NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 13 (Parte II)

 
Capítulo 13 – Soñar con túneles simboliza una fuerte atracción hacia el sexo femenino

El resto del curso pasó de un plumazo. Después de las vacaciones de primavera los estudiantes estaban enfocados ya las vacaciones de verano y asistiendo a clase con decadencia y sumisión. Casi con complacencia con tal de que los últimos tres meses del curso terminasen cuanto antes, cansados del esfuerzo de una evaluación tras otra, de un suspenso tras otro, un examen tras otro. La vida del estudiante es una vida triste, gris y monótona, mucho más rutinaria de lo que pueda parecer a primera vista, llena de presión por varios frentes, profesores y padres con la vista puesta sobre ti en cada uno de tus movimientos, en todas y cada una de tus decisiones. Exámenes interminables, clases aburridas y mediocres, profesores desquiciantes. Y lo único que teníamos era media hora de receso que en el caso de que nos la robasen nos sentíamos a punto de sublevarnos.

Las charlas con Nik en los recesos fueron haciéndose mucho más habituales de lo que habría esperado en un principio. Tras pensar largo tiempo que aquella situación en realidad nunca había existido y que tan solo era producto de mi mente, cuando volvimos de vacaciones nos encontramos de nuevo en aquella ratonera. Esta vez no estaba acompañado de sus amigos, en aquella ocasión se sentó a mi lado en el suelo. Jugueteó con las piedras del suelo un tiempo y después se sacó el tabaco para liarse un cigarrillo. Me miró, después de semanas sin vernos, y escrutó cada pequeño rincón de mi rostro. Soltó una risa un tanto frustrada.

–Ya apenas tienes rasguños. –Murmuró y supe que en el fondo se alegraba tanto como yo de que aquellas huellas desapareciesen de mi piel. Huellas de una situación que ninguno de los dos quería recordar.

Comenzamos a reunirnos allí como algo habitual en las horas de recesos. No hacía falta que lo hablásemos o pactásemos. Ni siquiera íbamos juntos. Simplemente él desaparecía, yo compraba un bocadillo de la máquina expendedora y nos encontrábamos allí a los cinco minutos de haber empezado el receso. Él a veces llegaba algo más tarde, otras yo apenas me acercaba por allí en los días que tenía la biblioteca para mí. Pero cuando estábamos allí hablábamos con tranquilidad de cualquier tema. No importaba si llovía, ambos nos refugiábamos debajo de un paraguas, o si hacía viento o si era la estación de polen. No nos importaban los cambios climáticos.

Cuando le pregunté por sus amigos, él se rió a carcajadas.

–Han dado el curso por perdido. –Dijo sin más, encogiéndose de hombros como si fuese lo más natural del mundo–. Están repitiendo por primera vez. Por muchas que suspendan van a pasar de curso. El problema les caerá el año que viene, con todas las asignaturas de tercero y cinco o seis de segundo que recuperar…

–¿Y tú? –Le pregunté. Aquél día caía una fina lluvia y nos cubrí con un pequeño paraguas que había llevado aquél día a calase. Él exhaló una bocanada de humo que se quedó flotando unos segundos debajo de nuestra cúpula de plástico negro.

–¿Yo qué?

–¿Tú no has dado por perdido el curso?

–Hace meses… –Suspiró–. Pero a mí no me queda otra. Yo no voy a pasar de curso. Este probablemente sea mi último año aquí.

–¿Cómo es eso? –Pregunté, más triste que sorprendido.

–Ya he repetido dos veces. El centro no me pasará otro año. Me echarán. –Me miró y se compadeció de mi pena–. Ya es hora de hacer algo productivo con mi vida ¿no? A muchos les sirven los estudios, los títulos universitarios y la vida del estudiante, pero esta no es una vida para mí. –Volvió a darle otra calada al cigarrillo. Me lo ofreció. Siempre lo hacía más por educación que por costumbre y aquella vez le miré con media sonrisa, lo cogí entre mis dedos e imité sus gestos. El calor se me metió hasta lo más profundo de los pulmones, el humo se repartió por cada célula. Tosí, pero él no se rió un ápice. Le devolví el cigarrillo y siguió hablando–. Mi abuelo tiene una pequeña ferretería. De pequeño solía ir allí por las tardes. Lo he visto trabajar durante cientos de horas. Sé cómo lidiar con los clientes, dónde están cada una de las piezas o materiales…

La verdad es que no me lo imaginé ni por un solo seguido trabajando con las manos sucias ordenando y clasificando tuercas o tornillos. Pero mucho menos, asistiendo cara al público como un vendedor o artesano con negocio propio. Pero tampoco lo imaginé haciendo ninguna otra cosa. Así que no me sorprendió del todo su iniciativa.

