NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 14 (Parte III)

 

Capítulo 14 – Eres un maldito desagradecido.

 

Una fina, sutil y grisácea neblina cubría de arriba abajo la habitación. Era incluso invisible, pero cuando salíamos para algo de la habitación, ya fuese al baño o a la cocina, y regresábamos, nos asombrábamos del espesor del humo alrededor del que hacía segundos ni nos habíamos percatado. La ventana estaba cerrada porque ya era de noche y soplaba algo de brisa. Por el suelo repartidos unos cuantos platos con rebordes de pizza ya fría y un par de vasos con refresco medio vacíos. Los habíamos sustituido por las cervezas, y ya había un par de latas tiradas por alguna parte. El cenicero estaba rebosante de colillas y estábamos a punto de terminarnos el paquete de cigarrillos, fumando desde que habíamos llegado a casa.

El día se me había pasado volando, mucho más de lo que me esperaba. Cuando llegamos del supermercado ordenamos la comida y estuvimos media hora para decidirnos a hacer algo de arroz basmati con verduras salteadas. Fue todo un espectáculo discutir con él porque el pimiento saltaba demasiado y me había dejado al cargo mientras él ponía los platos en el salón. Al final se quemaron y tuvimos que comérnoslos así. Después él se cogió una de las manzanas verdes, se tiró sobre el sofá y la mordisqueó mientras la miraba, observando con detenimiento lo que sus mordiscos hacían en el perfil de la fruta. Como un pintor que tras cada pequeña pincelada se aleja del lienzo para observar con distancia el conjunto de sus actos.

Jugamos al ajedrez, a las cartas, nos contamos cientos de cosas, me habló de los libros que tenía, nos redescubrimos como si nunca nos hubiéramos conocido antes y nos contamos historias que los dos ya conocíamos, pero no nos importaba. Estábamos excitados por la libertad que la soledad nos proporcionaba y no veíamos más allá de la risa y el divertimento como objetivos de nuestros actos. Amé aquella tarde en la que aún nos estábamos adaptando a lo que sería nuestra nueva rutina y mientras que el sol descendía por el horizonte íbamos encontrando un agradable lugar al lado del otro donde pasaríamos la próxima semana.

Cuando llegó la hora de la cena ninguno se atrevió a volver a encender la cocina por lo que decidimos hacer una de las pizzas congeladas que habíamos comprado y así librarnos de las complicaciones. Nos la comimos en su habitación, sentados en el suelo retomando la conversación que nos había llevado hasta ese punto y la acompañamos de unos refrescos. Él comenzó con una cerveza antes de terminarse la pizza, pero yo cogí una ya cuando no tenía más que sobras en el plato. Bebimos y fumamos hasta bien entradas las doce y aunque a mí me podía el sueño, él seguía hablando y divagando acerca de su trabajo y de uno de sus compañeros.

–¿Te puedes crees que cuando llegó tenía toda su mesa de trabajo llena de latas de bebidas energéticas del día anterior? Dejó una peste importante a arándano pasado por todo el taller. –Le dio una calada al cigarrillo y lo estampó contra el cenicero, pagando con él la frustración de sus palabras. Estábamos los dos sentados en el suelo con la espalda apoyada en su cama–. Claro, cuando vino el jefe le echó tal bronca que no se le ha vuelto a ver con una bebida de esas por el estudio. Ni un refresco si quiera. Todo agua, desde que entra hasta que se marcha.

Se volvió a mí para mirar mi reacción después de haberme contado aquello y yo le devolví la mirada sonriente, alegre y feliz de estar con él. No había hecho ni caso a su historia, solo saber que estaríamos así seis días más era motivo suficiente como para alegrarse y centrarse plenamente en esa jovialidad que inundaba nuestra presencia. Había bebido lo suficiente como para sentir todo el cuerpo lleno de cosquillas, un rumor agradable como el de un riachuelo vagando entre las rocas, haciéndose paso entre la sequía. Por un momento sentí que me estaba convirtiendo en la niebla que nos rodeaba, poco a poco, deshaciéndome como el polvo.

–¿Qué hago contándote estas tonterías? –Se lamentó al darse cuenta lo poco me importaban sus anécdotas del trabajo.

–No pasa nada. Sigue hablando. Me gusta oírte hablar. –Dije mientras cerraba los ojos y apoyaba la cabeza en el borde del colchón. Volví el rostro a él esperando oírle decir algo más pero se quedó mudo. Abrí los ojos para verle y él me miraba con una expresión entre divertida y decepcionada. Alzó las cejas y yo le sonreí, algo ebrio. Él también lo estaba, había bebido más del doble que yo.

–¿De qué te ríes?

–¿Cuándo bebes siempre te pones tan hablador o solo es hoy?

–¿No puedo estar feliz de que estés aquí? –Preguntó y yo le miré enternecido. Suspiré y bebí el último trago que le quedaba a mi cerveza. La tiré junto a los refrescos y los platos llenos de restos–. Tienes cara de tener sueño. –Dijo, tranquilo y agradable–. Cuando quieras, nos vamos a dormir.

