NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 16 (Parte II)
Capítulo 16 – ¡Aliándose con el enemigo! Eres todo un sociópata.
Me encantaba admirar a mi padre sentado en el salón con un grueso libro en las manos tomando apuntes. A veces me recordaba a mi mismo, y otras al maravilloso cuadro de Caravaggio Jerónimo escribiendo. No estaba calvo, mi pobre padre, ni era tan mayor, pero esa expresión concentrada, sometida solo a la lectura, me provocaba asombro. A veces solía murmurar algo para sí, interrumpiendo mi descanso y otras se enfadaba porque no encontraba algo que buscaba desesperadamente. Pasaba apresurado las páginas, encontrando su objetivo lejos de su punto de partida, y se veía obligado a poner papeles o lápices entre las páginas para no perder las referencias. Siempre solía hacer eso en su tiempo libre, o cuando le apetecía comerse un poco la cabeza, para engordar sus asignaturas. Solían ser datos curiosos, fechas que en los libros de texto no apareciesen o simplemente ideas de cómo enfocar un tema. Recuerdo verle devorarse los sesos años antes para afrontar la literatura del siglo XIX con todas sus variantes, características, tipologías y nacionalidades…
–Los alumnos no entenderán nada, y yo menos, que es mi primer año dando literatura. –Se quejaba por lo bajo–. Malditos recortes, malditos románticos, y malditos sean Poe, Rimbaud y Flaubert…
Aquella vez sin embargo se veía mucho más tranquilo. Aquellos fueron años de recortes en los que tuvo que impartir también alguna asignatura de lengua y literatura igual que otros profesores como el de dibujo dio educación física y la de matemáticas se vio obligada a dar tecnología… Poco a poco todo se iba recomponiendo en el sistema de la escuela y mi padre volvió a sus maravillosas arte, historia y religión. “Tienen sentido entre ellas” solía decirme, para que entendiese que aquella era su zona de confort y no le gustaba salir de ella. “Entre ellas se entienden.”
Bajo el peso de una de sus manos, sujetando varias páginas entre los huecos de sus dedos sostenía un libro de historia universal. Quién sabía si estaba engrosando su asignatura de historia o al contrario, algo sobre religión o arte. Preguntarle estaba descartado porque estaba sumamente concentrado. Incluso mi madre en esos momentos evitaba aparecer por su campo de visión por miedo a que él soltase un repentino “¡Ve a la estantería del despacho, y coge el primer libro de la segunda balda, el de color gris. Pero no el gris azulado, sino el gris blanquecino. Ese de tapa blanda. ¿Qué haces que no vas?” Pero yo me había tirado en el sofá y ni se había dado cuenta de que estaba allí hasta que no levantó la mirada para beber un poco de té y por casualidad me enfocó en el horizonte. Le miré con media sonrisa y volví a enfrascarme en la televisión aunque en realidad apenas sabía qué estaba viendo allí.
–¿Aburrido? –Me preguntó mientras dejaba la taza en su sitio sobre el posavasos que siempre usaba y volvía a concentrarse en su libro. Le miré curioso por saber si me seguiría en la conversación o si solo estaba dándome bola por pura convencionalidad. Me hubiera gustado imaginarme como el ángel que sujeta la mano de san Mateo guiando sus letras a través del pergamino.
–Un poco. –Miré fuera. Hacía sol–. ¿Y tú? ¿Qué haces?
–Busco información. Ya sabes, para mis clases.
–¿Sobre qué es esta vez?
–Estoy a la caza de autores que hablen sobre la Primera Guerra Mundial. Busco algo de bibliografía que recomendarles a los chicos. –“los chicos” eran sus alumnos. Cada año tenía alumnos nuevos pero siempre eran “los chicos”.
–¿Y cómo va tu búsqueda?
–Nefasta. –Suspiró–. No encuentro libros recomendables para edades de entre doce a dieciséis años. Una lectura fácil, tranquila y realista. Nada de historietas románticas dentro del contexto de la guerra, ni tampoco libros infantiles con dibujitos.
