NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 15 (Parte II)

 

Capítulo 15 – Es solo una mentira piadosa.

 

Las pizzas estaban deliciosas a pesar de ser refrigeradas. Comimos sobre la mesa del comedor mientras veíamos en silencio la película. Él a veces comentaba algo y yo nombraba referencias a algunos comics que había leído de Batman. Hablamos durante largo rato de personajes de DC y Marvel, de los mejores cómics o de las mejores aventuras. A mitad de la película la detuvimos para recoger los platos y traer algo de helado de nata que había comprado su madre, tenía pepitas de chocolate y él se hizo un cuenco con sirope de caramelo. Cuando terminamos volvimos al sofá y me senté de frente a la televisión esperando que él me imitase, pero en vez de eso se dejó caer sobre mi regazo y me agarró una de mis manos, como hizo aquella vez en que su novia estaba delante. Me condujo la mano a su cabello y después se dejó hacer por ella. Le acaricié los rizos que comenzaban a marcarse más a través de su cabello. Los ondulé con mis manos, los retiré de su frente, le acaricié su piel y él movió las cejas formando arrugas en su frente, bajo mi mano. Sentía que en mis manos habitaba un dulce y pequeño cachorro que tenía la capacidad de destruirme.

Después delineé el cartílago de sus orejas, sus pómulos, sus mejillas. Todo sin mirar la pantalla de la televisión. Él era consciente de que yo no podría apartar la vista de él pero no le importó robarme de aquella manera tan cruel la voluntad. ¿Ese sería el plan para el resto de la noche? ¿Hasta qué punto estaba jugando conmigo? ¿Dónde se hallaba la línea que separaba la inocencia de la perversa voluntad? ¿Sentiría lo mismo que yo ante actos similares? ¿Qué había sucedido para mostrarse tan cariñoso conmigo?

Mis dedos vagaron hasta la nuez debajo de su barbilla y allí la moví, molestándole e incomodándole. Después un poco más abajo, hasta encontrarme con la unión de los huesos de su clavícula. Allí tenía un par de moratones que supuse eran chupetones. De su novia claramente. Decidí no seguir navegando en esa dirección y levanté mis manos de él como si de repente me hubiese quemado y las dejé a cada lado de mi cuerpo. No pasaron dos minutos hasta que él empezó a inquietarse y me miró desde mis piernas, con un puchero.

–No me dejas ver la película. –Dije, excusándome pero a él no pareció importarle. Alcanzó una de mis manos y entrelazó sus dedos con los míos, apretándome con fuerza en el agarre. Miré nuestras manos juntas, eran maravillosas, casi tanto como presenciar la resurrección de un fénix. Encajaban a la perfección pero yo no conseguía sentirme cómodo con aquella confusa naturalidad. Me sentí que había nacido para que mi mano estuviese allí en ese momento, entre la suya, y que pasase lo que pasase, este recuerdo me reconfortaría y daría ánimos–. ¿Cuántas más grullas has visto?

–Ninguna… –Dijo, de forma poco creíble–. Cuatro. –Dijo al fin y yo suspiré, desanimado a la par que decepcionado. Me solté de su mano pero él se volvió a mí con una mueca triste–. No pude resistirme.

–Lo estás usando en mi contra. ¿Cuáles han sido?

–“Sus manos” “La forma de su pelo” “El olor de su pelo” “El color de su piel”. ¿Eres tan superficial?

–¿Y tú tan cruel?

–¿Qué ocurre con eso? ¿No te gustan mis manos? Son todas tuyas… –Volvió a coger mi mano entre la suya yo me solté nuevamente.

–Solo lo haces para molestarme. –Suspiré.

–Tal vez. –Afirmó.

 

 

La película terminó con nosotros adormilados en el sofá. Yo estaba tan sumamente aburrido que acabé divagando dentro de un sinfín de fantasías que terminaron por provocarme sopor, y él tan cómodo como estaba sobre mí entrecerraba los ojos con sueño. Cuando veía que se estaba quedando dormido le zarandeaba para despertarle y no permitir que cayese en manos de Morfeo antes que yo, pero me resultaba gracioso ver como se desperezaba y fingía que prestaba atención.

