contaba a sus padres, conscientes de que ellos tenían
predilección por sus hermanas.
Un día, de niebla al parecer, salieron sus
hermanas y ellas a jugar por los laberintos que formaban los jardines de su
hogar. Jugaron durante horas y las gemelas decidieron hacerle una jugarreta a
su hermana pequeña. Decidieron escapar del jardín y resguardarse en casa
dejando a la menor escondida en alguna parte del laberinto sin nadie que la
estuviese buscando. ¿Cuántas horas pudo pasarse allí? Hasta que oscureció.
Allí, de noche ya, decidió regresar a casa incluso si se exponía a perder el
juego cuando se dio cuenta de que, entre la falta de luz y la desorientación,
se había perdido.
Allí, entre sollozando y temblando de
frío, topó con un fauno que se escondía de ella tras un rosal. Ella quedó
embelesada al instante y a él le costó ganar confianza para dejar de esconderse.
Al contrario de extrañarse, la chica tenía imaginación suficiente como para
haberse acostumbrado a las ideas locas y disparatadas. No se sintió temerosa ni
asustada. Al contrario, incitó al pequeño fauno a acercarse y
presentarse.
–Me llamo Alice. –Dijo ella a lo que el
fauno, al ver la reacción de la chica, decidió animarse.
–Yo m-me lla-llamo Kriz.
Rápido entablaron amistad. Muy rápido. Él
le confesó que, no sabía cómo, había acabado en ese mundo que no era el suyo.
Al aparecer, caminado por el bosque de no sé qué lugar, había aparecido entre
el jardín de su casa y al no encontrar la salida, se asustó. Ella le dijo que
también se había perdido pero que estaba en su propia casa, lo cual era mucho
más ridículo. Pasaron la noche entera hablando. A la mañana siguiente, ella se
despertó por los gritos de su madre buscándola. La encontraron, pero estaba
sola. Ella recordaba haber hablado con él toda la noche y quedarse dormida en
su regazo. Pero ya no estaba. Pensó en contarles a sus padres lo sucedido, pero
prefirió no hacerlo.
Cuando ese mismo día fue a buscarle, no le
encontró. Lo halló cuando se hizo de noche. Allí estaba, de nuevo. Hablaron
durante horas y cuando ella le dijo de llevarle dentro de casa porque hacía
frio, él se negó en rotundo. Los días se sucedieron de la misma manera. Ella
salía de noche, se encontraban, hablaban, y de madrugada ella regresaba a casa.
En su hogar la notaron más tranquila y meditabunda que de costumbre, y un día
sus hermanas la cazaron merodeando por los jardines de noche a lo que
informaron rápidamente a sus padres de ello. Ella tuvo que confesar. “Hay un
fauno en el laberinto” dijo ella “Me veo con él todas las noches”. En un primer
momento sus padres le dieron un voto de confianza y la acompañaron esa noche a
ver al fauno. Cuando no apareció, sus padres tomaron la decisión de llevarla al
psiquiatra a inspeccionar sus fantasías, temiendo que fuese algo más que
imaginación.
Le contó al psiquiatra que era un fauno
llamado Kriz y que le gustaban las vallas, las ciruelas y las castañas asadas.
Le gustaban los días de nieve y jugar con los colibríes. Le contó cientos de
detalles que indujeron pensar al psiquiatra que la chica debía tener algún
problema mental. Esquizofrenia, tal vez. “¿De verdad lo ves?” Le preguntó a lo
que la chica contestó afirmativamente. Sus padres tomaron la decisión de
encerrarla en un sanatorio mental, a lo que ella luchó con uñas y dientes para
que no la separasen del fauno. Escapó de casa, corrió al laberinto y esperó a
que se hiciera de noche para verle. Cuando apareció el fauno, le contó lo
sucedido y este se sintió afligido y dolido porque no podría verla nunca más.
Ella le confesó sus sentimientos. Le dijo que le amaba y que no quería que los
separasen, a lo que él correspondió sus sentimientos, besándola. Un beso, dulce
y casto.
El fauno no pudo aguantar la injusticia de
que la apartasen de su lado y se saltó la norma de que los faunos no debían
dejarse ver, y menos relacionarse con humanos, y caminó con ella hacia la casa.