–¿Y tú? ¿Qué esperas tú de la vida? –Me preguntó, arrojando una piedra contra la pared frente a nosotros como si lanzase lejos alguna pregunta ridícula.

–La verdad es que no sé qué esperar de ella. –Suspiré y él me pasó el cigarrillo. Negué en silencio–. No sé aún qué hacer cuando termine la preparatoria.

–Aun tienes mucho tiempo para pensarlo. Pero ya te garantizo que elijas lo que elijas, te irá bien.

–¿Eso crees?

–¡Claro! –Chasqueó la lengua y volvió a arrojar otra piedra mientras yo me apoyaba la barra metálica del paraguas en el hombro, para descansar el brazo–. Se te dan bien todas las asignaturas. Desde la historia, la literatura…

–No se me dan bien las matemáticas. –Me defendí–. Y tampoco la educación física.

–¿Quién necesita la educación física? En la universidad no creo que la tengas, y por las matemáticas, no te preocupes. Limítate a asentar bien las bases y después aléjate paulatinamente de ellas con asignaturas relacionadas con las humanidades. –Cuando dijo “paulatinamente” me sentí que hablaba con alguien que no era Nikolas, el maldito gamberro al que había visto escupir en el suelo de clase como si tuviese la boca llena de flemas.

–Hoy en día las matemáticas se necesitan para todo, cómo aprender inglés…

–No te preocupes, Ícaro. Tienes un don para ganarte el respecto y la admiración de los adultos. Es innato. –Chasqueó la lengua–. Excepto con el de historia. No sé por qué, pero cada vez que pides la palabra se le pone cara de oler mierda.

Ambos reímos largo rato por aquella frase y le expliqué mi trifulca el día en que ellos no estaban en clase. Lo entendió al instante y yo mismo me reí de ello después de meses.

Empezamos a vernos fuera de los horarios del recreo. En clase a veces nos lanzábamos miradas llenas de complicidad cuando algún profesor decía o hacía algo que nos recordaba a nuestras conversaciones o cuando algún alumno soltaba una perla de ingenuidad. Le miraba esperando alguna reacción de él y Nik siempre me satisfacía poniendo los ojos en blanco con una sonrisa socarrona. En educación física hablábamos animadamente mientras el profesor se distraía explicando ejercicios y en los descansos entre clases íbamos juntos a las taquillas, dado que la suya estaba de camino a la mía, y después me acompañaba hasta que yo recogía los libros de las siguientes asignaturas. Los días que él no venía me sentía descabezado y perdido, acudía a nuestra ratonera, como empezamos a llamarla, simplemente por no sentirme tan solo y vagabundeaba por los alrededores esperando que al menos apareciese en el horario del receso.

Nuestra creciente amistad fue tan evidente que algunos alumnos, no solo de mi propia aula, me negaron el saludo y otros me miraban recelosos y temerosos, como si fuese un ángel caído que se había liado con Nosferatus en una extraña relación de complicidad y quid pro quo. Si antes no tenía amigos, ahora algunos desconocidos eran capaz de odiarme solo por mi nueva amistad. Aquello me hubiera molestado en otra ocasión, tal vez meses atrás, pero por aquél entonces ya no me importaba nada en absoluto lo que pensaran de mí. Tal vez algunos creyesen que estaba con Nik por miedo, otros que era un sumiso masoquista al que le gustaba que me golpeasen. Otros incluso llegaron a pesar que Nik jamás me había pegado y que al contrario de ello, él fue el que me defendió de un tercero. La mentalidad juvenil, que hace ver asombrosas historias donde solo había una amistad mucho más que causal.

