NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 13 (Parte IV)

 

Capítulo 13 – Somos indecentes e impúdicos

 

Salimos del cine pasadas las diez y media. Nada más hacerlo le mandé un mensaje a mi madre contándole que habíamos ido a ver una película y que ahora iríamos a cenar. Ella me llamó porque odiaba hablarme por mensajes. Jacinto se puso al teléfono asegurándole de que estaría todo el tiempo conmigo y que me acompañaría a casa. 

–No tienes otro remedio. Vives en el mismo edificio. –Le había contestado mi madre entre risas y Jacinto se resignó. 

Cuando salimos al exterior aun me duraba el sabor salado en la boca, por culpa de las palomitas que habíamos comprado y mis manos estaban algo grasientas por ellas. Metí las manos en los bolsillos del abrigo y el viento nos azotó sin misericordia. No era el escenario ideal que habría imaginado de estar con él. Me imaginaba una cálida noche primaveral, sujeto de su mano, caminando sin rumbo bajo una suave brisa cálida veraniega. Él se limitó a pasar uno de sus brazos por mis hombros para que el viento no me alejase de él y se puso con la mano libre la capucha de su abrigo y se anudó mejor la bufanda debajo de su abrigo, cubriéndose medio rostro con ella. Yo al menos estaba más o menos acostumbrado a ese clima, pero él nunca terminaría de hacerse a él. 

Caminamos al menos unos cinco minutos hasta entrar en una pizzería. Ninguno de los dos había propuesto aquella clase de cena y para ser sincero no tenía demasiada hambre, pero aquél restaurante abierto en plena ventisca era todo un oasis de tranquilidad y sosiego. De calor y luz hogareña. Entramos y no parecíamos ser los únicos con aquella idea, pues apenas quedaban un par de mesas libres. No nos lo pensamos una vez estuvimos dentro. Yo me senté en la mesa libre y él se fue a pedir la comanda. Cuando regresó trajo el ticket y los vasos de refresco. Llenó el mío con Coca–Cola y el suyo de refresco de naranja. Una vez estuvimos sentados, el uno frente al otro, con los abrigos a un lado y con las mejillas ruborizadas por el cambio de temperatura, nos sonreímos a la par. 

–¿Supongo que ya puedo considerar esto una cita? –Pregunté–. Hemos ido al cine, me has traído a cenar, y hemos tenido sexo. Es una cita, en toda regla. 

–Siempre ha sido una cita. –Dijo mientras revisaba el ticket en su mano, distraído–. Desde la primera vez que te llevé a algún sitio a comer. No sucumbas a hacerlo más vulgar solo porque hayamos cumplido con el estereotipo de cita. 

–¿Desde que me llevase a aquella hamburguesería a la salida de clase? ¿Esa fue nuestra primera cita? –Meditó mis palabras en silencio, mientras miraba a ninguna parte. Después sonrió. 

–Supongo. 

Rocé su pie con el mío debajo de la mesa. No podía evitar preguntarme qué clase de citas habría tenido con Adeline, o cualquier otra pareja que haya tenido. No podía evitar hacerme ideas preconcebidas y comparar ambas situaciones. Me preocupaba el hecho de que estuviese haciendo lo mismo conmigo que con los demás, a ellos también les hubiera llevado a restaurantes de comida rápida, a ver películas al mismo cine. Pero la idea contraria tampoco me aliviaba. Pensar que a Adeline la llevaba a restaurantes más caros, o al teatro, me destrozaba, porque o bien no me consideraba un buen público para esas actividades o bien no deseaba compartir esas experiencias conmigo. Intenté calmarme, pensar que torturarme con esas preguntas no hacía sino sabotear la relación y que no importaba dónde o con quién estuviésemos. Estar juntos era suficiente recompensa por el tiempo invertido y nada podría mejorarlo. 

–¿En qué piensas? –Me dijo al rato, mientras se limpiaba algo de tomate de la comisura del labio con la servilleta. 

–Nada. –Dije, pero a estas alturas ya sabía que era inútil mentirle. 

–Conozco tu cara de “Estoy pensando algo que me está deprimiendo”. 

–¿Qué cara es esa? –Le interrogué, para cambiar de tema. 

–Como si estuvieses al borde de un barranco. –Dijo meditabundo y fingió mi mirada, una expresión desazonada y pensativa. 

–Solo pensaba en qué clase de citas habrías tenido con Adeline o con otras personas con las que hayas salido. –Pero me adelanté a su comentario–. Pero no es algo que desee que me contestes. En el fondo no deseo saberlo. Solo era un pensamiento que me ha pasado por la mente. 

–No te hagas eso. –Dijo, seco y conciso, como si me arrancase una espina. Ni siquiera me miró al decirlo, se limitó a morder un pedazo de pizza. 

–Lo sé. Sabes que a veces puedo ser así… –Mordí yo también la porción que sostenía en las manos y él me rozó la rodilla con la suya bajo la mesa. 

–Me ha encantado ver que tienes el collar puesto. El que te regalé. –Aclaró. Me lo habría visto cuando lo hicimos en el baño de su tienda–. Eres un encanto. 