Terminada la película se irguió, apagó el DVD y la televisión y se me quedó mirando de pie delante de mí con las manos en la cintura y con una mueca cansada.

–¿Te parece si nos vamos a la cama?

–¿Te parece si me llevas? –Le pregunté mientras alzaba los brazos, esperando que me rechazase con una mueca ofendida pero él asintió con suma diligencia y con toda la delicadeza de la que era capaz se inclinó y me ayudó a levantar. Una vez de pie me cogió en sus brazos y caminó conmigo hasta su cuarto. Yo enredé mis piernas en su cintura y nos reímos de camino. En cierto modo me encantaba este extraño coqueteo pero a la par me asustaba que no estuviésemos navegando en el mismo barco, solo movidos por la misma corriente.

–¿Está cómodo el príncipe? –Me preguntó mientras se detenía al lado de su cama. Yo estaba eufórico y asentí, con mis manos sobre sus hombros. Me dejé caer en la cama y él se me quedó mirando desde el borde, con una sonrisa malvada–. ¿Va a ponerse solo el pijama o tengo que ayudarle yo?

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–Yo sé hacerlo solo. –Dije–. Pero no voy a ponérmelo. –Me desvestí completamente hasta quedarme en ropa interior y me arrastré hasta el cabecero de la cama, para meterme dentro y bucear en el interior de las sábanas. Me hice una bola mientras él se desvestía, colocaba su ropa sobre la silla, después la mía y apagaba luces de casa. Le esperé largos segundos mientras le oía pasearse por todas las estancias. Me lo imaginaba, podía visualizarlo apagando luces descalzo, pisando con cuidado, asegurándose de haber cerrado la puerta, procurando dejar todo en buen estado para dormir tranquilo. No lo creía maniático para ese tipo de cosas, pero me alegraba saber que teníamos ese punto en común.

Cuando regresó entrecerró la puerta para que no nos despertase la luz que entraba desde fuera y bajó las persianas. Comprobó su teléfono móvil. Anduvo al menos un minuto contestando y revisando mensajes y todo ello en calzoncillos. No podía dejar de mirarlo como si estuviese en el Louvre admirando la Venus de Milo*, tan enorme, tan hermosa y perfecta. Era el icono de algo pero no estaba seguro qué representaba su imagen para mí. Lo era todo, como un Dios, pero también como una maldición. Cuando terminó puso a cargar el teléfono y bebió un poco de agua que tenía por ahí en una botellita de plástico. Se volvió a mí con preocupación.

–¿Necesitas algo? ¿Agua? ¿Ir al baño?

–No. –Negué con el rostro y le abrí las sábanas para hacerle espacio. Me encantó con qué naturalidad apagó las luces y se introdujo a mi lado. Al principio no pude ver nada hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad que entraba por los resquicios de la persiana, volviendo a mostrarme los vértices de la habitación, para poder situarme. Después pude ver su perfil y un rizo que sobrasaría por su cabello. Se tumbó con tanta comodidad y tranquilidad a mi vera que me sentí ya parte de aquella cama, de aquella habitación, como una almohada más, como parte del conjunto de mantas con las que cada noche dormía. Apoyé mi mejilla en su hombro y él levantó el brazo para colarlo debajo de mi cuello. Era la tercera vez que dormíamos juntos, y me sentía que habían sido cientos y cientos de veces más.

–Buenas noches. –Murmuró, pero si antes estaba somnoliento, ahora ya no tenía ganas de dormir.

–¿A qué hora vienen mañana tus padres?

–Por la tarde, pasada la hora de comer. –Dijo con tranquilidad–. Así que podemos levantarnos tarde.

–No quiero que tus padres me encuentren aquí cuando lleguen. –Me sinceré–. Ya sabes…

–No pasará nada. –Le quitó importancia–. No dirán nada… –Parecía que no se acordaba tan bien como yo de aquella última vez que dormimos juntos.

