NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 12 (Parte III)

 

Capítulo 12 – Fue idea suya, no mía.

Julio pasó tan fugaz, y a la vez tan pesado. Tan sumamente tedioso y anodino que no era capaz de recordar más allá de este mes. No recordaba cuanto había pasado desde mis exámenes, y sin embargo los añoraba como no era capaz. Me acordaba de esos días monótonos de estudio y escuela como un alivio después de este mes lleno de descubrimientos y sensaciones tan nuevas como innecesarias.

La víspera al primer día de agosto estaba aún en la cama antes del medio día cuando me llegó un mensaje al teléfono que me hizo dar un respingo, aunque ya despierto, aun algo adormilado. Me estiré fuera de la cama para rescatarlo de mi mesilla de noche y volver la pantalla a mí, en donde tras un fogonazo de luz azul grisácea, leí el nombre de Jacinto escrito en la pantalla con un SMS que me había enviado.

“Mañana se van mis padres. ¿Les has pedido permiso a los tuyos ya?”

Me costó tiempo entender de qué estaba hablando, y mientras miraba la pantalla aturdido releyendo una y otra vez la pregunta, acabé por darme cuenta de a qué se estaba refiriendo. Me dejé caer otra vez sobre el almohadón como golpeado por una tarea sin hacer, como repentinamente consciente de algo a lo que había estado ajeno hasta ahora. Suspiré con desgana. Aun tenía que pedirles permiso a mis padres para que me dejasen estar una semana en casa de Jacinto.

Antes si quiera de levantarme de la cama me maldije una veinte veces por haberlo dejado para el día antes, por no haberlo recordado antes, tan centrado en otras cosas como había estado, y por no haber podido encontrar mejor momento que este para decirlo. Sabía que mis padres no vería bien que se lo comentase en la víspera. Tenían dos opciones para pensar: o bien ha sido algo completamente improvisado que surgiese hoy como idea fugaz y temeraria, o bien en realidad no se lo había querido comentar hasta ahora por miedo a que dijesen que no y ya fuese demasiado tarde para negarse, en el día antes, con Jacinto anulando todos los planes para estar conmigo esa semana. Nunca pensarían en la verdadera realidad, y es que yo estaba completamente despistado y no me había percatado de que ya estábamos a treinta y uno de junio.

Me incorporé escuchando a mi madre en la cocina, hablando con mi padre animadamente mientras seguro estaban cocinando algo. Me sentí obligado a ir en ese momento, a intervenir entonces, que estaban juntos y parecían de buen humor. ¿Y si me dijesen que no? Medité. Estaba seguro de que lucharía con uñas y dientes porque me diesen permiso pero no estaba seguro de que eso pudiese ser suficiente como para que aceptasen. ¿Realmente estaba dispuesto a negarme a pasar una semana entera con Jacinto por su negativa? Podría escaparme, pero mi destino no era tan recóndito como me pensaba y solo bajar un piso ya me encontrarían y me arrasarían a casa.

Sacando valentía de la impaciencia que estaría sintiendo Jacinto al no ser contestado me levanté y me puse unos pantalones. Solo por el pudor que me daba presentarme ante mis padres en ropa interior para sonsacarles su permiso. Llegué a la cocina recibiendo la mirada de mi padre que buscaba un recipiente en uno de los muebles al lado de la nevera y mi madre estaba sentada en la mesa con una taza de té frío en las manos. Me sonrió cálida y agradable. Como no solía hacer. Yo me senté delante de ella y su mano se dirigió a reorganizarme el cabello. Me dejé hacer aunque no solía dejarme. Era una ocasión especial. Le sonreí cuando terminó y suspiré largamente mientras ponía mis manos juntas sobre la mesa.

–¿Quieres desayunar algo o esperas a la hora de la comida? –Me preguntó mi padre mientras se incorporaba y me miraba con una sonrisa.

–¿Hay zumo de melocotón?

