NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 11 (Parte III)
Capítulo 11 –
¿Estás enamorado?
Anna comenzó a llorar.
Había querido jugar con una figurita que adornaba una de las estanterías del
comedor donde estábamos aguardando su madre, ella y yo antes de la cena. Su
madre Danna le prohibió siquiera acercarse y tras una voz más alta de lo
previsto, ella rompió a llorar, con un llanto mucho más lacrimógeno que de
costumbre. Ansiaba convencer a su madre con lágrimas pero ella estaba obcecada
en que las figuritas de porcelana no eran juguetes para niñas, y menos para
niñas caprichosas como su madre la había llamado, cogiéndola en brazos y
acunándola con su pierna dando botes.
Anna me recordó mucho a
la chica que vimos en el parque Jacinto y yo la semana anterior. Anna era
morena, con un peto de pana marrón claro, como el café con leche, llevaba un
moño en la cabeza con el pelo lacio que portaba y llevaba puestos preciosos
zapatos negros de charol que no acababan de casar bien con el peto, pero que
quedaban sin embargo bien en una niña. El llanto de Anna le corrió toda la casa
y por una vez no me sentí desagradado con ese sonido al que había acabado
acostumbrándome, por una vez me sentía identificado con ese desasosiego y
mezquindad.
–Cuando dejes de llorar
me avisas. ¿Sí? –Preguntó su madre mientras la sentaba en el sofá y la niña
quedó desazonada al ver como su madre ignoraba su intento por llamar su
atención con el llanto. Yo fui el objeto de atención de Danna cuando quiso
hacer caso o miso a su hija–. Tu madre me ha dicho que has sacado muy buenas
notas este curso. Ya no estás en la educación obligatoria, ya estás en la
preparatoria para la universidad. –Dijo ella como si yo no me hubiese dado
cuenta de ello en todo el año.
–Tan buenas como he
pedido. Podían haber estado mejor. –Dije quitándome méritos pero ella negó con
el rostro mientras observaba con el rabillo del ojo como la niña se bajaba con
dificultad del sofá y caminaba hasta ella hasta encaramarse de sus piernas. Me
señaló con el dedo–. Ve con el primo Ícaro. –Dijo su madre, violentándome con
ese apelativo, pero la niña no quiso obedecer. Se aferró a la rodilla de su
madre y ella accedió a cogerla.
–¿Sabes ya lo que vas a
estudiar en la universidad?
–No. –Suspiré,
apesadumbrado con la pregunta que tantas veces me había hecho yo–. La verdad es
que no estoy nada seguro de qué hacer después, qué estudiar o qué me gusta, si
quiera.
–Cuando llegue el
momento lo sabrás. Hay muchos estudios diferentes. No pienses solo en las
opciones estereotipadas que te propongan en clase, como medicina, enseñanza o
artes. Hay muchas más salidas y lo mejor que puedes hacer es informarte acerca
de ello y pedir consejo. –Dijo mientras volvía a hacer trotar a la niña en su
rodilla, que me miraba apoyada en el pecho de su madre. Una de las manos de
Anna agarraba la oreja de su madre y acariciaba su pelo rapado. Jugueteaba con
sus pendientes, haciéndolos sonar con un agradable tintineo. A lo lejos podía
oír a mi padre, a mi madre y a Mike en la cocina, conversando entre risas y
parloteos varios.
–Mamá. –Dijo Anna
mientras intentaba captar la atención de su madre de nuevo. Esta no le hizo
caso.
–¿Has ayudado en la
cena?
–Sí. –Dije, mientras
jugaba con los botones de los puños de la camisa. Arrellanado en la butaca con
las piernas cruzadas sobre ella me preguntaba hasta qué punto llegaría la
incomodidad, si ella la notaba y si ella sabría algo de la carta de su marido a
mi madre. No sabría nada tanto o menos como mi padre. Tanto o menos como yo. La
niña, más que darme pena, me transmitía cierta envidia por ser completamente
ajena a toda la situación, igual que su madre. Igual que todos.
Mi padre llegó al salón
con un mantel para la mesa y unas cuantas servilletas y cubiertos. Comenzó a
distribuirlo todo mientras llenaba el salón con un aura más alegre de la que se
había instalado con nosotros en él. Pude sentir como se cortaba esa línea de
incomodidad que yo mismo había generado y cuando puso el mantel y distribuyó
los cubiertos, me miró reprochándome que no hiciese nada, tirado en la butaca,
con una expresión aburrida y mundana.