–Aún no. –Dije y él asintió, conforme–. Aún tienes que hinchar el colchón. –Le espeté y me desternillé por la expresión tan seria que puso. Me agarré la tripa por la risa y solo rememorar su ceño fruncido me hacía doblarme nuevamente. Reí durante minutos, pero cuando perdió la gracia, me sentí mal por haberme reído de él y por haberlo hecho de algo tan mediocre.

Después del sonido de mi risa no hubo nada más. Se escuchaba de lejos el sonido de alguna bicicleta cruzando por la acera, una música a lo lejos. Nuestras respiraciones y el movimiento de sus pies jugando en el suelo. Estaba descalzo, como yo, con unos pantalones vaqueros, una camiseta de manga corta y despeinado como nunca lo había visto. Yo estaba con solo unos vaqueros y los calcetines blancos, desteñidos por los zapatos, que aun me quedaban un poco grandes.

–¿Quieres que te cuente algo?

–Sí. –Dijo sin pensarlo. Le miré apenado. No querría que se lo dijese.

–Mi madre iba a llevarme con ella cuando se fugase con Mike. –Dije y él se quedó mudo, pensativo acerca de lo que le acababa de decir–. Si Mike hubiera aceptado, me habría llevado con ella. Lo decía en la carta. Decía Mike que estaba encantado de fugarse con ella y conmigo, pero ya sabes, no puedo, tengo un hijo y blah blah…

Ahora sí reaccionó volviéndose a mí con susto y temor en la mirada. Tal vez era el alcohol o tal vez fuesen mis palabras. Pero me miró más apenado que intrigado.

–¿Te habrías ido con ellos?

–Supongo. –Dije, no muy convencido, dado que en ningún momento me había planteado la posibilidad de que yo pudiese decidir–. Quiero decir, que no sé si yo hubiera podido hacer mucho por negarme. De esto hace tres años. Apenas estaba yo empezando el instituto…

–Pero no importa. Te hubieras podido quedar aquí con tu padre… –Decía él planteándose en serio una posibilidad que estaba ya muy lejos de hacerse real.

–Supongo. –Dije sin querer darle más importancia de la que tenía. Pero él insistía.

–Tu padre te habría cuidado muy bien. Estoy seguro de ello. Además, aquí tienes toda tu vida, tus amigos, tus familiares...

–Mike también es amigo mío, y su mujer y él son más tíos míos que tus padres. –Lo dije con toda la sinceridad que era capaz de expresarle, pero él me miró dolido y me apartó la mirada, suspirando, comprendiendo que era inútil hablar de ello y que hacerlo tal vez nos hiciese enfadarnos. Él ya lo estaba.

–Solo digo, que tú podrías haber decidido quedarte. Solo eso.

–Lo sé. –Suspiré–. Y también haberme ido con ellos. Yo no lo hubiera entendido en ese momento, incluso a mi madre le habría reprochado muchas cosas, pero a lo mejor, yéndome con ellos, no habría sido más infeliz que quedándome… –Dije meditando con cuidado mis palabras–. No digo que lo hubiera hecho... pero ¡Qué más da! De eso hace tres años ya…

–¿Y si tu madre quisiese volver a fugarse con él? –Preguntó. Aquello era algo en lo que tampoco había pensado pero después de lo que había sucedido unas semanas antes no podía darlo como imposible. Entonces le miré y vio el temor en mis ojos porque sucediese algo así. Aquello le desesperó–. Te irías con ellos. ¿Verdad?

–No lo sé. –Confesé.

–¿Cómo puedes decirme eso? –Preguntó y se incorporó, quedando delante de mí y agarrándome de los hombros me zarandeó–. ¿Estás de broma? Aquí tienes tu vida.

–Cálmate Jacinto, eso no va a pasar...

–¿Es que acaso nada de lo que tienes aquí te importa? ¡Te irías con tu madre y su amante a sabe Dios donde sin importante nada!

–Jacinto... –Le llamé pero estaba sordo. Le agarré de los brazos que me estaban sosteniendo y él frunció el ceño, cada vez más enfadado–. ¿Pero qué te pasa?

–Eres un maldito desagradecido. ¡Siempre lo has sido! –Gritó–. ¡Solo piensas en ti, igual que tu estúpida madre! –Le empujé con toda la fuerza que tenía a pesar de que él era más pesado que yo y se cayó de espaldas.

–Basta de cerveza por hoy. –Dije e hice el amago de levantarme pero él me agarró del brazo haciéndome caer junto a él en el suelo. Luchamos por un tiempo hasta que él se posicionó sobre mí y alzó el puño cerrado como si estuviese a punto de golpearme. Temí seriamente que lo hiciese y me recorrió todo un escalofrío por el cuerpo. Pudo verlo en mi mirada, que ya no luchaba por escapar, que ya no quería golpearle, solo quería llorar por la idea de que pudieses pegarme. Él tembló igual que yo hice y cayó derrotado sobre mi pecho.