Algunos profesores, temerosos de mis nuevas compañías me apartaban al final de las clases o me detenían en medio del pasillo camino a mi aula para preguntarme con toda la seriedad y profesionalidad, si me había sucedido algo en casa. Algo como que mis padres se hubiesen divorciado, si mis padres me maltrataban o incluso la muerte cercana de algún familiar o amigo. Yo siempre me quedaban atónito, o al menos fingía estarlo, pues sabía muy bien que aquellos interrogatorios se debían a que yo me llevaba mejor con Nik. Un día, un viernes en el receso, me mandaron al despacho de la psicóloga. Ella me invitó a unas galletas de la máquina expendedora y a un chocolate caliente mientras se sentaba delante de mí con las manos entrelazadas. Ella, a punto de lanzar alguna pregunta fulminante, y yo devorando la deliciosa galleta que usualmente yo no compraba porque era muy cara.

–¿Y bien? ¿Sabes qué haces aquí?

–¿En el instituto, en su despacho, o en la vida general, como pregunta metafísica? –No estaba dispuesto a ponérselo fácil y ella lo supo de inmediato. Era la profesora de psicología que hacía las de psicóloga a la par, pero estaba seguro de que lo único que había estudiado de psicología era la mediocre asignatura que se ofrece en las carreras de filosofía y letras.

–Aquí, en mi despacho. –Dijo ella sonriéndome con desgana.

–Mi tutor me ha recomendado que venga. Dijo que estaba bien hacer al menos una visita trimestral. Como si yo fuese un coche al que tienen que renovar la ITV.

–Voy a ir directa al grano. –Dijo tras una tediosa introducción–. A tus profesores les preocupan tus nuevas compañías.

–¿Qué es exactamente lo que les preocupa? ¿Qué me malogre como persona o que bajen mis notas y por tanto la media del centro?

–Solo estamos preocupados por ti. –Dijo ella, que no me conocía en absoluto pero se apuntó al cúmulo de gente que se “preocupaba por mí” como si yo estuviese contrayendo una enfermedad infecciosa–. Como sabrás, Nikolas no es un alumno modelo, pero mucho menos es un santo. He revisado su expediente y se ha metido en cientos de peleas en los cuatro años que lleva aquí en este centro, se le ha pillado decenas de veces fumando, escapándose, por no hablar de que no tiene respeto ninguno por los profesores o el alumnado. Y esta es la serie de comportamientos que tememos que tú adoptes, simplemente por su influencia…

–Solo nos hacemos compañía mutua. –Suspiré–. No me importa qué clase de drogas se meta, en qué invierta su tiempo dentro o fuera de clase o qué clase de ideología política tiene. ¿Acaso el fin de tener una educación en comunidad no es el intercambio de ideas y pareceres con personas variopintas, como enriquecimiento personal? –Ella meditó mis palabras–. ¿Qué hay de malo en hablar en clase, o en los recreos? Creo que la gente se alarma por tonterías, cuando en realidad deberían estar más pendientes de asuntos más acuciantes. Aun sigo esperando a que arreglen dos de los retretes del baño de caballeros, que en los recreos aquello se llena de alumnos y se forman colas eternas, o que tomen cartas en el asunto de mi profesor de historia, cuya metodología ha quedado obsoleta para alumnos de mi generación. También podríamos hablar de lo que me preocupa la guarrería de comida que se venden en las máquinas expendedoras: sándwiches descongelados de atún o “vegetales” con huevo y jamón. Por no hablar de la baja calidad de las bebidas de… –Ella no me dejó terminar.

–Eso podemos dejarlo para la siguiente reunión. Por lo pronto estamos aquí para hablar de ti. –Suspiró y adoptó un tono más cordial. Más cercano a mí. Casi como una madre preocupada–. ¿Por qué estás con ese chico?

–¿Qué tiene de malo? No tiene la cabeza hueca como muchos de los idiotas de esta maldita escuela, y no me refiero solo a alumnos. Por suerte o por desgracia tiene más expectativas de futuro y más ilusión por la vida laboral de la que yo voy a tener jamás, es gracioso y se ha portado bien conmigo. ¿Qué hay de malo?

