NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 11 (Parte II)
Capítulo 11 – Cómo la mirabas, cómo la buscabas para hacerme rabiar.
El resto de la mañana de aquél extraño día de febrero me la pasé pensando en la escueta e íntima conversación que tuve con Nik. Ni siquiera me atreví a mirarle en medio del aula, porque de hacerlo sabía que recibiría una mirada de desprecio y asco, como solía mirar a todo el mundo, como me había mirado a mí desde siempre hasta hoy. Sabía que había sido amable por el contexto en el que nos habíamos encontrado pero aquella, en medio del aula, volvíamos a una normalidad de la que habíamos salido apenas unos minutos, como si nos hubiésemos asomado a una ruptura en esta dimensión, asomándonos a otra muy similar, con el cielo del mismo color y las mismas proporciones que el nuestro, pero con sutiles pinceladas de surrealismo.
Cuando las clases terminaron ellos salieron primero, seguidos del séquito de lameculos que solía acompañarles y ni siquiera me miró antes de marcharse. Parte de mí lo deseaba, agradecía aquella completa inadvertencia, pero era difícil sobrellevar el shock en el que me había dejado. Me despedí de la profesora que seguía recogiendo sus cosas del pupitre y me puse la mochila a la espalda y la bufanda sobre el rostro con toda la normalidad del mundo, sin intentar cubrirme. Repentinamente ya no me afectó cómo me mirase la gente ni siquiera los cuchicheos y comentarios que bailaban alrededor cuando pasaba cerca de un grupo de estudiantes. Se había disculpado conmigo, eso era bálsamo suficiente para mi dolor.
Salí de clase y salí al exterior del recinto. Me quedé parado en la farola donde mi padre y yo habíamos acordado quedar después de la salida para asegurarse de que iba bien a casa. Lo cual a mi ya no me preocupaba, pero si me escabullía a casa solo eso podría ponerle nervioso y aunque no me hubiese sucedido nada, se pondría hecho una fiera.
Alguien me tocó el hombro con lo que yo me sobresalté y me volví asustado.
–¿Por qué siempre te sobresaltas así? –Me preguntó Jacinto enfadado. Yo me llevé la mano al pecho y él me miró riéndose.
–¿Y tú porqué siempre me asustas? ¿No puedes venir de frente como una persona normal?
–Lo siento. –Se disculpó entre risas y yo me crucé de brazos, mirándole de hito en hito.
–¿Qué haces aquí?
–¿No te hace ilusión?
–No. –Negué con el rostro a lo que él se sorprendió de mi negativa–. Te ha enviado mi madre, ¿cierto? –Mis palabras le hicieron reflexionar y acabó sonriéndome de lado–. ¿Ahora eres mi guardaespaldas? ¿Cuánto te ha pagado?
–Veinte euros. –Dijo y se sacó del bolsillo del pantalón un precioso y maravilloso billete de veinte euros, a juzgar por su aspecto, casi nuevo. Yo me quedé sin palabras y él se lo volvió a guardar, divertido por mi reacción. Al principio no le creí, pero acabé asimilándolo–. Iba a fingir ser todo un caballero y llevarte a comer unas hamburguesas, pero me has calado, así que tu madre es la que nos invita a comer…
Y en ese momento desapareció la poca felicidad que había sentido en todo el día, con esa mueca feliz, inocente e infantil que me hizo sentir tan sumamente engañado que me volví en dirección a mi casa y él se quedó ahí parado, completamente asombrado con mi comportamiento. Resoplé y negué con el rostro. No creía que me estuvieran tratando como un crío…
–¿Se puede saber a dónde vas? –Me preguntó cuando me alcanzó y me sujetó del brazo para detenerme.
–No pasa nada. –Le dije, en el mejor tono que pude–. Ve, comete una hamburguesa. Pásalo bien. Pero yo me voy a casa.
–Pero el dinero me lo ha dado tu madre para que te invite a comer… –Dijo, como si no lo hubiese entendido.