–¿No me ayudas?
–Preguntó, pero en realidad me estaba exhortando a hacerlo. Danna se me
adelantó, levantándose con la niña en brazos para ponérmela a mí sobre el
regazo y ella se ofreció voluntaria para poner la mesa en mi lugar. La niña al
principio pareció inquietarse por separarse de su madre, pero poco después
acabó encontrando divertido jugar con mi pelo.
La miraba a ella, una
víctima como cualquiera de nosotros, ajenos a todo lo que estaba sucediendo en
un plano paralelo, por encima de nuestras cabeza, o tal vez, por debajo, como
si un fino cristal me separase de la realidad en la que Mike y mi madre habían
estado sumergidos durante tanto tiempo, y yo observando embobado el paisaje
mientras a mis pies se estaba cometiendo tal acto de adulterio. Aun no entendía
por qué me molestaba tanto, si yo ni siquiera tendría que molestarme en pensar
en ello. No comprendía porque no podía sacármelo de la cabeza y se me
embarullaban cientos y cientos de diferentes sentimientos en el estómago.
Demasiados como para analizarlos, demasiados como para separarlos y pararme a
comprobar cada uno de ellos. Era tal éxtasis de emociones que era incapaz de
hacer caso de la niña en mi regazo, solo pensaba que durante unos segundos,
ellos se habían quedado a solas en la cocina, sin vigilancia. ¿Se sentirían así
mis padres algún día conmigo? ¿Sería yo así con mis hijos?
Mi padre regresó de la
cocina con una pila de platos debajo de sus brazos, hondos y llanos. Mi madre
había hecho sopa de marisco y costilla al horno con guarnición de verduras
asadas. Danna llegó con cubiertos para todos y una radiante sonrisa de la cual
desconocía el origen. Cuando me miró y vio que la niña estaba tan
tranquilamente jugueteando con un mechón en mi sien me sonrió agradecida y yo
suspiré, desanimado.
–Con tanto examen
estabas desaparecido. –Me dijo ella, mientras colocaba los cubiertos a cada
lado de los platos que había organizado mi padre. Éramos cinco a la mesa. Su
hija había cenado un puré en casa.
–Lo sé. Hacía tiempo que
no nos veíamos. –Comenté. Me sentí mucho más obligado a hablar con ella de lo
que me había sucedido nunca. Y ella notaba mi inseguridad. Lo achacaría a mi
edad, respuesta lógica de los adultos.
–A las últimas dos cenas
no asististe. Te perdiste los chistes de Dany hasta las tantas de la
mañana…
–Me lo imagino. Pero he
de reconocer que ya me los sé todos. Y las anécdotas y las aventuras. Siempre
son todas las mismas. Pero siempre encuentra la forma de que parezca que es la
primera vez que las cuenta. ¿Cierto?
–Muy cierto. –Dijo ella,
entusiasmada por la comprensión de una emoción concreta. Se marchó a la cocina
y mi padre regresó de nuevo con vasos de cristal y unas copas para el vino.
Habían traído un frizzante del que había catado unas cuantas veces antes. No
terminaba de agradarme al paladar.
–¿Tardaremos en
sentarnos a cenar? –Le pregunté a mi padre intentando no sonar ansioso porque
terminase la velada, pero él estaba aún más desconcertado que yo.
–No sé. Creo que a la
sopa aún le queda un poco. Mike dice que aún tiene que cocer unos cinco minutos
más. –Dijo y se marchó de nuevo a la cocina. Oír el nombre de Mike de sus
labios jamás me había sonado tan perturbador. De repente, como llamado por la
divinidad, apareció por la cocina dejando sobre la mesa el vino y una botella
de cristal con agua. Venía riéndose, como alargando la risa a través de la
conversación con mi madre que no se extralimitaba a los muros de la cocina.
