NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 11 (Parte I)
Capítulo 11 –
Sentí su sabor en mi boca.
El doce llegó antes de lo esperado.
Empezaba las clases.
La idea de volver a tener una rutina me
hacía muy feliz. Volver a ver a mis compañeros de clase, volver a salir al
parque después de hacer los deberes, y sobre todo, presumir de mi primo en
clase. Escribiría reacciones sobre él, lo pondría como ejemplo en mis
ejercicios de inglés y hablaría de él a mis compañeros. Al pensar en aquello me
di cuenta de que no sabía tanto de él como para narrar algo sobre él, pero la
verdad es que me importaba poco. Lo que no supiera me lo inventaría. ¿Él me
ayudaría con los deberes si se lo pidiera? –Me pregunté antes incluso de
levantarme de la cama–. ¿Vendría conmigo al parque por las tardes? ¿Me
permitiría ayudarle yo a él en sus tareas?
Cuando mi madre vino a levantarme yo ya
estaba despierto. No había podido dormir bien por la emoción del primer día de
clase. Hoy lo pienso y era toda una tontería pues nada nuevo me esperaba en un
nuevo curso en el colegio, pero un niño poco necesita para sentirse nervioso.
Me levanté, desayuné en la cocina con mi madre mientras veía como mi padre se
ajustaba una corbata a su tradicional camisa de rayas que se ponía siempre en
fechas señaladas. Para él también era el primer día de clase, su primer día
como el mío. Mi madre ya estaba vestida. Ella saldría un poco más tarde pero
era la que primero se alistaba para ir guiándonos al resto. Mi padre era un
negado para vestirse, y ella siempre tenía que aconsejarle y orientarle. Mi
madre terminó de hacerle el nudo de la corbata, se besaron y yo fruncí el
ceño.
Cuando desayuné mi madre me empujó al baño
de un azote para hacer mi higiene matinal. Me miré en el espejo poniéndome de
puntillas para verme el rostro por completo y agarré el cepillo de dientes con
decisión, pero antes de verter pasta dental sobre él lo miré detenidamente.
Recordé la noche en la que Jacinto durmió conmigo y cómo cuando entró en el
baño le dije que podía usar mi cepillo de dientes si quería. ¿Lo habría usado?
Tal vez, es probable. No me fijé en si su aliento olía a menta. Quise imaginarme
que sí, porque esa idea me hacía sentir escalofríos por todo el cuerpo.
Mirándome a mí mismo en el espejo me sentí sucio y febril ante la idea que
nublaba mi mente.
Con media sonrisa y los ojos cerrados lamí
el cepillo de arriba abajo. Primero la parte trasera y luego la zona de las
cerdas. Lo metí en mi boca y lo rodeé con mis labios. Lo mordí, apreté con
fuerza hasta que me hice daño y puedo jurar que sentí su sabor en mi boca. Su
saliva, su aliento, por todos mis dientes. Cuando volví a mirarme me sentí
turbado al no reconocer aquella expresión en mi rostro. Una mezcla de malicia y
excitación que me hubiera gustado mostrarle a él, pero que de seguro que él no
interpretaría igual. Sus palabras no dejaban de aguijonearme desde que las
pronunció.
No vueles tan alto Ícaro. No tan alto…
Cuando terminé de vestirme mi padre me
acompañó a la escuela y me dejó allí para salir corriendo y llegar a su centro
de trabajo. Por suerte le pillaba de camino, pero ya me podía imaginar a sus
alumnos diciendo “Llega tarde otra vez, seguro que le tocó llevar a su hijo
hoy”. ¿Les hablaría de mí a sus alumnos? ¿Alguna vez les contaba anécdotas de
mi hogar? Esa idea me intimidaba, pero a la vez me hacía sentir más cercano a
un grupo de jóvenes que no conocía en absoluto pero que amaban esas anécdotas
que atrasaban la clase.
Cuando me dejó allí en el hall me reuní
con mis compañeros de clase, los mismo de todos los años, para variar, y fuimos
conducidos todos juntos a nuestra nueva aula. Quinto de primaria. Ya me sentía
un paso más cerca del instituto, uno más cerca de la universidad y de la vida
laboral. Qué lejos quedaba aquello, y más aún cuando en mi entorno yo era el
más pequeño y los que no estaban en estudios superiores ya trabajaban desde
hacía tiempo. Mi padre siempre me ha inculcado que unos estudios no aseguran
encontrar trabajo, pues podíamos encontrar a mucha gente con trabajo y sin
estudios, pero que eran parte del enriquecimiento personal que todo el mundo
tenía el derecho y deber de proporcionarse. Eso me haría ser mejor persona y me
haría meterme en menos problemas. Eso sonaba alentador, pero no demasiado
tentador.
