NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 12 (Parte II)

 

Capítulo 12 – No es el lugar para hablar de eso. 

 

Unos meses después, a finales de abril por las vacaciones de primavera, mi padre nos propuso ir al museo Vincent van Gogh* de excursión familiar. Ya habíamos ido cientos de veces y cada vez me hacía menos ilusión que la anterior, pero a mi padre le encantaba, y a mí, pasar tiempo con él. Otra cosa que también notaba decayendo. Mi madre rehusó la propuesta alegando que había quedado con unas compañeras de trabajo para pasar la mañana fuera y comer fuera. A mi padre se le entristeció el rostro y rápido me sobrevino la ilusión por acompañarle. 

–Yo estoy libre. –Le dije, con una sonrisa, a lo que él volvió a emocionarse como un crío–. Yo puedo ir. Podemos comer fuera también. 

–Es una gran idea. –Dijo mi madre mientras se ausentaba con una taza de café de la mano. Yo miré a mi padre mientras se me ocurría una maravillosa idea. 

–¿Por qué no le decimos a los tíos y a Jacinto que vengan…? –Por un momento pensé que mi padre me negaría en rotundo aunque propuesta, y la verdad es que yo tampoco visualizaba a mi tío frente a uno de sus cientos de autorretratos admirando su técnica y colorido. La verdad es que más bien me lo imaginaba soltando un tosco “Ese pelirrojo ¿Quién es? ¿Por qué tanto lo pinta el autor?” sin embargo a mi padre no le pareció malo del todo, y para ser sincero estaba seguro de que era porque en el fondo le gustaba hablar con alguien menos entendido en arte que él sobre los cuadros de van Gogh y a mí me los había diseccionado todos tantas veces que había perdido la gracia. 

Sobre las diez nos vestimos y bajamos a timbrar al piso de abajo. Unos pasos salieron corriendo de alguna parte y rápidos se detuvieron al otro lado de la puerta, como queriendo evitar que llamásemos nuevamente. Mi tía apareció por la puerta, con una expresión algo aliviada al comprobar que éramos nosotros y se apoyó en la puerta con una amable sonrisa. 

–¿Tenéis planes para hoy? –Preguntó mi padre con curiosidad, mirando hacia el interior de la casa como si se comunicase con alguien más que con ella. 

–¿Proponéis algo? –Preguntó ella con curiosidad. Jacinto salió por la puerta de su habitación, miró hacia el fondo del pasillo divisándonos y se quedó allí de brazos cruzados con una mueca sonriente. Yo le saludé con la mano y él me guiño un ojo. 

–¿Os parece si vamos al museo de Vincent van Gogh? Y después os invitamos a comer en algún sitio rico. 

–Casi tan rico como el de las hamburguesas. –Le dije a Jacinto a lo lejos que me sonrió ladino. 

–¿Está muy lejos? –Preguntó mi tía, algo preocupada y se volvió hacia el interior de la casa. No miró a su hijo, miró hacia algún rincón indefinido. 

–No mucho. Un rato caminando. Pero así daremos un paseo… 

–No sé… –Suspiró de nuevo y nos miró algo acongojada. 

–¿Dónde está mi hermano?

–Dormido aun. Salió anoche y regresó tarde…

–Ah. –Dijo mi padre, sin más. Yo sabía muy bien lo que significaba aquello y lo primero que hice fue mirar en dirección a Jacinto. Esta vez lo ausculté en un rápido examen visual asegurándome  que no se le había ocurrido ponerle una mano encima. Ahora que mis heridas habían casi sanado por completo no iba a permitir que a él le hiciesen nada malo. 

–No sé a qué hora se levantará, pero me gustaría estar en casa para cuando a él se le ocurra despertar…

–No hay problema. Estaremos aquí antes de las dos. –Dijo él seguro pero ella parecía aún algo disgustada. 

–Por favor, madre. –Suspiró Jacinto a su espalda. Acudió a ella y la abrazó por la espalda–. Me hace mucha ilusión. Nos vestimos rápido y vamos… 

–Está bien. –Concluyó ella con resignación–. Pero no hagas ruido. –Nos miró de nuevo a nosotros–. Esperadnos abajo. 

Durante todo el camino mi tía nos estuvo hablando de cómo el día anterior cenaron ella y su hijo un maravilloso pollo al curry que recién aprendieron a hacer y rebañaron hasta los platos con gusto. A Jacinto no le gustaba mucho experimentar en la cocina, y menos que su madre lo hiciese, pero aquella vez pareció que el resultado fue insuperable. Mi padre les contó historias religiosas sobre la Semana Santa, vacaciones en las que estábamos, y cómo se vivía en otros países como España e Italia. Mi tía colaboró, hablando de lo maravillosas que eran las procesiones en la Semana Santa de París, cosa que yo no conocía, pues había nacido en un país de mayoría protestante. 