Cuando dejó las botellas sobre la mesa y me miró con su hija en brazos me
sonrió con ternura y se marchó de nuevo a la cocina. Me preocupó haberle
lanzado una mirada cruel, enfadada o incluso decepcionada. Pero fui incapaz de
mostrar nada con mi rostro más que una sonrisa amarga que le refiriese lo mucho
que le debía y lo poco que le conocía en realidad. Su hija estaba por quedarse
dormida en mis brazos, agarrada de un mechón de mi pelo. ¿Yo tendría el mismo
efecto adormecedor que Jacinto?
…
Anna dormía en el sofá,
acurrucada sobre un almohadón y tapada con una gruesa manta de pelo que mi
madre había rescatado del armario. Se constipa a la mínima, había dicho su
madre y la mía no tardó en hacerse con una buena manta para cubrirla. Apenas se
la oía, sólo cuando la mirabas podías percibir que a lo lejos, un murmullo como
el soplo del viento en un día de primavera, cubría como fondo nuestra
conversación.
En la mesa nos sentamos
mis padres y yo de un lado y Danna y Mike en el otro, con Danna al lado de mi
madre y Mike al lado de mi padre. Todos en círculo, hablando como si no nos
viésemos desde hace años, contándonos cosas que ya todos sabíamos y riendo por
encima de lo estrictamente formal cuando había una niña en el sofá acostada. Me
tocó el turno de intervenir, siempre por imposición.
–¿Ya sabes qué
asignaturas tienes el año que viene? –Preguntó Mike–. Diferentes al de este
año, me refiero…
–Sí. –Dije y miré a mi
padre, quien me había otorgado esa información–. Psicología, Historia del arte,
literatura neerlandesa e Historia de los Países Bajos. –Dije, pensativo
mientras removía un trozo de carne con el tenedor. Tenía hambre pero no estaba
seguro de querer comer con quienes estaban sentado a la mesa.
–¡Qué interesante! –Dijo
Danna.
–¿Estás emocionado por
Historia del arte? Si alguna vez tienes dudas sobre algo o deseas que te ayude,
sabes que siempre podrás contar conmigo o con cualquiera de mis libros que
tienen tus padres…
–Ya me hice con uno de
tus libros para un trabajo, este año. Más de una vez los he consultado, y
cientos de veces los he ojeado solo por curiosidad. –Mike se enorgulleció y
sonrió con una especie de rubor jovial.
–¿No me digas? No sabía
que tanto te gustaban mis libros…
–Son buenos. –Dije,
encogiéndome de hombros, sin querer aumentar demasiado su ego–. Y tienen buenas
imágenes. –De eso él no era el culpable. Él sonrió asintiendo como si así fuese
pero yo le desvié la mirada, metiéndome un trozo de carne en la boca. Me supo a
cuero.
–Estoy seguro de que te
entusiasmará la asignatura de Historia del arte.
–No lo creo. –Dije,
sorprendiendo a todos los presentes–. Creo que tengo unas expectativas
demasiado altas de la asignatura. Y también creo que yo por mi cuenta podría
aprender más de lo que van a enseñarme. Probablemente sepa más de lo que
pretende el programa del curso. –Mi padre asintió dándome la razón pero el
resto de comensales no dijeron una sola palabra. Por primera vez en ellos pude
ver esa expresión reacia a mi soberbia. Me sentó como una almendra amarga
resbalando por mi gaznate.
–Seguro que te lo pasas
genial, y aprendes más de lo que crees. –Dijo Danna–. ¿Ya sabes lo que quieres
estudiar en la universidad?
–No. –Dije bebiendo agua–.
No tengo ni idea.
–Tienes tiempo para
pensarlo. –Dijo mi madre–. Este año tienes nuevas asignaturas que a lo mejor te
hacen decidirte por un camino u otro.
–Yo creo que serías buen
historiador. –Dijo Mike–. Podrías trabajar para mí. –Dijo con una sonrisa
burlona, haciendo una broma de la que el resto se rieron pero a mí me pareció
demasiado frívolo. ¿Mi madre lo vería también cruel?
–Cualquier cosa menos
ser profesor. –Dije con una sonrisa amarga, deseando coger la copa de vino de
mi madre, o la de mi padre. No me importaba. No lo hice–. Cualquier cosa menos
aguantar adolescentes hormonados o críos come–mocos.
Todos se rieron, menos
yo.