–¿Por tan poco te vendes? Anda, vámonos. Seguro que tienes cosas mejores que hacer que perder el tiempo conmigo. –Tiré de él pero él me frenó en seco y se puso delante de mí bloqueándome el paso. Odiaba que me hiciese esto delante de toda la gente alrededor, pero él no parecía darse cuenta.
–¿Has tenido un mal día? No lo pagues conmigo. –Dijo, pero yo le miré desafiante–. Tu madre quiere que estés más tiempo conmigo y yo quiero estar más tiempo contigo. ¿Qué hay de malo?
–¿No ves lo malo en la frase que acabas de pronunciar? ¿Quién me ha preguntado a mí lo que yo quiero? –Suspiré y me mordí el labio magullado. Rápido me arrepentí y me toqué allí para ver si había roto a sangrar. Falsa alarma. Él chasquido la lengua y pareció algo más relajado con mi explicación.
–Tienes razón. ¿Sabes? Hemos obrado a tus espaldas. ¿Es eso? –Preguntó. Yo asentí–. Muy bien. No se hable más. ¿Quieres volver a casa? Me parece bien. –Me extendió una mano y esperó a que la estrechara. ¿Me daría la mano? ¿Caminaría conmigo de la mano? Acerqué la mía con temor, como un cachorro redescubriendo un juguete que podía ser peligroso. Él me aceptó la mano y estrechó los dedos sobre los míos. El contacto fue muy cálido, lejos de la ridícula situación que estábamos interpretando y sentí que ese contacto me hacía sentir ligero y liviano, sujeto a un pesado bloque de mármol pulido. Cuando se dispuso a caminar hacia casa yo me mantuve impasible en el sitio y tiré de su mano cuando nuestros brazos se tensaron. Se volvió a mí, algo confuso.
–¿Sabes? –Hablé casi para mi mismo–. En la otra dirección hay una hamburguesería a la que solía ir con mis padres… hace tiempo… –Él sonrió victorioso–. Tiene buenos precios…
–¿Ah sí? No me digas…
–Sí.
–Nah, vamos a casa, estamos ya de camino. –Volvió a tirar de mí, juguetón, pero yo estreché aún más su mano entre la mía y sujeté su muñeca con la otra mano, tirando de él en dirección contraria mientras se reía y se dejaba llevar por mi agarre. Cuando lo solté él ya me seguía. Me alcanzó y me rodeó los hombros con el brazo, acercándome a él y murmurando un “Que idiota eres, querubín” y besándome en la cabeza,
…
La hamburguesería estaba a menos de diez minutos andando del instituto. Durante todo el camino él me habló de una discusión que había tenido con su madre por culpa de que se había manchado de algo grasiento su guitarra, del nuevo libro de Stephen King que estaba leyendo y de lo maravilloso que era que por un día no lloviese nada en absoluto. Yo le advertí que eso no duraría demasiado pero él parecía casi fascinado, como si algún dios mitológico le hubiese visitado.
Cuando llegamos al restaurante estaba apenas vacío y nos sentamos corriendo en una de las mesas con sofás a cada lado. Era una pequeña hamburguesería de no más de diez mesas y algunos taburetes en una barra improvisada. Era un negocio familiar que se habían agenciado unos extranjeros griegos y que habían modernizado colocando posters y música clásica de los años cincuenta puramente americanos. A lo lejos, en una pequeña televisión sobre la barra aparecía un video clip de Marilyn Monroe y sonaba la canción de forma entrecortada entre el chisporroteo de la plancha y el aceite de la freidora. Dejando la mochila en el suelo a mi lado me dejé caer sobre el asiento y puse mis manos sobre la mesa, boca arriba.
–¿Cansado tu día? –Me preguntó mientras avisaba a algún camarero para que nos atendiese. Uno nos vio detrás de la barra y rápido cogió su cuaderno de comandas.
–Extraño. –Simplifiqué y él me miró con una expresión que me quería decir “¿Ah sí? Ahora me lo cuentas todo.”
