NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 12 (Parte IV)

 

Capítulo 12 – No seas supersticioso

 

Un día cualquiera a mediados de enero Jacinto me llamó por teléfono pasadas las seis de la tarde para preguntarme si tenía planes esa misma tarde. Yo estaba libre, pues apenas tenía un par de tareas por terminar y el resto de la tarde sería toda para él. 

–Aun estoy en el trabajo. Estoy en un descanso. –Aclaró mientras se oía el ajetreo de fondo y un murmullo, procedente de las máquinas de tatuajes–. Termino a las ocho y media. Ven a la tienda y te invito a cenar. O al cine. Lo que quieras. 

–Genial. –Dije y colgué, algo atónito. De normal no solía llamarme, se limitaba a mandarme algún mensaje sugiriendo que le fuese a buscar a la salida o preguntándome si me pasaría por la tienda, como si realmente no le importase si aparecía o no, simplemente limitándose a cuadrar su agenda con mis intenciones, pero en esta ocasión era diferente, estaba pidiéndome que fuese, estaba suplicando por ello aunque no lo hiciese de verdad. Colgué el teléfono y volví a concentrarme en el libro de historia que tenía delante, pero era incapaz de enfocar mi atención por completo, pues su tono de voz me había dejado un tanto preocupado. 

Cuando fueron pasadas las ocho de la noche salí de casa, calzando con unas botas gruesas de color beige, vaqueros negros, un jersey beige y un abrigo de un marrón más bien claro con pelo sintético en el gorro. Salí al exterior para que me sorprendiese una fría ráfaga de viento que me obligó a cubrirme la cabeza con el gorro y subir hasta arriba la cremallera del abrigo. Caminé tranquilo por el centro de la ciudad hasta llegar a la tienda de tatuajes. Llegué pasadas las ocho y media. Las luces del interior seguían encendidas por lo que alguien seguía dentro. Entré sin pensármelo dos veces, aterrorizado ante la idea de tener que quedarme en el exterior con el frío viento que se colaba por entre las calles. Incluso dentro del establecimiento se podía oír el rumor de viento golpeando contra los cristales y atravesando las rendijas. Pero dentro se estaba bien, estaba la calefacción encendida y las mejillas se me colorearon al instante y rápido me bajé la capucha del abrigo, observando el silencio y la quietud alrededor. 

Entré más adentro mientras me deshacía del abrigo y escuchaba al fondo, en el almacén, un murmullo de cajas y objetos metálicos. A los segundos Jacinto salió por la puerta del almacén y dio un respingo al verme allí dentro, dado que no me había escuchado entrar. 

–Deberíais poner una campanita de esas que suenan colgada de la puerta, para oír a los clientes. –Sugerí con una sonrisa mientras dejaba el abrigo encima de una de las camillas. 

–Con el ruido de las máquinas no serviría de nada. 

–Tal vez no debería haberme quitado el abrigo. ¿Nos vamos ya?

–Aún no. Tengo que recoger. He tardado más de lo que pensaba con el último cliente y me han dejado las llaves. –Dijo mientras tiraba a la papelera unos botecitos de tinta negra vacíos y unos papeles secantes sucios. Sonrió para sí mismo y después suspiró–. En realidad he tardado un poco más a propósito, para que me dejasen las llaves. 

–¿Cómo es eso? –Pregunté y se volvió a mí encogiéndose de hombros. 

–Quería estar a solas contigo un rato. Si vamos por ahí a cenar o al cine no es lo mismo, y como ahora no podemos vernos en nuestras casas… –Suspiró desanimado y yo le sonreí con ternura. 

–Está bien. No hay problema por mi parte. –Palmeé el abrigo sobre una de las camillas y le ayudé a recoger en silencio todo el lugar, pero a los minutos él mismo me pidió que me sentase en algún lado y me olvidase de recoger, que él terminaría por los dos. Vació las papeleras, lavó algunos recipientes, cerró la puerta del almacén con las llaves y después se sentó a mi lado alcanzando la silla de su compañero. Una vez se hubo acomodado delante de mí, se dio cuenta de que le miraba con ninguna intención de quedarme allí por mucho tiempo y se levantó de la silla para arrodillarse a mi lado, en el suelo y coger una de mis manos entre las suyas. Besó mi dorso, la palma, y después se acarició la mejilla con ella. 

–He pensando todo el día en ti. –Suspiró y yo le acaricié el cabello. 

–Y yo en ti. –Besé su frente, atrayendo su rostro a mí–. Te quiero mucho. Te extraño. Odio toda esta situación. 