El día fue más largo de lo esperado. Los
profesores nos dieron el discurso de siempre acerca de que ya no éramos niños
de guardería, que deberíamos hacer los deberes y entregarlos puntualmente, que
deberíamos repasar en casa las materias de cada día y que debíamos portarnos
bien con nuestros compañeros y respetar a los profesores. La profesora de
inglés, nuestra tutora de aquel año, parecía una sabelotodo redomada que no
tenía pinta de haber pisado Inglaterra en toda su larga carrera y que parecía
más asqueada de los niños inmaduros y come–mocos que yo. Nos habló con
prepotencia y suficiencia y yo solo esperaba el momento de salir al patio para
poder hablar de mi primo con cualquiera que quisiera escucharme.
La campana sonó con un estridente alarido
y todos nos levantamos entre sonido de mesas y sillas arrastradas. Por las
clases continuas se podía oír el mismo sonido apaciguador que da la bienvenida
a media hora de descanso y mientras salía por la puerta uno de mis compañeros,
uno de los pocos que me caía más o menos bien me sujetó por el brazo y caminó
conmigo. De la otra mano llevaba una pequeña bolsita de tela con dibujos de
superhéroes. Por eso me gustaba, porque era tan jodidamente friki como yo.
Caminamos escaleras abajo y nos metimos en nuestro hueco, un recoveco debajo de
un saliente en las ventanas de tercer curso. Allí se refugiaba uno los días de
lluvia y se usaba como portería en las clases de educación física. En la hora
del recreo aquello quedaba habilitado para ser un buen escondite o simplemente
alejarse el mundanal ruido. Alguna vez vi besarse allí a alguien y mi amigo me
dijo que no nos acercásemos durante una temporada o podríamos quedar embarazados.
Yo recordé alguno de los enrevesados mitos clásicos en donde los personajes
nacen del más nimio contacto y no volvimos allí por semanas.
Nos sentamos en el suelo, él abrió la
pequeña bolsita y sacó un sándwich de queso y pavo. Yo traje uno de paté de
cerdo. Comimos en silencio los primero minutos pero después comenzamos a
relatarnos nuestras experiencias como ancianos que se reencuentran tras años de
viajes o anécdotas. Para mí los tres meses de vacaciones que suponían el verano
eran toda una odisea. Con el tiempo se me harían demasiado cortos, pero aún
tenía 10 años. Ya tendría tiempo de hacerme mayor.
Él me contó que su familia se fue de viaje
a Brujas, en Bruselas, durante una semana. Me contó las cosas que se había
comprado allí, los lugares que había visitado y cómo su abuela se estuvo
quejado a la vuelta por haber estado tanto tiempo por allí perdidos. Me contó
que se había comprado un nuevo cómic de Spider–Man y que me lo dejaría para
leerlo. Yo le conté que invitaron a mi madre a un congreso en Berlín y fuimos
allí un fin de semana. También hubo una reunión de la organización con otras
asociaciones en una gran hotel en el centro de Ámsterdam y pudimos codearnos
con gente vestida de trae y vestidos largos. Algunos fines de semana íbamos a conocer
pueblos alrededor de la capital y otras simplemente alquilábamos películas para
ver en familia en casa. Él se terminó su bocadillo y sacó un zumito de manzana.
Me lo extendió a mí primero. Era casi una tradición compartir sus zumos porque
eran mucho para él y a mí me encantaba beber algo después del bocadillo.
–¿Nada más? –Me preguntó y a mí se me
iluminaron los ojos. Estaba a punto de decir su nombre en alto. Creo que era la
primera vez que lo nombraba con tanto deseo, con tantas ganas.
–Pues la verdad es que…
–Deberían poneros una placa con vuestro
nombre aquí, en la pared. –Oí decir a uno de nuestros amigos. Me interrumpió y
fruncí el ceño con aire molesto a lo que él levantó las manos en señal de
rendición y disculpas y ambos acabamos sonriéndonos por el reencuentro.
Aparecieron dos compañeros de clase, un chico moreno de pelo liso y muy corto y
su amiga, con la que siempre estaba, una rubita adorable de cabellos ondulados.
La chica con peor carácter que he visto nunca. Ambos se acercaron, se sentaron
a nuestro lado y se introdujeron en la conversación como un clavo atraviesa la
madera. Con decisión y en profundidad–. ¿Qué estabais hablando?