El camarero nos señaló un menú plastificado que había al lado del servilletero en la mesa y Jacinto y yo nos lo pusimos entre medias para leer. Yo ya sabía lo que quería pedir, pero él era la primera vez que venía. Cuando leyó la carta entera él se pidió un combo de hamburguesa doble con huevo, patatas y refresco de naranja. Yo me pedí una hamburguesa de pollo con beicon, yuca y refresco de naranja. –Antes siquiera de asegurarle al camarero mi pedido miré a Jacinto para asegurarme de que estaba bien mi pedido y él asintió con tranquilidad.
–¿Nos llega el dinero?
–Claro, no te preocupes. Traigo de más, por si acaso. Tú come todo lo que te apetezca. –Cuando el camarero se marchó bajé la mirada, soltando aire y me miré las manos sobre la mesa–. ¿Qué ocurre?
–¿Has visto como me ha mirado? –Le pregunté, algo avergonzado–. Se han pasado el día mirándome así. A veces me daban ganas de contestar con un “¿y tú qué coño miras?” pero no he podido. –Él me miró asombrado por mi repentino carácter y me estrechó una de las manos–. Seguro que piensan que has sido tú, como pensó mi padre. Me duele que pensase eso…
–No lo pienses más. –Dijo y yo jugueteé con mis dedos en su palma. La puse boca arriba y delineé cada una de sus arrugas. Deseaba conocerlas todas, aprendérmelas. Que se dejase hacer me entusiasmaba–. Cuéntame, ¿has visto hoy a los chicos que te pegaron? ¿Han vuelto a molestarte? –Preguntó preocupado.
–No. –Dije, sorprendido y él retiró la mano de la mesa. Se dejó caer sobre el asiento y yo me quedé ahí con la mano extendida sobre el asqueroso menú plastificado. Me miré la mano y extrañé algo en ella que hasta hace un momento no había notado–. He hablado con uno de ellos. Se ha disculpado.
–¿Enserio? –Preguntó, atónito.
–Sí. –Negué con el rostro–. Yo tampoco lo entiendo. Pero me alegra de que se haya disculpado. Sus padres están muertos, ¿sabes?
–No me digas… –Apenó su rostro–. Pero eso no es justificación para ser un gilipollas…
–Lo sé. –Nos trajeron los refrescos–. Pero aun así se ha disculpado y eso me ha hecho feliz. Hemos hablado durante un rato pero poco más. El resto del día ha sido un completo caos. Todos estaban ya enterados de lo que había sucedido porque mi padre ha ido pregonándolo por ahí como si el hecho de comunicarlo ya le hiciese mejor padre, cuando en realidad lo único que ha hecho ha sido ahorrarme de dar explicaciones. Podría haber dicho que me había pegado con un atracador de bancos o que me había despeñado por una montaña haciendo ski.
Él se rió de mis palabras pero aun así no podía dejar de lado esa mueca de preocupación. Bajé la mirada, él bebió de su refresco. Se me agolpaban las palabras en la boca.
–Gracias por lo del otro día.
–No tienes que darme las gracias. –Dijo, negando.
–Pero quiero. Gracias por ayudarme, por limpiarme, por curarme, y por defenderme delante de mis padres.
–Eso es mérito tuyo. Tu padre casi me come. –Dijo riéndose, pero a mí no me hizo ni pizca de gracia–. Hablo enserio, estoy seguro de que tu padre me habría golpeado. No es un mal hombre, –dijo, contrariándose–, pero estaba muy nervioso.
–No habría dejado que te golpease. –Le dije, serio–. Y si lo hubiera hecho, yo se la habría devuelto. –Él me miró entre atónito y divertido. No me tomaba en serio.
–Que exagerado. –Suspiró.
–¿No me crees?
–Claro que sí. –Mentiroso.