–Lo llevo siempre. Es precioso. 

–¿Tu madre te ha dicho algo?

–No lo ha visto. Pero si lo ve, ¿qué importa? Le diré que me lo has regalado tú. Por un cumpleaños o algo así. 

–Sospechará que no se lo hayas dicho antes. –Sentenció seguro. 

–Puede ser, pero no me importa. 

–Regalar una joya es algo íntimo, personal, y con un valor que solo se concierne dentro de la relación. Aunque se lo expliques, ella no lo va a entender. 

–Lo sé. Pero no es como si fuese algo malo. 

–Si mis padres se enterase de que me gasto el dinero en hacerte regalos, en llevarte al cine, o a cenar… Sí, sí, sé que a veces invitas tú y otras pagamos a medias. Pero ese no es el punto. Si mis padres se enterasen de que mis ingresos en parte se van por tu culpa, puede que me metiese en un lío. Y quiero evitarme problemas hasta poder irme de casa. ¿Entiendes?

–Sé que vives una situación complicada. Pero no permitas que ellos rijan tu vida. 

–No lo hago. –Negó–. Me limito a no llamar la atención y desviar su ira hacia mí. 

Asentí conforme con la respuesta que me dio aunque me sobrepasaba verlo tan derrotado. Él se dio cuenta de que había sido demasiado tajante con sus palabras y su tono demasiado agresivo y quiso remediar la situación soltando una risita cansada y mirarme con dulzura. 

–Satisfaré tu curiosidad. Para que te hagas una idea, a Adeline la invité una vez a un granizado, y estaba tan nervioso que al ir a sentarnos me tropecé y se me cayó encima de la mesa. Y con una chica con la que estuve en Francia, la llevé a un descampado, y nos liamos detrás de unos arbustos, porque no tenía dinero para llevarla a comer o a tomar un batido. Nada. Tenía solo catorce años... 

–¿Debería sentirme agradecido entonces? 

–Más o menos. –Se encogió de hombros–. También tienes que tener en cuenta que lo nuestro no es algo plenamente romántico o casual. Somos primos. –Dijo, y eso fue como una bofetada de realidad que me hizo soltar el pedazo de piza que tenía en la mano sobre el plato. Él sonrió algo aturdido por mi reacción. 

–¿Eso es algo malo? –Pregunté–. Creo que nunca hemos hablado seriamente de ese factor. Es decir, no somos una pareja, tradicional. Bueno, en realidad, somos dos hombres. –Me pasé la mano por los labios–. Pero eso no es trascendente, la homosexualidad es tan natural como lo es el ser humano, pero el incesto, eso… eso no es tan natural. ¿O sí? –De sus labios comenzaba a aparecer una siniestra sonrisa por el efecto que le causaba verme ponerme nervioso con los segundos. Le encantaba verme trabándome con mis palabras–. Lo que quiero decir es que no hay nada malo entre nosotros. No para mí. ¿No? –Él se encogió de hombros, disfrutando de mi palabrería–. ¿Y qué es la sexualidad? ¿Acaso definirnos por una única sexualidad? ¿Si eres heterosexual a los veinte años te ves obligado a serlo el resto de tu vida? ¿No podemos elegir entre las personas de este planeta, como lo que somos, personas? ¿Elegimos en realidad?

–Para, Sócrates. –Me dijo, haciéndome levantar la vista para mirarle. Se aguantaba las ganas de reír–. Si quieres hablar de ello, primero tienes que tener los pensamientos claros, y luego ya puedes divagar. Pero por mi parte, si te alivia saberlo, no hay ningún problema. 

–Ya sé que no tienes problema con ello, sino, no me lo habrías hecho en el baño hace unas horas. –bajé el tono–. Ni me pasearías por ahí de un lado a otro. 

–Tal vez pensabas que yo tendría algún problema con ello. Por el hecho de que no te doy la mano por la calle, no te beso en público, no…

–No. –Negué en rotundo–. Yo tampoco lo he buscado. No desde que estamos juntos. No deseo hacerlo, porque sé que sería incómodo para ambos. Y no quiero buscarte más problemas de los que ya tienes. Por no hablar de que podría ganarme alguna reprimenda yo también. 

–¿Por qué? –Preguntó, sin saber de lo que estaba hablando. 

–La gente no suele ser muy transigente. 

–La gente no sabe que somos primos, solo dos chicos. 

–¿Y crees que eso no es suficiente? Incluso si fuésemos dos chicos algunos nos mirarían mal. Quiero ahorrarme todo eso. Eres mío, lo sé, y no necesito darte la mano o besarte delante de nadie para sentirte que me perteneces, y que yo te pertenezco. No lo hago por los demás, no soy tan superficial…

Suspiré, exhausto. 

–Solo digo que te quiero. Y que si tenemos que vivir así, no me importa. Sé que no somos un estereotipo de pareja tradicional, así que no te voy a exigir nada que no nos pertenezca. 