Los moratones de su rostro habían empezado a desaparecer. Al parecer en el trabajo le estuvieron haciendo muchas preguntas al respecto, porque lo último que querían era un trabajador que tuviese problemas que pudiese trasladar a su trabajo, tales como peleas de calle, o problemas en algunos bares. Él no les contó la verdad, pero les dijo que recientemente se había estado apuntando a unas clases de taekwondo o algo parecido y le habían dado una buena paliza. Sus jefes no se lo creyeron del todo pero jamás había causado problemas con ningún cliente y no parecía la clase de persona que saliese hasta las tantas para emborracharse y meterse en peleas. Por lo que lo dejaron correr. 

–Yo tampoco estoy muy contento con todo esto. Pero parece que la cosa se va pasando. 

–No es que se pase, simplemente las aguas reposan y se estancan. La podredumbre sigue ahí. Es cuestión de removerlo todo de nuevo para que vuelva a salir todo de nuevo. 

–No seas tan negativo. –Me dijo mientras besaba mi cuello, estirando del cuello alto del jersey, que le estorbaba–. Siempre ves lo peor de todo. Incluso si es algo inmundo y asqueroso, tú consigues ver la parte más endemoniada de la situación que nadie se atreve a presenciar. 

–Eso a veces es una ventaja. Así no te llevas sorpresas. –Asintió en mi cuello, encogiéndose de hombros, escalando hasta apoyar una rodilla en el asiento en donde yo me encontraba y sumergir su rostro en mi clavícula–. ¿Le has dicho a tu padre que te mudarás el mes que viene?

–No. –Dijo, en un susurro.

–Bien. –Sentencié–. Mejor que no lo sepa. Sabe Dios lo que podría hacer si se enterase. 

–Ha de saberlo. Al menos lo sabrá cuando me vea hacer las maletas. –Se separó de mí, acariciando mi cabello en la frente, mirándome distraído pero con palabras firmes–. Cobraré el día veintiocho. –Suspiró–. He mirado algunos pisos. Pero me gustaría que tú me acompañases a mirarlos. Eres mucho más objetivo que yo. 

–A no ser que sea por la tarde, sabes que no puedo. 

–Yo por las tardes sabes que estoy aquí. –Musitó–. Una casa, para nosotros dos… ¿te imaginas? 

–No será nuestra casa. –Sentencié tajante–. Será una habitación que alquilarás en un piso compartido. 

–¿Ves? Eres un pesimista…

–¡Eso no significa que no puedas llevar a tu pobre primito a dormir alguna noche…! –Dije sonriéndole con picardía–. Estoy seguro de que vivir con compañeros de piso no será una fiesta, pero al menos estarás lejos de tu padre, y podrás conservar tu dinero… –Suspiré mientras le acomodaba sentándole encima de mí. No estaba totalmente apoyado, pues mantenía sus pies en el suelo, pero le rodeé la cintura con mis brazos. Él se reía, porque lo lógico es que hubiera estado yo en su situación, o al menos eso era a lo que él estaba acostumbrado, pero tenerle de esa manera me hacía sentir reconfortado–. ¿Has ido a mirar algún piso ya? ¿El miércoles, me dijiste?

–Sí, fui a mirar dos. Los dos pisos compartidos. El primero era un completo desastre. La cocina era de hace dos siglos, por lo menos, y el baño llevaría sin limpiarse desde entonces también. –Ambos estallamos en carcajadas–. El segundo no estaba nada mal. La habitación que me correspondería era diminuta pero tenía buena luz, y la cama era grande. No pido más. 

–¿Pensaste en nosotros cuando viste la cama?

–Por supuesto. –Dijo, sin escandalizarse por mi pregunta–. Es más, quiero que quepamos bien los dos. Quiero que sea cómoda. No quiero pasarme los próximos años clavándome maderos o haciendo rechinar muelles. –Reímos de nuevo–. La cocina era nueva, pero había solo un baño para los cuatro que seríamos viviendo allí, eso sería muy problemático. El salón era mediocre, con una televisión antigua pero funcional. No voy a ser exigente. 

–No creo que quisieras llevarme a mí. Soy un pesimista, y solo vería el lado negativo de las cosas. 

–Cuando quieres puedes ser objetivo. –Frunció los labios y me besó. El beso me pillo por sorpresa, pero solo el primer segundo, hasta que me acostumbré a sus labios sobre los míos. Le sujeté con más fuerza, apretándole contra mí–. A demás, no solo te llevo por tu objetividad o tus ideas. Realmente creo que me traes suerte, y eso es muy importante. 

–No seas supersticioso. –Le espeté mordiéndole la barbilla y él sonrió. 

–¿Qué puedo hacer? Es en lo que creo…

–¿Crees en que soy una especie de amuleto? –Pregunté fingiendo sentirme ofendido pero no lo estaba en absoluto. 

