UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 30

CAPÍTULO 30 – LAS NOTICIAS VUELAN

 

El rey y yo habíamos pasado aquella noche juntos. Desde que el duque se había marchado del palacio el rey y yo estuvimos refugiados en mi gabinete, bebiendo un poco de vino con unos pasteles, y cuando se hizo tarde nos metimos en mi alcoba para descansar. Ambos estábamos agotados y a pesar de que nos besamos y arrullamos largo tiempo, acabamos dormidos el uno en los brazos del otro.

Nos despertó de buena mañana Manuela, con unos toques tímidos a la puerta. Cuando entró, asomando la cabeza, yo aún me estaba desperezando, incorporada a medias con la sábana cubriéndome el cuerpo, pudorosa.

—Mi señora, Majestad, el conde de Armagnac acaba de llegar a palacio. Está muy alterado. –Ante aquellas palabras Enrique abrió los ojos con sobresalto y levantó el rostro de la almohada, para mirar en dirección a Manuela. Esta no desvió la mirada, completamente carente de pudor—. Ha reunido al consejo para dentro de media hora. Exige audiencia con ambos.

—Bien, decidle que en media hora estamos en el consejo. —Murmuró el rey con voz ronca y rasposa.

Y cuando Manuela cerró detrás de ella, volvió a dejar caer la cabeza sobre el almohadón, pero con los ojos plenamente abiertos y mirando hacia el dosel de tela que nos cubría.

—No me creerás. —Dijo él, fatigado—. Pero tenía la esperanza de que Jaime regresara e hiciera como si nada. Un par de miradas asesinas, un poco de revuelo pero nada más. Reunir al consejo me parece demasiado. ¿Para qué? Santo Dios, debería mandarlo a freír espárragos.

—Mi señor, siempre podéis hacerlo así. —Dije mientras me levantaba y comenzaba a vestirme. Necesitaría la ayuda de Manuela pero me daba apuro que él presenciase todo aquel rito textil. No parecía dispuesto a marcharse.

—No es tan sencillo. —Suspiró.

—Ya lo sé. No os lo toméis tan a pecho. Quiero decir, es normal que exija explicaciones por lo que ha sucedido. Se ha perdido el día de ayer, y probamente sospeche que ha sido culpa nuestra. Puede que incluso venga a reprendernos, como un padre ante unos hijos desobedientes, por nuestra actuación de ayer. Pero eso será todo. Él tendría otros planes. Pero eso ya no importa. Por nuestra parte, nos decepcionó mucho que ayer no se presentase, y tuvimos que improvisar un modo de actuar…

—Dirá que podríamos haberle esperado…

—Dirá cualquier cosa. Qué más da ya…

—Mi señora… —Murmuró Manuela entrando en la habitación con un vestido debajo del brazo. Miró de soslayo al rey con cara de impaciencia y este comprendió el mensaje. Mientras se levantaba y se vestía, Manuela me ayudó con el corpiño.

—No os demoréis. —Me pidió Enrique—. Me gustaría esperar al conde en el consejo y no al revés. Odiaré sentirme como si acudiese ante el reclamo de mi padre.

—Esperadme en el gabinete. Iremos juntos.

No llegamos los primeros a la sala del consejo. Había tardado demasiado tiempo en alistarme y la reina viuda y el embajador inglés habían ocupado ya sus puestos. El rey, al asegurarse de que el consejero no había llegado aun, soltó un suspiro lleno de impaciencia y desespero.

—¿Aun no ha llegado? Tal vez la espera sea peor que la regañina.

—A lo mejor nos hace esperar todo el día, como reprimenda. –Murmuré a su lado y no pudo evitar mostrar una mueca, a punto de reír, pero se desvaneció al pensar que podría darse aquella situación.  

—Ni lo menciones.

Se sentó presidiendo la mesa y yo me senté a su siniestra. Poco después de nuestra llegada se presentaron el conde de Villahermosa, su ayudante lo despidió en la puerta y tras cruzar un par de palabras Rodrigo se marchó y el conde se adentró en la sala. Puso la misma cara de desesperación que el rey, rodando los ojos con un suspiro, apenas imperceptible. Se sentó entre el consejero inglés y la reina viuda, lugar que solía ocupar el consejero del rey, osadía que llenó de terror al inglés pero que hizo sonreír a mi esposo.