Llegaron allá y se presentó a sus padres. Estos se quedaron patidifusos, porque
el fauno era real y su hija no necesitaba tratamiento. La madre se desmayó y
las hermanas lloraron de miedo, huyendo a su habitación. Los padres se
disculparon con su hija y se presentaron al fauno. Cuando regresaron al jardín
este le dijo a Alice que tenía una muy mala noticia. Y es que había
encontrado la entrada a su mundo y debía partir, o de lo contrario, se quedaría
atrapado para siempre en este mundo. Tenía una familia, tenía unos hermanos y
hermanas que le necesitaban al otro lado. Aunque la amaba, se fue. Se
despidieron con un beso y desapareció por el laberinto. Ella volvía todas las
noches al laberinto, pero él no regresó nunca más.
Cuando terminé de leer el libro ya era
domingo de madrugada. Mi madre me había mandado a la cama pero seguí leyendo en
ella. El final de este libro me dejó un amargo sabor al fondo de la garganta
como si hubiese estado vomitando durante horas y tuviese sentimientos
contradictorios entre vergüenza y alivio. No dormí en toda la noche, cruzado de
brazos y mirando al techo de la habitación con el ceño fruncido. Me sentí
estafado, engañado y enfadado a más no poder. No pude dormir de la rabia que me
inundaba el cuerpo de pies a cabeza, y cuando al fin conseguí dormir aunque
fuesen un par de horas, al despertar, no me encontré mejor. Me desperté con esa
extraña sensación en la boca del estómago de haber comido algo demasiado
pesado. Me sentí furioso, con ganas de pelea y disputa. Quise que apareciese
Jacinto para golpearle como hice a principios de semana y quise enfrentarme a
mi padre.
Cuando puse un pie fuera de la cama había
tomado la decisión de arremeter contra el autor del libro, contra mi padre y
contra el maldito fauno.
Hoy el desayuno ya estaba listo cuando me
levanté. Mi madre había madrugado y había hecho tostadas, huevos revueltos y
había sacado la mermelada y algo de fruta en un cesto. Me senté en la mesa de
la cocina mientras mi madre recogía algunos platos de la cocina y mi padre me
siguió. Se sentó con entusiasmo, a pesar de ser lunes, y alcanzó una naranja
que empezó a pelar poco a poco con una navaja. Yo esperé pacientemente mi plato
sobre la mesa.
–Buenos días. –Me dijo mi padre mientras
me dejaba al lado de la mano sobre la mesa un gajo de naranja. Yo lo
rehusé.
–Buenos días. –Dije mientras mi madre me
ponía un plato y yo me serví huevos.
–¿Qué tal has dormido? No tienes buena
cara. –Dijo mi padre. Mi madre me miró y me frunció el ceño.
–Estuve leyendo hasta tarde. –Le dije y
aunque mi padre me miró con ternura mi madre me regañó.
–Al final te dañarás la vista y te
quedarás como un topillo. Te pesarán más las gafas que te pongamos que la
cabeza.
–Hoy existen las lentillas, mamá. –La
reprendí pero ella solo siguió farfullando. Yo la ignoré y me dirigí a mi padre–.
Terminé el libro que me trajiste de la biblioteca.
–¿Tan rápido? Tendré que traerte otros
mañana.
–No hará falta. –Dije, intentando
aparentar seriedad, cuando en realidad me quemaba por dentro.
–¿Y bien? La bibliotecaria me lo recomendó.
Era de doce a quince años, pero creo que el vocabulario era bastante
simple.
–Lo era. –Dije, y me serví zumo de
melocotón en el vaso.
–¿Y qué? ¿Te gustó?
–No. –Dije, en seco. Él se sorprendió y
casi se decepcionó. Me dolió decepcionarle, pero en realidad deseaba darle ese
toque de atención.
–¿Por qué no? –Preguntó triste.
¿Por qué no? ¿Por qué no me había gustado?
La trama era una mierda. El autor parecía que no tenía claro lo que estaba
escribiendo hasta bien entrada la historia. Introducía detalles demasiado
importantes cuando ya era necesario que apareciesen, de manera apremiante y
desesperada. Como el hecho de que el fauno tenía que regresar porque tenía
familia, hecho que no se menciona en toda la trama más que cuando es necesario
para poder clavar el final trágico. La familia que se muestra está demasiado
estereotipada, demasiado básica. Es la típica familia que se mostraría en una
película de Tim Burton, pero sin ese toque gótico que le hace valer algo.
