NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 14 (Parte I)
Capítulo 14 –
Quiero contarte las pecas.
Aquella tarde mi padre se marchó sobre las
seis a la biblioteca municipal a imprimir unos documentos. Mi madre se metió en
la oficina a trabajar sobre algo de su trabajo y unos diez minutos después de
oír a mi padre marcharse, sonó el timbre de casa. Yo resoplé porque mi madre no
saldría a ver quién era. Cuando se ponía a trabajar y a investigar, nadie podía
sacarla de sus cavilaciones, así que fui yo quien salí al pasillo y abrí la
puerta. Estaba seguro de que a mi padre se le había olvidado algo, como siempre
solía hacer.
–¿Qué se te ha olvida…? –Me quedé mudo
cuando vi allí plantado a Jacinto como si nada. Sonrió de lado al ver mi
aturdimiento y yo le aparté la mirada, mucho más avergonzado por mi
equivocación que por los recuerdos que su rostro me evocaba.
–¿Esperabas a alguien, querubín?
–No. –Dije y estuve a punto de cerrar pero
él se apoyó en el umbral, de brazos cruzados y mirando con curiosidad el
interior.
–Es de mala educación no invitar a pasar a
un conocido...
–Somos primos, no conocidos. –Recalqué
pero a él le dio igual mi explicación a lo que se encogió de hombros. Suspiré
repentinamente decepcionado. Me sentí usado y manipulado al comprender que no
había subido por decisión propia, sino porque mi padre se lo había pedido al
irse. Había pasado por su piso, llamado a su casa y dicho “Sube a ver a mi
hijo, tiene que hacer deberes y de seguro que agradece tu compañía”. Jacinto no
tendría alternativa, y yo tampoco. Porque un ente superior a nosotros mismos,
Dios, padre, tío, nos había unido a la fuerza como cuando pegas un zapato a
punto de perder la suela y ahora es incapaz de flexionar con naturalidad. Así
me sentí, como un zapato remendado–. Pasa. –Dije al fin.
Le dejé entrar sujetándole la puerta, la
misma sobre la que su espalda se había apoyado, sobre la que ambos caímos
peleando. Cerré cuando había entrado y se quedó en el pasillo, esperando que yo
le invitase a mi cuarto. Le señalé la habitación con desdén.
–Entra. Espérame ahí. Ahora vengo. –Cuando
lo dije en alto me sonó mucho más sucio de lo que lo había planeado. Sonó como
si fuese al baño a cambiarme, a desnudarme y a prepararme para una intensa
sesión de sexo sin compromiso. “Ponte a cuatro, vamos a terminar rápido”.
Cuando regresé a la habitación traje
conmigo un par de refrescos y una bolsa de patatas fritas. A él se le iluminó
la mirada y a mí me encantó verle así. Lo dejé todo sobre el amplio escritorio
y desaparecí de nuevo ante su mirada dubitativa. Regresé esta vez con una silla
del salón y se la ofrecí a lo que él se sentó en ella y yo me senté en la mía.
Más grande y más cómoda.
–¿Es para mí? –Preguntó señalando los
refrescos. Uno de limón y otro de naranja.
–Claro. –Dije, sorprendido porque no
hubiera pasado por alto el hábito de hacerse el educado–. ¿Cuál quieres?
–El que tú no quieras.
–Hubiera traído los dos de naranja, pero
no quedaban. –Suspiré. Mentira. Solo quería saber qué hacía ante una decisión
tan absurda. Él entonces cogió la de limón porque supuso que me gustaban más
los de naranja y me dejó a mí el otro. Abrió la lata, bebió un trago y después
se acomodó mejor en el asiento.
–¿Entonces tienes deberes?
–Claro. –Suspiré–. ¿Matemáticas o
historia? –Pregunté, a lo que él se mordió el labio.
–Matemáticas, por supuesto. –Asentí
mientras él volvía a beber y saqué el libro de matemáticas y la hoja con
ejercicios de matemáticas y problemas a resolver. Con su ayuda tardé la mitad
del tiempo que solía invertir en ellos. Él me dictaba los enunciados, me
explicaba qué clase de problema era y me daba las herramientas necesarias para
poder resolverlo yo solo. Se notaba a la legua, no solo que el apisonaban las
matemáticas, sino que sus padres en su momento también le ayudaron con los
deberes porque su forma de explicarme los ejercicios era sencilla, con pocas
palabras pero las exactas para darme la oportunidad de resolverlo yo solo.