…
La cena terminó
alrededor de las diez y media. Mi padre ya estaba sentado en su butaca, con una
pequeña copa de coñac reservado para las sobremesas, y esa postura de anciano
con muchas historias que narrar. Yo aun me mantenía en la mesa con las manos
entrelazadas sobre el mantel lleno de migas. Los platos había desaparecido, la
mitad de los vasos y copas, también. Quedaban dos, y de una de las copas yo
estaba sorbiendo disimuladamente pequeños tragos de vino dulce. Un plato se
había usado para cáscaras de naranja y otro para los huesos de las costillas.
Aún nadie los había llevado a la cocina pero no me desagradaban. Parecían un
maravilloso bodegón de naturaleza muerta y rematada. Sentenciada.
Mi padre hablaba con un
tono de voz moderado sobre una de sus eternas historietas en el convento que a
Danna tanto le entusiasmaba. Cuando Danna y él se conocieron, por lo que me han
contado, ella no se creyó hasta bien entrado el día, que mi padre había estado
viviendo en un convento cuando era joven. Cuando se lo dijeron no podía ni
siquiera hacerse a la idea de que era verdad y lo tomó como una broma de mal
gusto y muy antigua en el tiempo, pero poco a poco, con registros fotográficos
y demás argumentos ella acabó por convencerse. Por eso aun le gustaban las
maravillosas anécdotas que mi padre le contaba. Ella le miraba como si le
hubiese mirado una alumna en una de las mejores clases de su vida. Me imaginaba
que mi padre le contaba a sus alumnos esta clase de historias y cómo todos se
quedaban boquiabiertos con sus experiencias.
–Y claro, algo estaba
pasando con el trigo. ¡No podía desaparecer sin más! –De nuevo la historia del
trigo, pensé. Una vieja y trillada historia de unos sacos de trigo que cada noche
se vaciaban sin saber a dónde iba a parar el grano. Tediosa, pedestre. Jugueteé
con la copa ya casi vacía y me lamentaba al mirar hacia la botella sin una sola
gota de vino. Me terminé la copa y la dejé delante de mí sobre el mantel,
apabullado con la voz de mi padre retumbando en el salón.
Busqué con la mirada a
mi madre. No estaba. Mike tampoco. Me sentí terriblemente apabullado ante la
idea de que se hubiesen escabullido tan sutilmente como para que yo no me
hubiese dado cuenta y me levanté de la silla, alertando a mi padre en medio de
su historia. Señalé mi vaso de agua.
–Voy a por algo de
beber. –Dije y él asintió con una sonrisa mientras volvía a posar sus manos
sobre su tripa llena y seguía narrando con entusiasmo y sonrojo.
–Así que aquella noche
nos quedamos dos de los estudiantes haciendo guardia toda la noche en la
cocina… y…
Me adentré por el
pasillo que daba a la cocina y aminoré mis pasos, haciéndolos más suaves y
silenciosos. Odiaba tener que espiar a mi madre, pero ni siquiera pensé en
ello. Más me preocupaba llegar a la cocina y encontrarme con una escena que no
hubiese deseado ver. Me quedé en el límite de la puerta, sin llegar a dar un
paso más, escuchando la risa de mi madre, mucho más silenciosa de lo que
hubiera deseado. Unas palabras de Mike que no llegaba a escuchar. Estaban
susurrando por algún motivo que desconozco y me sentí violentado hasta tal
punto que apreté el vaso de cristal en mi mano temiendo perderme en mi
inestabilidad y quebrarlo, cortándome o algo peor. De nuevo la risa de mi
madre. Una risa singular que no había escuchado nunca y que me puso los pelos
de punta.
Hice al fin acto de
presencia en la cocina y les descubrí apoyados en la mesa de la cocina, de
espaldas a mí, con sus manos apoyadas una sobre otra, en la mesa y él con el
rostro cerca del cuello de mi madre. Nada vi, pero todo está inscrito en el
aire como si estuviera tallado en piedra. Su nariz rozaba el pelo de mi madre,
cerca de su lóbulo. Los ojos de él me descubrieron como una mancha en el
rabillo de su ojo y volvió el rostro a mí al principio algo tranquilo y
despreocupado, pero al descubrirme allí, sonrojado y aturdido se separó de mi
madre conteniendo un quejido y mi madre se volvió a aquello que le había hecho
a Mike alejarse de ella.