–Claro. –Dijo y sacó el tetrabrik del frigorífico, sirviéndome un poco en una taza. Me la pasó y volvió a guardar el tetrabrik en la nevera. Mis padres volvieron a hablar de lo que estaban parlamentando antes de que yo llegase. Discutían acerca de qué carne comprar cuando fuesen al día siguiente al supermercado. Era domingo, por lo que nada estaba abierto esos días. Y menos a principios de agosto, cuando los pequeños comercios cerraban por vacaciones.

–Algo de costilla, unos filetes de ternera, y lomo. –Pensó mi madre–. Tal vez salchichas…

–¿Vendrás mañana con nosotros al supermercado? –Me preguntó mi padre fastidiándome mi maravillosa intervención que ya había meditado varias veces. Ya no me dejaba a mí introducir el tema suave y sutilmente como una aguja que se clavaba en la piel. Me obligaba a sacar el tema por casualidad como si lo hubiese estado evitando hasta que él mencionó el día de mañana. Ya no era una aguja, era una extracción de la bala a través de la herida abierta.

–La verdad es que de eso quería hablaros… –Comenté mientras mi madre se volvía a mí y me miraba. Yo le aparté la mirada. Primer error.

–¿Sobre qué?

–Mañana. En realidad, la semana que viene. –Perdí el esquema de mi propia argumentación–. Mañana se van los tíos una semana entera de vacaciones. –Dije a lo que mi madre asintió, recordando ese hecho que a ella también parecía habérsele olvidado–. Y Jacinto me propuso pasar con él la semana. –Ahí estaba, en el aire, flotando como una nube de humo a la espera de que la alcanzase o se disolvería con rapidez.

–¿Una semana entera? –Preguntó mi madre, más meditabunda que indecisa.

–Sí. –Asentí. Habían atrapado el humo. Ahora a esperar que les sentase bien.

–No quiero que molestes a tu primo con sus cosas. –Determinó mi padre en rotundo. Eso me hizo sentir escalofríos en la columna. Me dio la espalda pero siguió hablándome–. Serás un estorbo ahí metido toda la semana. ¿Te crees que no tiene otra cosa que hacer que cuidar de ti?

–No me cuidará. –Dije ofendido, pero cambié el tono a uno más ameno–. Fue idea suya, no mía.

–¿Tú quieres ir? Mira que una semana es mucho tiempo… –Me preguntó mi madre, que parecía mucho más conciliadora de lo que solía serlo.

–¡Sí! –Dije, entusiasmado. En realidad, fingiendo entusiasmo. Estaba tan aterrado de que me negasen ir que no podía sentir nada más que miedo–. Tengo muchas ganas. Él también está de vacaciones y veremos pelis, iremos al parque de Rembrandt con la bici, pediremos pizzas y…

–¿Qué opinan sus padres? –Preguntó mi padre pero yo di un respingo. No había pensando en mis tíos ni un solo ápice.

–La verdad es que no lo sé… –dije con sinceridad–. Pero si Jacinto me ha invitado supongo que ellos están de acuerdo. –Mi padre no pareció convencido pero mi madre medió entre ambos.

–¿Te portarás bien? –Asentí–. ¿Ayudarás a tu primo a la hora de limpiar y cocinar? –Asentí de nuevo–. ¿Si hay algún problema, por pequeño que sea, nos llamarás?

–¡Claro! –Dije–. Además, estáis aquí arriba. Siempre que pase algo estamos a menos de un metro. –Mi padre nos miró a mi madre y a mí alternativamente y suavizó su expresión.

–Solo será una semana. –Le dijo mi madre–. Son chicos, tienen que pasarlo bien, y tienen vacaciones, deben aprovechar para pasarlo bien. Y si es lo que quiere... Tampoco se van a Turquía de viaje durante un mes… –Mi madre terció y mi padre dio su terco brazo a torcer. Acabó asintiendo y dándome su permiso con un gemido de su garganta que más bien pareció un gruñido.

Yo me levanté para abrazarle y eso terminó por convencerle. Después le di un beso a mi madre en la frente y me fui a mi habitación con la taza de zumo bailando por mi velocidad. Cuando llegué al cuarto dejé la taza en la mesa y me hice con el móvil. Le escribí un mensaje.