–Pero tampoco libros densos y aburridos de más de mil páginas. –Concluí su argumento a lo que él asintió y apuntó algo en una libreta a su lado. Hasta que no terminó no me dirigió la palabra. Me molestaba que a pesar de estar en vacaciones de verano tuviese que prepararse las clases igual que si estaba en pleno curso, pero le admiraba por ello. Después miró directo a la televisión como si el ruido de esta le hubiese alertado por primera vez desde que estaba encendida. La miró detenidamente.
–¿Qué haces viendo telebasura? –Preguntó por el programa que se estaba emitiendo y yo me encogí de hombros. Quitándole importancia. Perdió el interés en mí y volvió a centrarlo en el libro. Jugué con mis pies sobre el sofá. Me descalcé, los coloqué sobre el respaldo, manoseé el mando a distancia y al tiempo me volví de nuevo a mi padre.
–Cuéntame la historia de dédalo e Ícaro. –Le pedí, como solía hacer y él soltó un gran suspiro, resignado.
–¿No ves que tengo cosas entre manos?
–Por favor…
Tras un gran resoplido, sabiendo que estaba de vacaciones y que no pasaba nada por dejar el trabajo de lado unos momentos, cerró el grueso volumen de historia con bolígrafos y papeles de por medio y se apoyó en él con las manos abiertas.
–Ícaro, es el nombre que tenía un joven griego. Hijo del arquitecto Dédalo, el constructor del laberinto de Creta. Una isla, la más grande de Grecia. –Seguí jugando con el mando en mis manos, pensativo–. Ambos estaban retenidos en la isla, por el rey Minos. El padre, Dédalo, ideó, para salir de la isla, unas alas con las plumas de aves que el viento desplazaba hasta la isla. Las pegó con cera y después se las ataron a la espalda. Cuando ambos se dispusieron a volar para escapar, el padre le advirtió al hijo que no volase demasiado bajo, o el agua del mar haría que se le mojasen las plumas, ni tampoco demasiado alto, o el sol derretiría la cera y caería. Pero una vez estaban volando, Ícaro ascendió demasiado y… –No dejé que mi padre terminase.
–¿Qué crees que impulsó a Ícaro a volar tan alto?
–¿Cómo? –Mi pregunta le pilló desprevenido. Se me quedó mirando casi asombrado.
–¿Por qué voló tan alto? Sabía que no debía hacerlo, y sin embargo…
–Los mitos muchas veces, igual que las fábulas o las historias con moraleja, intentan transmitir unos valores morales y una conducta social… en este caso el mito intenta advertir que debemos tener cuidado con las emociones y no dejarnos llevar por ellas hasta puntos en los que podamos arriesgar la vida. Ícaro, a pesar de haber sido advertido por su padre, se sintió tan bien volando, tan libre y emocionado, que no pudo evitar volar más alto de la cuenta y pagó su precio, muriendo en el mar. –Yo mastiqué sus palabras y él estaba realmente asustado por mi meditación silenciosa. Nunca me había tomado tan en serio esta historia hasta el punto de juzgarla, cuestionarla y asumirla como propia–. No quiere decir que vayamos a estar en la misma situación que Ícaro, de forma tan literal, pero sí en otros aspectos de nuestra vida. Si te advierten que no debes hacer algo, deberías tener cuidado. Si tu padre te dice que no debes quedarte hasta tarde de fiesta, –me miró pícaro–, deberías obedecer y no dejarte llevar por la emoción de la noche y arriesgarte a que pueda sucederte algo malo. ¿Entiendes la extrapolación?
–Sí. –Asentí, no muy convencido–. ¿Y qué pasó con él?
–Murió. –Dijo, perplejo como si no fuese evidente.
–Murió. –Repetí, sin comprender muy bien como extrapolar aquella palabra–. Debió ser más prudente…
–¿Qué pasa por tu cabeza, Ícaro? –Me preguntó con toda la ternura que pudo y yo le miré sin saber muy bien cómo contestarle.
–Creo que entiendo por qué ascendió.
–Claro que lo entiendes. –Dijo, encogiéndose de hombros–. Fue imprudente.
–¿Y sí él quería morir? Es decir… y si en todo momento supo que moriría y solo quiso extender su límites para experimentar aquella emoción hasta el extremo.
