NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 12 (Parte I)
Capítulo 12 – Hoy Jacinto va a venir.
Fue lo primero que le dije a mi padre cuando llegó a casa y lo único que recordé durante la comida. Lo único en lo que pensé y lo único en lo que quería pensar durante toda la tarde. Mi padre me preguntó el motivo poco interesado en ello y le dije que me ayudaría en los deberes. Él se sintió entonces algo decepcionado porque alguien le estaba sustituyendo en esa tarea pero la ilusión que yo reflejaba le bastaba para sentirse contento.
La hora de la comida fue eterna. Comimos patatas asadas y judías verdes. Me encantaba cómo sabían con mucho pimentón, pero mi padre lo odiaba así que hacía siempre dos reacciones separadas. Él se sirvió una copita de vino que acompañó con gaseosa y le fui contando poco a poco las nuevas experiencias en clase, y él me hablaba de sus alumnos y de alguno al que ya había tenido que mandar al despacho del director. Eso siempre me resultaba cómico, porque no había principio de curso en donde el rebelde de la clase no marcase ya el esquema general de todo el año.
Amaba esos momentos en que mi padre y yo compartíamos experiencias vitales de nuestra vida dentro de un aula. A él le ayudaba para verse a través de los ojos de un estudiante, y a mí para prepararme para la vida en un instituto. Tener un padre profesor siempre me ayudó a tener mejor relación con mis profesores porque era incapaz de verlos como la autoridad impenetrable que intentaban ser. Para mí eran humanos como yo, con sus días buenos y malos y con familia e hijos que les esperaban en casa. Me encantaba que nos contasen anécdotas porque me sentía como con mi padre por un momento, y ellos seguro que a muchos de nosotros nos compararon con sus hijos en pensamiento.
Cuando mi madre llegó estábamos recogiendo los platos sucios y ella se adueñó de las sobras y se sentó en la cocina con nosotros a relatarnos su día. Yo le dije, ilusionado:
–Hoy Jacinto va a venir. –Ella me sonrió y cambió de tema hablando de una nueva reforma que el gobierno quería implantar sin tener en consideración la voz de los partidos obreros y blah blah…–. ¿Puedo ofrecerle de mis zumos si tiene sed? Me ayudará con los deberes…
–Sí, mi amor. Debes ofrecerle algo de beber. –Me dijo y ella volvió a su tema, del que mi padre parecía bastante interesado. Sin querer inmiscuirme por más tiempo me marché a mi cuarto a disfrutar a solas de mi emoción y de la terrible sensación de quemazón que me invadía de pies a cabeza. Deseaba gritar pero al mismo tiempo callar mis emociones. Quería cubrirme el rostro con la almohada y gritar su nombre, gritarlo hasta desgarrarme la garganta como Apolo debió pronunciarlo en su muerte.
Respiré profundamente e intenté calmarme lo suficiente como para adecuarme a la espera que suponía su llegada. Mi cuarto estaba hecho un desastre, tendría que adecentarlo. Me pasé la menos media hora moviendo las cosas de sitio, cambiando los objetos de lugar esperando que el desorden se minimizase pero en vez de eso parecía que alguien había estado rebuscando algo y no lo había encontrado. Decidí dejar todo como estaba, limpiar un poco el polvo de la mesa y las estanterías. Mi cama estaba ya hecha pero había ropa sucia sobre ella. Rápido la eché en el cubo de la ropa sucia y me cepillé los dientes a conciencia. Pensé en cambiarme de ropa, no sería demasiado extraño que lo hubiese hecho, pero para ponerme más presentable eso sí que sería raro. ¿Debería ponerme algo de ropa vieja? ¿El pijama? ¿Presentarme en ropa interior le haría sentirse incómodo?
Cuando dieron las cinco mi cuarto estaba más adecentado y comencé a sacar los apuntes de clase, no queriendo parecer que he estado esperándole impaciente, sino que ya estaba predispuesto al trabajo. Me senté a la mesa, mi madre se fue, mi padre se encerró en el estudio. Me pasé al menos dos horas entreteniéndome con el lápiz de la mano, haciendo pequeños dibujos en los márgenes de los libros, subrayando palabras al azar o incluso mordiéndolo por todas las partes hasta que el lápiz quedó completamente desfigurado. Las agujas del reloj de mesa jamás habían pasado tan lentas y dolorosas. Sentía que cada segundo era un pequeño aguijón que se clavaba en mi pecho y a cada minuto se me hacía más difícil respirar. Las dudas llegaron alrededor de las siete.