–Nos pertenece todo lo que deseemos obtener. No somos menos por ser diferentes. ¿Qué es una pareja normal? Vaya bobada. –Dijo rotundo–. No se te ocurra pensar que somos algo así como una pareja de segunda categoría o un error, o siquiera que es una especie de fase o algo así… 

Ambos nos detuvimos un instante. Él acabó soltando la porción de pizza en el plato y bebió de su refresco. Después se limpió las manos mientras yo seguía comiendo y entrecruzó los dedos sobre la mesa. 

–Incesto. –Dijo, repentinamente, con tanta naturalidad como si me hubiese saludado. Estuve a punto de atragantarme–. Así lo has definido tú. 

–Es lo que es… –Dije, murmurando. 

–Somos indecentes e impúdicos. –Dijo entre risas. 

–Esa no es la definición de incesto. –Murmuré. No deseaba que las mesas cercanas pudiesen adivinar el sentido de nuestra conversación–. Es una relación sexual entre fami.. 

–Sé lo que es el incesto. –Meditó–. Lo practico con frecuencia. –Yo rodé los ojos mientras él se desternillaba–. Es broma. 

–Lo peor es que no lo es. –Suspiré y él se rió aún más fuerte. 

–Hablo enserio, no le des importancia a esto. No tiene sentido dársela, la vida, la historia está llena de ejemplos de indecencia sexual y a pesar de ello siempre habrá personas que no lo normalicen o acepten. Si hablamos de relaciones entre familiares, las familias reales de la mayoría de culturas, incluso la de nuestros países, siempre se han casado entre hermanos o familiares para conservar la sangre real. Desde los faraones del antiguo Egipto hasta los reyes más actuales. Incluso Allan Poe se casó con su prima. Si lo que te preocupa es el hecho de que seas menor o algo así, Romeo y Julieta tenían solo trece años…

–Ya, ya. –Dije sacudiendo una mano para que no siguiese con esos argumentos. 

–Hablo enserio. Cuando alguien comete un acto de indecencia aceptado por una mayoría social, está bien. Pero cuando esa indecencia no concuerda con los cánones establecidos, es despreciable. Es como El desayuno en la hierba de Manet. –Dijo con confianza, como si realmente supiese de qué estaba hablando. 

–¿Qué pasa con ese cuadro? –Dije, escéptico. 

–¡Le Déjeuner sur l'Herbe! –Exclamó, divertido–. ¿Conoces el cuadro?

–Por supuesto. Pero, ¿Qué tiene que ver?

–Manet pintó ese cuadro y lo expuso, a mediados del siglo XIX en el Salón des Refusés. Creó una gran controversia por el tema del cuadro. Una mujer desnuda almorzando despreocupadamente con dos hombres completamente vestidos, lo que ofendía a la moralidad de la época, se acentuaba por el hecho de que las figuras eran reconocibles. ¡Eran gente conocida de la época! Fue rechazado de la exposición de inmediato por el tremendo escándalo que provocó. ¡Sin embargo! –Dijo, golpeando sutilmente la mesa–. Del mismo año es la obra del famoso pintor Cabanel, El nacimiento de Venus. Esa hermosa mujer que es arrastrada por una pequeña ola hasta la orilla. ¡Se le ve todo! Y no tiene el más mínimo pudor ni el personaje ni el pintor por retratarla completamente desnuda y contorsionada sobre la ola. ¿Y crees que alguien se escandalizó por esa obra? Nadie. Incluso Napoléon III la adquirió para su colección personal. Pero esta no es moralmente reprochable. Es la diosa de la belleza a la que se ha mostrado durante toda nuestra existencia humana como una hermosa mujer desnuda. No tiene reproche posible. ¿Entiendes por dónde voy?

–Naissance de Venus. –Solté, pensativo–. ¿Es como la Muerte de la Virgen de Caravaggio? –Medité–. Siempre se ha retratado el tema de la dormición de la virgen, pero si Caravaggio decide retratarla como una meretriz de la época, que se había ahogado en un río, es indecente. 

–Más o menos, ese es el punto. –Sonrió mientras bebía un poco del refresco–. Es algo así como todos los problemas que tuvo Flaubert para publicar su Madame Bobary, porque ningún periódico quería hacerse responsable de todas las denuncias y quejas que llegaban de los lectores, porque la protagonista de su libro le es infiel a su marido, y muchos pensaron que eso podía alentar a sus esposas a actuar de la misma manera. Sin embargo Plauto habla de adulterio en sus obras y nadie parece escandalizarse. 

–No quiero ni imaginarme lo que tuvo que soportar Pierre Louÿs, habiendo vivido en el siglo XIX y con sus obras plagadas de amor lésbico. –Dije sonriendo. 

–¿Pero entiendes lo que quiero decir? La ofensa es selectiva, y muchas veces mal intencionada. Si a alguien no le gusta lo que somos o lo que tenemos, puede irse al cuerno. 

Nos mantuvimos en silencio un buen tiempo hasta que él lo rompió. 

–Vivimos en un mundo en que solo se valora la creatividad que concuerda con nuestros valores. Si alguien crea un monstruo, es una persona horrible. Nos olvidamos de su capacidad creadora de algo sobrenatural, algo maravilloso a su manera. Nosotros somos maravillosos a nuestra manera. Lo nuestro…


 

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