–¿Cómo es creer en Dios? –Le pregunté a ella y me devolvió una mirada cándida y maternal. Me sentí por un momento como un extraterrestre que pregunta qué es el mar o cómo somos los humanos capaces de respirar. 

–Pues, mira, en mi familia siempre se ha creído en Dios. –Mi padre asintió, como si ese dato ya lo conociese. Cosas de adultos, pensé–. Mi madre me llevaba todos los años a ver las procesiones en Semana Santa, las cabalgatas de reyes magos en navidad, y cuando era la patrona de París, hacíamos una fiesta en la que invitábamos a todos a comer…

–No hablo del costumbrismo popular, ni de tradiciones de familia. ¿Crees en dios? ¿En el dios cristiano?

–Claro. –Dijo, ella, sin entender muy bien a donde quería llegar a parar. Mi padre me lanzó una escueta mirada agresiva que me quiso decir “no seas como tu madre, respeta la forma de pensar de otros” a lo que yo me limité a asentir, contento con su respuesta. 

–Vale, entiendo. 

–¿Tú en qué crees? –Me preguntó ella a lo que yo me quedé largo rato pensativo. Bailé durante minutos entre intentar no ofenderla, expresar con detalle mis verdaderos sentimientos y simplemente decir algo que le hiciese perder el interés por la conversación. 

–En nada, supongo. 

–Entiendo. –Dijo ella, quedándose tan pensativa como yo había estado–. Para mí Dios, es alguien en quién puedo confiar. Es alguien a quien puedo contarle mis temores, mis miedos, mis anhelos y mis buenos deseos para mi familia. Es alguien que siempre está ahí. Alguien a quien admiro en sus valores y a quien respeto en sus decisiones. En quién pienso en mis malos momentos, a quien agradezco las buenas vivencias. Lo es todo, ya  la vez, no es nada. 

Mi padre admiró sus palabras unos largos minutos y después se adentró en anécdotas de su vida en el monasterio de Saint Tropez. Yo me había identificado con sus palabras hasta un extremo en el que sentí escalofríos recorriéndome la médula. 

Cuando llegamos al museo pasaban de las doce. Pagamos la entrada, a mi padre le hicieron descuento por tener carnet de profesor, a Jacinto por ser menor de veinticinco y a mí por ser estudiante. Mi tía fue la única que pagó la entrada ordinaria pero no pareció que le molestase en absoluto. Para ella era la primera vez que venía a este museo. Para mi primo fue la segunda, dado que había venido en una excursión del instituto y mi padre y yo seguro que ya habíamos venido más de veinte veces cada uno. Para mí no era una experiencia enriquecedora a estas alturas. Mi padre decía que siempre se podía aprender algo nuevo, pero a mi estas visitas comenzaban a resultarme tediosas. Era capaz de recordar con los ojos cerrados el orden de las salas y los cuadros en cada una de ellas. 

Una vez dentro estuvimos media hora juntos, dando vueltas atentos todos a las explicaciones de mi padre que se las daba de profesor de historia repitiéndonos una y otra vez la apasionante pero desgraciada vida que tuvo van Gogh en cada uno de los cuadros y cómo su novedosa técnica con oleos industriales revolucionó todo el mundo del arte. Pasada esa media hora y tras haber visto todos los cuadros, nos dispersamos. Yo me fui por mi lado, Jacinto por el suyo y mi padre y su cuñada desaparecieron por otro. Paseé sin ganas, fijándome con más detenimiento en las baldosas del suelo o el reflejo de los cristales que en los propios cuadros. Día de diario, no había mucha afluencia de personas, unos cuatros grupos de turistas, algún visitante perdido y meditabundo como yo, alguna pareja, y ahí estaba Jacinto. Detenido delante de un cuadro en concreto, con las manos en los bolsillos y una mueca pensativa. Me detuve a su lado y ambos observamos en un respetuosos silencio uno de sus autorretratos. Cuando se volvió a mí nos miramos, él con una sonrisa ilusionada y yo con una mueca de conformismo. 

–Siempre había visto este cuadro, este y muchos otros de este museo, en libros y películas, pero nunca pensé que lo vería en persona…

–Ya ves. Aquí lo tienes. Delante de ti. A un metro. –Él asintió divagando en su mente. Después de un rato me miró esperando que yo dijese algo, igual que mi padre, alardeando de mi pedantería. Pero no dije nada. Me crucé de brazos y él me acarició el hombro. 

–Fue todo un referente para muchos otros pintores posteriores. –Me dijo, pensativo–. ¿No crees?

–Por supuesto. –Asentí sin ningún interés. 

–Es una pena que durante toda su vida no fuese más que un hombrecillo demente en un psiquiátrico. Y sin embargo, todo un artista. 

–Un artista… –Dije, chasqueando la lengua. 

–¿No crees que lo sea?