–¿Ícaro? –Me preguntó
como si esta no fuese mi casa, como si hubiese tirado la puerta abajo para
descubrirles. Como si estuviese haciendo algo malo que yo no pudiese ver.
Aquella forma de llamarme fue la completa confirmación que necesitaba para caer
al fin en el abismo de la maravillosa realidad que se había abierto a mis ojos–.
¿Qué quieres, mi amor? –Suavizó su tono.
–Agua. –Dije alzando el
vaso en mis manos y lo dejé en la mesa donde antes habían estado apoyados.
Ahora Mike reposaba sobre la encimera con los brazos cruzados, de seguro
esperando a que me marchase para volver a sobar a mi madre. Mi madre me sirvió
el agua desde una botella de cristal en la nevera y di un largo trago, bajando
el calor que había subido a mis mejillas.
Después de beber el agua
me senté a la mesa de la cocina y con toda mi maldad me apoyé en una mano y les
miré fijamente, esperando que me permitiesen formar parte de aquello tan
inocente que aparentaban estar haciendo. Mike miró a mi madre y esta le
devolvió una mirada humilde y cargada de paciencia. Era un estorbo, y me
encantaba serlo.
–¿No vuelves? –Preguntó
mi madre. ¡Qué fácil de cazar era!
–No. Papá está contando
la historia de los sacos de trigo de nuevo. –Suspiré apesadumbrado–. Si la oigo
una vez más me cortaré las orejas. –Ella se rió de mis palabras pero Mike me
miró con una mueca indescifrable.
–Vaya. ¿Enserio? Yo
quiero escucharla. –Dijo ella y se volvió a Mike que la miro con una sonrisa
radiante. Bobalicona. Idiota. ¿Yo me vería tan estúpido?
–Yo me quedo aquí
fregando los platos. –Me miró a mí–. ¿Me ayudas, campeón?
–Claro. –Dije,
levantándome de la silla mientras veía como mi madre desaparecía por la puerta
dejándonos solos, como muchas otras veces habíamos estado, pero esta estaba
siendo extremadamente incómoda, no solo para mí, sino para él también. Podía
notárselo en la forma en que insistía en mirarme y sonreírme con
confidencialidad. Como quien acaba de ser testigo de un crimen y le persuaden
de que no diga nada. Intentando buscar su sumisión a través de la mirada.
Él abrió el grifo y
comenzó a llenar la pila con los platos sucios para que comenzase a mojarse y
eliminar con el agua cayendo la mayor parte de los restos de salsa o migas de
pan. Con una esponja, que ya estaba acostumbrado a usar, lavó el primer plato que
me extendió a mí aún empapado para que lo secase con un paño limpio y lo
colocase en el armario correspondiente. No era la primera vez que seguíamos
esta rutina, este sistema, pero era la primera vez que no deseaba hacerlo y que
a la vez estaba agradecido de la oportunidad que se me daba para amenazarlo,
para instigarlo a detener cualquier acto que pusiese a mi familia a la
estabilidad correspondiente a ella en peligro. Pero las palabras no me salían
porque sabía que no era yo el que debía pronunciarse. Yo no pintaba nada en
este óleo cubierto de mentiras.
–Aún no te he felicitado
por tus notas. Ya me han dicho que fueron excelentes.
–Yo no diría tanto.
–Suspiré y él negó con el rostro.
–No seas modesto. Pero
sigue así, ¿vale? –Me miró sonriendo–. Yo a tu edad apenas aprobaba cinco de
diez asignaturas. Todo puede cambiar. Los que están abajo siempre tienen la
oportunidad de subir, aunque cueste, y los que están arriba siempre pueden
caer, a la mínima distracción.
–Tendré en cuenta tu
consejo. –Dije colocando un par de platos en el estante–. ¿Alguno más de tu
extensa sabiduría?
–Supongo que uno al día
es suficiente. –Rió–. ¿Qué me cuentas de tus compañeros de clase?
–¿A dónde quieres
llegar? –Le pregunté, ya que jamás había dicho nada de compañeros de clase, y
yo tampoco.
–Solo preguntaba. –Dijo
inocente encogiéndose de hombros–. ¿No hay ninguna chica que te guste? –Me
mordí el labio ante aquella pregunta tan estúpida. Sonreí, sin poder evitarlo a
lo que él me miró inquiriendo que algo debía haber–. ¿Es guapa?