–Por lo que tengo entendido… –Miró unos papeles sobre su escritorio, volviendo al tono prepotente–. Tu padre puso una queja de que este alumno en concreto te dio una brutal paliza hace unos meses… –Me miró buscando las marcas, leves, que me quedaban en el rostro–. Muchos psicólogos dirían que no es sano tratar con la persona que anteriormente te ha agredido.

–Los psicólogos. –Paladeé aquella palabra con un amargo regusto–. Algunos psicólogos afirman que soñar con túneles simboliza una fuerte atracción hacia el sexo femenino y que creer en Dios no es más que una muestra de una fuerte carencia paterna…

–Ícaro. –Me llamó la atención.

–Aquello que ocurrió solo fue una trifulca. Hablamos de ello, solucionamos nuestras diferencias y como adultos, hemos entablado una amistad. Si usted ahora me prohíbe ser su amigo solo demostrará una total intransigencia hacia el perdón y destruirá mi autoestima para hacer amigos.

Ella dejó pasar la situación y comunicó a mis profesores que yo no debería tener ningún problema para terminar el curso, ya que de todas maneras Nik no estaría al siguiente año y yo me vería obligado a seguir en mi marginalidad, que al parecer, a ellos les encantaba aunque yo la aborreciese. Le hablé a Nik de la visita a la psicóloga y él se desternillaba de risa con todas las contestaciones que le había lanzado, con lo que él acabó confesando que también le habían citado con la orientadora hacía una semana, pero que no había acudido porque estaba seguro de que hablarían de mí y él no tenía nada que decir al respecto. “Ni que estuviésemos en un psiquiátrico.” Exclamó exasperado.

Aquella situación tal vez nos hiciese sentir aún más solos o tal vez más unidos entre nosotros, pero comenzamos a pasar más tiempo juntos. A él parecía no importarle que nos viesen por los pasillos hablando como si nada, y en ocasiones el frío afuera era demasiado intenso como para quedarnos sentados en el suelo del patio. Elegíamos un banco del interior del centro y él se espatarraba allí mientras yo me sentaba con las piernas cruzadas de cara a él y hablábamos como si estuviésemos en nuestra ratonera. A él le molestaba no poder fumar, a mí el alboroto de todo el alumnado. A veces compartía mi almuerzo con él, él me daba cigarrillos.

En una ocasión tuve que ir a la biblioteca para sacar prestado un libro que andaba buscando para consultar en un trabajo de historia, pero la bibliotecaria me echó de allí, bufando y mirándome con una expresión de completa incredulidad. “Hay dos alumnos castigados” –Alegó ella para no dejarme entrar a buscar un libro–. “No molestes, muchacho” y me cerró la puerta en las narices. Yo me quedé tan sumamente noqueado que mi única reacción fue regresar al banco donde Nik me esperaba y sentarme, atónito y aturdido. Él se me quedó mirando con curiosidad y yo le devolví una expresión espantada.

–¿Qué ha ocurrido?

–¿Te puede creer que esa idiota no me ha dejado entrar porque dice que hay unos cuantos castigados haciendo tarea? La biblioteca no es un palacio, pero no molesto a nadie si entro a buscar un maldito libro.

–Esa profesora es una zorra. –Dijo, con experiencia propia–. Siempre que le dejan castigados en la biblioteca se debe creer un policía de prisión y es capaz de reducirte en el suelo con tal de no perturbar el castigo de los alumnos. –Yo le miré apenado, porque el trabajo debíamos entregarlo aquella semana y él se palmeó las rodillas, se levantó con un quejido algo resignado y me golpeó el hombro como queriendo decir: “Vamos, yo te ayudaré”.

Nos acercamos con determinación hacia la puerta de la biblioteca y golpeó antes de abrir. Yo ya oía a la profesora levantarse de su asiento y asir la puerta para no dejarnos pasar. Cuando me vio tras Nik volvió a mirarme de nuevo con esa asquerosa y repugnante mueca de repulsión.