–Solo es un mito…
–Pero piénsalo. ¿Y si no le importaba morir por experimentar aquello? ¿Y si valió la pena? ¿Eso no vuelve la moraleja del revés? –Mi padre se me quedó mirando sin saber muy bien qué hacer y se limitó a dejar a un lado el boli sobre su mano y suspirar, cansado. Se frotó los ojos.
–¿Tienes algo que hacer esta tarde? –Negué con el rostro contrariado–. Bien, pues ponte algo de calzado y acompáñame a la biblioteca. Te vendrá bien un poco de aire. Estar aquí todo el día te hace pensar demasiado…
…
Cuando llegamos a la biblioteca seguimos el mismo ritual de siempre. Subimos en silencio las escaleras que llevaban al piso de arriba donde estaba toda la sección de libros mientras que la planta baja acumulaba las habitaciones de administración, ludoteca y demás. Siempre me ha gustado el lúgubre silencio de una biblioteca a media tarde. Era como entrar en otra dimensión con normas morales diferentes a la que nos veíamos sometidos como víctimas de una cruel dictadura pero que al final todos acabábamos normalizando y agradeciendo. Cuando en contadas ocasiones alguien levantaba la voz por encima del silencio y se escuchaba el sonido de un golpe, seguramente producto de algún libro cayendo al suelo de las torpes manos de algún lector, se hacía valer un sonoro chistido por parte de los bibliotecarios o de los propios visitantes de la biblioteca.
En muy pocas ocasiones vi actuar al guardia jurado contra alguno de los visitantes, solían ser en su mayoría estudiantes alborotadores que, cansados de la lectura, se reían o molestaban a otros lectores. Los chicos se veían más intimidados por las miradas del resto de visitantes que del propio policía. Eso siempre me hacía sentir a mí un poco intimidado, y las pocas veces que alguna vez me dejé caer algún libro o tropecé con la pata de alguna estantería, me embargaba tal vergüenza que siempre disimulaba por unos minutos como que buscaba algo, cuando en realidad solo deseaba marcharme, y terminaba por irme a casa para limpiarme con el aire fresco la vergüenza.
Con los años me acostumbré a vagar por allí como si fuese mi propia casa. Mi padre me hizo el carnet de la biblioteca a los cinco años, aproximadamente, y desde entonces casi todas las semanas iba, o bien solo, o bien con mis padres. No quedaba lejos de casa, pero siempre prefería ir acompañado, dado el caso en que al guardia jurado se le cruzase un cable y me confundiese con un alborotador, tener quién pudiera defenderme. Cuando iba con mi madre era casi para que ella saliese de casa. Solía caminar a mi lado o detrás de mí, unos estantes más lejos, ojeando sin demasiado interés los libros en la biblioteca. Con mi padre por el contrario era mucho más libre. Él iba a lo suyo y yo a lo mío. Cuando alguno de los dos había terminado con sus quehaceres, iba en busca del otro y si por algún casual no nos encontrábamos siempre esperábamos fuera hasta que al fin el otro apareciese.
Cuando llegamos a la planta de arriba mi padre me despidió con una palmadita en el hombro y se encaminó, bandolera bajo el brazo, hacia la sección de adultos. La biblioteca estaba dividida en dos secciones separadas por la sala de audiovisuales. En la sala de mi padre eran todos libros “de adultos” como me había dicho una bibliotecaria una vez. Con altas estanterías en las que no se permitían el préstamo de libros a menores de dieciséis. O bien por la complejidad de la lectura o bien porque el sistema educativo de mi país no comprendía que alguien de mi edad ya hubiese leído a grandes autores clásicos. Allí estaban todas las buenas bibliografías, esas sin dibujitos entre las páginas. Allí estaban los libros de teatro clásico que mi padre me interpretaba. Los libros de amor que yo tanto ansiaba leer.