–No estoy con nadie.
–Dije firme, dejándolo claro.
–¿Y cuando piensas tener
novia? –Preguntó, lo que me puso de mal humor.
–¿A qué viene esa
pregunta tan heteronormativa? –Él me miró sorprendido y yo le aparté la mirada
mientras le pasaba el paño a un plato–. Has dado por hecho demasiadas cosas que
no deberías.
–¿Qué cosas?
–Que me gustan las
mujeres, que debo tener novia por una convencionalidad social, que deseo tener
novia, que deseo una relación, que tienes el derecho de preguntarme algo tan inquisitivo.
–Ponerme a la defensiva solo hizo que sospechase que estaba ocultándole algo,
pero el hecho de que él realmente tuviese secretos más grandes que yo le volvía
despistado.
–Todos, grandes o
pequeños, acabamos enamorándonos.
–Pero eso no me lo has
preguntado. –Dije–. Me has preguntado que para cuando la novia. No tiene nada
que ver. –Él me miró dubitativo y acabó asintiendo.
–¿Estás enamorado?
–¿Y tú? –Le pregunté y
él me sonrió al principio ofendido por devolverle la pregunta sin haberle
contestado antes a él, pero con los segundos endulzó su expresión. ¿Qué estaba
pensando? ¿Qué se le pasaba por la cabeza que había acaramelado tanto su rostro?
–Sí. –Dijo como si fuese
obvio–. Claro que sí.
Yo le miré mientras sus
manos se mojábana con el agua que caía del grifo. Cogió una de las copas,
manchadas con carmín. El carmín de mi madre era de un rojo granate que le
encantaba. Miró el vaso como yo miraba cada noche el cuadro de Ícaro cayendo al
mar que Jacinto me había regalado. Como cada noche miraba al cielo a raves de
mi ventana sabiendo que ambos miraríamos el mismo cielo, miraríamos las mismas
estrellas, el mismo paisaje y oleríamos la misma humedad que se nos metería en
los huesos. Miró el carmín con desdén y lo borró del cristal con la esponja
hasta hacerlo desaparecer. Tan fácil, tan sencillo.
–¿Estás enamorado? –Le
preguntó un enamorado a otro enamorado. Entre nosotros, ¿cómo íbamos a mentirnos?
–Sí. –Suspire y le quité
la copa de las manos. La sequé y la coloqué donde correspondía. Al fondo de un
cajón, a la espera de la siguiente excusa para usarla.
…
Minutos antes de las
doce mi padre se metió en la cama. El coñac siempre le adormecía y cuando ya no
tenía invitados con los que hablar de sus historias comenzaba a cabecear en la
butaca hasta que mi madre con un roce en el hombro le despertaba y le
acompañaba a la cama. Después ella deambulaba durante un rato por la casa
terminando de recoger y desembocaba en la cocina, sirviéndose una taza de café
que le templase el cuerpo antes de meterse a dormir.
La encontré allí. Ojeaba
un catálogo de comida del supermercado que había cogido ella hacía unos días
cuando hizo algo de compra. Por toda la casa se podía oler su capuchino
templado y el sonido de la cucharita rebotando por las paredes de la taza me
llevó hasta su escondite. Alzó la mirada cuando me vio aparecer por allí y me
detuve en el umbral, con los brazos cruzados, escuchado cómo mi padre roncaba a
lo lejos, acurrucado en su cama.
–¿Te quedarás hasta
tarde leyendo o viendo alguna película? –Me preguntó, sabiendo que en
vacaciones me gustaba aprovechar la tranquilidad de la noche para leer.
–Tal vez. –Dije,
intentando sonar misterioso–. Tal vez me haga una infusión antes. Un digestivo.
–Suspiré–. La cena ha sido algo pesada.
Ella me miró leyendo el
doble sentido de mis palabras y analizando el trasfondo que se descubría detrás
de mi expresión.
–¿Una manzanilla?
–Preguntó y yo negué con el rostro.
–Un té de menta. –Dije y
ella se levantó ofreciéndose a preparármelo y yo me senté en la mesa delante de
ella, entrelazando mis dedos sobre la madera, con una pose seria y tensa, como
quien espera una larga y meditada explicación. Ella no me debía ninguna, pero
yo estaba dispuesto a escuchar cualquier cosa que quisiera contarme.