—¿Quiénes faltan? —Preguntó Juan, reclinándose en el asiento.

—François. —Dijo Catalina mirando en dirección a la puerta—. Pero puede que venga acompañado de su padre.

—¿Y se puede saber para qué nos ha reunido? –Preguntó el inglés-. ¿Qué pinto yo aquí?

—No tengo la menor idea. —Dijo mi consejero mientras se volvía hacia él con aire divertido—. Me he enterado de que ayer el conde sufrió un asalto en el camino de P*, justo de madrugada cuando se dirigía hacia la capital. Tal vez nos quiera poner sobre aviso, y pida al rey una indemnización o algo por el estilo. Han debido robarle el carro y todo, por lo que he oído.

—¡Qué osados! —Exclamó la reina madre, que aún no habiendo contribuido en aquel teatro, sabía perfectamente que éramos nosotros los culpables—. Ya no respetan nada los ladrones. Dejar a unos cuantos pobres samaritanos perdidos en el camino, alejados de la mano de dios sin dinero y medios de regresar.

—Por eso se pasó todo el día de ayer desaparecido.

—Los caminos se están poniendo intransitables. —Murmuró el inglés, que no era consciente de lo que habíamos tramado. Negó con el rostro mientras chasqueaba la lengua.

—Si nos reúne solo para eso, me parece que se las está dando de lo que no es. —Exclamó el rey, enfurecido—. ¿Qué me importa si le han asaltado? Que me lo diga cuando me vea o me haga llegar un mensaje. No tiene necesidad de reunirnos para esto…

—¿Con quién iba? ¿Estaba acompañado? ¿Están todos bien? —Preguntó la reina madre.

—Iba con su esposa, y otro matrimonio, amigo de ellos. Pasaron unos días en la residencia de vuestra majestad en el norte del condado…

—Espero que no fuera mi carro con el que marchó…

—No mi señor.  —Dijo Juan con una sonrisa—. No lo creo. Me temo que era el suyo. No sé si lo habrán vendido, lo más probable es que lo destrocen y lo vendan por piezas. Haremos lo que sea para recuperar sus pertenencias…

—Sus pertenencias… —Murmuró el rey, intentando morderse la lengua, con lo que Juan esbozó una diabólica sonrisa.

Una sirvienta que había en la sala preparó unas cuantas copas y sirvió vino. Cuando el conde llegó acompañado de su hijo, mandó a la copera fuera de la estancia con un gesto poco amigable. Parecía un padre, reprendiendo a su hija y mandándola a sus habitaciones. François, que había aparecido detrás de su padre caminó hasta uno de los asientos libres a mi lado, dejando el más cercano vacío. Su padre sin embargo al comprobar que Juan  había ocupado el asiento que le correspondiera, le lazó una mirada asesina, iracunda y llena de resentimiento, pero no dijo absolutamente nada porque el hombre no parecía tener intención de sentarse. Todo lo contrario, nos tenía a todos sentaditos, dispuestos a escuchar aquella reprimenda que todos aguardábamos. Tardó en llegar, el silencio que se produjo unos instantes después de que François ocupara su sitio, fue denso y frío.

—¿Muy bien? —Preguntó el rey, golpeando con uno de sus dedos la mesa, en tono impaciente—. ¿Qué nos quieres? Ya nos tienes aquí reunidos. ¿A qué viene esta reunión?

—Ya nos hemos enterado. —Aventajó Juan, irguiéndose en su asiento—. Lo de ayer, es terrible. Los caminos del norte de la comarca siempre han sido muy conflictivos. A mí una vez…

—Cierra el pico, botarate. —Exclamó el conde de Armagnac. Estaba en tensión, con su barba erizada como un animal y los ojos chispeantes. Se apoyó en la mesa con los puños cerrados. Juan se había quedado de piedra ante aquella forma de dirigirse hacia él, y si no fuera porque estaba más o menos sobrio, ya habría echado mano de su espada.

—¡Conde! —Exclamó el inglés, lleno de pasmo. Yo miré al rey que había dejado de dar golpecitos a la mesa.

—Esas no son formas, Jaime. —Murmuró, con recelo—. Si has venido a exponernos algo, hazlo como se debe.

—¿Así que ya os habéis enterado? Ayer mismo cuando a primera hora de la mañana cruzaba el puente de P* justo antes de que terminase de amanecer me asaltaron en el camino que se dirige a la capital. ¡Qué oportuno! Justo cuando el duque viene a la capital. ¿No es casualidad?