Sin embargo yo tenía que conformarme con la sección “infantil” cuya sala se dividía por estanterías dependiendo de la edad, cero a tres, tres a seis, seis a diez, diez a trece, trece a dieciséis. Después había una sección de “naturaleza” en donde había libros de todas clases, desde medicina hasta viajes o curiosidades del mundo que no eran para ninguna edad determinada pero que eran claramente destinados a jóvenes. Al otro lado de la sala, había una estantería repleta de cómics, solo cómics, con dos o tres mesas pintarrajeadas y de mala calidad, solo para una lectura momentánea. La parte de los cero a tres años era una zona rodeada de bancos en donde alguna vez a mí de pequeño me contaron cuentos e interpretaron alguna obra de teatro. Con esos libros de tela, blandos y con tantos colores como comprende el círculo cromático. Algún niño lloraba a lo lejos cerca de esa zona. La madre intentaba silenciarlo con mimos, pero el niño no parecía interesado en el libro de colores con un enorme elefante en la portada. Más bien parecía que el aterraba.
Recorrí la sala solo por mero aburrimiento porque ni estaba buscando nada en concreto ni podía sacarme la conversación que tuve con mi padre de la cabeza. Vagabundee por la sección más adulta de esta ala de la biblioteca y después, casi arrastrado por una corriente invisible me encontré entre las estanterías de naturaleza, buscando libros de anatomía. Tras no encontrar nada nuevo que no hubiese ojeado ya salté a las de psicología y filosofía, para llevarme el chasco de que buscando un volumen bastante chistoso de Nietzsche, alguien se lo había llevado. Me desplacé hasta las estanterías de historia y al encontrar un volumen de tecnología básica no pude evitar acordarme de Nik. ¿Qué estaría haciendo? No me lo imaginaba trabajando, y menos en pleno verano. La imagen ideal que tenía de él era sentado en el banco de un parque con un cigarrillo de la mano y un par de pipas de girasol en la otra. Con sus amigos revoloteando alrededor.
Llegué hasta la sección de religión. Budista, hinduista, protestantismo, ¡paganismo! Ojeé los lomos con curiosidad y saqué de entre todos de ellos, como si seleccionase a un soldado de entre todo un pelotón y me quedé mirando la portada. “Iconografía grecorromana y sus representaciones artísticas más conocidas”. Era nuevo, pensé, o al menos no lo había visto antes. Me lo guardé debajo del brazo y seguí caminando hasta dar con la sección de bibliografías, todas de personajes aburridos y destinadas a trabajos escolares de objetivos limitados. George Washington, Napoleón, La reina Isabel II…
A medida que deambulaba por entre las estanterías aumentaba mi angustia y desgana por estar allí, como si aquél sitio ya no significase más para mí que un restrictivo lugar sin intención de estimular las ambiciones de los lectores. Vagabundee hasta la mesa de la bibliotecaria, pero por detrás de las estanterías de comics apareció un rostro conocido. Sentado solo en una de esas mesas incómodas de cadena de comida rápida, Ekain leía concentrado en la lectura de un cómic que no avistaba a distinguir sobre qué era. Mis pasos se corrigieron casi al instante cuando le encontré allí y caminé con sigilo hasta encontrarme casi a su lado. Él leía casi en voz alta, moviendo sus labios y suspirando a través de ellos palabras que a mi parecer resultaba inconexas.
Asustarle estaba completamente descartado, porque daría tal alarido que nos expulsarían a los dos de forma inmediata. Tampoco dejar caer mi libro delante de él o sentarme en la silla vacía, sin más. Me limité a besar su cabeza y él se revolvió en el asiento asustado, y al volverse a mí dispuesto a gritarme con una expresión enfadada, atisbó mi sonrisa y reconoció mi rostro, mirándome con el mismo entusiasmo con el que yo le había reconocido a lo lejos. Se levantó de la silla y con un susurro me abrazó.
–Cuanto tiempo… –Dijo pero aunque solo habían pasado nueve meses, para ambos había sido como media vida. A nuestra edad, el tiempo era muy limitado.
–Ya… –Suspiré y acabé sentándome delante de él. Puse el libro que estaba por pedir en préstamo entre los dos y él se alejó un poco del cómic, indicándome que no leería más por el momento. Yo señalé la estancia con la mirada–. Si cada persona tuviese un lugar determinado, unas coordenadas exactas para plantarse y crecer como una planta, este sería tu punto 0. –Sonrió con mis palabras.