¿Vendría? ¿No vendría? Si no fuese a venir, ya me habría avisado. ¿Estaría en casa? ¿Se habría ido? ¿Se habría muerto? Rezaba porque le hubiese pasado algo extremadamente grave como para no venir, o de lo contrario podría ser yo el que lo matase. A las siete y media no pude evitar tirarme al suelo de la habitación y pegar la oreja al parqué. No se oía nada, nada en absoluto. Eso no indicaba que no estuviera allí. Me lo imaginaba dormitando en su cama completamente al margen de su promesa. Tal vez no estaba. No bajaría a buscarle. Eso nunca. Yo no me rebajaría hasta el punto de arrástrame hasta su puerta, llamar como un perro y suplicarle su mera compañía.
En un arrebato de orgullo me senté de nuevo en el escritorio, puse ambos codos sobre la mesa y me concentré como pude en hacer la tarea. Apenas llevaba cinco minutos en ello y ya estaba ideando excusas que ponerle si venía. “Ya no hace falta, ya he terminado los deberes” y le cerraría la puerta en la cara. Me encantaría hacerlo. Disfrutaba con la idea de arrebatarle esa pequeña esperanza. Pero él no aparecía y eso me ponía cada vez más furioso. Cuando fueron las nueve terminé de hacer los deberes y me duché, asumiendo completamente que ya no vendría a ayudarme. Ni lo necesitaba ni deseaba verle, porque de lo contrario, no habría podido soportarlo.
La hora de la cena fue el peor momento de mi vida. El más vergonzoso y aun más porque yo mismo me había metido en aquél lío. Mi padre, sentado con el tenedor en el aire, me miró pensativo.
–¿No ha venido Jacinto?
–No. –Dije, evitando darle importancia–. No habrá podido. Pero no pasa nada, la tarea no era difícil.
–¿Le ha podido pasar algo? –Le preguntó mi padre a mi madre. Ella se encogió de hombros completamente al margen.
–Supongo que habrá tenido que hacer recados. –Dijo ella como si no importase en absoluto. Yo me quedé hundido. Si no se lo hubiese comentado a mis padres ellos no habrían tenido que indagar en ello.
–¿Quieres que bajemos a ver? –Me preguntó mi padre, pues supo ver en mí la desazón.
–No, no es necesario. –Negué mientras comía un poco de la lechuga que mi madre había preparado con ajo.
–¿Seguro? Al menos para que te dé una explicación.
–He dicho que no. –Dije más firme. Perdí la estabilidad que me había hecho parecer indiferente. A mi madre le funcionaba muy bien. ¿Por qué yo no era capaz de hacerlo igual? Suspiré largamente y seguí comiendo. Sin apetito, pero haberme marchado sin cenar habría sido la señal inequívoca de que me había dolido más de lo que estaba dispuesto a admitir. Mi madre me miró con algo de seriedad pues no le gustaba la idea de que levantase la voz en la mesa, pero intenté controlarme lo mejor que supe. Comí en silencio mientras mis padres se miraban alternativamente y cuando mi padre estuvo a punto de decir algo, suspiré–. Lo siento.
–No pasa nada amor, ya verás cómo mañana viene y nos explica qué ha pasado. –Yo asentí impedido al hablar por el nudo que se me había formado en la garganta. Retiré mi plato de comida y me hice el indiferente. Quise fingir que no tenía hambre, pero estaba seguro de que vomitaría lo poco que había ingerido. Me deshice en disculpas, me levanté de la mesa y me conduje al cuarto en silencio. Lloraría nada más llegar y así fue. Lloré por minutos apoyado en la puerta rezando porque mis padres no me oyesen, y mucho menos, se atreviesen a entrar.