…
Al rato llegaron las hamburguesas. No hablamos durante toda la comida. Él estaba exuberante comiendo y yo estaba famélico. Comentábamos lo buena que estaba la yuca, el perfecto punto de la carne y el tranquilo ambiente que había por todo el local. Era un día de diario, le dije, los fines de semana se pone a rebosar. Él no se extrañó y seguimos comiendo tranquilamente en silencio. Afuera se había oscurecido un poco y Jacinto miró con recelo hacia el cielo a través de la ventana, culpándose por haber tentado a la mala suerte. En la televisión de la barra sonaba una vieja canción de Michael Jackson que de vez en cuando Jacinto tarareaba para sus adentros o movía los hombros al sonido de la música. La mesa se llenó en un abrir y cerrar de ojos de migas, servilletas sucias, salpicaduras de tomate y patatas. Él me extendió una y después me robó un trozo de yuca. Nos las cambiamos durante un rato y me dejó morder su hamburguesa. Él rechazó la mía.
Cuando terminamos el camarero recogió los platos, las cestas de las patatas y la yuca y nos limpió rápidamente con un paño la mesa. Después, con una sonrisa profesional nos dejó un helado a cada uno. “Invita la casa” dijo y yo miré a Jacinto con una sonrisa. Él no se lo esperaba pero yo estaba habituado a ello. Su helado era de chocolate con frutos silvestres y el mío era de limón con nata. Él estaba a punto de sumergir su cucharita en la copa cuando levantó la mirada y me vio relamerme con su delicioso chocolate. Se lo pensó varias veces mientras yo le miraba suplicante.
–¿Quieres cambiarlas? –Preguntó y yo asentí, aferrándome a mi cuchara–. No sé, no sé…
–Oh vamos… –Murmuré, pero él no parecía dispuesto a satisfacerme, por lo que alargué la cuchara y la hundí en su helado. Me hice con un buen pedazo de chocolate y me lo metí en la boca antes de que pudiera detenerme. Él se quedó asombrado y yo sonreí aun con la cuchara en la boca. Me relamí delante de él, lamí la cuchara. Con una sonrisa conformista me extendió la copa y estuvo a punto de coger la otra pero yo la retiré de su alcance.
–No sé… no sé… –Murmuré y él sonrió de lado, travieso y malvado y estiró su pierna debajo de la mesa hasta darme una patada en la espinilla. No lo suficientemente fuerte como para hacerme daño pero sí para dar un respingo.
–¿Qué es lo que no sabes? –Preguntó mientras me quitaba el helado de limón y se lo agenció para sí. Yo le miré fulminándole y él sonrió escarbando entre las bolas de nata y limón. Aquello me produjo una extraña sensación en el estómago y un sinfín de ideas que aparecían una tras horas como filminas pasando a cámara rápida. Me hubiera gustado que jugase con mis pies, como hicimos hace tiempo en su casa, me hubiera gustado que con su pie me rozase el muslo, me abriese las piernas. Se colase por mi entrepierna y me presionase allí con fuerza. Eso sí que me habría hecho darle el helado, mi dinero y todo lo que me pidiese. Suspiré para no empalmarme y seguí comiendo helado, esperando que me refrescase la mente y el cuerpo–. ¿En qué piensas? –Me preguntó–. Te has puesto serio….
–En nada. Solo que luego tengo que hacer algo de tarea…
–Ya… –Suspiró, sin creerme. Miré hacia el exterior, de seguro se pondría a llover antes de que nosotros saliésemos a la calle.
–¿Sigues con ella?
–¿Con quién? –Preguntó, aturdido.
–Con tu novia.
–Ah. –Asintió–. Sí, seguimos juntos. –Sonrió con los ojos chispeantes. Me arrepentí de preguntarlo al instante.
–Me alegro. –Dije sin entusiasmo a lo que él sonrió y comenzó a parlotear sobre ella. Sobre cómo le iban los estudios, cosas de sus padres, que acababa de comprarse un cachorrito de husky…
–¿Qué piensas de ella? –Me preguntó directamente y yo le miré atontado, dejando la cuchara dentro de la copa vacía. Me limpié los labios con cuidado y él esperó pacientemente.