–Tienes razón. Pero, no logro adivinar cuál sería el tuyo. Te visualizo plasmado frente al David del Miguel Ángel, en medio de una trinchera alemana y en medio de la estratosfera. –Dijo, devolviéndome la jugada–. Tal vez seas una parábola…
–Tal vez. –Suspiré y sonreí con su mueca pensativa–. ¿Qué haces aquí?
–Mi madre ha venido a buscar unas pelis para ver. –Señaló con un gesto de su mentón la salida de esta sala que daba a la de audiovisuales–. Yo mato aquí el tiempo…
–Ya veo. –Alcé su comic. Como no. Marvel.
–¿Y tú? Bueno, no me malinterpretes, que si me hubiesen dicho que me iba a encontrar con alguien, estaba seguro de que sería contigo, pero te pregunto por convencionalidad…
–He venido con mi padre. Investiga para sus clases.
–Debería tomarse un descanso. –Dijo con aire abrumado–. Estamos en verano…
–Ya sabes como es mi padre. –Murmuré y bajé la mirada al libro en mis manos. Lo ojeé, desdoblé algunas hojas dobladas, jugué con la esquina del forro en la portada, agarrándolo con mi uña.
–¿Qué tal acabaste el curso?
–Bien.
–¡Qué novedad! –Dijo y alguien musitó un “shhh” que me hizo encogerme en mí mismo–. Yo también acabé bien. ¿Sabes? En nuestro centro tenemos dos recesos.
–¿Enserio?
–Sí. Uno de un cuarto de hora y otro de veinte minutos. Así que si lo sumas, es más que la media hora que nos daban en el otro…
–Qué envidia. –Dije, aunque en realidad no me daba ninguna porque el tiempo que les daban por un lado seguro que se lo estaban quitando por otro.
–¿Sí? No te creas. Los profesores son idiotas.
–Como en todas partes…
–No. Aquí en nuestro centro. –“Nuestro”. Ya no mío, ni suyo, nuestro. De alguien que no era yo–. Son idiotas de verdad. Los exámenes están tirados. Algunas asignaturas te dan las preguntas del examen el día antes para que te las prepares. En ciudadanía, y en cultura clásica. –Dijo, y me dio a entender que era el mismo profesor–. En inglés nos tratan como tontos y en historia el profesor en vez de dar clase nos ha contado su vida. Tiene tres perros, Kiki, ShaSha y Mía, su madre murió de un infarto hace cinco años, y una vez al mes suele ir al médico a hacerse revisiones porque es un hipocondríaco de narices… –Negó con el rostro.
–Cualquiera diría que no estás contento…
–No sé. Es más fácil, pero siento que me ponen una nota que no merezco. Al menos en el otro lado si suspendía me dolía, y si aprobaba, me alegraba. Ya me da igual… Solo quiero terminar los estudios de una vez, que es también lo que los profesores aquí quieren. Que termines y te largues para que vengan más y más… Apenas repite gente ¿sabes? Para que no se acumulen repetidores…
–Que mal… –Él se limitó a encogerse de hombros y después al verme otra vez lo hizo con una expresión un tanto extrañada. Luego, de profunda curiosidad.
–¿Es verdad eso que dicen de que te dieron una paliza? ¿Cómo a mí?
–¿Cómo te has enterado? –A mi pregunta se encogió de hombros, como si tuviese una importancia nimia. “Ya sabes cómo son estas cosas.” Pareció decir.
–Las noticias vuelan. ¿O sea, que es cierto? Ya tengo algo que contarle a Angélica.
–Pues sí. Pero fue en noviembre. De eso hace ya mucho…
–¡Qué va! –Ahora el tiempo dejaba de ser tan denso–. Ha sido ayer, como se dice.
–No creas. Han pasado muchas cosas desde entonces…
–¡Ya ves! –Se alegró de repente–. Expulsaron a Nik. Ya me he enterado. No le han permitido sacarse la educación obligatoria. –Se aguantó un estallido de carcajadas–. ¡Ese cabrón se lo tiene merecido! ¿Qué hará ahora? –Preguntó de forma retórica pero yo no pude contenerme a contestar.