–¿No te he dicho que te largues? Sal fuera, date una vuelta…

–¿Qué forma es esa de tratar a un maldito alumno? ¿Acaso no podemos entrar a buscar un libro para una consulta? –Preguntó Nik metiendo las manos en los bolsillos del vaquero. Aquella era la misma expresión corporal que tanto me había aterrado tanto tiempo, pero desde este lado de la situación me sentí poderoso. La mujer se escandalizó. Eso era justo lo que Nik estaba buscando.

–¿Queréis que os castiguen a vosotros también? Hoy no se puede entrar en la biblioteca, hay alumnos castigados. Venid mañana.

–No. –Dijo él sujetando la puerta con decisión y ella retrocedió un palmo. Estaba asustada.

–Estáis molestando a los castigados. –Dijo ella ofendida como si hubiésemos desatado una plaga por occidente. Yo atisbé dentro y solo vi dos chiquitos de primer curso, estudiando en silencio. No parecían los típicos chicos a los que se les pillaba robando dinero de las mochilas o pateando las papeleras. Ellos nos miraban entre confusos y curiosos y yo les devolví una mirada compasiva.

–¡Usted sí que está molestándoles con el maldito escándalo que está montando! –Empujó la puerta y entró dentro, tirando de mí por la manga de la chaqueta–. Deje de montar drama y hágase a un lado, que tenemos que buscar un libro. –Los dos chicos dentro nos miraron atónitos mientras que la profesora de guardia quedó completamente anonadada por nuestra intromisión. Nik me soltó con una expresión que quería decirme “busca el maldito libro antes de que el FBI venga a sacarnos a la fuerza”. Yo me dirigí rápido a la sección de historia y me puse como loco a buscar el libro mientras que Nik y la profesora discutieron unos minutos más en un cruce de acusaciones y palabras subidas de tono hasta que la profesora se vio necesitada de ayuda y salió en auxilio del director.

–¡Vamos! O nos dejarán castigados después de clase…

–¡No encuentro el maldito libro de historia de Egipto! Lo consulté la semana pasada pero se me olvidó copiar la referencia bibliográfica…

–Debes estar de broma… –Dijo él con una expresión exasperada.

–¡Yo lo tengo! ¿Es este? –Dijo uno de los chicos de primero castigado cuyo libro descansaba en el pupitre de su derecha. Lo palmeó un par de veces y yo corrí en su búsqueda. Pasé rápido las páginas hasta encontrar la referencia y lo copié como pude en un trozo de papel que me guardé. En ello, el otro chico, algo más alto y extrovertido, nos miraba admirado.

–¡Qué huevos! Ya era hora de que la pusieseis en su sitio. –Yo sonríe, pero Nik estaba ansioso. Cuando tuve la información me cogió del abrigo y tiró de mí fuera de la biblioteca. Salimos corriendo en dirección contraria al despacho del director, a donde seguro había ido la bibliotecaria, y nos reímos mientras corríamos esquivando a personas y bajando escaleras a trompicones.

Algunos días no eran tan excitantes o divertidos. Había días en los que nos autodeprimíamos contándonos nuestras más terribles miserias, pero cuando él se atrevía a hablarme de sus padres, él ganaba todos los campeonatos de vida miserable. Hubo un día en especial en que me contó, por así decirlo, la historia de su vida. Lo hizo con tanta tranquilidad y naturalidad que en ocasiones sentía que se había olvidado de que yo estaba allí, y se limitaba a narrar su biografía como si hablase con una grabadora o escribiese un largo ensayo.

–Nací aquí, en Ámsterdam pero en una casa un poco más al norte de la ciudad. Tengo un hermano mayor, pero no lo veo desde hace más de seis años. Ahora debe tener más de veintitrés. Nació muy pronto, cuando mis padres eran muy jóvenes y siempre se sintió muy a disgusto en casa, por lo que antes de los dieciocho se fue de casa a trabajar en una empresa de construcción que tenía el padre de un amigo. Siempre fue muy manitas, muy obediente y muy responsable. Mientras que yo era el caos. No he sabido de él desde entonces, ni sé si tiene novia, ni si es feliz. Nada. Desde que mi hermano se fue de casa, la cosa se descontroló un poco. No sé si yo era demasiado joven para darme cuenta, tal vez me diese cuenta después, pero por entonces no era infeliz. La vida era normal. Íbamos de vacaciones en verano, mi padre nos traía pasteles los domingos y las tardes que tenía libres iba con mi madre al centro comercial o a comer helado. Mi madre trabajaba en una empresa de telecomunicaciones y mi padre haciendo chapuzas con empresas de arreglos de hogar.