–¿Importa lo que yo piense?
–Claro. –Dijo y frunció el ceño–. Tu opinión es muy importante para mí…
–Es muy buena chica. Es muy guapa. –Dije, suspirando–. Preciosa…
–¡A que sí! Es la mejor.
–Demasiado buena para ti. –Contesté con frialdad y le miré con un atisbo de sonrisa en la comisura del labio. Él se quedó algo tocado por aquello y estuve a punto de retractarme, pero era la verdad con lo que él se quedó largo rato meditando y acabó resoplando, negando con el rostro y una sonrisa que demostraba que poco le había importado lo que yo hubiese dicho.
–Ya sé lo que pasa aquí. –Dijo con suficiencia. Terminó su helado y lo dejó a un lado–. Podrías ser más amable. ¿Sabes? Que estés celoso no te da derecho a decir eso…
–¿Celoso? –Le pregunté, haciéndome el idiota, pero él asintió, sin necesidad de justificar aquello.
–¿Te crees que no me di cuenta? Como la mirabas, como la buscabas para hacerme rabiar…
–Yo… –Pensé en algo que me excusase. Pero mis actos hablaron por mí aquella vez y no tuve el valor de defenderme. Dejaría que me golpease con toda su crueldad. Estaba seguro de que me sentaría mal la comida solo con aquella angustia de saber que estaba apuntándome con una pistola al pecho y se moría de ganas por disparar. Me golpeó el brazo sobre la mesa, con aire jovial.
–¡No pongas esa cara! No es para tanto… –Yo estaba más que despistado–. Tienes que respetar que yo estoy con ella, y que estamos muy bien juntos. Y claro… tú solo tienes trece años, y ella veinte. –Sus palabras me hicieron querer morderme el labio hasta hacerlo sangrar–. Estoy seguro de que ella, aunque la conocieses solo aquél día, te quiere mucho, pero no de esa manera, querubín.
–¿Qué? –Pregunté. Sentí que la conversación estaba totalmente fuera de mi alcance intelectual. Algo se me escapaba.
–Yo sé que te gusta, –sentenció–, pero ella es muy mayor para ti. Seguro que pronto encuentras a una chica de tu edad con la que tener una relación de novios.
Tardé al menos tres minutos en cuadrar todo lo que me estaba diciendo. Asimilé que aquel día en su casa, él no estaba celoso de que ella me prestase atención a mí, sino preocupado de que yo me enamorase de su novia e intentase algo con ella. Él no me hizo prestarle atención a él porque estuviese celoso, sino para alejarme de ella por motivos morales. No estaba entiendo nada en absoluto. Me explotaría la cabeza. Me dejé caer sobre el asiento, exhausto. Pensé en rebatirle, en explicarle que estaba completamente confundido y que era él de quien estaba enamorado. Era él en quien pensaba cada vez que me masturbaba. Era él al que deseaba tocar.
–Eres idiota. –Suspiré. No dijo nada y yo tampoco deseaba que lo hiciese. Preferí dejarle pensar que aquella mentira era cierta. Porque no estaba preparado para afrontar la verdad.
Comenzó a llover. Apenas un par de gotas que mancharon el cristal de forma aleatoria. Goterones gordos que dejaron una estela de pequeñas gotitas. Él sacó su teléfono móvil y comenzó a mirarlo perdiéndome de vista. Le miré, completamente embobado. Estaba abrumado por todo lo que era capaz de sentir hacia su persona. Estaba locamente enamorado, estaba apenado por su familia. Estaba herido por las múltiples palabras que me había dirigido. Estaba entristecido porque hubiese malinterpretado mis emociones e iracundo por no poder hacerle ver que era todo mi centro, todo mi mundo, y me estaba ignorando por una maldita BlakBerri.
