NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 13 (Parte I)
Capítulo 13 –
¿Hablas por él? ¿Te haces cargo de sus actos, acaso?
Al día siguiente, miércoles, no apareció a
la entrada de mi escuela. Allí no había nadie como los días anteriores, pero
tampoco estaba él para asustarme o arrastrarme a casa. Nadie en absoluto. No
era la primera vez que tenía que irme solo tras esperar cinco amargos minutos a
que alguien me acompañase. Cuando me resignaba a que mis padres no habían
podido venir, me acoplaba a algún conocido o amigo, y su madre o padre me
resguardaba hasta que pasábamos cerca de mi casa. Aquél día por el contrario no
quise que nadie me acompañase, y tampoco quise que nadie se percatase de que
estaba solo y se preocupasen por mí. Hubiera deseado que todo el mundo
desapareciese al menos de camino a mi casa para poder pasear tranquilo y sumido
en mis pensamientos.
Estaba claro que no había venido porque no
había querido hacerlo. ¿Qué excusa le habría puesto a mi padre para no
presentarse aquí y dejarme solo y abandonado? ¿No le reconcomería la cabeza el
hecho de que yo estuviese regresando a solas a casa? Imploré porque de camino
alguien me secuestrase o me torturarse solo para aumentar el dolor en su
conciencia. Pensé incluso en no regresar a casa inmediatamente y dar un rodeo o
incluso pararme a comer algo de camino a casa. Apenas tenía un par de euros en
el bolsillo, suficientes por si tenía que coger un bus o algo parecido en una
urgencia completamente imaginaria. Pero en un McDonals comería de sobra.
En el último momento rechacé la idea y
continué caminando hasta llegar a casa. Me lo imaginé esperándome en la puerta
del segundo piso, apoyado como aquella vez que le conocí, sobre el umbral
esperándome con una expresión desesperante de suficiencia. Me desnudaría con la
mirada y mi orgullo no me permitiría detenerme a igualar su arriesgada apuesta.
Pero no. Allí tampoco estaba y aquel rellano resultaba vacío y solitario en
comparación con la idea que me había formado. Me reconcomió la decepción aunque
no hubiese admitido que en realidad deseaba verlo allí. ¿Dónde estaba? ¿Estaría
en casa? ¿Estaría fuera? ¿Se habría vuelto a colar en mi piso? Ojalá.
Tampoco estaba allí. Llegué a mi cuarto
soltando un bufido y tiré al pie de la cama la mochila a mi espalda con
disgusto y tremendas ganas de golpear algo. No lo hice y me limité a
desvestirme, ponerme algo más cómodo y dirigirme al salón a esperar a mi padre,
o al menos, a que me entrase hambre suficiente como para prepararme un maldito
bocadillo. Me seguía reconcomiendo el calor de sus brazos que habían rodeado mi
cuerpo. Aún saboreaba mis propias lágrimas. Me sentí estúpido por haberme
mostrado tan débil ante él, y cuanto me hubiera gustado poder agredirle algo
más.
…
Cuando llegó mi padre me encontró tirado
en el sofá leyendo el libro “La vida de Leonardo da Vinci” que él me había
regalado por mi cumpleaños. Ojeaba con detenimiento las páginas en donde
aparecían ilustraciones de sus inventos cuando él llamó mi atención golpeando
el marco de la puerta del salón. Me volví a él con una sonrisa de satisfacción
y a él le encantó verme leer el libro que me había regalado.
–¿Te gusta?
–Sí, es genial. –Dije, y ¿cuándo no lo
decía sobre alguno de los libros que le regalaba?
–¿Qué te apetece comer?
–Pasta. –Suspiré y a él le pareció una
idea genial. Ambos nos metimos en la cocina y mientras él disponía los
ingredientes y ponía agua a cocer, yo me senté en la mesa de cara a él con el
libro cerrado bajo mis manos. Le vi obrar de un lado a otro con una amable
sonrisa. En su garganta tarareaba una canción y me la dejó oír mientras
rebuscaba entre los cajones de la verdura en la nevera–. ¿Puede ser con atún?
