NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 14 (Parte IV)

 

Capítulo 14 – No se puede hacer nada ya.

Era domingo por la mañana cuando leía a Walter Scott sentado en el sofá del salón. Mi padre estaba a la par que yo sentado en la mesa, con un vaso de agua y un bloc de apuntes con los que anotaba algunas referencias de un libro de historia que había cogido del despacho. De vez en cuando musitaba algo para sí mientras fruncía el ceño y otras resoplaba o suspiraba. Ya estaba hecho a esa manera de investigación, pero nunca me había gustado que lo hiciese delante de mí, y menos cuando estaba leyendo. Me coloqué de mil maneras sobre el sofá pero ninguna me parecía adecuada para leer. Era incapaz de concentrarme lo suficiente, y terminó por rematarlo que mi padre me pidiese colaboración para traerle un par de libros más.

Cuando yo regresé al salón opté por sentarme a su lado y verle subrayar un libro, doblar la esquina de una página de otro, tomar notas en su cuaderno, y después tachar anteriores que había anotado.

–¿Notas para clase? –Le pregunté mientras él asentía y me extendía un pequeño tomo sobre la Revolución Francesa y me pedía que le buscase el índice. Cuando se lo puse delante, lo ojeó. Tenía una mano sosteniendo una página de un libro y la otra sobre un bolígrafo, tomando notas–. ¿Alguna vez te has planteado la idea de escribir un libro, como Mike? –Mi padre pareció salir momentáneamente de su ensoñación para responderme–. Sobre investigación de algún tema en concreto…

–Muchas veces. –Me dijo sonriendo, pero esa sonrisa rápido se desvaneció y fue sustituida por un semblante más serio–. Pero no creo que pueda hacerlo. No se me ocurre un tema concreto sobre el que investigar, y tampoco creo que pudiera tener el tiempo para hacerlo. Tendría que ir de un archivo a otro, de una biblioteca a otra… con preparar las clases me doy por satisfecho.

–Deberías ser un poco más ambicioso. Puedes pedirle algo más a la vida.

–Lo siento hijo, pero no creo que escribir un libro sea lo que quiera hacer con mi vida. Me gusta impartir conocimientos, pero de forma directa, con el contacto directo que tengo con el receptor. Me gusta hablarles, contarles de primera mano cómo Hitler se hizo con el poder tras ganar las elecciones, como Miguel Ángel le tiró un ladrillo al papa por su insistencia en que terminase la capilla, o cómo la revolución industrial cambió todo el sistema social de un país como Inglaterra. O cómo cayó la cabeza de Luis XVI tras ser guillotinado en la Revolución Francesa. –Señaló con la mirada el libro en mis manos–. ¡Qué animales!

–Los animales no confeccionan complejas máquinas para matarse los unos a los otros.

–Touché. –Suspiró.

Mi madre llegó poco tiempo después, cuando en la mesa apenas se nos veía detrás de extensas montañas y cordilleras de libros y enciclopedias. Dejó la compra en la cocina y la colocó mientras tarareaba algo a lo lejos. Cuando llegó al salón la miré apenado y ella me sonrió deshaciéndose de la responsabilidad de socorrerme.

–Hoy te toca a ti hacer la comida. –Le dijo ella a mi padre en un tono jovial.

–Lo sé, por eso me estoy quitando esto de encima ahora. –Musitó mi padre mientras anotaba algo. No estaba seguro de si eso que acababa de pronunciar lo estaría copiando también, porque su mano parecía ir por libre de lo que estuviese sucediéndole alrededor.

–He traído una barra de pan, un par de cartones de leche y unos pasteles de Belén portugueses, los que te gustan. –Le decía a mi padre, pero a mí también me gustaban esos pasteles, así que me miró también a mí cuando lo dijo. Mi padre se relamió. Lo hizo su inconsciente porque sus ojos estaban fijos en la lectura.

–Auxilio. –Murmuré en dirección a mi madre y ella suspiró, resignada y me sustituyó, sentándose en el asiento el que yo estaba y posando las manos como marcapáginas en los libros que mi padre consultaba. Ella me miró rezongando.