—No creo que haya sido una casualidad. —Dije con calma—. Es más, me parece todo una estrategia del duque para haceros perder el día y que no estuvieseis presente en las negociaciones. ¡Eso es todo un alago, en mi opinión! Os consideró sufriente rival como para sacaros de la partida a tiempo…

—¡Oh! ¿No me digáis? Vos y vuestras estrategias…

—Cuidado en cómo os dirigís a la reina. —Murmuró Juan, por lo bajo, pero el conde lo ignoró.

—Siempre tan lista y puntillosa. ¿Acaso esa idea no se os ocurrió a vos en vez de al duque? Sois la única que me hubiera querido quitar de en medio. Pues vos fuisteis quien llevasteis toda la negociación en mi ausencia.

—Como bien habéis dicho, en vuestra ausencia, alguien tuvo que hacerse con la dirección de la negociación. Tal vez no me creáis, pero hubiera preferido pasar el día en la biblioteca o de caza. O con mi esposo de viaje. Pero la reina tiene unas obligaciones.

—¿Qué os han sustraído, conde? —Preguntó la reina madre, para desviar el tema de conversación.

—Todo lo que llevábamos. El carruaje, los caballos, varios arcones con ropa y enseres. Dinero y mi espada. Y mi puñal. También las joyas de mi mujer y de su amiga la condesa de L*.

—Todas esas cosas os serán devueltas. —Prometió la reina viuda, conciliadora—. Hacedme una detallada lista de vuestras pertenencias sustraídas y os prometo que…

—¿Así de fácil me haréis olvidar esta afrenta?

—¿Acaso deseáis un duelo a muerte por cuatro caballos, un arcón con vestidos y unos collares de perlas? –Preguntó el rey, desafiante.

—No es por el dinero, es por esta descarada traición.

—No habléis de traición en presencia del rey. —Murmuré, mirándole directamente a los ojos. Deseé que pudiese ver en ellos la verdad y el conocimiento que se ocultaban y si no fue así, al menos sí pude transmitirle parte del miedo que quería transmitirle—. La última persona que entró en esta sala con la palabra traición en los labios, salió chamuscada.

—Muerto. —Dijo él a lo que todo el mundo quedó en silencio. No se oyó ni si quiera el respirar de nadie. La reina madre volvió el rostro hasta el conde y yo fruncí el ceño, confusa.

—¿Cómo habéis dicho?

—Muerto. Está muerto.

De nuevo ese sepulcral silencio de una habitación plagada de pensamientos. Se me secó la garganta y por un segundo sentí que me brotaba la risa. No estaba entendiendo nada y sin embargo el conde parecía lúcido y seguro. Se incorporó, despegando las manos de la mesa y se cruzó los brazos al pecho, en aire triunfal. No venía a echarnos una reprimenda por haberle dejado a mitad de camino de la capital, sino para acusarnos de la muerte del duque.

—¿Qué queréis decir con que está muerto? —Preguntó el rey inclinándose un poco sobre la mesa—. Ayer salió da aquí por su propio pie.

—Le dimos dinero incluso para que se hiciera con un carruaje y se pudiese marchar. —Completó Juan.

—Ni carro, ni oro, ni nada. Lo han encontrado esta madrugada en el camino que conduce a O*, fuera del condado. La últimas vez que fueron vistos con vida fue en una taberna del pueblo de G*, a eso de las nueve de la noche. Calculan que a eso de la una de la mañana los asesinaron.

—¿Eh? —Pregunté, aún llena de pasmo. Me revolví en el asiento pero la mirada que el conde me había dirigido me estaba señalando directamente a mí como la causante.

—No os hagáis la tonta, Majestad. No habéis sido demasiado creativa, dos asaltos, dos personas que no llegan a su destino. Os agradezco sin embrago que no halláis decidido matarme a mí. Si no, sería a mí a quien hubieran encontrado muerto en el camino.

—¡Muerto! —Exclamé pero me quedé quieta donde estaba, a pesar de que el cuerpo me pedía dar un salto en la silla y salir corriendo.

—Muertos, él y sus cuatro acompañantes. —Dijo François al que su padre debía haberle informado de lo sucedido—. Todos con espada, a excepción del duque, al que le han saeteado.