Verlo desde esa perspectiva, desde ese canon de profesor capacitado para
resolver cualquier cosa, me hizo sentirme terriblemente inferior e intimidado.
Pero fue tan delicado conmigo que no me sentí acobardado.
–Toca historia. –Dije cuando terminamos
los ejercicios de matemáticas. Abrimos la bolsa de patatas y él mordisqueó unas
cuantas mientras yo me hacía con el libro y el cuaderno. A él pareció
divertirle los pequeños dibujos al margen del cuaderno y señaló el de un
bisonte.
–¿Dibujas en tus apuntes?
–Sí. En clase de historia a veces me aburro
y hago dibujos. Generalmente cosas relacionadas con la clase. Si me pillan
dibujando y no atendiendo, puedo decir que solo estaba haciendo anotaciones en
forma de dibujo. Eso siempre suele ser excusa suficiente…
–Prehistoria –Leyó–. Ya veo…
–Estamos en la prehistoria. En este tema
entra la evolución de los homínidos, las primeras sociedades, sus
características…
Hicimos las primeras preguntas de la misma
forma en que habíamos resuelto los ejercicios de matemáticas. Él me dictaba los
enunciados, me ayudaba a comprender mejor la pregunta con otras palabras y
otras expresiones y después yo la resolvía. Si me equivocaba, él me preguntaba
el porqué de mi respuesta. Y si era acertada, también lo hacía. Me hizo dudar
de todo para asegurarme en mis respuestas, y cuando al fin me decidía por una
respuesta correcta y adecuada, él me sonreía orgulloso y animado a continuar.
Me pregunté si en las relaciones sexuales sería igual. Me daría las
herramientas para saber cómo proceder, me ayudaría mostrándome el camino para
hacer las cosas bien y al final me sonreiría con satisfacción y orgullo. Cuando
terminamos estuvimos alrededor de media hora debatiendo sobre las sociedades de
la prehistoria, sobre sus costumbres y sobre los restos que nos habían llegado
de ellos. De la masificación de turistas en algunos yacimientos como en
Altamira* o Lascaux*, de cómo las interpretaciones actuales era producto de
interpretaciones machistas y retrógradas que habíamos heredado del siglo
anterior y de lo maravilloso que sería ir juntos a alguna de esos
yacimientos.
–La verdad es que no me gusta mucho esta
parte de la historia. –Dijo él algo mohíno.
–¿Por qué? –Pregunté. Pues a mi toda la
historia, hasta los más pequeños fragmentos, me parecía hermosa.
–Por que la visión que nos ha llegado de
estas sociedades son muy poco realistas. Los personajes que pintaron aquellas
cuevas no eran medio simios que pintaron aquello y se fascinaron de su propia
creación. Eran personas conmovidas por un sentido místico y religioso, con una
pasión, con carácter y un sentido. No eran muy diferentes a nosotros. –La forma
en que lo explicó parecía desmentir su forma de verlo–. No me gusta que se
piense que eran seres medio animales, brutales y salvajes…
–Entiendo. –Dije, pero en realidad me
había quedado embobado ante su explicación.
Seguimos hablando de ello, de otras
sociedades, de otras culturas. Nos terminamos la bolsa de patatas y reímos
cuando le dije que mi madre me mataría por habérnosla acabado. Se terminaron
los refrescos, fui a buscar agua y servilletas. Hablamos hasta que se hizo de
noche y por primera vez me sentí a gusto con él, por primera vez me permití
idolatrarlo y adorarlo con un motivo y razón. Me hubiese gustado ser un
emperador romano como Adriano para llenar Roma y el imperio entero de
esculturas de su imagen, como él hizo con Antinoo.
Cuando el tema se difuminó y yo ya pude
recoger los apuntes de clase, él miró el reloj como queriendo indicarme que era
tarde y debía volver pero cuando le pregunté si debía irse, dijo que podía
quedarse un rato más. ¿Alargaba su libertad para estar conmigo o para no
regresar a casa?
–¿Puedo hacerte una pregunta?
–Cuestioné.
–Claro. –Dijo sorprendido por mi repentino
pudor. Supo que lo que iba a preguntar no le iba a gustar, pero de seguro no se
esperaba lo que le iba a decir.
–Mi padre te ha dicho que vengas, ¿verdad?
–No sé si pude ver alivio o sorpresa en su mirada.
–No. –Negó. Aprendí algo de él aquél día,
aparte de que no le gustaba la prehistoria. No sabía mentir.