Todos, incluso el fauno, son personajes tipo completamente planos, sin más
personalidad que la que se muestra en las primeras cuatro líneas de
introducción. El vocabulario, aparte de básico, era a veces rebuscado y
enrevesado como si quisiera lucirse más de lo que sabe, alardeando como un
pedante de palabras pomposas, de excesos de sinónimos. Lo que es negro es
negro, no hace falta adornarlo con excentricidades para hacerlo más negro de lo
que el propio negro puede ser. A veces deseaba ahorcarme por la vergüenza ajena
que me hacían sentir algunas escenas, y otras, quemar el libro para impedir que
nadie más pudiese leer semejante infantilidad.
–Es una basura. –Dije.
–¡Ícaro! –Exclamó mi madre y se volvió a
mí, asustada. Mi padre me miró con recelo y preocupación.
–¿Tan malo era?
–Sí. Muy malo.
–¿Era difícil de entender?
–¿Difícil de entender? Podías ver venir al
autor desde el primer capítulo. Te pedí un libro romántico, no una
mierda.
–¡Tu vocabulario! –Suplicó mi madre, y mi
padre empezaba a enfadarse.
–¿Qué no te ha gustado?
–Nada. No me ha gustado nada. Ni la trama,
ni los personajes, ni si quiera las buenas intenciones del autor por hacer algo
medianamente masticable. –Mi madre se quedó muda y padre me miró con sorpresa–.
No era romántico.
–Pero la protagonista y el fauno se
enamoran. ¿No?
–Sí. Pero ese no es el amor del que yo
hablaba.
–El amor es amor. –Sentenció mi madre a lo
que yo la fulminé con la mirada.
–No. Yo hablo de otro tipo de amor. Eso no
era amor. A la chica solo le gustaba Kriz porque era un fauno que solo ella
podía ver. Si hubiera sido un chico normal, su vecino, su amiga, un amigo de su
padre, ni se habría fijado en él. El fauno solo le gustaba por ser fauno. Su
personalidad era un asco. Aburrido, tonto y terriblemente desconfiado. Cuando
sus padres pudieron verlo me daba la sensación de que perdía todo el interés
por él. No se enfadó cuando Kirz le dijo que tenía que regresar. Solo lagrimeó
un poco. Y lo dejó ir. Yo habría luchado un poco más.
–¿Tú? –Preguntó mi madre con un plato y
una bayeta en las manos, detenida ante mi explicación. Mi padre me miró de hito
en hito asustado.
–Sí. Yo habría hecho algo más que
llorar.
–Tú que vas a saber de amor… –Dijo ella y
se volvió a sus quehaceres. En cierto aspecto me daba la sensación de que
prefería finir que yo no sabía nada de amor que afrontar que podía llegar a
sentirlo a mi tierna edad. A partir de ese punto decidí dirigirme solo a mi
padre.
–Yo quiero leer sobre amor de otra manera.
–Suspiré–. Como el amor de Angélica y Cleante en El enfermo imaginario*
de Moliere*.
–¿Cuándo has leído a Moliere? –Preguntó mi
madre conmocionada.
–Se lo leí hace unos meses. Hice unas
voces muy graciosas. –Dijo mi padre.
–Me dejó ser Angélica en el dúo que hacen
cantando… –Suspiré–. Ese amor quiero.
–Ese amor es demasiado complicado. –Dijo
mi madre sin mirarme pero yo miré a mi padre, triste.
–¿Me leerás El enfermo imaginario
cuando lleguemos de clase? –Supliqué.
–Claro, mi niño. –Me agarró fuerte de la
nuca y me besó la frente. Mi humor cambió a mejor, pero sus siguientes palabras
me tomarían por sorpresa–. Date prisa. Tenemos que ir a buscar a Jacinto.
–¿A Jacinto? –Pregunté–. ¿Por qué?
–¿Cómo que por qué? Viene al instituto
donde yo doy clase. ¿No es lógico que nos acompañe ya que vamos en la misma
dirección? –Yo me quedé estupefacto. No lo había pensado y la verdad es que era
del todo lógico–. Al menos hasta que haga amigos con los que ir, lo normal es
que le acompañe, aunque sea los primeros días.
–Es lógico. –Dije, como una terrible y
dolorosa sentencia.
––––.––––
Jean–Baptiste Poquelin (París; 15 de enero de 1622–ibidem; 17 de febrero de 1673), llamado Molière, fue un dramaturgo, actor y poeta francés, ampliamente considerado como uno de los mejores escritores de la lengua francesa y la literatura universal. Sus trabajos existentes incluyen comedias, farsas, tragicomedias, comédie–ballets y más. Sus obras se han traducido a todas las lenguas vivas principales. Considerado el padre de la Comédie Française, sus trabajos se interpretan con más frecuencia que los de cualquier otro dramaturgo actual.
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