—¡Santo dios! —Exclamó la reina madre, que se levantó para rellenarse la copa de agua, parecía temblorosa, a punto de desmayarse. También yo, sentí como mis miembros burbujeaban y se deshacían como la sal en el agua.

—Puede haber sido cualquiera. —Suspiró Juan sin darle demasiada importancia—. ¡Todo el pueblo de París estaba en contra de ese hombre! Unos borrachos de la taberna les podrían haber seguido y asaltado.

Yo apreté con fuerza los reposabrazos de la silla, sintiendo como por dentro me llenaba el miedo y el pánico. Detener el carruaje de un conde para que no llegase a tiempo a la capital era una cosa, pero matar a un duque, emparentado con la familia real, era un delito muy grave, y era evidente que si no era culpa nuestra, se nos achacaría, pues teníamos motivos suficientes como para hacerlo.

Aquello no se me había ocurrido hasta ese momento.

—¡Han debido ser lo ingleses! Sería una oportunidad muy buena para echarnos el muerto encima.

El embajador inglés saltó de su asiento, espantado.

—¿Cómo osáis, alteza? Esto es una acusación muy grave. No permitiré que la corona inglesa se vea salpicada con estas intrigas palaciegas que os tenéis aquí.

—Siéntese, buen hombre. Solo es una suposición. –Pacificó Juan, pero el inglés ya se había revuelto en su asiento lo suficiente como para despegar el culo de él.

—¿Y por qué no han podido ser los propios gascones, atemorizados ante la tiranía de su líder? ¿O los propios mercenarios que trajo, a los que debía semanas de jornal?

—Puede haber sido cualquiera. —Dije, intentando convencerme a mí misma.

—Sea quien sea el que haya orquestado esto, recibirá su justo merecido. –Murmuró el conde mientras se inclinaba en mi dirección, en un claro gesto de amenaza, y después se separó, para alejarse e ir en busca de una copa de vino y acompañar a la reina madre en su sofoco.

Yo me dirigí sin dudar hacia el rey y suplique:

—Alteza, os lo prometo, yo no he tenido nada que ver con… —Pero cuando su mirada se desvió en mi dirección había algo más que duda en ella, había conocimiento y susto. Había orgullo a la par que satisfacción. Una mezcla de especias propia de quien comete un crimen justo.

Apenas fue un instante de atisbo pero me bastó para enmudecer. Aquello no me lo esperaba en absoluto, y desde luego no lo comprendía. Pero mi sorpresa se transformó en horror cuando al buscar la mirada de Juan me era esquiva y en sus ojos brillaba la determinación de un soldado capaz de cualquier cosa, incluso de cargar con el remordimiento. Miraba a François, como quien mira a un cómplice amigo. Los miré a los tres con más terror que curiosidad, porque en un instante pude atisbar que en la misma mesa se hallaban sentados el juez, el estratega y el ejecutor.

Fue una idea fugaz pero sólida y me aferré a ella, a pesar del miedo. Contuve el aliento un instante y procure no entrar en pánico. Aquello era algo que se salía de mis planes y de mis expectativas. No podía ser cierto, porque se había orquestado sin mi conocimiento y aunque deseaba no creérmelo, conocía demasiado bien a mi consejero como para saber lo que se le pasaba por la mente. También al rey, para poder comprender su mirada que me mandaba mantenerme en silencio.

El conde habló a mi espalda.

—Solo os estoy poniendo sobre aviso, alteza. —Le dijo al rey—. Esta mujer es una instigadora. Como se haga con el control de todo os va a tener esclavizado a sus designios. Entre ella y su condecito os están haciendo la cama. Os están comiendo la tostada. Más os valdría estar ojo avizor si no queréis que también a vos os sorprendan en medio del camino unos maleantes.

El rey me miró directamente a los ojos, buscando en mi interior algo que le confirmase las palabras del conde, o fingiendo realmente mirarme.

—No creo que la reina haya tenido nada que ver. En verdad esta situación no es demasiado ideal. Con el duque muerto no ganamos nada.

—Habéis evitado que en unos meses, reuniendo más apoyo, pueda volver a alzarse con ideas de independencia. Además el inglés pierde un buen posible aliado.

—Otro lo sucederá en sus proyectos.

—El título lo va a heredar su hijo. Que nunca ha sido muy afín a este impulso independentista. Está repudiado junto con su madre y no sabe nada de política. Creo que tiene más que perder que vuestro libertino duquecito. —Se sirvió el vino hasta el borde de la copa y bebió con ansia.