>Mi madre un día le confesó que le había sido infiel con uno de sus compañeros de trabajo en una cena de empresa que hicieron por fechas de navidad. La verdad es que no sé si ella se lo contó por las buenas o él debió ver algo extraño por lo que la interrogó hasta que ella confesó. No lo sé. El hombre con el que le fue infiel era un hombre siempre alegre, siempre cariñoso conmigo y que le hacía caros regalos a mi madre.

–¿Lo conociste?

–Sí. Eran buenos amigos del trabajo desde los primeros días en que ella entró en la empresa. Siempre estaba por casa, a veces solía quedarse a cenar y tenía una hija, cercana a mi edad, pero estaba divorciado. –Suspiró, pensativo–. En el momento no me di cuenta, pero con los años he dejado de creerme que fue algo solo de una noche. Seguro que llevaban años acostándose.

–Qué feo…

–La vida es así. No podemos forzar los sentimientos y tampoco negarnos las emociones evidentes. Yo no soy nadie para juzgar la vida íntima de mis padres. Ellos ya no están vivos y cuando lo estuvieron, fueron buenos padres en todo momento hasta el final. Un domingo por la noche, mi padre llegó después de haber estado fuera todo el día. No sabíamos de él y cuando mi madre me metió en la cama, al poco tiempo, apareció ebrio como una cuba y dando gritos. Escuché que él la llamó zorra, puta, infiel y cientos de cosas más. No sé en qué momento ella tuvo valor y le confesó todo. Que se había acostado con él, que lo sentía mucho por mí, pero que ella ya no estaba enamorada de mi padre. Eso se notaba a la legua. No se hacían arrumacos como cuando eran más jóvenes, no se hacían regalos, no se miraban con esa pasión…

>En fin. Los gritos de mi madre me hicieron levantarme de la cama y cuando llegué al salón ya estaba muerta. Le había clavado un cuchillo en el cuello... cuando mi padre me miró, allí todo rojo y ensangrentado en medio del comedor, supe que el siguiente sería yo. Corrió hacia mí, cuchillo en mano, pero yo escapé antes de que me alcanzase, salí afuera de casa y me metí en la casa de un vecino que casualmente estaba saliendo a sacar al perro. Se lo llevó la policía y a mí me llevaron los servicios sociales. Antes de que amaneciese, mi padre se suicidó.

–¿Odias a tu padre por lo que hizo?

–No. –Dijo, pensativo–. No soy capaz de odiarles a pesar de todo. Su amante apareció en el funeral de mi madre y compartimos un par de palabras. Según él, estaban enamorados. Me abrazó y me dijo que yo para él era como un hijo. A veces nos llamamos.

Aquél día no parecía querer contarme más de aquello y rápido cambió de tema de conversación, pero a finales de junio, cuando apenas quedaban un par de días para que terminase el curso, nos sentamos los dos al solecito cálido y hogareño que caía sobre nuestra ratonera con un cigarrillo cada uno y un sándwich de pavo para los dos. Volvimos a hablar de su familia, de lo difícil que habían sido sus primeros años en el instituto, con todo lo sucedido tan reciente y con lo que suponía todo el estigma social de ser huérfano.

–Pero no todo fue malo. ¿Sabes? A veces en los peores momentos es cuando más puedes confiar en los que verdaderamente se han quedado a tu lado. Aquello sucedió en las primeras navidades de mi primer curso aquí, en este instituto. Yo estaba decidido a tirar mi vida a la basura. Me metí en cientos de peleas durante semanas. Me deshice en golpes y amenazas. Pero topé con un chico de último curso al que amenacé, con el que incluso quedé para pegarme en un par de ocasiones.

–¿Qué tenía ese chico de particular?

