UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 25
CAPÍTULO 25 - EN EL BOSQUE
Rodrigo, Juan, el rey y yo recorrimos al menos una legua hasta que nos bajamos de los caballos, y armas al hombro, nos dirigimos camino adelante. Unos cuantos perros nos habían estado acompañando y salieron disparados en cuanto el cañonazo se haizo oír. Volvían con una liebre entre sus dientes, animalillo que colgábamos de un aro al caballo o lo lanzábamos dentro de sacos de cuero. Yo prefería las flechas de la ballesta, eran menos precisas pero eran silenciosas, mucho más que los escopetones. Si los conejos oían aquel estruendo, salían corriendo a sus madrigueras y no volvían a salir por minutos. La flecha era certera y silenciosa. El perro me trajo en cuestión de minutos cuatro liebres.
Juan no era buen cazador, y no sentía verdadera pasión por aquel arte, pero su ayudante era buen tirador y acertaba por los dos. Mi consejero prefería entretenerse observándome a mí, al rey o a su amigo. Era más dado a darnos conversación mientras cazábamos o paseábamos. Hubiera preferido quedarse en palacio, escribiendo poemas o escabullirse a las tabernas de la ciudad a pasar la mañana entre jarras de vino y jóvenes muchachas.
—Sois un cazador excelente, Rodrigo, no comprendo cómo no se os dan mejor las mujeres.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —Preguntó el rey, súbitamente curioso por aquella comparación.
—Acechar una presa es parecido a seducir. El silencio, la espera, la paciencia. Afinar los sentidos, y procurar un disparo certero.
—Sois capaz de retorcer la realidad con vuestra lengua de poeta para enlazarlo todo con la seducción. –Dije mientras el rey ponía los ojos en blanco, decepcionado con la respuesta de mi amigo, tal vez esperaba descubrir un gran enigma.
—Todo en esta vida es seducción. La política es el arte de la seducción del enemigo, el baile es el arte de la seducción con música.
—Aplicando vuestra filosofía, todo podría ser comparable a la caza. La política es el arte de la caza del contrario, el baile es el arte de la caza con música de fondo. Incluso el amor, es el arte de la caza sobre la amada.
—¡Ah! Sois un seductor como yo, alteza. Os acabáis de desenmascarar.
El rey le miró iracundo y volvió el rostro enrojecido de vergüenza. Se había hecho un nudo con las palabras y había acabado cayendo en los juegos de palabras del conde. Su amigo Rodrigo rió por lo bajo y después soltó una escueta disculpa. Yo sonreí, porque conocía a la perfección aquella sensación de vergüenza.
—No os aflijáis, solo juega con vos, mi rey. —Suspiré—. Lo hace con todo el mundo. Es capaz de hacer jurar al diablo en nombre de Dios.
—Tal vez para voz no todo sea seducción. —Dijo el rey, mirando a Juan—. Solo engaño. El arte del engaño aplicado a la vida misma. Engaño sobre las mujeres, disfrazado de seducción; engaño en la política, fingiendo ser seducción; incluso engaño en la caza, pues no habéis cazado una sola liebre desde que estamos aquí, todas vuestras presas os la ha dado vuestro ayudante.
—Sois muy observador, alteza. No nací para la caza, lo reconozco. —Asumió el conde en tono conciliador al ver que las palabras del rey habían estado plagadas de rencor e inquina—. Mi padre tampoco tenía esta por afición así que yo no obtuve la costumbre. Pero he acompañado a la reina siempre que mi condición me lo ha permitido.
—¿Vuestra condición de exiliado?
—Esa condición, mi señor. —Dijo, con tono más recto y serio.
Entonces el rey nos miró a ambos alternativamente y sentí un escalofrío colarse por mis piernas, hasta mi cuello. Para mí, aquella mirada que una vez fuese fría y hermética, ahora era como un libro abierto. Pude comprender qué clase de pensamientos pasaban por su mente y qué tipo de dudas habían germinado en su interior.
