NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 10 (Parte IV)
Capítulo 10 – ¿Solo obedeces por la fuerza?
Estaba a punto de llover. El cielo estaba gris
oscuro, como si alguien hubiese echado una sábana por encima de todo Ámsterdam,
privándonos definitivamente de la posibilidad de poder ver el sol. Olía a
humedad y soplaba un viento traicionero que me revolvía los cabellos cada vez
que me asomaba a la ventana. Me acabaría cogiendo un resfriado si hubiese
permanecido allí mucho tiempo, pero necesitaba estar observando fuera. No había
conseguido pegar ojo en toda la noche por lo sucedido el día anterior en la
cena con mis tíos. No solo me había dejado una mala sensación en la boca del
estómago, también era incapaz de pensar en otra cosa que no fuesen las
consecuencias que acarrearían Jacinto y su madre. Me mataba la idea de saber
que se encontraban justo en el piso inferior y yo no podía hacer nada, ni tenía
fuerza ni autoridad para desobedecer a mi padre. Jacinto nunca me hubiera
perdonado que me inmiscuyese en sus reyertas personales y menos aún que
volviese a tentar a la suerte de llevarme otro golpe.
Mi madre no había salido en toda la mañana del
despacho. Incluso mi padre decidió no molestarla cuando llegó la hora de la
comida. Él y yo nos preparamos, con la mínima intervención de palabras, un poco
de pasta con salsa de queso y comimos en silencio en la mesa de la cocina. Las
pocas palabras que cruzamos fueron pura convencionalidad, pásame la sal, mejor
en la fuente de flores, no, échale pimienta y órgano, pero no nuez moscada… fue
mucho más tedioso que de costumbre, pero no era tenso o incómodo. Simplemente
no necesitábamos decir nada y no estábamos de humor para hacer la situación más
divertida o entretenida. No había que fingir nada y a mí nadie tenía que
explicarme nada de lo sucedido. Me hacía una idea general por el contexto de la
conversación y todo lo dicho en la discusión. Mi padre seguía teniendo ese
corte en el pómulo, pero ahora se le había tintado alrededor de un púrpura que
en unos días derivaría a amarillo y después desaparecería.
Frente a mí, con el plato ya vacío apurando un vaso
de zumo que se había servido, le acaricié el rostro lo más suavemente que pude,
solo por sentirle cerca de mí, aunque fuese unos instantes, sentir que era
real, que estaba conmigo y que a pasase de todo lo sucedido, tenía aún el
permiso y la oportunidad de tocarle como antes. Él me recibió el gesto con una
sonrisa y cerró los ojos dejándose acariciar. Cuando recogimos la mesa y
lavamos los platos sucios él se volvió al salón y siguió leyendo. Estaba
preparando algo para su clase, o al menos eso intentaba fingir que hacía, igual
que mi madre estaba fingiendo trabajar en su despacho o yo hacer algo de
provecho en mi habitación, pero en cuanto pude escabullirme allí, volví a
sentarme cerca de la ventana con el rostro asomado fuera, vigilando con
prudencia el portal.
Jacinto me había comentado alguna vez que su padre,
después de comer, solía salir de casa para ir a tomar café a algún bar cercano
o algo por el estilo, que había días en que regresaba a la hora o días en los
que no regresaba hasta bien entrada la madrugada. Y allí estaba, saliendo del
portal enfundado en un grueso cortavientos gris, con el pelo revuelto, cano,
con el rostro inclinado hacia el suelo y caminando encorvado hacia la izquierda
de la calle. Esperé asomado hasta que lo vi desaparecer por la esquina y me
puse rápido y veloz los primeros zapatos que encontré y salí por la puerta de
casa rezando porque nadie me oyese salir. Me aseguré de que se cerraba sin
hacer el mayor escándalo y bajé al piso inferior completamente convencido de
que estaba haciendo algo correcto, de que me recibirían con los brazos
abiertos, pero cuando me detuve frente a la puerta dudé si llamar o no, si me
abrirían o siquiera si estaban en casa. O vivos.