Me dolía el pecho, los pulmones y el corazón. Me dolía la espalda y me sentía febril y mareado. Me ardía la piel, me faltaba aire en los pulmones. No sabía lo que estaba sintiendo, pero jamás había sentido un dolor tan intenso como aquél. Me había roto un tobillo en mi más tierna infancia saltando a la comba, me había caído por las escaleras, incluso un niño de clase hacía años me pegó una paliza que me dejó inconsciente. Pero aquél dolor, aquél increíble e inmisericorde dolor me llegaba a cada pequeña célula de mi cuerpo. Se metía dentro de cada órgano y me devoraba por dentro como un profundo veneno ingerido. Me sentí Romeo, que a pesar de no haber probado de los labios de Julieta el veneno, moría infectado por el más terrible amor. Quise arrancarme la piel a jirones para buscar dentro de mí el mal que me estaba matando y quise matarle a él, por provocarme tan cruel tortura. ¿Acaso esto compensaba las pocas veces que habíamos mantenido contacto? ¿Acaso esto pagaba el hecho de poder llamarle mío? Por suerte o por desgracia, sí.
…
Cuando llegó la hora de irme a dormir, apagué las luces y me metí dentro de mi cama, ya asumí que no vendría. Era el punto de no retorno, si me acostaba y me dormía, ya no vendría. Me mantuve despierto al menos una media hora, tal vez más, rezando porque subiese y llamase a la puerta. No hubiera hecho falta que mis padres lo supieran, ni los suyos. Me lo imaginaba como daría un par de golpecitos con los nudillos sobre la madera, yo le abriría con sigilo y le obligaría a meterse en mi cuarto. Le pediría explicaciones, él me suplicaría perdón y yo me desharía en cariños para con él. Fui incapaz de conciliar el sueño pensando en aquello. Cuanto más penaba en él, más me dolía y cuando más me dolía, más pensaba en él por causarme tal dolor.
En el silencio de mi habitación a oscuras oí un “click” de un interruptor. Después unos pasos. Me erguí en la cama y salté de ella para tirarme después al suelo como una alimaña poseída. Corté mi respiración y si hubieran podido, también mis latidos. Ahí estaba, pululando por su habitación como si tal cosa. Me habría gustado dar golpes, gritarle, arrojar mis muebles al suelo. Pero al contrario de eso me levanté en completo silencio y me asomé a la ventana para escudriñar la suya debajo de mí. La luz encendida y sombras pululando alrededor. Aquello ya terminó por rematarme. Me colgó de los pies y me abrió en canal después de una larga e intensa tortura. Acababa de matarme.
…
Desperté con la sensación más parecida a la resaca que había tenido nunca. Un malestar general lleno de arrepentimiento y cansancio causado por el llanto que acabó por domar mi sueño. No soñé nada, ni con él ni con la escuela. Absolutamente nada, e incluso llegué a creer que no había podido pegar ojo en toda la noche. Me levanté mareado y me conduje al baño para ver mi reflejo ojeroso en el espejo. Deseé que el agua fría me robase aquella amargada expresión, pero no lo logré. Tras desayunar conseguí recomponerme un poco. Mis padres parecían que se habían olvidado de que Jacinto no vino el día anterior, pero yo era incapaz de borrarlo de mi mente. Me perseguiría durante todo el día, y la sola idea me levantaba dolor de cabeza.
Mi padre me llevó a clase, a toda prisa como todas las mañanas, y cuando llegué allí no hice sino sentarme en mi pupitre a dormitar y divagar sobre cómo podría yo afrontar aquella gran decepción. ¿Podría acaso seguir como si nada? ¿Estaría haciendo una montaña de un grano de arena? Jamás nadie me había tratado así. Me dolía mucho más que se hubiera olvidado de mí que cualquier otra circunstancia. Y yo le pagaba no pudiendo sacármelo de la cabeza. Le golpearía cuando le viese. Estaba seguro de que acabaríamos coincidiendo, y me importaba poco dónde o como fuera. Desearía abofetearle. O besarle. Lo que más le doliese.