–Más o menos. Como un ente superior a mí que posee la verdad absoluta y que me es propicio si le proporciono sacrificios y ofrendas. 

Medité sus palabras. 

–Creo que es lo más raro que me has dicho hasta ahora. –Dije sonriéndole y abrazándole con más fuerza–. Pero creo que me gusta. 

–A tu ego le gusta. Y si eres feliz me serás propicio. –Volvió a besarme esta vez con ternura y los ojos abiertos. 

–Me has traído aquí para que lo hagamos, ¿cierto?

–Sí. –Musitó–. Si te parece bien. –Remarcó. 

–Llevamos unas semanas sin vernos apenas. –Dije como respuesta afirmativa–. Me muero de ganas. –Él asintió volviendo a besarme. Movía su cadera sobre mí para provocarme, para excitarme. Yo le agarré con fuerza a cada lado de su cintura, moviéndole a mi gusto. Su mano se coló en algún momento dentro de mis pantalones y me masturbó hasta ponerme duro. 

–Vamos al baño. –Sugirió, temiendo que alguien entrase repentinamente en la tienda o se asomase a la cristalera entre los dibujos del logotipo. Cerró con llave, apagó las luces de la estancia y me condujo al baño entre besos y abrazos. Llegamos allí y encendí las pequeñas lucecitas sobre el lavabo, amarillentas, bombillas antiguas que daban una visión hogareña a un pequeño cubículo que lo componían un retrete, una papelera, el lavabo y una toalla colocada de cualquier manera en el borde de este. Manchada de tinta, roja. Podría haberlo confundido con sangre, pero era un rojo demasiado llamativo, y la sangre ya se habría oscurecido. Teníamos ya la suficiente confianza como para saber cómo proceder, cómo le gustaba al otro o cómo movernos o ponernos de forma que llegásemos más rápido al clímax. Ninguno de los dos quería hacer de aquella experiencia algo lento, meticuloso y complicado. Solo necesitábamos desfogar unos instantes y no tardó en desvestirme completamente y apoyarme de espaldas a él contra el lavabo. Su rostro comenzaba a mostrar todas y cada una de las emociones de la pérdida del control. Me encantaba ver como se desfiguraba poco a poco hasta que era completamente animal, a merced de sus impulsos y sus necesidades. 

Apenas había ingresado dos dedos dentro de mí yo ya sentía cosquillas por todo el cuerpo, deseoso de finalizar. Intenté no mastúrbame, intenté no vernos reflejados en el espejo, pero el frío del lavabo era terriblemente excitante y su mano libre me sobaba el bajo veinte, animándome a divertirme. Su tacto era tan suave, tan increíble, que no podía pensar siquiera en querer aguantarme, en reprimirme con él, no después de haber estado años soñando con tenerle para mí. Me dejé llevar, manchando el suelo y parte de la pared con mi semen. Él rió detrás de mí y me volvió a él para sonreírme, me abrazó y me cogió en sus brazos, sentándome en el lavabo. 

–Supongo que ya estás preparado. 

–Supongo. –Dije, aun exhausto mientras me dejaba besar y morder por todo el cuello. Él ni siquiera se había quitado una sola prenda de ropa, y de seguro que no pretendía hacerlo. No lo necesitaba. Se limitó a bajarse la cremallera del pantalón y los calzoncillos, lo suficiente como para que asomase el pene y lo metiese dentro de mí poco a poco. Fue cuidadoso al principio pero poco a poco aumentó la velocidad. De nuevo podía alcanzar mi éxtasis y me aferré a él con brazos y piernas, agarrándole de la cintura para sentir a través de mis manos el movimiento de sus caderas. Llegamos tras varios minutos de gemidos y choques. Le manché la sudadera que traía puesta y él se enfadó momentáneamente por ello. Se la limpió al instante con agua del lavabo. Yo me vestí rápidamente porque tras el calentón comenzaba a sentir el frío y cuando ambos estuvimos alistados se volvió a mí con una sonrisa satisfecha y me besó, abrazándome de nuevo y llevándome poco a poco fuera del baño. Cuando estuvimos en la sala nuevamente recogimos todo en silencio, apagó las luces del baño, salimos y cerró con llave, guardándosela en el bolsillo.

–¿Y bien? –Me preguntó animado–. ¿Película o cine?

–Lo que prefieras. –Le dije mientras él me sonreía y pasaba un brazo por mis hombros caminando conmigo hacia ninguna dirección en concreto. 

–Ambas cosas, pues. Hoy me siento animado. 

–Yo te he hecho sentir así. –Le espeté y él negó con el rostro. 

–Ha sido la ofrenda que le he hecho a mi dios.

 


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