Apreté los dientes y el puño y llamé con los
nudillos sobre la madera. Si había alguien en casa el primero en oírme sería
Jacinto porque su cuarto era el que más cerca estaba de la puerta, pero me
imaginaba que su madre se asomaba a la mirilla, temblaba y le mentía a Jacinto
para no abrirme, porque no deseaba que yo estuviese allí. Era capaz de ponerme
en su situación, en la de Jacinto y su madre, y sinceramente, yo tampoco me
abriría la puerta porque no solo era un problema mi presencia en el piso, sino
que además, podría estar aquí no para asegurarme de que estaban bien, sino para
echarles la bronca, para criticarles su actitud del día anterior o incluso para
arremeter contra ellos, ahora que no estaba su padre de por medio. Pero yo era
incapaz de comprender porque nadie daba señales de vida en el interior. Volví a
llamar con los nudillos y como llamar al timbre estaba completamente descartado
por el ruido que supondría, decidí llamar al teléfono de Jacinto desde mi
móvil. Lo oí sonar desde el interior, y de repente, nada. Él acababa de
colgarme. Volví a hacerlo, esta vez enfadado. Me respondió con un hilo de voz
desde el otro lado de la línea.
–¿Ícaro?
–Sí, soy yo. Maldita sea Jacinto, estamos hablando a
través del teléfono cuando llevo minutos golpeando la puerta de tu casa… –Le
dije y pude sentir la confusión de la sorpresa con un ruido que emitió por el
teléfono. Oí la puerta de su habitación abrirse y después los pasos de unos
pies descalzos acercarse hasta la puerta. Me abrió y después de asegurarse de
que era yo colgó el teléfono, metiéndose el móvil en el bolsillo del pantalón.
Tenía uno de los ojos morados con hebras de sangre en la córnea, y su labio
inferior estaba partido. Supongo que no debió percatarse de su aspecto hasta
que yo no palidecí al verle y rápido me apartó la mirada, sujetando la puerta
con desconfianza.
–¿Qué haces aquí? Mi padre ha salido, pero volverá
pronto.
–Lo he visto salir. –Dije, frunciendo el ceño–. Por
eso he aprovechado para venir. –Hice el amago de coger su rostro con mis manos
pero él me apartó el rostro y yo le fulminé con la mirada–. Esto termina aquí.
–¿A qué te refieres?
–¿Qué forma es esta de tratarme cuando he bajado
para ayudarte? ¿Para saber cómo estabas y consolarte?
–No soy un niño pequeño, no necesito que me
consueles por esto. –Se señaló vagamente la cara–. Ve a casa, Ícaro, o tú acabarás
peor. –Quiso cerrar la puerta, pero yo interpuse mi pie.
–¿Cómo puedes ser tan insensible? –Le recriminé–. He
pasado la noche en vela preocupado. ¿Y así es como me recibes?
–Muchas gracias por venir, pero no creo que puedas
ayudar.
–¿Debes estar de broma?
–No. –Sentenció–. Vete.
–No. –Negué, colándome en el interior de la casa y
empujándole a él dentro. Le agarré por el brazo, lo cual hizo que se
retrocediese pero no me importó. Le llevé conmigo a su cuarto y nos cerré
dentro.
–Si mi madre se entera de que estás aquí le dará
algo. Mi padre nos ha prohibido que mantengamos contacto con vosotros.
–Estás hablando como si realmente fueses a hacerle
caso.
–Claro que no. –Aclaró–. Pero si te ve aquí…
–¿Te golpeará de nuevo? Es suficiente, Jacinto. Por
el amor de Dios, tienes más de veinte años, creo que eres mayor para tomar las
riendas de la situación.
–Soy mayor, pero ellos siguen siendo mis padres.