–Vale. –No quise indagar más. Al rato,
otra pregunta acudió a mi garganta y no pude negarle la salida–. ¿Cómo son tus
notas? ¿Eres bueno en clase? Pareces muy listo y sabes de todo…
–La verdad es que no se me da muy bien la
escuela. –Miró con desprecio mis libros de escuela–. En tu curso todo es muy
fácil, pero en el instituto todo se complica…
–Deberías aplicarte. –Dije, sin intentar
parecer que estaba reprendiéndole–. Eres muy listo. Seguro que puedes con eso y
con más. –Mis palabras parecieron animarle.
–Gracias, querubín, pero no todo es así de
fácil. –Me revolvió el pelo y yo me encogí por el tacto.
Yo no dije nada después de aquello y él
tampoco parecía animado a decir nada más. Tenía miedo de que si no hablábamos
de algo, él optara por marcharse y eso no me dejaría dormir durante días. No
podía permitir dejarle marchar así, sin más. Pero tampoco encontré nada de lo
que hablar con él y poco a poco el silencio se iba volviendo más y más
incómodo. Recostado en mi silla le miré directamente esperando encontrar en él
algo de lo que hablar, pero tampoco se me ocurría nada. Esperé que mi propia
mirada se volviese algo suficientemente valioso como para que él hablase sin
más. Me miró sentado en su asiento con la misma expresión neutra que yo, pero
él aguantó poco, rompiendo esa mueca en una sonrisa amplia y avergonzada.
–¿Qué me miras? –Preguntó.
–Quiero contarte las pecas. –Dije y él
rodó los ojos con vergüenza.
–Ya, bueno. Hoy no puede ser.
–¿Por qué no?
–No hay tiempo. –Dijo. ¡Qué excusa más
mala!–. Te llevaría horas y horas.
–Estoy dispuesto a pasarme la noche en
vela. –Dije con toda la sinceridad del mundo–. Mañana no tengo clase…
–Que idiota. –Dijo, deshaciéndose de la
tensión de mis palabras y se acomodó mejor en el asiento. Me encantaba ponerle
incómodo, pero con la suficiente sutileza como para tenerlo amarrado y que no
pudiera marcharse. Cuando me volvió a mirar observó que yo no le había apartado
la mirada y entonces sí que borró la sonrisa de su cara. Le desnudé con la
mirada. Me imaginé sus muslos sin pantalones, sentado con sus glúteos al aire
sobre esa silla. Hubiera deseado que hubiese sido la mía. Me imaginé su pecho
descubierto y su vientre abultado por estar sentado. Sentí que en él se
percibiría su respiración–. Deja de mirarme así. –Me exhortó y cuando estaba a
punto de imaginarle la entrepierna, alguien entró en casa. Se oyó el tintineo
de llaves, la posterior apertura de la puerta y para finalizar, un golpe seco
de la madera. Pude ver alivio en el rostro de Jacinto pero yo contuve un
suspiro de exasperación.
A los segundos alguien llamó a mi puerta y
apreció por ella mi padre, con una bolsa de la mano y la parte superior de los
hombros del abrigo empapados. No se había llevado paraguas, el muy
inconsciente.
–¿Todo bien por aquí? –Preguntó. Si antes
sospechaba que él había mandado subir a Jacinto, él acababa de confirmármelo al
no sorprenderse de su presencia en mi cuarto.
–Todo bien. –Dije yo. No estaba seguro de
que Jacinto tuviese voz para decir nada–. Hemos terminado los deberes hace
rato.
–Ya veo que lo estáis pasando bien. –Dijo
mirando en dirección a los refrescos vacíos y la bolsa de patatas–. Mañana me
tocará comprar más patatas para que tu madre no sepa que os la habéis
acabado.
–Sí. –Dije, con complicidad hacia mi
padre.
–Te he traído esto, ya que he estado en la
biblioteca. –Dijo y me pasó la bolsa, que aunque por fuera aún tenía una capa
de gotas de lluvia, el interior estaba seco. Seguro que la había traído
resguardada dentro del abrigo, pero en el último momento se había tenido que
deshacer de ella para abrir el portal.
–¿Qué es?