–Seguro que era algo privado. –Dijo ella
mirándome con picardía y yo fruncí el ceño.
–Solo hablábamos de nuestro verano. Nos
estábamos poniendo al día. –Me defendí.
–Yo he ido al pueblo con mis abuelos. Que
novedad, ¿verdad? –Ironizó.
–¿Tu abuela te hizo rosquillas? –Preguntó
mi amigo y este asintió–. ¿Y de qué te quejas? –Todo reímos.
–Yo la he pasado en la piscina. –Dijo
ella, pues tenía una en la urbanización donde vivía.
–Ícaro estaba a punto de contarme algo
importante. –Me recordó mi amigo con una expresión de perdón por habernos
desviado el tema, pero cuando lo pensé mejor, decidí no contarles nada.
–Nah, solamente que mis tíos han venido de
visita. Solo eso. –Dije quitándole importancia. Ellos parecieron satisfechos y
siguieron hablando tranquilamente mientras yo cavilaba por qué en el último
momento me había sentido tan cohibido y temeroso de hablar sobre Jacinto. ¿Por
qué no deseaba hablar de él si en realidad me moría de ganas por decirle a todo
el mundo que me ardía la piel nada más que pensaba en él? Ansiaba gritar su
nombre, en llanto y en gemidos. ¿Por qué no era capaz de hablar de él con mis
amigos? Por la simple razón de que él era mío, mi secreto, mi emoción, mi idea.
No podía hablar de algo tan sumamente puro y sagrado, pues corría el riesgo de
que alguien quisiera adorarle junto a mí y eso habría hecho que perdiese parte
de su idealidad. Alguien podría querer destruirlo, podrían querer robármelo y
aquello sería imperdonable. No podía cometer ese error tan garrafal. Me
destruiría la idea de perderlo, y aún más la idea de que alguien me lo
arrebatase. Sería sólo mío, mi secreto.
…
Aquél pensamiento me duró horas. Fui
incapaz de concentrarme en nada que no fuera aquella interminable flagelación
ante la tentativa de hablar de él, de mencionarle, incluso simplemente de
pensar en él delante de otros. Me cambiaria el rostro como me cambió en la
mañana mientras saboreaba el cepillo de dientes. Temía que alguien pudiera
vislumbrarle a través de mi mirada y se enamorase tanto como yo lo he hecho,
tan profundamente. Pero nunca tan dolorosamente. Eso solo se me estaba
permitido a mí.
Cuando las clases terminaron me sentí
infinitamente aliviado de salir de aquella clase. Era algo completamente
instintivo. En realdad aquello ni era una cárcel ni una tortura. Nadie me había
hecho nada malo ni la profesora había sido demasiado exigente. Pero salir de
aquel lugar con una sonrisa y una sensación de libertad era algo completamente
rutinario. Mi amigo y yo recogimos a la par, nos apeamos de la clase y bajamos
las escaleras a la misma velocidad que el resto de alumnos por mera obligación.
Si ibas más lento te tropezarías o te pisarían y caerías escaleras abajo. Si
ibas más rápido te comerías a los primeros y montarías un buen revuelo. Como
ovejas que habían estado encerradas durante años nos dispersamos por todas
partes al salir del tapón que siempre se formaba en la puerta y corrimos cada
uno en busca de nuestros cuidadores. Me despedí de mi amigo justo al final del
patio, donde la verja separaba la calle del centro y él se fue con su madre,
que le esperaba ya con el coche en marcha. Yo me dirigí a la farola donde mis
padres y yo habíamos estipulado de forma no escrita, sino por costumbre,
encontrarnos siempre. Pero allí no había nadie.
“Mi padre debe haberse quedado otra vez
hablando con algún alumno” pensé con lástima, pero en situaciones en las que sabía
que llegaría tarde solía mandar a mi madre. Tampoco estaba. Miré algo
inquietado la farola y miré varios metros alrededor, esperando encontrarles
allí. Tampoco. Me desanimé lo suficiente como para querer patear la mochila a
mi espalda pero alguien tocó mi hombro haciéndome dar un respingo y alejarme un
paso de la persona que me hubiera tocado. Mi madre siempre me había advertido
de que en la entrada de los colegios hay personas peligrosas. Hombres malos que
secuestran niños y que los meten en coches o furgonetas. “Nunca te metas en el
coche de un desconocido” “Aunque te diga que nos conoce, o que nos ha pasado
algo malo, no le creas” “Solo ve con nosotros”.
Qué incoherentes los padres, desconfiando
siempre de los desconocidos. Como si conociésemos en realidad a nuestros
allegados.