—Estas no son formas de cerrar los acuerdos. —Dijo la reina madre y yo me volví para mirarla de reojo. Parecía seriamente preocupada—. No me importa si habéis sido vosotros o no, esta es una forma tonta y estúpida de sembrar la desconfianza en nuestros aliados. Le hemos prometido un acuerdo de paz y el hombre ha salido de palacio con nuestro beneplácito. ¿pero a las horas lo encuentran muerto? La responsabilidad es nuestra.

—Yo me encargaré de hallar a los culpables, alteza. —Intervino François con la determinación de un general en batalla. Me pregunté entonces si sería capaz de encontrar a los asesinos pasando por alto la sangre que manchaba sus manos.

—Eso espero, muchacho. —Dijo el padre—. Confío en que lo harás. Y en que los llevaras ante la justicia. Porque desobedecer los designios del rey y fomentar el conflicto dentro de país es una traición terrible. –Lo dijo mirándome de soslayo. Yo me volvió hacia él y le miré de frente con ojos amenazantes. Me mordí la lengua y sentí como todos en la mesa apretaban los dietes para suplicarme que no dijese nada. Que no se me soltase la lengua. Pero no pude contenerme y sonreí a medias, tal vez aumentando la imagen de asesina que el conde tenía de mí.

—Sabias palabras. —Murmuré—. Muy sabias.

Cuando todo había quedado hablado, el conde nos echó a Juan y a mí del consejo. Aseguró que en su presencia ya no éramos de gran necesidad y que como nuestra lealtad al rey estaba en entredicho, no éramos de gran ayuda en el consejo. Dejó caer que las reuniones debían darse con los miembros que acostumbraban, y así debía volver a ser ahora que volvía a estar presente. Así que nos despidió con jarras de agua destemplada y nos marchamos del consejo.

El conde de Villahermosa estuvo a punto de escaquearse pero le sostuve del brazo y tiré de él en dirección a mi gabinete.

—Oh, mi señora. Tengo menesteres que atender, ¿no preferís que os venga a visitar más entrada la tarde? Con un vino y algún juego de mesa…

—¡Entra ahí, maldito! –Exclamé con espanto. Manuela y Joseline esperaban dentro, la una remendando unas prendas y la otra leyendo un libro—. Vuestro padre ha regresado. —Le dije a la muchacha que se levantó de un salto al verme entrar—. Desea que le esperéis en la puerta del consejo para hablar con vos. ¿Os habéis enterado? Le asaltaron ayer de madrugada, por eso no pudo asistir a la recepción del duque…

—¡Oh! –Exclamó ella con susto—. ¿Y están mis padres bien?

—Perfectamente, pero les robaron el carro y las maletas…

—¡Oh! Con permiso mi señora… —Murmuró y salió precipitadamente por la puerta.

Cuando hubo desaparecido, el conde quiso seguir su camino pero le retuve, sujetándole del jubón. Manuela se levantó de la silla de un salto, sorprendida por mi reacción.

—¿A dónde te crees que vas?

—Mi señora…

—Tienes cinco segundos para contarme qué ha sucedido…

—Una tragedia, mi señora. Me enteré esta mañana a primera hora. No quise decir nada aún hasta no estar a solas con vuestra Majestad. En el camino hacia P* al duque lo asaltaron al menos tres buscavidas. Ladrones al parecer, porque se han llevado todo lo que tenían, el oro, las armas, incluso las botas y las joyas. Sospechan que han sido mercenarios resentidos, puede que pagados por el rey. Eso es  lo que se dice en la capital…

La bofetada que llegó a su mejilla resonó por todo el gabinete. Manuela soltó una exclamación de sorpresa y soltó la madeja que tenía en la mano. El conde había vuelto el rostro hacia un lado y no se sujetó la mejilla con pena, como le había visto hacer otras veces. Aceptó el dolor con entereza y desvió la mirada para encontrarse con la mía, en busca de una segunda bofetada o una explicación.

—Os lo voy a repetir una vez más. ¿Qué ocurrió anoche?

—Lo que os he contado. Majestad. Eso ha sucedido.