–Que entendía por lo que yo había pasado, y al igual que contigo, tras un par de puñetazos nos sentamos a hablar y coincidíamos en más cosas de las que me habría esperado. Fue mi único amigo durante mucho tiempo, fue el único soporte que tuve. Sabe Dios lo que habría sucedido si no le hubiese tenido a él. Él me contó sus experiencias en su antiguo centro, me contó que se metió en peleas en las que acabó con varias costillas rotas, que en los primeros años se había metido desde marihuana hasta ácido, y todo a costa de robar dinero a sus padres y amigos, llegaba borracho a clase muchas mañanas y cuando salía del centro, iba de nuevo a beber. Yo ya le conocí con dieciséis años, pero eso que me contaba me impactaba porque estaba avisándome sin decirlo de forma tan directa, de que ese era el futuro que me esperaba si no conseguía enderezarme después de un duro golpe.

–Vaya, eso es… –No encontré las palabras.

–Lo sé. –Dijo, entendiéndome perfectamente. –Así que imagínate mi sorpresa, cuando justo el día en que te di aquella paliza, vino a verme a casa, rojo de ira, encolerizado porque yo le había dado una paliza a su adorado primo.

Me quedé al menos un minutos en silencio, intentando asimilar lo que acababa de decirme. No me acababa de cuadrar toda la información y extrapolarla a mi vida. Eran como dos líneas temporales que acababan de colisionar e intenté recoger los trozos esparcidos por el suelo, volviendo a reconstruirlo poco a poco. Me encontré perdido dentro de mi propio desorden mental. Miré a Nikolas que me devolvía una sonrisa traviesa, por mi confusión.

–Él no te ha hablado de mí. ¿Verdad?

–Él nunca me cuenta nada. –Dije, debatiéndome entre el enfado por todo lo que se me estaba descubriendo de repente y la ternura por el gesto de Jacinto.

–Pues sí, tu primo me ayudó mucho durante mis primeros años en el centro y fue todo un referente para mí. Por eso quise hacer las paces contigo, y me arrepiento de verdad por aquello que ocurrió entre nosotros. Ni yo sabía quién eras ni me esperaba que fueses familiar suyo. No os parecéis en absoluto. –Yo le retiré la mirada. No sabía si ofenderme o agradecerle sus palabras–. Igual que él cuidó de mí, espero haberte ayudado en todo lo que he podido desde entonces…

–No me debes nada. –Le dije y él se encogió de hombros sin darle importancia.

–Tendrías que haberle visto. –Dijo, riéndose de repente y negando con el rostro y el cigarrillo entre los labios–. Me cogió de la pechera todo rojo de rabia y me zarandeó diciéndome “¿Cómo se te ocurre? Tendría que partirte aquí mismo todos los dientes. Casi me lo matas, casi me dejas sin mi primito…” –Puso una ridícula voz que me recordaba mucho al acento de mi primo. Yo evité reírme pero no pude mostrar al menos una sonrisa–. Yo no sabía ni de qué me estaba hablando…

–No fue para tanto... –Dije, pero él se encogió de hombros.

–Para él sí. Pensé “este es mi final” Ja ja.

–Me enfada que lo conozcas mejor que yo. –Suspiré y él me miró con tristeza.

–Tampoco tanto. Solo hablamos, como hablamos ahora tú y yo…

–¿Puedo preguntarte algo? –Suspiré–. ¿Su padre le pega? –Él le dio una larga calada al cigarrillo mientras meditó una respuesta con los ojos entrecerrados y yo tragué, aguantándome las ganas de meterle prisa. Cuando se volvió a mí sabía que no sería algo que yo debiera saber, y menos que él debiese contestarme.

–Pregúntaselo a él. Yo no soy nadie para hablar de las miserias ni la vida privada de los demás. Igual que no hablaré de tus cosas con otra gente…

–Él no me contará nada… –Me mordí el labio inferior.

–Entonces no insistas. Solo intenta protegerte.

–Protegerme. –Le di una calada al cigarrillo y lo tiré pisoteándolo–. ¿Y quién le protege a él?

Aquella sería la última conversación que tendría con él. El curso terminó. Él se marchó del instituto y yo me sumí en las vacaciones de verano. Otras más.

 


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