–Ve a recoger tu cuarto. Lo tienes hecho un desastre.

–Está bien. –Suspiré, pero ella me detuvo apenas rescaté mi Ivanhoe del sofá.

–Ante ayer por la tarde estuve con tu tía. –Dijo, en un tono algo meditabundo–. Aproveché que tu tío había salido y que tú fuiste a cenar con Jacinto para bajar a hablar con ella de lo que ya sabes. –Fruncí el ceño.

–¿Y bien?

–No sé muy bien cómo explicarlo. Al principio me costó que me dejase entrar en casa. Se dio cuenta de que no iba con malas intenciones, yademás, llevé pastas.

–Eres demasiado británica, cariño. –Le dijo mi padre, como si le hablase a uno de sus libros. Ella sonrió y prosiguió.

–Luego le estuve hablando del matrimonio, de que a veces no tenemos que soportar ciertos comportamientos de nuestros maridos… pero ella se hacía un poco la loca. Llegó a pensar que era yo la que tenía alguna clase de problema con tu padre. –Se encogió de hombros–. Al final le dije que Jacinto había venido a nosotros en busca de ayuda, porque ya no era capaz de soportar la situación que se había formado en su casa, le hablé de los problemas de dinero que estaban teniendo, en fin, lo que Jacinto nos dijo, y ella rompió a llorar.

Mi padre levantó la mirada de sus libros y nos miró a ambos alternativamente. Yo me mordí el interior del carrillo.

–¿Y?

–Nada.

–¿Qué significa nada? –Pregunté, nervioso.

–Nada. No llegamos a ninguna conclusión. Ella me reconoció que todo esto que nos había contado Jacinto era verdad pero no parecía estar dispuesta a dar su brazo a torcer. Ni a denunciar a tu tío, ni a irse de casa, ni siquiera de dar la cara por su hijo.

–Ya nos advirtió Jacinto de que esto pasaría. –Suspiró mi padre volviendo la mirada a sus libros, pero con el ceño fruncido, con la idea instalada en su mente.

–¿Por qué no me lo habías dicho antes? De eso hace ya dos días. –Le espeté.

–El viernes llegaste agotado y te metiste a dormir enseguida, y ayer yo apenas pisé por casa. –Se excusó–. Y tenía la cabeza en otras cosas. Ni me acordé de mencionártelo.

–Está bien. –Dije, meditabundo–. ¿Crees que hay esperanzas de que con el tiempo recapacite?

–Puede ser. –Dijo mi madre.

–Ya le habéis sembrado la duda. –Dijo mi padre, como desentendiéndose de haber colaborado–. Es normal que esté asustada o recelosa. Pero espero que le dijeses que la podríamos ayudar en lo que necesitase.

–Por supuesto. –Aseguró mi madre–. Aunque no parecía muy confiada de pedir ayuda ninguna. Le dije incluso que nosotros testificaríamos en caso de que fuese necesario en un juicio, de que tendría una cama y un techo si lo necesitaba por un tiempo. Pero ella no solo no reconocía necesitarlos sino que parecía incluso ofendida de que se lo ofreciese.

–Pensé que las mujeres francesas tenían más arrestos. –Dije yo a lo que mi padre me fulminó con la mirada.

–No generalices. –Suspiró, cuando él había hecho lo mismo minutos antes–. Tal vez solo necesite tiempo. –Le dijo esta vez a mi madre–. Cuando lo piense más a fondo y sepa que nos tiene como apoyo, acudirá a nosotros en caso de necesitarlo. ¿Han encontrado trabajo alguno de ellos?

–No. Por el momento ella ha repartido algunos currículums en algunos pubs cercanos. Pero ninguno la ha llamado. Y por lo que me dio a entender no creo que tu hermano la deje trabajar en un bar.

Yo meditaba, lejos de sus palabras, el hecho de que fuese domingo y apenas cerca del medio día. Ellos dos estarían en misa mientras que Jacinto, como los domingos cerraban la tienda de tatuajes, estaría en casa, Probablemente descansando.