“Todo OK. ¿Cuándo voy? ¿Qué llevo?”

Apenas pasaron cinco minutos cuando el teléfono comenzó a sonar en mi regazo y vi que me estaba llamando, no contestando al mensaje. Su nombre en la pantalla, con el sonido, la vibración y la insistencia me puso nervioso. Lo suficiente como para descolgar el teléfono y no saber qué decir cuando me lo puse en la oreja.

–Buenos días. –Dijo la voz más seductora que había escuchado nunca y estaba dirigiéndose a mí a través de mi teléfono. Me costó imaginármelo que no fuese de otra manera que tirado sobre su cama, en ropa interior y hablándome, centrando todos sentidos en mí, en mi voz. Tal como estaba haciendo yo.

–Buenos días, Jacinto. –Dije. Él rió al otro lado y yo me dejé caer en el almohadón–. ¿Y bien?

–Y bien, ¿qué?

–¿Vas a decirme a qué hora ir mañana?

–Ah, eso. –Dijo y rió aún más fuerte. ¿Estaba pensando en otra cosa? ¿Qué tan despistado era?–. Mis padres salen a primera hora, pero tampoco quiero hacerte madrugar. ¿Qué te parece sobre las diez o así? Para que te dé tiempo a desayunar y a preparar las cosas mañana…

–Lo prepararé todo hoy porque me puede la impaciencia y las ganas de estar ya en tu casa. –Le confesé–. Pero tienes razón, sobre esa hora…

–Ya tendremos tiempo de desayunar juntos el resto de la semana. –Su sugerencia me resultó de lo más excitante. Me sobé el vientre desnudo con mi palma. Si bajaba estaba perdido por lo que agarré las mantas a mi alrededor, apretando con fuerza. Mi madre había puesto música en el salón. Vedro con mio diletto de Vivaldi. Seguro que se había estado aguantando las ganas hasta que yo despertase. Ahora sí que hubiera querido masturbarme.

–Dime. ¿Qué es lo que tengo que bajar?

–¿Qué necesitas?

–No lo sé, por eso te pregunto. –Dije y él suspiró al otro lado. Me aterrorizó la idea de no poder estar viendo sus expresiones, su voz no era suficiente para descifrar lo que estaba pensando, lo que estaba sintiendo.

–Pensemos. –Dijo y yo me mordí el labio inferior–. Cepillo de dientes, a no ser que quieras usar el mío, ropa de cambio, a no ser que quieras usar la mía, si necesitas alguna medicina en concreto, si quieres bajarte algún libro para leer… –Acabó recapacitando–. Es una bobada pensar en ello. Tienes tu casa encima de la mía. Trae lo imprescindible y si necesitas algo solo subes y lo coges.

–¿Debería bajarme un colchón hinchable?

–¿Quieres bajarlo? –Me preguntó serio.

–Sí. –Dije y él no pareció querer darle más vueltas.

–Pues perfecto. Bájate algunas pelis que quieras ver. –Sentenció–. Nos vemos mañana. –Asentí pero no podía verme–. Adiós.

Cíao. –Colgué el teléfono y me lo puse sobre el pecho. Estaba un poco caliente y yo estaba algo aturdido. ¿Le habría molestado que quisiese bajar el colchón? ¿Se lo esperaba? Seguro que no. ¿Entendería que no lo hacía por él, sino por mis padres?

Acabé negando con el rostro, deshaciéndome de esos pensamientos mientras daba un salto fuera de la cama en dirección al armario. Tiré la mochila que usaba para ir al instituto sobre la cama y tras ella le siguieron varios pares de pantalones cortos que más solía ponerme, cinco camisetas de manga corta, una blanca de tirantes, una o dos camisas, muda. Toda la que me cupo en un puñado. Y cuando miré en dirección a la cama me sentí terriblemente estúpido. Volví a colocar la ropa en su sitio y me dije a mi mismo que mañana tenía tiempo para hacerlo todo. Por lo pronto viviría el día de hoy debatiéndome entre el nerviosismo, las ganas de llenar mi mochila, y el estómago cerrado que me había producido nuestra charla.

 

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