–¿Puedo cogerte la mano como antes? –Solté. Siempre se sorprendía con mi naturalidad y él sonrió, se guardó el teléfono móvil en el bolsillo y me extendió una de sus manos. La misma que me había estrechado antes. Yo la sostuve entre mis dos manos. Era más grande que la mía, más robusta, más morena. Era hermosa y me encantaba que reaccionase a mi tacto. Deseé no estar en un lugar público para llevarla a mi rostro y olerla, sentirla en mis mejillas, en mis labios. Deseé que me tocarse igual que cuando me limpió la sangre. Quise llevármela a mis pantalones.
–¿En qué piensas?
–En muchas cosas.
–¿Puedo saber alguna? –Preguntó a lo que yo fruncí los labios.
–No.
–Vaya… –Murmuró
Deseaba hablarle de la última noche que dormimos juntos y lo que ocurrió con su padre. Deseaba decirle que conmigo no le pasaría nada malo. Quería decirle tantas cosas, y era tan incapaz de soltar prenda que intenté que a través del tacto de mis dedos con su manos se diese cuenta. Pero no lo sabría ni aunque se lo dijese directamente. Él siempre lo malinterpretaría.
–¿Cómo están tus padres?
–Bien. –Dijo, sin entender muy bien si era una pregunta casual o si buscaba algo más a través de ella. No contestó nada más. Se quedó mirando nuestras manos sobre la mesa.
–¿Eres feliz con ellos?
–Claro. –Suspiró–. Son mis padres.
–Ese no es motivo. –Chasqueé la lengua.
–¿Y tú con los tuyos?
–Sí. –Dije, no muy convencido–. Pero a veces, me descubro pensando en escaparme. Huir lejos, no importa dónde. A veces ni si quiera me importa vivir en la calle, pasando frío o muriendo de hipotermia entre capas de nieve en algún portal. Tal vez, morir fatídicamente cayéndome a algún canal helado y quedarme allí. Que me recojan a los días y que nadie venga a reclamar mi cuerpo. Simplemente desaparecer. –No le miré–. A veces me da la sensación de que nací en la época equivocada, en el país erróneo, en el sexo contrario, en una familia que no merezco y que nunca llego a alcanzar la edad a la que pertenezco. A veces pienso que habría sido más feliz en otra situación, en otro contexto. Pero me descubro que no tengo motivos para quejarme y que otros son mucho más desgraciados que yo en sus vidas. Me siento culpable al haber pensado de esa forma y rápido me retracto. Pero una vez se ha instalado una idea en mi cabeza, no soy capaz de libarme de ella. –Su mano se apretó más con la mía–. A veces tengo momentos en los que ni la más hermosa poesía de Rimbaud me dice nada, ni la película más galardonada me emociona. Ni Mozart me anima ni si quera las sabias palabras de mi padre consiguen recomponerme. Esos días vago durante horas en una especie de vacío que me deja atontado y meditabundo, cuestionándome el por qué de todo lo que hago, la finalidad por la que me levanto cada mañana, el motivo por el que hago lo que hago, sin encontrar respuesta. A veces, solo a veces, pienso en mandarlo todo a la mierda. –Comienzo a susurrar–. Pienso “A quién demonios le importa” y se me ocurren ideas… descabelladas…
Alcé la mirada para encontrarle mirándome fijamente. Solté su mano pero él me agarró la muñeca, yo acaricié con mis dedos su antebrazo. Él no dijo nada. Probablemente no encontrase las palabras. Yo sí tenía algo que decir.
–Fuguémonos. –Sentencié–. Fuguémonos lejos. Muy lejos.
–Que disparate. –Me soltó.
–Los dos, solos. A Francia, a Alemania. ¿A quién le importa?
–Deja de decir tonterías. –Sonrió, incómodo–. Haces honor a tu nombre, Ícaro. No vueles tan alto.
Ahí estaban de nuevo. Se me clavaron como agujas en las yemas de los dedos. Le retiré la mirada y atisbé fuera. Había empezado a llover con más fuerza que antes. Nos empaparíamos antes de llegara a casa.
Mi propio nombre me condena. El sol me precipitará al mar, y allí moriré ahogado.
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