—¿Quiénes lo han matado? ¿Quién ha enviado a esos asesinos? —Su silencio era más de lo que mi paciencia podía soportar y lo cogí de la pechera del jubón y lo zarandeé como a un niño maleducado—. ¿Es que no tienes idea de lo que puedes haber provocado? ¿No te das cuenta del lio en que me has metido? ¡Me habéis vendido! Maldita sea. Todo el mundo pensará que ha sido la corona la que lo ha hecho.

Comencé a golpearle con los puños cerrados sobre el pecho pero no pareció inmutare.

—Dime la verdad. ¡Maldición! ¿Qué ha sucedido? ¿Quién ha arrastrado a quién para hacer esto? ¡Has sido tú! Siempre eres tú. ¿Convenciste al rey para enviar asesinos contra el duque después de que consiguió echarlo del palacio con el rabo entre las piernas? ¿Cómo lo has convencido para que haga tamaña estupidez?

—¿Crees que el rey tiene algo que ver?

—¡Y tanto! Lo he visto en su mirada. También lo veo en la tuya. ¡Lo habéis…!

—Lo hemos matado. Sí. —Asintió con rotundidad. Tan claro que me dejó de piedra. Me miró con los ojos oscuros y la expresión seria, como una estatua. Pero todo su cuerpo contenía una tensión que comenzaba a reflejarse en la dureza de su pecho y de sus brazos.

—Juan…

—Los envenenamos a todos en la taberna donde se detuvieron a descansar, porque previamente habíamos envenenado a uno de sus caballos, y forzosamente se tuvieron que parar. Les llenamos el vino con dormidera. Y a tres leguas ya estaban todos dormitando. Para cuando quisieron defenderse, se tropezaban con sus propios pies…

—¿Estuviste ahí?

—No, pero me lo han contado de viva voz.

—¡Eres…!

—¡Qué! —Exclamó, y me sujetó los brazos con fuerza, acercándome a él con intención de asustarme o de hacerme desesperar—. ¿Qué soy? Decidlo, pero no os hagáis la sorprendida. No me digáis que no sabíais con qué clase de calaña te rodeas… —Miró de reojo a Manuela y esta frunció el ceño con rencor.

—Vete. —Le murmuré pero ella no se movió de su sitio—. ¡Vete!

Desapareció hacia el interior del vestuario y el conde me apretó aún con más fuerza, hasta hacerme sentir una punzada de dolor. Me revolví en sus manos pero no conseguí moverme.

—¿El rey lo ha ordenado? Decídmelo. ¿Os lo ordenó o se lo sugeristeis?

—¡Ojala pudieseis haberlo visto! Me miró con esos ojos negros, como los vuestros, y con una mirada supe lo que me pedía. Pero debo confesaros algo, lo habría hecho con o sin el permiso del rey.

—Juan…

—Al oír a ese bastardo insultaros, me hirvió la sangre. Yo mismo le hubiera sacado los ojos a ese hijo de puta, y le habría cortado la lengua y se la habría hecho tragar. Me hubiera gustado sacarle los intestinos ahí mismo.

Bajó el rostro, no pudiendo mirarme por más tiempo, sorprendido de mi susto. Estaba temblando en sus manos y él comenzó a temblar también. Con su frente se apoyó en mi hombro y me estrechó con fuerza en sus brazos. Hacía mucho tiempo que no teníamos un contacto tan íntimo e intenso como aquel. Pero estaba tan atemorizada que era incapaz de disfrutarlo como lo hacía él.

—Se me abrieron las carnes al escucharle decir…

—Dios mío, Juan… —Murmuré, y le rodeé la espalda con los brazos.

—Perdonadme… —Suspiró y me estrechó aún más si era posible. En aquel momento temía mucho más lo que pudiera salir de su boca que lo que pudiese hacer con ella tan cerca de mí. Pero se limitó a suspirar escondido en mi hombro.

—¡No, no os perdono! —Le empujé lejos de mí y aunque pude aplicar toda mi fuerza, apenas sirvió para moverle un paso atrás. Se soltó de mí, herido por mis palabras y me miró fiero y desafiante—. ¡Me debéis obediencia! —Le grité, mientras golpeaba con mis puños cerrados sobre su pecho—. ¡Maldita sea, solo a mí me debes obediencia! ¡Te juro, Juan, por la tumba de mi madre que os mandaré a España si vuelves a hacer algo fuera de mi conocimiento! ¡Lo juro, Juan!