–Hoy en día se le llama artista a cualquiera. No se le pude negar que es un gran icono de la pintura vanguardista y más de la cultura de mi país. –Volví a chasquear la lengua con disgusto–. Pero jamás vendió un cuadro en toda su vida. Mientras que a Rafael o a Miguel Ángel se los rifaban. 

–La gente no valoró su arte. 

–La gente aprendió a valorarlo por la fuerza. Su cuñada fue la que removió cielo y tierra para que sus cuadros se vendiesen post mortem

–¿Eso crees?

–Eso supongo. –Me mordí el labio inferior a lo que él me miró con una sonrisa traviesa. 

–¿Sabes? Una vez me dijeron que el arte vanguardista se vanagloria en la expresividad de emociones subjetivas. Es el propio espectador el que nombra y le da un significado a la obra. Tal vez no te gusten estos cuadros porque ves algo en ellos que no te gusta, y no es más que un reflejo de tu personalidad y de tus emociones. 

Sus palabras me dejaron pensando largo rato. No dije nada hasta que él no intervino de nuevo, señalando el cuadro a nuestra derecha. La habitación de van Gogh

–¿Qué sientes al ver ese?

–Veo la habitación de un lupanar. Uno barato. De esos a los que llevas a una chica cualquiera a medio día para tirártela en quince minutos. 

Jacinto se me quedó mirando sorprendido con mi respuesta. Señaló el cuadro a nuestra izquierda. 

–Una tediosa y monótona tarde de verano sin nada más que hacer que escuchar el sonido de alguna golondrina que ya avecina el otoño. 

–¿Y qué ves aquí? –Señaló el autorretrato que teníamos delante. Yo lo miré pensativo pero no se me ocurría nada amable que decir. 

–Veo a un hombre amargado, al que cada año le pesa más que el anterior. Ha pensado muchas veces en la muerte, hasta que la ha naturalizado como algo más en su día a día y esa idea se le comienza a traslucir en la piel. Un hombre que no siente amor, no siente alegría, no siente esperanza. Solo una profunda y mortal melancolía que le devora hasta límites que él mismo desconocía. Un hombre que se ha esforzado demasiado sin obtener un mísero reconocimiento por ello. Un hombre, que sin estar enfermo, le han catalogado como tal y eso le ha llevado al borde de la misma locura. En su mirada no veo concentración, no veo fuerza, ni si quiera un atisbo de emoción. Me estremece el vacío que es capaz de mostrarme, con solo un par brochazos de pintura. Dicen que hay que estar muy loco para cortarse una oreja. Pero yo digo que estaba por encima del dolor físico, por lo que tenía que tener algo más que locura en su mente. 

Miré a Jacinto que miraba detenidamente el cuadro, en completo silencio, mirando a través de mis ojos aquella pintura. 

–Tu madre es un encanto. –Musité. 

–Gracias. –Dijo él trastocado por mi cambio de tema–. Le diré que me o has dicho. 

–No lo hagas. Quédatelo para ti. –Me mordí el carrillo–. ¿Pasó algo anoche?

–No. 

–¿Llegó en mal estado?

–No vino malhumorado, si es lo que preguntas…

–Si ese… –Resoplé, aguantándome el insulto–. Se le ocurre hacerte algo… 

–Tú no tienes que preocuparte por eso. –Miró hacia abajo, buscando mi mano, y me acarició los dedos con los suyos, sin llegar a estrecharlos con los míos–. Es mi padre, es mi problema. 

–Un padre no debería ser un problema. –Retiré mi mano de la suya–. ¿Alguna vez te ha pegado?

–No es el lugar para hablar de eso. 

–No hay lugar para hablar de eso. –Le miré–. ¿Sí o no?

–¿Tú qué crees? –Me contestó con brusquedad. Yo le miré con el ceño fruncido y cuando estaba a punto de girarse agarré su muñeca, a mi lado, apretándole con fuerza. No dije nada más. Nada de lo que dijese podría darle ánimos o simplemente mostrar mi descontento. Diría cosas para las cuales aquel no era el lugar ni el momento indicados. Nos quedamos allí observando en silencio el rostro de aquél hombre enjuto y pálido, con una oreja cubierta con una gruesa gasa y la mirada perdida en algún punto entre nosotros. El rostro de aquél hombre se había vuelto más brusco, más anguloso y ceñudo. Estaba seguro de que eso había sido solo impresión mía, pero de alguna manera me gustó verme identificado en su expresión. Me aterró pensar que yo acabaría como él, o algo peor. Ver a alguien caminar por el sendero de la locura hasta la mismísima muerte.


–––.–––


Vincent Willem van Gogh (Zundert, 30 de marzo de 1853–Auvers–sur–Oise, 29 de julio de 1890) fue un pintor neerlandés, uno de los principales exponentes del postimpresionismo.



Capítulo 11 (Parte II)    Capítulo 13 (Parte II)

 Índice de Capítulos



Comentarios

Entradas populares