UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 29

CAPÍTULO 29 – UNA RÁPIDA HUÍDA

 

En una taberna de mala muerte, entre velas a medio consumir y las jarras de vino empapadas y pegajosas, un hombre se cubre con su sombrero para llenar su rostro de sombras. El sonido ambiente es estridente y ensordecedor como el de cualquier taberna a la hora de cenar. Y lo cierto es que este nuestro hombre no tiene demasiada hambre pero ha tenido que hacer un parón en el camino antes de poder abandonar completamente la ciudad. Uno de los caballos de su carruaje se ha desplomado presa del cansancio y han tenido que sustituirlo a prisa. Pero las prisas no son buenas para nadie y en lo que su chofer encuentra un nuevo animal, apaga sus penas con fuerte vino borgoñón. Le han ofrecido un español, pero ha estado a punto de tirárselo a la tabernera encima.

Los dos cocheros que le han acompañado, y sus dos pajes se han sentado en otra mesa, pegada a la suya pero aparte, dejando al caballero con sus propios pensamientos. El duque de Gasconia no se sentaría a la misma mesa que unos pajes, pero no le queda de otra si quiere pasar inadvertido.

La mesa también está pegajosa, como la copa y el plato que le han servido. El suelo está lleno de serrín y paja seca, para los vómitos indeseados y las copas derramadas. Mordisquea sin poco ánimo unos huesos roídos de un costillar y mira por encima del ala de su sombrero con aire precavido. Se ha escondido el cabello debajo del sombrero y se ha cubierto sus estupendas prensas con una capa más raída que los huesos que devora. Después de haber realizado una estupenda y triunfal entrada en la ciudad, ahora se ve obligado a escapar de ella como una rata. Más que la revancha de un rey mentecato, teme la reacción del pueblo que le ha mirado con temor al llegar, y con odio al salir. Tiene espadas y escopetas en el carruaje y porta un grueso puñal debajo de la capa, pero no sería suficiente si todos los hombres allí presentes deciden abalanzarse contra él.

—¿Cómo que el duque se ha marchado de palacio? —Pregunta un hombre, con voz en grito en una mesa alejada. Mira a sus otros tres compañeros con los que reparte una jarra de vino. Se detiene al verter el rojo líquido con una expresión de pasmo.

—Los reyes lo han echado.

—¿Lo han echado? —Pregunta un tercero, sumándose a la sorpresa.

—Así es. Me lo ha dicho mi primo que trabaja como cazador de ratas en el palacio. Ha salido de allí con el rabo entre las piernas.

—¿Y a dónde irá a ahora?

—A su casa, imagino. —Terció el cuarto—. ¿A dónde si no? A ese no lo vamos a ver en el norte luchando con nuestros compañeros.

—¡Já! Ya quisiera yo ver a ese imbécil en plena batalla. Seguro que se mea en sus bonitos calzones.

—¿Y cómo lo han echado? ¿No trajo varias legiones de mercenarios?

—¡La reina los ha comprado! Ha pagado por ellos y santas pascuas. –Dice el enterado—. Eso me han dicho. Eso dicen en las calles. Que la reina ha pagado con su dote al ejército y que piensa enviarlos al norte para combatir con nuestros hombres.

—¡Ah! Pero eso es una estupenda noticia.

—Pues a mí no me gusta nada que la reina se gaste los cuartos en eso. –Dijo una de las camareras que se acercó a cambiar una de las jarras vacías por otra llena.

—¿Tú qué sabrás, mujer, sobre estas cosas? ¿Qué harías tú con el dinero? ¿Comprarte unos vestidos?

—¡Mentecato! —Exclamó ella, dándole un golpe en la nuca al hombre que le hizo estrellar los dientes contra el borde de su copa—. Lo digo por los mercenarios, no quiero que mi marido luche al lado de uno de esos traidores. ¡Ya habéis visto lo rápido que han cambiado de dueño! Si los ingleses doblasen el sueldo. ¿Qué? ¿Entonces qué?

—Eso es verdad. —Dijo uno de los de la mesa, rascándose la brava—. Esperemos que la reina tenga sus buenos ahorros para pagar a los mercenarios hasta el final de la guerra.

—He oído decir que la reina madre está muy enfadada. –Dijo la muchacha de nuevo, inclinándose sobre la mesa para susurrar, aunque toda la taberna pudo escucharla—. Han tenido que detener las obras de palacio, porque la española no ha querido darle parte de la dote para continuar con ello.

—Y muy bien ha hecho ella.

—Bah, los españoles son unos agarrados. No sueltan los cuartos ni aunque los estén matando.

—Oye, bien que los ha soltado para quitarle los ejércitos al duque…

—Yo no lo habría dejado marchar. —Murmuró un hombre que estaba en una mesa contigua, volviéndose hacia aquellos cinco que discutían—. El muy rufián debería haber pagado por lo que ha hecho. A pesar de que se vuelva a casa con el rabo entre las piernas, lo que ha pretendido es alta traición. Yo le habría colgado del puente. O de las murallas.