Confesarme. Yo no diría una sola palabra, pero deseaba oírlo de sus labios.
Deseaba su confirmación.
Ella se puso de puntilla
alcanzando el té de menta del armario, sacó una taza en la vertió un poco de
agua y metió la bolsita de té dentro, y después la taza en el microondas. No me
miró ni un solo instante hasta que el microondas no sonó y recogió la taza con
cuidado, sin quemarse, para ponerla delante de mí y servirme dos terrones de
azúcar, como sabía que me gustaba.
Cuando alcancé la taza
la recogí con mis manos y me templó el cuerpo. La acerqué a mí, soplé sobre su
superficie y la aparté. Se me ocurrieron cientos de cosas que decirle. Cientos
de excusas que darle, cientos de mentiras que contarle. Miles de
insignificantes mierdas que reprocharle. Pero cuando alcé la mirada, preparado
para atacar, apuntando hacia mi objetivo, ella me miraba con ojos infantiles,
con una sonrisa quebrada por la incertidumbre de lo que estaría divagando mi
mente y por todo lo que estaba dispuesta y a punto de escuchar de mis
labios.
Todo desapareció. Todo
se borró de mi mente. Cuando la miré, no la vi a ella. No pude ver a mi madre
en esa mirada preparada para cualquier cosa que pudiera decirle, le dañase o la
interrogase. Me vi a mí reflejado en ese brillo impúdico de su expresión, en el
refulgir de sus mejillas, en la media sonrisa de sus labios. En esa tediosa
calma moribunda, en esa dolorosa ilusión por lo inalcanzable. Era yo. Me
invadió la comprensión, la empatía y el dolor. Comprendía sus noches
meditabundas, sus miradas incompletas, sus frases sin sentido y con dobles
intenciones. Me la imaginaba llorando por él, llorando por el miedo que
provocaba la lejanía, por el pudor que provocaba la cercanía. La imaginaba tan
abatida como yo lo estaba a veces y la imaginaba tan fuerte y valiente como yo
conseguía serlo a veces. Me mataba pensar que podría comprenderla, pero más me
molestaba saber que era ella la que mejor podría comprenderme a mí.
Miré mi té frunciendo el
ceño y soplé de nuevo. Eso era todo lo que tenía que decirle.
–¿Está todo bien? –Me
preguntó, sabiendo que estaba a punto de reprenderla por lo que había visto.
Ella sabía que yo era más que inteligente para comprender que había visto sin
necesidad de saber nada más. Y que estaba allí para pedirle explicaciones, pero
alguien tendría que arrancar.
¿Qué si estaba todo
bien? No. Nada estaba bien. Nada.
–Sí. –Dije, abatido y
ella asintió no muy segura de cuánto duraría mi estabilidad.
–Lo que viste… –Comenzó
ella pero yo la detuve con un gesto de mi mano. Era suficiente. Saber que ella
estaba dispuesta hablar de ello, que no iba a negármelo, que no iba a
ocultármelo y hacer como si nada, era suficiente para mí. Nos mantuvimos en silencio
un poco más hasta que ella bebió de su café, dejó la taza cerca de la mía y yo
aproveché a tocar su mano con mis dedos. Agarré su índice y corazón con mi
mano.
–Todo lo que hagas, está
bien. –Suspire–. Si eso te hace feliz. No todo el mundo puede estar con la
persona a la que ama.
Cuando terminé de hablar
solté su mano y ella se quedó largo rato mirándose los dedos que yo le había
cogido. Tembló unos segundos y después rompió en llanto. Fue un llanto de
alivio, un llanto de verse comprendida y aceptada. Se retiraba las lágrimas con
los dedos que yo le había abrazado y se sorbió la nariz antes siquiera de
terminar de llorar. Cuando pareció más calmada asintió, sin querer decirme nada
más y yo me marché con mi té a mi habitación. Lo dejé sobre la mesa y me
desplomé sobre la silla del escritorio, presionándome la barbilla con los
nudillos, sabiendo que lloraría también si no conseguía contenerme. Era la
primera vez que veía llorar a mi madre de aquella manera. Y saber que había
sido culpa mía me mataba.
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