–Voy a bajar a ver a Jacinto. –Fue lo único que pude decir mientras mis padres se volvieron ambos a mirarme–. Ahora no estarán en casa. Estará él solo. Me informaré de si su madre le ha dicho algo al respecto.

–No lo creo. –Dijo mi madre, desanimada.

–No te demores demasiado. –Me pidió mi padre–. No eres bienvenido en su casa, ya lo sabes, y no quiero que nos pongas en un apuro a todos.

–Lo sé. –Dije mientras me calzaba unas zapatillas y salía al descansillo, trotando hasta el piso inferior. Toqué varias veces el timbre, entre excitado y nervioso por su respuesta. Pero no recibí nada. Solo un silencio atronador. Escalofriante. No se escuchaba nada al otro lado de la puerta y me preocupaba que realmente no hubiese nadie en casa. Jacinto no había ido a misa un solo domingo desde que estaba en Holanda y que no estuviese a esas horas en casa era del todo extraño. Volví a llamar, esta vez con más urgencia. Una voz sonó al otro lado, algo alejada de la puerta, ronca.

–¿Quién?

–Soy yo. –Dije, reconociendo su voz–. ¿Qué haces? Vamos, déjame entrar.

–Mis padres vendrán de un momento a otro. Deberías irte. –Sus palabras me sonaron tan terriblemente hirientes que fruncí el ceño y apreté los nudillos. Medité unos instantes, después solté un largo suspiro.

–Aún no son las doce. La misa aún no ha empezado. Tenemos como mínimo un cuarto de hora. Déjame entrar. –Le impuse, firme. Estaba completamente aterrorizado de que no me dejase entrar, de que me prohibiese verle. Oí un largo resoplido al otro lado de la puerta al fin abrió. Se quedó ahí parado, en el estrecho hueco que había abierto entre la puerta y el marco. No me estaba permitido entrar, al parecer. Le miré de arriba abajo. Estaba tenso pero encorvado, como si estuviese agotado. Sus ojos me mostraban que había estado llorando pero su ceño fruncido que no quería que eso se reflejase en su mirada. Sus labios en una mueca de enfado y sus manos en el umbral de la puerta, cortándome el paso.

–¿Qué quieres? Sabes que es un riesgo hacer esto. –Me dijo, en el tono más desagradable que había usado jamás conmigo. Como si fuese la última mierda con la que quisiese lidiar en ese momento. Yo me mordí el labio inferior para intentar calmarme, pero estaba siendo realmente difícil.

–¿Qué demonios te ocurre? –Le pregunté, igualando su tono–. Entiendo que no quieras dejarme pasar, pero este tono no lo comprendo.

–No hay ningún tono. Estas poniendo difíciles las cosas. –Abrí los ojos con sus palabras–. Vete a casa, anda. –Dijo, fingiendo un tono más desinteresado, incluso cerrando la puerta a la par–. Ya nos veremos.

–No. –Dije poniendo mi mano sobre la madera de la puerta, y eso pareció descolocarle. Pero le descompuso aún más cuando mi otra mano se dirigió a su pechera y le empujé dentro de casa. Se dejó hacer con tanta naturalidad que apenas tuve que hacer fuerza contra él. Cerré a mi espalda, y le solté porque ya no era una amenaza. Frunció el ceño, ofendido por mi trato pero yo estaba mucho más ofendido que él y lo sabía. Me miraba como si estuviese a punto de salir corriendo para escondiese o bien para empujarme fuera de casa. Meditó durante largo rato en decidirse por alguna de las dos, y optó por esconderse. Caminó despreocupado hasta su cuarto, fingiendo que yo no estaba, ignorándome. Alentándome a marcharme.

–No eres mi problema. Si mis padres regresan y te ven, yo no quiero saber nada.

–¿Qué ha pasado? –Le pregunté, porque era más que obvio que algo había sucedido–. Algo de lo que entiendo, no quieres hacerme partícipe. Eso está genial, pero ya puedes ir soltando una discípula. O pienso abofetearte. Porque si es enserio este trato para conmigo, así, de repente, te mereces una buena paliza.