–¿Con atún? –Preguntó para
cerciorarse.
–Y tomate.
–Con atún y tomate. –Repitió–. Perfecto.
Menos trabajo.
Se condujo a la despensa y sacó varias
latas de atún. Después el tomate frito de la nevera y cuando el agua de la olla
se puso a hervir, vertió los espaguetis dentro, dejándolos caer con un sonido
seco. Se abrieron como un abanico y poco a poco cedieron al calor del agua
hasta hundirse en ella. Con un gran suspiro mi padre se volvió a mí con media
sonrisa y me preguntó por mi día. Me encantaba que me hablase con la
convencionalidad con la que hablaría con un adulto. Me hacía sentir un igual,
no alguien inferior.
–Bien. Mi día ha estado bien. En el
gimnasio a un niño le han dado con el balón en la cara y se le ha caído un
diente de leche. –Dije con una sonrisa–. Sangró un poco, pero fue divertido. La
profesora casi se desmaya.
–¿De veras? –Le pregunté por su día–. Mi
día ha sido bastante aburrido, la verdad. Como en el instituto aún no han
empezado las clases, propiamente, todo es papeleo, distribución de asignaturas
y revisión de horarios. No paran de venir alumnos preguntando por la
repartición de alumnos en clases, las nuevas asignaturas, los resultados de
exámenes y las reclamaciones de notas… ya sabes…
–Como todos los años. –Dije y él asintió,
más apesadumbrado que yo por ello–. ¿Has aprobado a muchos alumnos?
–Este año han aprobado muchos. –Dijo,
animado, deshaciéndose de la responsabilidad de la decisión de aprobar o
suspender con ese “Han aprobado”–. En el último curso han aprobado casi todos,
y ahora tienen que presentase a los exámenes para entrar en la universidad. Los
del primer año estaban un tanto desorientados por cómo hacer los exámenes, las
horas de presentación y todo… pero en general los resultados han sido mejores
que otros años.
–Me alegro por ellos.
–Y yo. –Suspiró y después torció el gesto.
Supe que estaba a punto de cambiar de tema–. ¿Hoy has venido solo?
–Sí. –Asentí. La respuesta era la que se
esperaba.
–Lo siento, mi niño. Ya sabes cómo son los
primeros días…
–Lo sé. –Dije–. No te preocupes.
–Llamé a Jacinto, pero no pudo venir.
–Dijo y yo estuve a punto de obviarlo, pero él sabía más que eso y no pude
evitar indagar un poco más.
–¿Por qué?
–Estos días está algo ocupado con el
papeleo de la matricula para inscribirse en el nuevo instituto. Ya sabes…
papeles para arriba, papeles para abajo. Que si trae una foto de Carnet, que si
trae este documento firmado por tus padres, que si el seguro escolar…
–Intenta ayudarle… –Le pedí y él me miró
sonriendo.
–Lo hice. ¿Quién te crees que le ha
conseguido la plaza ahí? –Me miró ofendido–. Pero en cuestión de papeles solo
puede ocuparse él.
–Entiendo… –Suspiré y él se volvió a la
pasta para ver cómo estaba–. ¿A qué curso irá?
–A 4º. –Suspiró–. Pero no sé qué tal le
irá… –Dijo con desánimo.
–¿Por qué?
–No tiene buenas calificaciones… –Suspiró
a lo que yo me sorprendí–. Y tampoco tiene muy buen expediente en cuanto a
comportamiento. Me costó hacer que le admitiesen sin quejas…
–¿Se porta mal en clase?
–Ya lo veremos. De momento por lo que sé
ha sido expulsado un par de veces de su centro en Francia.
–¿Qué hizo? –Ante mi curiosidad mi padre
se sintió interrogado y se retrotrajo para no darme más información. Más de la
conveniente.
–Eso tendrás que preguntárselo a él.
–Suspiró–. Pero no le digas que yo te he dicho nada o sus padres se enfadarán
conmigo. –Me advirtió cubriéndose las espaldas y yo asentí y me cerré los
labios con una cremallera invisible.