—Sí… —Murmuró, bajando la cabeza. Estaba más sorprendido que arrepentido y desde luego que no conseguiría hacerle sentir culpable por lo ya hecho, de seguro había disfrutado imaginándose los últimos momentos del duque, pero no sabía cómo hacerle entrar en razón. Me aterraba seriamente que me traicionase, que comenzase a tramar en secreto y mucho más que lo hiciera en mi contra. Pero no hallaba la manera de hacerle ver que estaba indefensa ante él, y que si deseaba jugármela, hallaría la forma de hacerlo.

—Esto es intolerable. ¡Intolerable! ¿Por qué no me habéis dicho nada?

—¿Realmente creísteis que saldría de París vivo, mi señora? —Preguntó alzando la mirada con aire cauto. Yo fruncí el ceño, y lo cogí de la pechera.

—¡Por supuesto! El rey y yo habíamos llegado a esa idea.

—Me temo que entonces fue el rey quien decidió…

—¡Decidir! ¿El rey? —Apreté con más fuerza la tela de su jubón dentro de mi mano—. ¿Acaso crees que el rey haría algo si no tuviese el apoyo de alguien que le gustase conceder caprichos sangrientos? ¿Habéis acordado esto previamente? ¿Por qué no lo disuadisteis de que…?

—No quise disuadirlo. No hubo charla previa. Mi señora. Quisimos matarlo y lo hicimos. ¿Tanto os cuesta entenderlo?

—No era esta la clase de impulsos por lo que te sueles dejar llevar. —Dije mientras me separaba de él y me conducía a uno de los asientos del gabinete. Me apoyé en el escritorio y sostuve mi frente en la palma de mi mano. Sentí una punzada de dolor detrás de los ojos.

—Nadie os culpará. —Afirmó—. No dejaremos que eso suceda.

—¿Ah no? Soy la excusa perfecta para que el rey se deshaga de la culpa. No soy la única que considera que el rey por sí solo no vale nada. Además, si asume que yo he orquestado el retraso del conde de Armagnac, no será difícil relacionar ambos sucesos.

—¿Y qué motivos tendríais…?

—Al parecer los motivos son una vana excusa que ya nadie necesita. Os estáis escudando en vuestro celo para conmigo pero me temo que simplemente estabais deseoso de ejercer vuestra fuerza para derramar sangre, incluso si es a mi costa.

—¡Mi señora!

—Esto no puedo tolerarlo, Juan. Si no puedo confiar en que me tendréis informada y al tanto de vuestros actos, como mínimo. ¿De qué me sirve tenerte a mi lado?

—Oh, mi señora, no digáis algo como eso…

—Llevo aquí ya varios meses. —Suspiré mientras levantaba el rostro y le miraba fijamente a los ojos—. Creo que es hora de que vayáis pensando en vuestro casamiento.

—¡Casamiento! —Pude sentir como le recorría un escalofrío por todo el cuerpo. Había sido un tema que habíamos dejado de lado desde que habíamos venido a Francia, y ambos teníamos un pacto tácito aunque nunca habíamos hablado de ello, de dejarlo pasar y darle largas al condestable de castilla para prologar la libertad que aquello nos proporcionaba. Pero era un buen castigo si con ello conseguía amedrentar su carácter.

—Os lo habéis buscado.

—¿Me impondréis un casamiento como método de castigo? ¡Qué digo, de tortura! —Caminó hasta mí y se postró a mis pies con una teatral súplica. Esperaba que aquella actuación me disuadiera, o al menos ablandase mi carácter, pero solo deseaba clavarle el abrecartas en uno de sus ojos y cegarlo.

—Sí. Por lo pronto hablaré con el rey para que os sean concedidos, por vuestro buen juicio y servicio a la corona, unas tierras al este de la capital. Un pequeño condado que vuestra esposa pueda regir y a donde os pueda mandar, cuando quiera perderos de vista.

—¡Mi señora! —Exclamó, como si le hubieran pinchado con un alfiler, y se aferró a mi tobillo—. Lo que he hecho lo he hecho porque os amo, os idolatro, lo sabéis bien. ¡Si hubiéramos estado en una taberna, yo mismo habría desenfundado mi espada!

—Pero esto no es una taberna y vos soy el consejero de la reina. No la mano inquisidora del rey. Juro que os abofetearía como a un niño desobediente ahora mismo. —Murmuré mientras sujetaba su mandíbula con mis manos, apretando con las yemas sus mejillas.