–Vete de casa. –Dije, como si fuese lo más obvio del
mundo–. Tienes dinero suficiente como para alquilar una habitación en algún
lugar…
–Lo sé.
–¿Entonces? ¿Vas a seguir dejando que esto siga
sucediendo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que te rompa un brazo? ¿Una pierna?
–No puedo irme. –Dijo, en un susurro que intentaba
alentarme a bajar yo también el tono.
–No eres prisionero de nadie.
–No lo soy. Pero no deseo ir a ningún lado. Este es
mi lugar. –Repetía–. No puedo irme.
–¿Por qué?
–Si yo me voy, ¿qué va a ser de mi madre? –Sus
palabras me dejaron momentáneamente helado–. Yo puedo escabullirme, meter toda mi
ropa en una maleta e irme lejos, muy lejos, pero no solo acabaría
encontrándome, porque sabe donde trabajo, sino que mi madre sería la víctima
principal de su violencia. Y mi madre no tiene ni el dinero ni la valentía de
marcharse a ningún lado.
–¿Podría denunciarle…?
–¡No me hagas reír! –Dijo, sin ninguna sonrisa–. No
solo está ciega a sus trapicheros, tanto dentro como fuera de la empresa, sino
que es incapaz de decir una palabra más alta que otra para defenderse de mi
padre. La tiene sometida, esclavizada. No es nada sin mi padre.
–Vosotros dos no tenéis la culpa de nada de lo que
él haga, no tenéis que pagar sus frustraciones y su violencia.
–¿No me digas? Yo pensé que era merecedor de todo.
–Déjalo. –Suspiré, poniendo mis manos en las caderas–.
Tú sabías que esto pasaría. Sabías que cogían dinero de la empresa. Y sabías
que mis padres acabarían descubriéndolo.
–Sí.
–¿Y no has podido hacer nada para detenerlo?
–¿Yo? –Rió son ganas–. Yo no tengo nada que ver con
la empresa de tus padres, no tengo pruebas para demostrar que hayan cogido
dinero, y si mis padres llegasen a saber que yo los he descubierto, sería mi
final…
–Podrías habernos advertido de que estaban haciendo…
chanchullos…
–¿Quieres que te lo repita? Yo no tengo nada que ver
con los chanchullos de mi padre. Él es responsable de sus actos.
–No. Tú lo eres. –Le señalé el ojo–. Al parecer eres
tú el que ha pagado sus platos rotos.
Él no dijo nada. Se sentó en la cama, más bien se
deslomó como si repentinamente hubiese perdido todo el aire que contenía y negó
repetidas veces con el rostro.
–No lo entiendes. –Repetía–. ¿Acaso te crees que me
gusta esta situación? Solo lo he prolongado, lo he dejado estar, para poder
pasar más tiempo contigo. Sabía que esto nos distanciaría.
–No va a distanciarnos.
–Claro que lo hará. Si no es por mis padres, es por
los tuyos. –Se pasó las manos por el pelo y yo me arrodillé entre sus piernas,
colándome entre sus cabellos para descubrir su rostro. Besé sus labios. Él
pareció sorprendido al principio, y después se relajó lo suficiente como para
dejarse besar unos minutos.
–Estoy aquí. –Murmuré, con mis labios pegados a los
suyos–. ¿Lo ves? No me iré a ningún lado. Estaré aquí contigo siempre. Siempre
lo he estado.
–Las cosas no pintan bien, Ícaro. –Dijo, con lo más
sincero que tenía dentro–. No sé cómo acabará todo…
–Haré que todo acabe bien. –Suspiré–. Yo me
encargaré de que no te pase nada. Y empezaremos ahora.
–¿Cómo? –Preguntó, repentinamente asustado por mi
iniciativa. Me puse en pie pero él me sujetó la muñeca a mitad de camino–. ¿Qué
vas a hacer?
–Yo no, tú. Vas a hacer lo que tenías que haber
hecho hace meses. Vas a venir conmigo a mi casa y explicarle a mis padres todo.