Cuando la pasta estuvo lista la puso sobre
un colador para quitarle el agua y en la misma olla calentó tomate, añadió
orégano, pimienta y un poco de hierbabuena y después las latas de atún. Hizo de
sobra para mi madre y cuando el tomate burbujeaba vertió dentro la pasta ya
cocida. Mientras removía aquello, mis labios hablaron sin mi
consentimiento.
–Él es muy listo. –Dije, a lo que él se
volvió a mí un tanto confuso. Cuando entendió de quién hablaba, me frunció el
ceño.
–¿Jacinto?
–Sí. Es muy listo.
–No lo pongo en duda. Pero no me hace
especial gracia que un familiar mío cause problemas en mi lugar de
trabajo.
–No lo hará. –Sentencié y él me miró
pensativo.
–¿Hablas por él? ¿Te haces cargo de sus
actos, acaso?
–Sí. –Asentí y quedó algo aturdido.
–Tú sabrás…
…
El jueves no apareció en la entrada de
clase, y el viernes tampoco. Este día sin embargo sí estaba mi padre para
acompañarme a casa, y aunque se le veía algo fatigado, había podido salir a
tiempo para llevarme a casa. Durante todo el camino hablamos de las clases de
matemáticas donde ya nos ponían una hoja de ejercicios diarios y en clase de
inglés me habían dado la nota del trabajo entregado a principios de la semana.
Un siete. Bajo para mi media pero suficiente para lo que supuso hacerlo con un
ataque de ansiedad devorándome los sesos.
Cuando llegamos a casa mi madre ya había
llegado y estaba metida en la cocina haciendo deliciosas tortillas con patatas
fritas y verduras al horno. Me encantaban las patatas fritas como a cualquiera,
pero la comida de mi madre siempre sabía especial. Aunque fuese la cosa más
absurda e inmunda, su comida siempre sabía deliciosa y la envidiábamos mi padre
y yo por eso. Comimos todos juntos en la cocina como siempre me gustaba hacer y
hablaron mis padres entre ellos de los nuevos cambios políticos de los que mi
madre siempre estaba enterada y mi padre nos contaba anécdotas del día en su
instituto. Yo les contaba nimiedades en comparación con sus historias pero
ellos me escuchaban atentamente y con paciencia.
–Ya me leí el libro que me regalaste. –Le
dije a mi padre a lo que él me miró sorprendido.
–¿Ya? Pero si era muy largo.
–Eran todo imágenes. –Le dije mientras
rodaba los ojos. Él le sonrió a mi madre con orgullo y ella le miró con
suficiencia.
–Deberías regalarle libros con más texto.
–Le recriminó ella y mi padre me miró con emoción y curiosidad.
–Muy bien. ¿Sobre qué quieres leer?
¿Aventuras? Puedo comprarte alguno de Harry Potter. ¿Algo sobre detectives y
acción?
–Quiero algo de amor. –Dije y ambos se
miraron entre ellos. Pude palpar la sorpresa que les habían dado mis palabras.
Yo no me esperé esa reacción y ellos me miraron con algo de cautela.
–¿Amor?
–Sí. Quiero leer algo romántico.
–¿Tienes algo en mente?
–No. –Dije y mi padre volvió a mirar a mi
madre, esta vez con algo más de picardía e infantilismo–. Lo dejo en tus
manos.
–Está bien. En unos días me haré con algún
libro que pueda gustarte.
La comida terminó ahí. Mi madre me
extendió un par de piezas de fruta y mi padre se retiró a la habitación a
trabajar. Mi madre fregó los platos en silencio y yo comí el postre
meditabundo. ¿Qué había de malo en leer algo sobre amor? No comprendía que a mi
edad lo que el cerebro de un niño de diez años busca es aventura, es viaje, es
investigación. El cerebro de un crío es demasiado activo y curioso para
detenerse en los pequeños detalles de un romance tan sutil y clásico como los
de Flaubert. Pero para mí, que ya conocía toda la mitología clásica, a quien
habían enseñado documentales de todo tipo de acontecimientos históricos, las
sutilezas del amor eran campo inexplorado y me devoraba la curiosidad por
sumirme en aquel maravilloso mar de calor y violencia.
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