–No quiero que tengas problemas por mi culpa…

–Tú serías el último de mis problemas. –Suspiró y me estrechó más contra él. Me besó la frente y yo enredé mis piernas con las suyas.

–¿Cómo los porros? ¿El ácido? ¿O las cientos de peleas en las que te has metido? –Él no respondió inmediatamente. Se tomó su tiempo para digerir lo que había dicho.

–¿Quién te ha contado eso?

–Nik. –Suspiré–. Y también me confesó que el día en que me golpeó tú fuiste a su casa a amenazarlo. –No dijo nada–. ¿Mientras te conté lo que me habían hecho sabías en todo momento de quién te estaba hablando?

–Sí.

–No me dijiste nada…

–Habría sido más complicado.

–¿El qué?

–Que confiases en mí. Que me quisieses. –Suspiró y volvió a estrecharme con fuerza–. Hubieras pensado que yo era igual que él, y que yo podría hacerte daño igual. ¡Yo nunca te haría daño!

–Nunca. –Recalqué–. Lo sé. Confío en ti, a pesar de tu pasado, a pesar de tu futuro. Confió ahora, en ti, en el presente que conozco de ti.

–No me harás pedirte perdón por no habértelo contado. Ni tampoco me sacarás nada que no te haya dicho. Me gusta la imagen que ves en mí.

–No te obligaré a nada. Está bien si no quieres contarme nada. –Él pareció sorprendido por mis palabras. Medité aquello y llegué a la conclusión de que estaba totalmente de acuerdo con él–. Estoy de acuerdo.

–¿De veras?

–Sí. No lo veo como algo tan malo. Es solo una mentira piadosa. ¿No?

–Exacto.

–Exacto. –Repetí–. A mí también me gusta la imagen que ves de mí.

Él no dijo nada en absoluto. Y sabría que no diría nada al respecto porque necesitaba procesarlo como yo necesité procesar que Nik y él hubiesen tenido algún tipo de relación de amistad hacía años. Él, mi adorado Apolo, y mi mayor némesis. La verdad era que en el fondo, podía incluso entenderlo porque aunque me costase admitirlo, Jacinto tenía muchos puntos en discordia conmigo, en cuanto a su rudeza y modales, que se veían disimulados por una gran inteligencia. Por eso era el puente entre dos mundos. Después de al menos cinco minutos él chasqueó la lengua, se revolvió debajo de mí y sacó sus brazos de debajo de mi cuello. Yo me di media vuelta y me encogí de cara a la pared pero él siguió hablado, sabiendo que yo estaba despierto.

–Me fastidia que te hayas enterado…

–No le des más vueltas. Todos los chicos a esa edad hacen tonterías…

–¿Te dijo que llegaba borracho a clase?

–Sí.

–¿Y qué más de una vez me expulsaron por fumar cigarrillos en clase?

–Sí.

–¿Y por tener sexo en los baños?

–No. –Me giré a él sorprendido–. Eso no.

–Pues sí. –Dijo, entre orgulloso y dolido–. Así es. Fui un completo desastre allí en mi instituto de Francia, pero ya no soy así.

–No te retractes conmigo. Yo ya sé que no eres como aquel chico que se metía en peleas siempre que podía y que se emborrachaba a todas horas.

–¿Y qué pasaría si sigo siéndolo?

–¿Y a quién le importa? Cada uno es como es… Lo importante es no engañarte fingiendo ser alguien que no eres…

–¿Dejarías de quererme?

–¿Yo? –Pregunté sorprendido por su insinuación–. Jamás.

Él no dijo nada, tal vez esperando que yo hubiese respondido otra cosa diferente. Estaba seguro de que por su mente pasó el recuerdo de su novia. Ella tal vez sí le dejaría si se metía de nuevo en peleas constantes o si volvía a fumar algo que no fuesen unos meros e inocentes cigarrillos. Sus nuevos amigos seguirían el mismo camino que ella. Y sus padres. Sabe Dios qué haría su padre su volviese a recaer en la delincuencia.