Las horas fueron eternas. En el patio apenas crucé dos palabras con nadie. Mi amigo habló por mí y tuve que morderme la lengua un par de veces para no mencionar nada de lo ocurrido. Callarlo y no desahogarme con alguien me dolía y más aún la sensación de que si no lo sacaba de mí, acabaría por devorar los restos que había dejado de mí. Cuando entregué los deberes a la profesora no le emocionaron demasiado. Mediocre, había sido su descripción para mi redacción. Quise decirle que la escribí aguantando las lágrimas para que la tita no se corriese, pero me limité a decirle que así habían sido mis vacaciones. Mediocres. Ella estaba juzgando la redacción, no la temática, a lo que yo me limité a poner los ojos en blanco. A ella no le pareció bien, a mí tampoco.
Cuando las clases terminaron salí con algo más de optimismo. Estaba dispuesto a llegar a casa y hace borrón y cuenta nueva como si reiniciase el sistema. Como si lo de ayer hubiese sido un fallo y estuviese comenzando de nuevo. Como Penélope deshaciendo lo tejido para volver a tejer. “Nada ha pasado” Me dije “Llegaré a casa, comeré, haré los deberes, y después leeré algo de Ovidio, que siempre conseguía ponerme de buen humor”. Pero ante mis expectativas, allí en la farola, no estaban ni mi padre ni mi madre. Volví a mirar, como el día anterior, alrededor de la farola, a unos dos o tres metros a la redonda desde su base, pero no reconocí los rostros de nadie, y eso me alteró. Alguien tocaría mi hombro y diría “Eh, no te asustes, soy yo, Jacinto” y esto sería el maldito día de la marmota.
–Ícaro. –Oí pronunciar mi nombre. Desde su voz. Era él. Me volví a él y ahí estaba. Plantado a mi lado como si nada hubiese pasado. ¿Estaría volviéndome loco? En realidad la vida estaba gastándome una broma muy pesada. Me miraba desde su posición, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta con moteado militar y con esa expresión de “Ey, ¿qué pasa?”. Me remató en aquél momento y yo no supe si salir corriendo, golpearle o limitarme a llorar para poder al fin sacar la bilis que me estaba carcomiendo la garganta. Me limité a quedarme ahí parado delante de él igual que él estaba. No le dije nada en absoluto. Miré alrededor, la gente continuaba con sus vidas, con su rutina. Todos se dirigían a casa y nosotros debíamos dirigirnos también. Me puse en camino y él me siguió justo a mi lado.
Caminamos en completo silencio al menos dos manzanas. Cuando llegamos al paso de cebra donde nos detuvimos el día anterior él habló al fin.
–Tu padre se ha vuelto a retrasar. Dice que los primeros días le cuesta organizarse.
–Ya. Todos los años es lo mismo. –Dije para quitarle importancia. No era la primera vez que tenía que irme solo a casa. Mis padres me dieron un juego de llaves para eso.
–¿No te molesta?
–En absoluto. –Dije, pues había cosas peores–. Estoy acostumbrado a que se olviden de mí. –Solté con toda la maldad que pude pero él no pareció reaccionar a ello.
–¿Qué tal tu día?
–Bien.
Como no fui recíproco con él, se respondió a si mismo.
–El mío también. Me he pasado la mañana en la cama hasta que me llamó tu padre hace media hora.
–Que bien.
–Sí. –Dijo animado–. ¿Hoy tienes deberes?
–No. –Le mentí y él se encogió de hombros, sin darle mayor importancia. El semáforo tardaba en cedernos el paso. Me planteé el empujarle y lanzarle a la carretera. Tal vez el choque no fuese mortal, pero yo me sentiría mejor. Cuando estaba a punto de plantearme la posibilidad de lanzarme yo, el semáforo se puso en verde y al fin pudimos cruzar. Me preguntó si me llevaba la mochila, pero yo no contesté. Quise fingir que no le había oído o incluso que no quería responder a aquello. Deseaba que se hubiese dado cuenta de que no quería hablar con él, y mucho menos de nimiedades. Quería preguntarle por qué no vino ayer, pero no se merecía poder explicarse. No necesitaba esa explicación. No aliviaría el dolor.
Volvió a repetir si deseaba cederle la mochila, y esta vez agarró uno de los tirantes sobre mis hombros, a lo que yo me deshice de su agarre con un manotazo y tiré de mi mochila lejos de él.