–Eso es justo lo que me merezco. –Dijo, sentándose en su escritorio. Tras soltarlo, se desmoronó y relajó la espalda, todo su cuerpo sufrió una oleada de agotamiento–. Una paliza. Por idiota.

Le dejé unos minutos ahí quieto, en silencio, esperando que continuase por su cuenta pero no lo hacía. Se quedó de espaldas a mí, apoyando su frente en su mano y el codo sobre el escritorio. Temía acercarme a él y que me rechazase con un gesto brusco que me quedase grabado para siempre en la retina, en la epidermis. Tampoco sabía bien qué decir para hacerle salir de su embotamiento. Pero me daba la sensación de que fuera lo que fuera estaba a punto de salir, estaba a punto de explotar. Solté un largo suspiro, tan largo como mis pulmones me lo permitieron y me acerqué lentamente hasta que quedé al pie de su silla. Me acuclillé a su lado y posé mis manos sobre su pierna. Ni siquiera me dirigió una mirada, se limitó a rodar los ojos y soltar un resoplido, como si yo estuviese poniendo las cosas más difíciles.

–Está bien si no quieres contármelo. Está bien si no quieres verme. Pero dime qué puedo hacer para ayudarte. –Dije en el mejor tono que pude. Él ni se inmutó.

–Vete. –Murmuró. Era definitivo. Estaba echándome de su casa. Esa palabra se me clavó como un puñal entre dos costillas, perforándome el pulmón. Estaba siendo hiriente sin motivo, tan solo porque algo más grande que él estaba sucediéndole y era incapaz de arremeter contra ello. Yo no tenía más remedio que marcharme.

–Está bien. –Dije, levantándome de nuevo y encaminándome a la puerta–. Por hoy pase, porque sé que tus padres pueden venir en cualquier momento, pero mañana iré a verte a la salida de tu trabajo, tanto si quieres como si no, y hablaremos de esto. –Cuando sentencié la condena él se volvió ligeramente a mí, y sin mirarme directamente musitó:

–No será necesario. Ya no tendrás que volver a ir a buscarme al trabajo.

–¿De qué estás…?

–Me han despedido. –Dijo tajante. Incluso para él decirlo fue una tarea ardua, pude verlo en la forma en que se contraía su faz al soltarlo. Como si fuese la primera vez que lo decía en alto tras haberlo estado pensando mucho tiempo.

Yo no sabía qué decir, estaba completamente en shock. Me mordí el labio inferior y él soltó una sonrisa amarga.

–Despedido. Y no me extraña…

–Pero… ¿cómo ha sucedido? –Alcancé a preguntar–. Eres un buen tatuador, tienes buen trato con los clientes… ¿Es por lo que hicimos el otro día? Porque si es por eso…

–¡No tiene nada que ver contigo! –Soltó haciéndome dar un respingo en el sitio. Entonces sí que me miró directo al rostro y pudo ver el efecto que todas y cada una de sus palabras había tenido sobre mí desde que había entrado en su casa. Sus ojos se encharcaron rápidamente, los cerró de inmediato intentando borrarse las lágrimas del rostro, pero su expresión se crispó rompiendo en llanto. Se levantó de la silla y se acercó a mí, inclinándose, arrodillándose delante de mí y abrazándome las caderas, con su rostro apoyado en mi vientre, fue descendiendo, quedando a la altura de mis rodillas. Me vi obligado a inclinarme hacía él, recogiéndole en mis brazos, intentando volver su rostro a mí pero él se zafaba y se escondía de mí, ocultándose en mi pecho. Opté por dejarle hacer mientras todo su cuerpo convulsionaba, se desgañitaba, gritaba y se retorcía, haciéndome llorar a mí también por la impotencia. Repentinamente lo comprendí todo, como una oleada de realidad que me doblegase frente a la marea.

–Ha sido por tu padre. –Solté, y él asintió, entre lágrimas, empapándome el jersey–. Explícame que ha sucedido, mi amor. Cuéntame que te ha hecho.