–Libros, de la biblioteca. En tres semanas
los devolveré. Espero que te diviertas, pero no descuides tus estudios. –Me
dijo y se despidió para desaparecer por la puerta. Yo saqué el contenido de la
bolsa encima de la cama ante la atenta mirada de Jacinto. Allí había un libro
de anatomía ilustrado, como los que me encantaba ojear siempre que pasábamos
por la sección de naturaleza en la biblioteca, una biografía de Napoleón
enfocada a estudiantes de instituto y un libro de narrativa “juvenil”. Este lo
ojearía más tarde.
–Tu padre piensa en todo. –Dijo Jacinto a
mi espalda aun sentado en la silla y cuando me volví a él ya se estaba
levantando para marcharse. Pude verlo en la forma en que remoloneaba mirando a
todas partes.
–Gracias por ayudarme con los deberes. Y
siento que mi padre te haya obligado a venir.
Estuvo a punto de decir algo, pero a medio
camino pareció pensárselo mejor y se limitó a sonreírme con algo de rubor. Se
encogió de hombros como queriéndome decir que no le importaba venir y se llevó
la silla consigo de vuelta al salón. Yo le esperé en la entrada. No quería
abrirle la puerta hasta que no estuviera a mi lado, o de lo contrario parecería
que estaba echándole a prisa, pero tampoco deseaba que se fuera, pero ya se
olía la cena desde mi cuarto y no creo que en su casa le permitiesen quedarse a
cenar solo por un deseo mío. Cuando apareció por el salón hacia el pasillo me
entraron ganas de decirle “Saboreé el cepillo de dientes pensando en que había
estado también en tu boca” pero me contuve. La sinceridad de un niño se la
pueden tomar a broma hasta cierto límite, y yo ya le había demostrado que mi
sinceridad no era nada que se pudiese tomar a guasa. Así que no me libraría de
una reprimenda. Cuantas cosas he de callarme, pensé, solo porque ya no se me
valora como un niño.
Cuando estuvo a mi altura decidí no ser yo
quien le abriese. Si quería irse, él debería abrir la puerta y marcharse. Lo
hizo, sin embargo. Abrió la puerta, me miró desde el otro lado y me sonrió con
complicidad.
–Ven cuando quieras. –Le dije, casi le
pedí, queriendo decirle entre líneas que no viniese solo cuando mi padre lo
dijese.
–Lo haré. –Prometió. Quise preguntarle por
qué no me había venido a buscar, si estaba enfadado por lo del otro día, o
incluso si no le preocupaba que yo aun no le hubiese perdonado. Por mi
comportamiento estaba implícito el hecho de que yo no sentía resentimiento por
él pero tampoco él parecía interesado por averiguarlo. Estaba a punto de darse
la vuelta cuando yo salí fuera de casa, le alcancé con mis brazos y le rodeé el
pecho con ellos, apoyando en él mi rostro. Respiré con tranquilidad, le apreté
con fuerza, y me contuve para no dejar allí plantado un beso. Él me
correspondió el abrazo y rió dulcemente, ya que no se esperaba mi reacción. Me
besó en la coronilla y quise arrastrarle dentro otra vez. No me contuve. Di un
paso atrás con él y él vino conmigo aumentando aún más la risa.
–Tengo que irme. –Me dijo entre
carcajadas.
–Quédate a cenar. –Le supliqué en un
susurro.
–No puedo. –Dijo con más énfasis y me
sujetó de las muñecas a su espalda para deshacerse de mí como si le hubiese
atrapado una pitón. Yo me dejé hacer y me solté de él con un mohín. Él me miró
con otro pero su reacción fue más madura. Me revolvió el pelo, me sonrió
cálidamente y se marchó bajando las escaleras, dejándome ahí parado. No cerré
la puerta hasta que no le oí a él cerrar la suya. Ya no había vuelta atrás,
pensé, ya no volverá.
Cuando cerré detrás de mí oír a mi madre
llamarme para cenar y yo no pude por menos que apoyarme en la puerta y olerme
mi propia camiseta. Olía a él pero ese olor no duraría demasiado. Mordí el
cuello de la camiseta y cerré los ojos, con las manos apoyadas en la puerta. Mi
madre salió de la cocina para buscarme y me encontró allí, inmerso en mis
maliciosos pensamientos.
–¿Qué haces ahí parado? ¿No me has oído?
Se enfriará la cena. –Dijo como último aviso, como el policía que exhorta a
regresar a casa una noche de toque de queda.
Yo, sin más alternativa, la seguí hasta la cocina para cenar sumido en mis cavilaciones.
–––.–––
⇜ Capítulo 13(Parte I) Capítulo 15 (Parte I) ⇝
Comentarios
Publicar un comentario