–No me toques. –Dije firme, lo más serio y sincero que pude y él se quedó helado. Quedó ahí parado, detenido en medio de la calle mientras yo me ruborizaba porque todo el mundo nos estaba observado. Tal vez pensarían que era un extraño que me estaba acosando, o incluso un matón de la escuela. Deseaba que alguien lo apartase de mi lado pero nadie se metería en medio.
–Ícaro. –Pronunció mi nombre con una dulzura impropia de él, solo perteneciente al repentino impacto que le produjo mi respuesta. Yo bajé la mirada.
–Vamos, llegaré tarde a casa. –Avancé y él me siguió en silencio. Al poco rato nos quedamos a solas en la calle. Apenas había gente por ningún lado. El silencio era mortal, tanto como lo había sido mi contestación. Él se había quedado patidifuso y yo más por su reacción. Llegamos al portal y él abrió con sus llaves. Subimos las escaleras en silencio y cuando llegamos al segundo piso no quise despedirme. Y no hizo falta porque me siguió un piso más arriba hasta llegar a la puerta de mi casa. Parecía que solo estaba acompañándome, pero en realidad estaba haciéndose derrogar para pedirme una explicación.
–¿Te pasa algo conmigo? –Preguntó cuando metí la llave en la cerradura. Suspiré largamente tragándome las palabras y negué con el rostro. Giré la llave. No había nadie en casa–. Ayer no pude venir. –Soltó, como un mazazo. Me sentí mareado.
–Ya…
–Estuve ocupado toda la tarde. –Dijo como si eso fuese excusa suficiente. No estaba serio, estaba más bien disculpándose con vergüenza y algo de informalidad.
–Supongo. –Le dije y entré en casa, sin soltar la puerta esperando que al cerrarla se llevase con él todos mis malditos demonios, pero cuando me giré al descansillo él estaba parado justo delante de mí. Miré hacia arriba, hacia su rostro, y pareció más serio de lo que su voz reflejaba.
–¿Estás enfadado por eso?
–No. –Volvía negar y quise cerrar, pero interpuso su mano. Aquello me inyectó ira en la propia espina dorsal.
–¿Entonces qué demonios te pasa?
–Vete a casa. –Insistí–. Es tarde.
–Contéstame, Ícaro. –Exigió con mi nombre como incentivo. Yo no dije nada en absoluto. Bastó que me dijese que hablase para que desease no decir una sola palabra. Me quedé allí sujetando la puerta, mirándole directo a los ojos, desafiante. Si quería que dijese algo tendría que sacármelo a golpes, o a besos–. ¿No vas a decirme nada?
Sin esperármelo, empujó la puerta como si fuese de papel, sin importarle que yo la estuviera sujetando y se coló en mi casa. Me quedé paralizado mientras entraba y cerraba detrás de él, deteniéndose delante de ella con los brazos en forma de jarra, esperando una explicación de mí. Si la deseaba, no se la daría. No le daría la satisfacción de enfrentarle y jugar a su juego. Me volví a hacia mi casa, me dispuse a dirigirme a mi cuarto pero él me agarró del brazo, temeroso de que sentenciase con ignorancia la disputa. Su mano tocándome me hizo explotar. Me sentí arder por momentos y cuando tiró de mí para que no me marchase yo me revolví en su mano tirando de ella hasta hacerme daño. Después agarró mi ropa, mi chaqueta, y como último recurso la mochila para acabar por deshacerme de ella. Cayó al suelo, y por suerte no estaba en mis manos, o le habría golpeado con ella. Intenté deshacerme de su agarre con todas mis fuerzas, pero al no lograrlo, le enfrenté.
Me acercó a él tirando de mi brazo pero yo me lancé para golpearle, para empujarle, para arañarle y tiré de su ropa, de su chaqueta, hasta que retrocedió hastiado golpeándose la espalda con la puerta.