–Es inútil. –Murmuró–. No se puede hacer nada ya…

–¡Vámonos! –Le dije, arrodillado junto a él en el suelo, cogiendo su rostro en mis manos–. Con el dinero que tienes ahorrado…

–No hay dinero.

–Han debido darte alguna indemnización por el despido…

–No hay dinero que valga. –Repitió, haciéndome entrar a mí en razón–. Nada, no queda nada en absoluto. –Negaba repetidas veces con el rostro empapado en lágrimas, con los ojos rojos, de llorar, con los labios hinchados, con las mejillas ardiendo y el cuerpo temblando. Todo él era un desastre.

–¿Qué ha pasado? Cuéntamelo de una vez para que yo lo entienda.

–Tu madre vino aquí el otro día mientras nosotros estábamos fuera. No sé qué ideas le metió a mi madre en la cabeza que la alborotó como si hubiese estado aquí el mismísimo Mefistófeles. –Le limpié las lágrimas del rostro–. Cuando regresó mi padre se lo contó todo. Le contó que yo estuve en vuestra casa, le contó que os pedí ayuda y que tenía planeado irme de casa. ¡Tu madre no debió decirle que tenía pensado irme! Cuando llegué aquí el otro día mi padre ya estaba aquí. Ya lo sabía todo.

–¿Qué te hizo?

–Nada. –Dijo, como si ese nada fuese el castigo más duro al que pudo haberle sometido. Lo dijo acongojado en llanto–. No dijo nada. Me metí en la cama y esperó a que me fuese a trabajar al día siguiente. Fue a la tienda, destrozó varias vidrieras a pedradas, entró, agredió a mi jefe. Me despidieron en el acto al saber que era mi padre, buscando una excusa para que me echasen.

–Ya no cobrarás este mes.

–¡Y con suerte el dueño no le denunciará por violencia! Dios quiera que lo haga… Pero con despedirme se quedó bien a gusto.

–Yo podría ir… yo podría ir a hablar con él…

–No conseguirás nada. –Negó con el rostro–. No conseguirás que me readmitan. Ni en broma se arriesgarán a tener que lidiar con mi padre de nuevo. Lo ha hecho por eso. Para que me despidiesen.

–¿Por qué haría algo así? ¿Para qué no tengas más ingresos?

–Exacto. –Se limpió el labio superior, empapado en lágrimas–. Para que no tenga posibilidad de marcharme. No tengo dinero, no me queda nada. –Se lamentó de nuevo, rompiendo a llorar. Yo le rodeé la espalda con los brazos.

–Pero así él tampoco podrá mantener la casa.

–Eso ya era improbable que sucediese si yo me independizaba. Cómo no iba a tener el dinero de cualquier manera, ha preferido que ninguno de los dos lo tengamos.

–¡Podemos encontrarte otro trabajo, en otra tienda! –Dije, repentinamente esperanzado.

–¿Y esperar que mi padre no fuese allá de la misma manera que ha sucedido ahora a destrozar la tienda?

–El dueño debería presentar cargos. Debería poner una denuncia.

–No sé qué hará, pero desde luego todo lo que haga será poco. –Suspiró mientras se dejaba acunar en mis brazos.

–Sea como sea, encontraremos una solución. No me importa si tengo que convencer a mis padres para que vivas con nosotros. O si yo tengo que prestarte el dinero. –Él se rió con sarcasmo, no creyéndome poseedor de la cantidad suficiente como para conseguir pagar un alquiler. No se equivocaba–. Lo que sea necesario. Pero esto acabará por destrozarte la vida si continúas bajo sus amenazas. No puedes vivir el resto de tu vida en esta situación. Te encontraré otro trabajo, como ya hice hace años. –Le hice mirarme–. Soy tu amuleto de la suerte ¿no? No dejes que tus lágrimas nublen tu buen juicio. Podremos remediar esto.

–Eres más que mi amuleto. –Me abrazó con más fuerza–. Eres lo único que… –Sus palabras se vieron entorpecidas por el sonido de la puerta. Alguien llegaba.


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