—No seas animal…

—¿Acaso a nosotros no nos castigan de modos peores por cosas mucho más nimias?

—Eso sí… —Murmuró la muchacha—. A un conocido mío le han cortado la mano por robarle un pollo al vecino.

—Y a la Paola, le dieron unos buenos azotes cuando no pudo pagar el alquiler de la casona…

—¡A ese duque lo habría cogido yo por banda y lo habría…!

—¿Quiere más vino? —Preguntó un joven que se había acercado al duque, haciéndolo sobresaltarse en su asiento. Levantó la mirada, cargada de susto y espanto para encontrarse a un joven mozo en delantal con una jarra de vino llena a rebosar.

El muchacho tenía las pecas cubiertas de rubor por el trabajo en la taberna y su mano sostenía una pesada jarra. El duque negó con el rostro evitando prologar el contacto visual, por miedo a ser reconocido pero sus compañeros alzaron las manos con avidez.

—¡Ponla aquí, muchacho! Se nos ha acabado el vino.  Y traernos algo para cenar, que tenemos mucha hambre.

—¿Qué tienen en la cocina?

—Un guiso de conejo que está para chuparse los dedos. —Murmuró el joven y todos parecieron de acuerdo. Vertió el vino en las copas de los comensales y dejó el resto en la mesa.

—¿Cómo podéis tener hambre? —Preguntó el duque cuando el mesero se había marchado al interior de la cocina. Los cocheros y los pajes se volvieron hacia el duque con una mirada suspicaz y descarada. Aquello era mucho peor que cualquier comentario que pudiera oír en la taberna acerca de su persona, el desprecio de sus propios hombres era demasiado para él. Les había pagado por el camino de vuelta, pero cuando llegase de nuevo a Gasconia, ¿qué sería de él?

—Debéis comer algo. —Terció uno de los cocheros, con aire más conciliador que el resto—. El camino de vuelta será largo y pasar la noche con el estomago vacío no es agradable.

—Le pediré a la mesera que nos prepare unos mendrugos de pan con queso para el camino. –Dijo uno de los pajes levantándose de su asiento.

Habiendo salido de la ciudad, el camino se extendía delante de ellos. A pesar de que hubiesen cogido velocidad, el carro ya levaba muchas leguas a cuesta y por la noche la luz apenas les acompañaba. Así que moderaron la velocidad a mediad que los caminos se hacían más frondosos y estrechos. A lo lejos quedaba el último pueblo que habían cruzado y sus tenues luces se atisbaban entre la maleza.

Era una noche oscura, de esas en que la luna apenas se percibe como una muesca blanquecina en el cielo, y las estrechas apenas si hacían acto de presencia. Era fría incluso para la estación del año, pero todos habían bebido vino suficiente como para no notarlo. Incluso el duque dormitaba dentro del carruaje. Había ido dando cabezadas las últimas leguas pero cuando el sonido se había limitado al chirrido de las ruedas al avanzar, se había quedado absorto y ensimismado. El sopor había dado paso al sueño a eso de las dos de la mañana.

Pero no duró mucho el descanso pues se desveló como por un presentimiento. Rápido notó que la velocidad del carruaje se había ralentizado y se detenían por momentos. Se quedó quieto, encogido como estaba debajo de su capa, notando como poco a poco las ruedas del carro se detenían y los chirridos de toda la madera al crujir se habían silenciado.

—¡Oiga! —Exclamó uno de los cocheros, haciendo sobresaltar al conde dentro de su pasmo—. ¡Oiga, apártese del camino!

Incluso la voz del cochero era lenta y arrastrada, como si se le hubiese dormido la lengua, o hablase en sueños. El duque se incorporó y se asomó a la ventana, descorriendo la cortina de grueso terciopelo.

Al sacar la cabeza por la ventana sintió como se le helaba el cuerpo y la sangre se le detenía en las venas. Delante de ellos, en el camino, se había detenido trasversalmente un jinete con su caballo. Un hombre, alto y fuerte, cubierto con una capa que ondeaba bajo la brisa de la noche y el rostro embozado en finas capas de tela que dejaban entrever sus finas facciones. Y sus ojos, oscuros y brillantes en la oscuridad, iluminados tenuemente por una antorcha que sostenía en las manos. En su cabeza, un ancho sombrero coronaba al personaje, y al bajar el rostro, todo su ser quedó sumido en sombras y desconcierto. Solo brillaba la espada que colgaba de su cinto y las espuelas de sus botas.

—¡Apártese del camino! —Exclamó el duque con autoridad, pero aquella figura fantasmal no solo hizo caso omiso, sino que parecía haberlos detenido con premeditación.