–¡He dicho que me sueltes, joder! –Grité, de forma impropia a mí–. ¡Eres un maldito idiota! ¡Eres un mentiroso! ¡Un traidor! –Le golpeé con los puños cerrados sobre el pecho, sobre las costillas, cobre los brazos que intentaban protegerle, pero sé que no le hice daño físico ninguno. Él se debatía en sujetarme, e impedir que yo me hiciese daño. No me haría más del que él me había proporcionado–. ¿Cómo me haces esto? ¡Jacinto! ¡Te odio! –Grité hasta que me quedé sin voz. El solo susurraba.
–Para, para Ícaro. Te lo ruego, para o te harás daño. –Intentó agarrarme de la chaqueta, de las mangas, de la pechera. Solo me detuvo abrazándome con fuerza e impidiéndome moverme. Le intenté arañar los brazos, agarrarle con toda la fuerza que pude intentando dañarle, pero nada surtía efecto. Él abrazo que me proporcionaba le impedía ser agredido–. Ya pasó… shh… respira Ícaro. –Mi nombre en sus labios sonaba tan tranquilizador. Yo había roto a llorar. Lloraba de impotencia, de frustración, de dolor y de traición. Hundí mi rostro en su pecho empapando con lágrimas su ropa. Me agarré con fuerza a sus brazos mientras mis piernas perdían fuerza para mantenerme en pie. Me agarré con tanta fuerza que juraría que le habría hecho daño, pero él no se quejó.
–¿Por qué me haces esto? –Le pregunté, más a la idea de él, que a él mismo–. Me olvidaste.
–Lo siento mucho, mi querubín. –Murmuró con la voz rota mientras yo me dejaba caer en sus brazos y él caía conmigo al suelo. Chistaba tras pronunciar mi nombre y me acunaba en sus brazos mientras yo aún estaba en tensión por el dolor que bramaba por mis poros. Se sentó en el suelo, acomodándome entre sus piernas. Hecho una bola y el rostro en su cuello lloré durante minutos. Alguien vendría, alguien nos vería. Pero no me importaba porque lloraba en los brazos de un dios inmisericorde que solo me estrangulaba.
Cuando mis manos no pudieron hacerle más daño me abrazó con más confianza. Con uno de sus brazos me rodeó los hombros y con su otra mano me cubrió la nuca. Me apegó el rostro más a él e internó los dedos en mi cuero cabelludo, respiró en mi cabello, me besó en la coronilla. Pronunció mi nombre con pena y remordimiento. Lo hizo tan dolido como yo deseaba gritar el suyo.
–Perdóname. –Pidió, pero no lo hice. Solo quería que le perdonase para poder desprenderse de ese resentimiento cuanto antes. Para poder continuar con su vida como si nada y olvidar aquello. No le dejaría, no se lo permitiría. No tan fácil. Negué con el rostro escondido en su cuello y él suspiró–. No me hagas esto…
Yo no respondí. Yo no era tan fácil de seducir. Temblé un poco más en sus brazos, me limpié las lágrimas con el dorso de mi mano cubierta por la chaqueta y me puse en pie. Esperaba que él se pusiese también en pie pero se quedó allí, mostrándose humilde, sincero y sobre todo, humillado y sumiso. Con sus brazos extendidos y las palmas vueltas hacia arriba, implorándome, suplicándome por el perdón que ansiaba. Le hubiera dejado allí, me habría encantado echarle como a un perro. Encerrarme en mi habitación y olvidarme de él como él se olvidó de mí.
–Perdóname, mi querubín.
–No. –Negué.
–¿No?
–No. –Volví a negar–. ¿No te basta con haberme hecho llorar? –Él se quedó mudo. Me miró triste y humillado y yo le aparté la mirada. Deseé agarrarle el pelo y golpearle hasta borrarle esa expresión. No me contuve por mucho tiempo y le agarré el pelo sobre su frente, volviendo su rostro a mí–. Si vuelves a hacerlo, lo pagarás.
–¿Qué me harás? –Preguntó, cauteloso.
–Caerás conmigo al mar. Y te hundiré. –Su expresión cambió a una de completo terror. No sabía de qué le estaba hablando pero tampoco quiso indagar en ello. No esperó demasiado tiempo para recomponerse, volver a pedirme disculpas y marchase. Cuando me quedé a solas me sentí más aliviado, pero deseé haber tenido el valor de infringirle en ese momento el castigo que tanto deseaba proporcionarle.
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