—Hacedlo si eso os place. Pero no me comprometáis. ¡Os lo imploro! No me hagáis esto… MI reina, mi…

La puerta se abrió y una de mis damas dio paso al rey, que llegaba algo agitado y con expresión fatigada. Pero su mirada se volvió más lúcida y chispeante cuando distinguió al conde arrodillado a mis pies.

—Mi señor. —Murmuró él dejándose caer en sus talones y soltando el bajo de mi vestido. Quiso hacer el amago de levantarse pero lo detuve.

—Ni se os ocurra. No os levantéis. —Miré al rey que se había quedado pasmado—. ¿Y bien? ¿Vais a ser vos quien me explique qué ha sucedido? Matar al duque no entraba en los planes…

—No, no entraban, lo confieso. —Se detuvo a unos pasos de nosotros y puso sus manos a la espalda, bajando el rostro, en gesto de disculpa—. Y reconozco que no pensé que os fueran a acusar tan abiertamente de ello.

—¿Entonces…?

—Me dejé llevar por mis propias cuitas personales con ese hombre. El conde y yo habíamos hablado del tema, de cómo podría hacerse, de qué medios debíamos utilizar… —Miré al conde con una mirada y una sonrisa asesinas. Él palideció y sentí como su sangre se helaba en las venas—. Pero ambos acordamos que aquello era una mala idea por las repercusiones que podría desencadenar.

—¿Y qué os hizo cambiar de opinión, alteza? ¿Qué pasó para que decidieseis que las consecuencias serían nimias en comparación?

Entonces me miró y lo hizo con pena y vergüenza. Después desvió la mirada al conde que aún yacía a mis pies buscando parte del consuelo y la fuerza necesarios para continuar.

—Mi señora, insultar a la reina como lo hizo es alta traición. Peor destino le habría esperado si lo hubiésemos conducido al cadalso.

—Habríais tenido al menos un modo de justificar su asesinato. ¿De veras soy la única que puede entenderlo?

—Todos lo entendemos. Pero ya no podemos hacer nada.

—Si habéis sido capaces de tramar semejante problema, espero que seáis lo bastante hombres como para defenderme de las consecuentes que se avecinen. —Señalé al rey con inquina—. Defendedme de vuestro conde, asumiendo delante de él la culpa de lo sucedido si es necesario. No quiero tener nada que ver con ese hombre. Buscará mi ruina, no lo dudéis, y por este suceso, pueden estropearse nuestros futuros planes para con él. ¡Más os vale, a los dos, que no suceda nada…!

—Os lo prometo, mi señora. Las cosas seguirán como lo hemos planeado. Y no volveremos a cometer semejante locura.

—Bien. —Suspiré y él asintió, bajando la cabeza a modo de disculpa—. Tú. —Señalé al conde—. Ahora mismo escribiré una carta al condestable de castilla para advertirle que antes de que finalice el año, os habréis desposado.

El rey sonrió ante aquella escena y se dio la vuelta para marcharse. Desapareció con el sonido de la puerta retumbando, pero el conde comenzó de nuevo sus súplicas.

—No, mi señora… mi querida amiga. No me hagáis esto…

—¡Me has vuelto a mentir! Habías tramado esto desde el principio…

—Solo fue un plan alternativo, por si las cosas no salían bien…

Alcancé del escritorio un pergamino y una pluma y me dispuse a escribir cuando él se incorporó y sujetó mi muñeca, cuando había comenzado la primera frase.

—No, mi señora. No lo hagáis. Os estoy suplicando de rodillas. ¿Qué debo hacer?

—¿Preferís preparar las maletas y que os mande de regreso a España? ¿De vuelta a la prisión que es vuestra casa?

Aquellas palabras parecieron herirle más de lo que pretendía y bajó su rostro hasta apoyarlo en mis piernas. Negó con la cara hundida en las telas y su mano aún sujetando la mía. Apoyé mi mano libre en su espalda y chasqueé la lengua, disgustada.


—A los niños desobedientes hay que castigarlos, sino, no aprenden…

—Lo que sea… mi señora. Haced de mí lo que os plazca. Casadme si gustáis. Pero no me alejéis de vos. Es lo único que os pido. ¿Vale?

Acaricié los cabellos ondulados que nacían en su nuca y él se dejó hacer, manso como un cachorro.

Vale. Murmuré y dejé caer la pluma a un lado.



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