El suelo crujió detrás del carruaje y al volver el rostro, el duque descubrió a otros dos jinetes que se habían allegado hasta ellos. Aquello ya estaba claro, era una emboscada, orquestada por quienes lo querían muerto, que en aquella ciudad no eran pocos al parecer. Los dos pajes que estaban detrás, sentados en el exterior del carro, se volvieron a la par que el duque y atisbaron a los dos jinetes fantasmales que se habían acercado con sigilo hasta ellos. El duque parecía algo esperanzado, pues aún así, ellos eran más, e iban armados. Rápido se introdujo dentro del habitáculo y rebuscó debajo de unas mantas la pistola que debía estar a medio cargar.

Para cuando la halló, escuchó como los pajes se bajaban de sus asientos pero se desplomaban nada más tocar el suelo. Aún temiendo por su vida, asomó de nuevo la cabeza para distinguir a uno de los muchachos que se habían desplomado. No estaba muerto y tampoco lo habían disparado, el silencio que aun reinaba alrededor era desconcertante, pero silencio al fin y al cabo. Miró con pasmo, como el muchacho hacía lo que podía por incorporarse pero se tambaleaba y le temblaban las piernas. Quiso echar mano al puñal que escondía en su jubón y a medio desenvainar, volvió a tropezar con sus propios pies.

Hubiera pensado que estaba borracho si no fuera porque alcanzó a ver cómo su cochero se incorporaba en su asiento y haciendo el amago de bajar del carro, tropezaba y se partía el cuello contra el suelo. Estaban drogados, todos ellos, menos el duque.

Oyó desenvainar unas espadas, las de los jinetes. Y el sonido de las espuelas al bajar de los caballos. Los pasos eran audibles y el gruñido de sus acompañantes al iniciar la pelea, ridículo. En medio de aquel habitáculo comenzaron a temblarle las manos mientras preparaba la pistola. Se preguntó si él también estaría ebrio, dormido o sedado. Se le había secado la garganta y había comenzado a sudar copiosamente. El arma se le resbalaba de las manos y sentía el corazón palpitándole a través de los oídos. Un pitido ensordecedor le dejó unos instantes ausente. Pero retomó su tarea mientras escuchaba los borbotones de sangre en las bocas de sus compañeros. Los estaban matando, degollando a todos. Oía los cuerpos caer, y sus armas dispararse, infructuosamente. La matanza continuaba.

Cuando tuvo la pistola preparada, se armó de valor y saltó del carro, lleno de coraje. En un único intento por cobrarse la vida de quien parecía el cabecilla, apuntó el arma hacia el hombre de la antorcha y disparó. La bala pasó rozando el rostro del hombre, que se había quedado quieto como una estatua y había aceptado el disparo con total resignación. Pero si le había alcanzado, no se notaba, no parecía sentir el dolor que le causaba un rasguño que le había lacerado la mejilla derecha.

Al ver que ni si quiera a menos de cinco metros había conseguido causar la muerte de aquel hombre, aceptó que sus sentidos también estuvieran distorsionados. Dejó caer el arma y quiso retroceder pero su cuerpo ya no respondía. Podría haber sido el miedo, el vino o el sueño. Pero estaba atontado, como si le hubiesen dado un fuerte golpe en la nuca. En eso que buscaba con fuerza el equilibrio en sus piernas, sintió como la sangre se vertía por su nariz. Sintió el sabor de la sangre y el calor emanando de sus fosas. Se llevó la mano a los labios y bajo el manto anaranjado de la antorcha distinguió el rojizo tinte de la sangre en sus yemas. Podría ser vino, pero estaba salado y con sabor metálico. Pero no había dolor, tampoco muerte. No aún.

—Nos habéis envenado. —Dijo el duque, consciente de que quienes lo asaltaban habían sido los verdugos. ¿Estaba el veneno en el vino, en el guiso o en el aire? Tal vez estuviese en la niebla que les precedía, o en la oscuridad que los amparaba. Los dos hombres que habían quedado a un lado del camino miraban con ojos furtivos e impacientes. Pero el hombre de la antorcha parecía una estatua, estaba tranquilo y sereno.

—¡Bastardos! ¡Malditos seáis! —Gritó el duque, presa del pánico—. ¡Maldito sea el rey! ¡Y maldita sea la puta de la reina!

El jinete lanzó al suelo la antorcha y quedó entre ellos, alumbrando con aire fantasmal el rostro del duque. Estaba lívido y sudoroso. Y con ojos desquiciados observó como el jinete sacaba de su costado una ballesta de madera oscura y cargaba en ella una flecha. Mientras lo apuntaba, podía distinguir el perfil de un escudo bronceado, con un águila bicéfala.


La flecha salió disparada con rotundidad, cayendo en el pecho del hombre. Quedó de pie unos instantes antes de caer al suelo, de costado. El duque se llevó la mano al pecho, con un mudo grito de dolor y el jinete extrajo una segunda flecha de su carcaj. Al sonido del arma al ser cargada el duque volvió la vista atrás por encima de su hombro y sintió los ojos del jinete cayendo sobre él como un frío manto de agua helada. No tuvo duda de que aquel hombre era la misma muerte, pues de los ojos que la llama de la antorcha atisbaba a iluminar, uno de ellos era frío como el hielo, y el otro blanco como la nieve.


 

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