–A veces entraba en tiendas, me llevaba un par de pulseras y unos anillos y luego a los días ya no los quería y los tiraba a la basura. –Suspiró–. A veces le robaba dinero a mi madre que en realidad no necesitaba y me limitaba a comprarme unas cervezas antes o después de clases. Mis amigos y yo nos colábamos en antros, robábamos carteras, y si alguien se daba cuenta, nos enfrentábamos con todo lo que tuviésemos. Me rompieron un par de costillas en una de esas. Un camarero, con más inteligencia que fuerza, derramó aceite sobre el suelo en plena pelea y me resbalé, cayendo sobre un taburete derribado y me partí dos costillas. Por poco no me perforan el pulmón. Estas. –Dijo y agarró mi mano para rozar un par de costillas que a simple vista a mi me parecieron normales, pero después sentí un tremendo escalofrío al notar como su vello se erizaba.

–Por dios, Jacinto. –Murmuré con horror. No estaba seguro si por la historia o por el tacto de su piel en mis dedos. Él ya no me sujetaba la mano pero yo no quise retirarla de allí. Después le acaricié el otro costado y después el pecho. Dejé mi mano sobre su cuello, y le hice mirarme–. ¿Tu novia sabe algo sobre esto?

–Nada en absoluto. Igual que ninguno de mis amigos aquí en Holanda. –Suspiró–. En el instituto sí se sabía, pero porque los profesores tienen mi maldito expediente y porque en el instituto a veces hay que sobrevivir… y una mala reputación puede librarte de muchas cosas…

–Así que mi primera impresión sobre ti era cierta. –Le dije sonriendo–. ¿Eras un ladrón que se había colado en mi casa?

–Tal vez. –Dijo él con tristeza. Una melancolía que me borró la sonrisa.

–No te aflijas. –Acaricié su mejilla y después su cabello. Él me miró de frente. No supe a qué parte de su precioso rostro mirar–. Pase lo que pase, me tendrás siempre.

Él sonrió. Una maldita sonrisa provocada por mis palabras.

El sol en pleno apogeo extendía toda su luz por el horizonte. El mar rompiendo con estruendo sobre la costa y la espuma bañando las rocas del acantilado. El sonido de los latidos de mi corazón que bien podría haber sido alguna música lejana de tambores. El viento golpeándome en el rostro con toda la crueldad de la que es posible y la sal del mar pegándose al sudor de mi piel. Alzando el vuelo no soy capaz de ver más allá de la luz solar impactando sobre mi rostro. Vuelo, asciendo, pero nada me detiene y cuanto más alto planeo más consigo aumentar la adrenalina que me invade, la sensación de libertad inmisericorde que me acompaña. El pánico se cierne sobre mí cuando comienzo a ver plumas cayendo al mar.

Con mi mano sobre su cuello, con mis dedos entre su sien y la parte trasera de su oreja, le atraje hacia mí y le besé. Fue un beso tan casto y dulce como el más maravilloso sueño que haya tenido nunca. Fue tan insignificante que casi fue inexistente. Tan liviano y tranquilo que él podía fácilmente haberlo confundido. Pero no sucedió así. Ahí quedó, como marca imperecedera de mi amistad, de mi fidelidad y mi amor. El beso se rompió con un chasquido, tras el cual me acurruqué en su pecho y caí dormido casi al instante, sin pensar en qué había hecho o qué lo había provocado. Mucho menos, en qué sucedería después.

La noche pareció tragarse aquel instante, aquel segundo en que nuestros labios se unieron. Aquella noche estaba mucho más sedienta de aquél beso que yo y se lo guardó por mucho tiempo, borrándolo de nuestras memorias.

 

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La Afrodita de Milo (en griego, Αφροδίτη της Μήλου), más conocida como Venus de Milo, es una de las estatuas más representativas del período helenístico de la escultura griega, y una de las más famosas esculturas de la antigua Grecia. Fue creada en algún momento entre los años 130 a. C. y 100 a. C., y se cree que representa a Afrodita (denominada Venus en la mitología romana), diosa del amor y la belleza; ​ mide, aproximadamente, 211 cm de alto.
 

 

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