–Me dijo que tenía pensado trabajar en una ferretería que tenía su abuelo. –Ekain tardó un poco de tiempo en procesar lo que acababa de decir. No sé qué de todo le pudo sonar extraño para fruncir de aquella manera el rostro.
–¿Te dijo? –Preguntó, más al aire que a mí–. ¿Cómo es eso de que te dijo?
–Hablamos. Y me lo contó. –Ante mis palabras cerró su comic, puso las manos con los dedos entrelazados entre ellas y me miró acercándose a mí en la mesa.
–¿Estamos hablando de Nik? ¿Del mismo Nik que se saca mocos en clase, los tira al pelo de las chicas y después te mira con cara de ´”Te mataré si dices algo, bicho raro”?
–Sí, de ese. –Suspiré. Por mucho que le explicase todo lo sucedido no lo entendería porque a veces yo tampoco entendía qué clase de acontecimientos me habían llevado a entablar una amistad con Nik–. En realidad nos hicimos buenos amigos.
–¿Tienes que estar de broma? –Lo decía más temeroso que admirado o anonadado.
–No. La verdad es que es un buen tío.
–No, no digas eso. –Negó–. Eso es lo que siempre se dice. Hitler no era malo, en el fondo, era un buen tío al que le pirraba el genocidio antisemita.
–No seas exagerado.
–¡Ya viste cómo me dejó la cara! No estoy siendo exagerado…
–A mi me la dejó igual. –Suspiré, estaba empezando a cansarme de dar explicaciones.
–¿Ahora bebes? ¿Fumas porros? ¡Dime que al menos te has liado con la zorra de Sharone! –Una amiga de Nik.
–No. Nada de eso.
–¿Entonces qué sacas a cambio?
–¿A cambio? No me estoy prostituyendo. –Fruncí el ceño.
–¿Habláis de temas profundos? ¿De cómo la monarquía corrupta emponzoña la política del país? ¿De cómo la sociedad avanza a una autodestrucción inminente?
–A veces… –Dije, no muy seguro de si debía seguir contestando sus preguntas retorcidas.
–Me matas. –Dijo, asombrado. Ahora sí que estaba admirado y se incorporó un poco para golpearme en el brazo–. ¡Aliándose con el enemigo! Eres todo un sociópata.
–Tal vez. –Suspiré y bajé la mirada mientras él asentía sorprendido y admirado a la par.
–¿Por lo demás? ¿Qué tal todo?
–Bien. –Dije, más bien supuse–. ¿Y tú?
–Bien. Los chicos y yo hacemos a veces noches de pijamas y esas cosas como en los viejos tiempos. –Deduje que en esos tiempos de los que hablaba era yo parte de ese grupo pero me habían sustituido–. Un día tienes que venir con nosotros. ¿Tienes número de teléfono?
Sacó su teléfono y le guardé mi número en la agenda.
–Seguro que están deseando verte. Estos días hablamos menos porque él está de vacaciones pero ella está siempre en la urbanización. Tal vez tus padres te dejen ir a pasar una noche o algo…
–Tal vez. –La idea me angustió un poco, como tirar de un hilo de un jersey y ver como se arrugaba entero por la tensión.
–Debería ir a buscar a mi madre. –Dijo, deshaciéndose del cómic–. Debe estar buscándome por ahí y si no me encuentra seguro que llama por megafonía.
–Esto no es un supermercado. –Le dije mientras yo me volvía a él aun sentado en la silla–. No hay megafonía.
–Sus gritos son la única megafonía que necesita. –Dijo, y con un movimiento de su mano se marchó. En apenas un año había cambiado en muchos aspectos. El físico apenas había mudado pero había adquirido unos exquisitos modales de conversación de los que antes carecía, y había sabido cortar la conversación en cuanto me notó incómodo con el tema de retomar la amistad con ellos. Eso me indicaba dos cosas, la primera que él no me llamaría, y la segunda, que el tiempo avanzaba. Con o sin mí, el tiempo avanzaría y yo no me sentía dentro de ese avance.
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