–Eh, Jacinto… –Le llamaba, pero estaba ignorándome. Pasó sus manos debajo de mis brazos y me abrazó con fuerza. Yo le rodeé la espalda con mis brazos. Pesaba como para hacerme estar incómodo pero me gustaba verle súbitamente abatido. Y más después de haber temido que me golpease–. Jacinto… ¿qué pasa…?

–Eres un egoísta. –Dijo, casi murmuró, con su rostro pegado a mi pecho. Su cálida mejilla estaba abrasándome el pecho.

–Sé lo que quieres escuchar, pero no voy a decirlo. –Él sorbió por la nariz. Estaba llorando–. Ya he hablado mucho como para que sepas de sobra que me quedaría aquí por ti, sin necesidad de cuestionarte nada. –Me maldije, lo había dicho. Él no dijo una sola palabra. Se abrazó a mí con fuerza y hechos un ovillo nos quedamos así un rato en el suelo.

Pasada la una de la mañana, cuando a ambos se nos había bajado la borrachera y atrás quedaba el mal rato que habíamos pasado, estábamos recogiendo la habitación para no levantarnos rodeados de hormigas llamadas por el olor de la comida. Tiramos las latas, las seis que habíamos comprado ese mismo día, a la basura y después los restos de comida y los platos y vasos los dejamos en la pila, para fregarlos al día siguiente.

Cuando llegamos a la habitación, él bajó la persiana, reordenó un poco lo descolocado y me miró con un interrogante en la mirada.

–Ve al baño a lavarte los dientes. –Me exhortó–. Yo iré después.

Asentí mientras me deslizaba hasta el baño y me quité allí los pantalones y los calcetines. El vaquero estaba un poco manchado de cerveza y al acercármelos a la nariz para olerlos pude ver que no sólo olían a cerveza sino también a tabaco. Me apunté una nota mental para recordarme que antes de irme de esta casa tendría que lavar toda mi ropa o mi madre me reprendería por ello. Me lavé los dientes con parsimonia y oriné, me olí la axila preguntándome si tendría que ducharme al día siguiente y la respuesta era más que afirmativa.

Cuando regresé a la habitación él ya estaba con la parte inferior del pijama puesto, y por lo que parecía no se podría nada más. Yo estaba en ropa interior, con los vaqueros y calcetines hechos una bola en mis brazos. Los dejé tirados en algún rincón y él desapareció por la puerta en dirección al baño. En sus mejillas podía notar que había estado llorando y me dolía haber podido evitar aquello pero sin embargo no hice nada para remediarlo. Mi orgullo era más fuerte que verle llorar.

Al ver que ya estaba todo dispuesto me tumbé sobre la cama para esperarle. Sin deshacer, sin dejarle espacio. Caí rendido sobre ella e incluso juraría haber alcanzado el sueño cuando él regresó y entrecerró la puerta detrás de él. Me despertó su sombra recortada por la luz de la habitación.

–¿Querrás dormir conmigo o te traigo el colchón? –Bromeó pero yo me levanté aturdido mientras le sonreía y me hice espacio debajo de las sábanas, a la espera de que me siguiese. Apagó la luz mientras sonreía y yo le hice espacio a un lado. Él se coló con tranquilidad alternando los quejidos y los suspiros por acomodarse. Cuando se hubo tumbado le abracé de la cintura y le atraje a mí para acomodarme con la forma de su cuerpo. Él se dejó hacer, pasando un brazo por debajo de mi cuello. Hacía tanto tiempo que no dormía con él, hacía tanto que ya casi había olvidado cómo era su olor mezclado con el tacto de las sábanas y la maravillosa oscuridad refugiándonos.

–Buenas noches. –Le dije pero él no me respondió más que con un murmullo de su garganta.

–Siento mucho lo de antes. –Dijo, con un tono tan bajo y melancólico que me estremeció.

–No tiene importancia. Te frenaste. Y tenías razón al molestarte. –Me besó la frente.

–No sé qué haría si te perdiese. –Gimió, volviendo a llorar. Estaba desmoronándome. ¿O estaba jugando conmigo, a ver cuál era mi límite?

–No me perderás. –Dije, serio y firme mientras mis manos se deslizaron hasta su nuca por encima de mí y acaricié su cabello, mientras sus labios volvían a besarme–. Jamás me iría de aquí sin llevarte conmigo.

–Incluso si te vas lejos.

–Incluso si me voy lejos. –Suspiré y repentinamente fui consciente de que él había tenido toda la razón de la que alguien podía ser propietario, al decir que yo era igual que mi madre. También le había pedido a la persona amada que nos fugásemos, que dejásemos todo atrás, y al igual que ella, también me habían rechazado.

–Qué haría sin ti, querubín. –Musitó besándome de nuevo y yo alcé el rostro. Me miró con una sonrisa pero con los ojos infestados en lágrimas. Le besé la barbilla pero él solo sonrió más. Enredamos las piernas, me acomodé en su pecho y nos quedamos.

 


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