–¡Ícaro! –Dijo mi nombre, entre asustado
por mi reacción y sonriente por mi propio susto–. Soy yo. No te asustes, bobo.
–Me dijo, ésta vez más tranquilo y yo me debatía en la sorpresa por verle aquí,
conmigo, y el miedo que aún me inundaba el cuerpo.
–¿Dónde están mis padres? –Pregunté y negó
con el rostro, desanimado.
–Tu madre tiene reunión. Se lo han
informado hoy a última hora. Y tu padre se ha entretenido en el colegio. Tras
llamarla a ella me ha llamado a mí. Me ha pedido que venga a recogerte, como
aun no tengo clase…
–¿Sabes que no debo irme con desconocidos?
–Le pregunté con sorna y él frunció el ceño, ofendido. Chistó con suficiencia y
se encogió de hombros, metiéndose las manos en los bolsillos de la
sudadera.
–Como quieras. Puedes quedarte aquí si
quieres hasta que vengan a buscarte. –Señaló con la mirada el colegio–. Encima
de que me molesté en venir a buscarte… –Fingió enfadarse y puso rumbo a casa, a
lo que me obligó a seguirle hasta alcanzarle.
–¡Vale! ¡Vale! No te enfades, jo… –Suspiré
y él pareció algo menos molesto. Caminé a su lado hasta que se ofreció a
llevarme la mochila, a lo que yo se la di y él se la colgó de uno de sus
hombros. Caminando el uno al lado del otro me di cuenta de que me sacaba una
cabeza y media. Mis ojos llegaban por su pecho. Mirando hacia su rostro, él se
veía impotente y majestuoso. Intenté no hacerlo, no quería que viese en mi
mirada algún signo de idolatría.
–¿Qué tal tu día? –Preguntó cómo el
convencionalismo más tedioso.
–Bien. –Dije, redoblando la apuesta.
–¿Qué tal con tus amigos?
–Muy bien. Ellos han viajado mucho este
verano. –Dije, sin querer sonar envidioso–. Y la profesora ya nos ha mandado
unos trabajos. –Suspire desanimado.
–¿Ya? –Preguntó asustado–. ¡Pero si es el
primer día! Que crueldad, joder. –Murmuró y yo no pude evitar reír del taco. Él
pareció divertido con mi reacción.
–Sí. Tengo que hacer una redacción sobre
lo que he hecho este verano para clase de inglés. Y para la asignatura de
matemáticas nos han mandado una hoja con problemas para resolver. –Negué con el
rostro–. Odio las matemáticas.
–Que aburridos son. No os dejan tranquilos
ni la primera semana. –Él no pareció darse cuenta de lo que estaba intentando
insinuarle.
–Ya lo sé. Y son tantos problemas que me
llevará toda la tarde hacerlos…
–Qué pena. –Suspiró.
–Supongo. –Le rebatí.
–Yo aun sigo libre. –Sonrió–. Hasta dentro
de una semana no empiezo. Me aburriré toda la tarde. –Ahora sí que me miró con
malicia y yo le aparté la mirada, ofendido. Sabía que deseaba que me ayudase,
pero él no se ofrecería y yo tenía demasiado orgullo para pedirle ayuda.
Cuando llegamos a un paso de cebra allí
había acumulación de personas por todos los padres e hijos que habían escogido
este camino para regresar a casa. Algunos me empujaban mientras llamaban a
voces a sus hijos que saboreando el néctar de la libertad corrían de un lado a
otro. Esquivaba mochilas y carritos mientras me acercaba un poco más a Jacinto.
Al parecer demasiado como para que pudiera respetar el espacio personal y
mientras miraba como un padre tiraba de la chaqueta de su hijo mientras le zarandeaba
y le gritaba “Estamos esperando en un puto paso de cebra. ¿No puedes estarte
quieto?” una mano me rodeó los hombros y me acercó a él con recelo y
protección. Le miré y él me devolvió la mirada y hundí parte de mi rostro y en
su axila. Acaba de ducharse, el hijo de puta, y aun así seguía oliendo a él.
Cerré los ojos y él me acarició el brazo con la mano, en un vaivén tranquilo y
agradable.
–Menos mal que tú eres más tranquilo que
estos críos. –Dijo él en un susurro para no ofender a ningún padre que pudiera
oírnos. Yo reí acariciando mi rostro en su ropa y eso me hizo sentir mucho más
blando y maleable.
–Gracias por venir a buscarme.
–Suspiré.
–No hay de qué. Después de comer subiré a
ayudarte con los deberes.
–Me encantaría.
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