–Suspiré, consciente de que aún tendría que convencerle–. Vas a contarles los
problemas que tiene tu padre con las apuestas, los problemas que trae a casa de
fuera, las deudas, el motivo por el que le echaron de su antiguo trabajo, y, –señalé
su rostro–, esta mierda que os lleva haciendo a ti y a tu madre durante años.
–¿Estás demente? –Me preguntó, soltándome
repentinamente–. Eso nos va a condenar a todos. ¿Quieres que provoquemos otra
pelea como la de ayer? Yo ya tengo sufriente por un tiempo, gracias.
–¡Estoy intentando que lo nuestro se salve! –Le
espeté–. Y la mejor manera de empezar es que mis padres te tengan por un
hombre, por un adulto. –Tragué en seco–. Ve a su casa, explícales todo,
suplicales por su benevolencia y pide perdón en nombre de tu padre. Eso te hará
ganar su…
–No tengo que ganarme nada de ellos. –Dijo seco, tajante–.
Son personas inteligentes, saben lo que hay. Si no han hecho nada hasta este
momento, no van a hacerlo ahora.
–Las cosas no funcionan así. –Dije, a lo que él me
miró con prepotencia.
–Tú no sabes como funcionan las cosas. Te has criado
entre algodones. No intentes ponerte en mi situación, porque no sabes lo que se
siente. –Sus palabras me hirieron en lo más profundo, pero si intentaba echarme
de su casa, no lo conseguiría.
–No me importa lo que pienses de mí, ni de mis
padres. Ni de cómo vayan o no a reaccionar. Vas a hacer lo que te he dicho. Vas
a subir ahí, vas a contarles todo, y con suerte, ellos te...
–¿Me…? ¿Qué esperas que hagan?
–Solucionarlo…
–¿El qué? Bastante tienen con lo que tienen ya… no
van a meterse en los problemas de otra familia.
–¡Tú eres mi familia! –Dije–. Por si se te ha
olvidado…
–A quien no conocías hace unos años…
–¿La solución es quedarse aquí? –Miré en derredor a
nosotros–. Encerrado, con la música a tope, leyendo o durmiendo, esperando
porque no haya próxima vez, porque él no regrese, temblando por cada sonido que
venga de las escaleras del exterior, perdiendo la confianza cuando lo oigas
entrar por casa. Aterrorizado cuando huelas el alcohol que desprenden de sus
ropas, cuando su voz no te deje dormir y cuando te despiertes por sus gritos al
otro lado del pasillo. ¿Así es como quieres seguir viviendo?
–No todos tenemos una vida perfecta. –Dijo,
señalándome con la mirada.
–Hablas como él. –Murmuré, frunciéndole el ceño–. Es
la impotencia la que habla, no la envidia o la falta de raciocinio.
–Tal vez él tenga razón en muchas cosas. –Dijo,
bajando la mirada.
Me acerqué a él y le cogí con ambas manos de la
pechera del jersey. Le hice mirarme con violencia. Él se había sorprendido
tanto de mi reacción que palideció.
–¿Solo obedeces por la fuerza? Te llevaré a rastras,
pero no pienso permitir que te quedes aquí recluido, lamentándote como un crío…
–¿Ir a mamá y a papá es más adulto que esto? –Me
espetó, con el rostro muy cerca del mío.
–Vas a ir, no porque creas que es lo correcto o
porque sepas que es tu última alternativa. Es porque te lo pido yo, porque te
lo suplico. Y porque confío en que me tengas en alta estima.
–Dilo claro, me estás chantajeando. ¿Si no lo hago
no vas a volver a verme? ¿No volverás a hablarme?
–¿Es eso lo que quieres? ¿Quitarme del medio?
¿Quieres que deje de ser un problema?
–No…–Murmuró–. No eres un problema...
–Pues vamos, adelante. –Le levanté, aún sujetándolo
del jersey y le conduje conmigo fuera.
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