Juan era mucho más avispado que yo para captar todas aquellas muestras de celos y desconfianza, pero fue mucho más inteligente que yo, ignorándolo completamente como quien no desea enfrentarse a los celos de un niño que no está a su altura, y cambió drásticamente de tema.
—¿Vuestro padre os instruyó en el arte de la caza?
—Así es. —Musitó el rey—. Aunque más que la caza, le gustaban los torneos. Costumbre demasiado arcaica, he de reconocer. Costumbre que le costó la vida.
Llegamos a un claro donde las liebres campaban a sus anchas. No eran demasiadas, pero tampoco desperdiciamos la oportunidad. El rey fue el primero en disparar, dejándole a él siempre como era costumbre el primer disparo, pero al apretar el gatillo, el arcabuz no disparó. Se había encasquillado. Intentó volver a verter pólvora en el encendedor pero le advertí que no repitiese el dispar. Sería peligroso si aquel exceso de pólvora le saltaba a la cara. Me miró como un crío al que se le acaba de reprender por algo extremadamente obvio pero asintió, consciente.
—Dejadme el vuestro.
Le extendí mi arcabuz y disparó, pero no acertó a ninguna liebre. Yo suspiré.
—Al otro lado del claro está la cabaña del guardabosques. Tal vez él tenga útiles para arreglar la escopeta. —Dijo el rey mientras me devolvía el arma.
—Bien, vayamos.
Cuando llegamos, Rodrigo aprovechó para alejarse a orinar, y mientras Juan se quedaba en la puerta, a la espera, el rey y yo entramos en la cabaña. Era más grande de lo que habría imaginado, casi una casita rural. Me imaginé que aquel guardabosques viviría de continuo allí. Había alguna vitrina con armas, una despensa con comida, y unas escaleras daban a un pequeño ático donde se extendía un viejo camastro.
No había nadie allí. Avisado de que estábamos de cacería había salido para comprobar que no habían incidentes. El rey dejó la escopeta sobre una gruesa mesa de madera y se acercó a la vitrina donde había algunos pistolones y arcabuces antiguos. Demasiados viejos para ser útiles. La escopeta la llevaría el guardabosques encima. Sobre la chimenea había una cabeza de jabalí enmarcada. La expresión del animal era grotesca, rugiendo como un tigre y con los colmillos mirando cada uno a un lugar.
—Vuestro amigo dice ser un experto en el arte de la seducción, pero no se le da nada bien disimular. —Dijo el rey, mientras me daba la espalda, con la mirada perdida dentro de la vitrina—. Decidle que se corte, y deje de ser tan evidente.
—¿Evidente? ¿Qué queréis decir?
—¿Acaso os haréis la tonta conmigo? No os pega nada…
—¿Alteza? Hablad claro, os lo ruego.
—Sé que soy el menos indicado para daros una reprimenda pero os las dais de mujer culta y leída. ¿No conocéis eso de que la esposa del Cesar no solo debe serlo, sino también parecerlo?
—¿Estáis insinuando…?
—Siento no ser tan indiscreto como vuestro amante.
—¡Amante! —Solté con una carcajada—. Ya veo que ha sido esto lo que os ha estado devorando la mente estos últimos días. ¿No es cierto?
—¿Ahora podéis ver lo que hay en mi mente?
—Cada día más, y mejor. Sois para mí como un libro abierto, y aunque finjáis esas miradas distantes y esa frialdad que corta como un cuchillo, puedo intuir que estáis profundamente dolido.
Me miró con una de esas expresiones intencionalmente herméticas.
—Siento decepcionaros, y sé que lo deseabais más que nada, pero no tengo un amante. Os duele más que os sea fiel al hecho de que pueda tener un amante. ¿No es cierto? Eso calmaría vuestra conciencia, ¿verdad?
—Todas las mujeres os vendéis, por unos halagos y unos poemas.
—Todos los hombres infieles creen que sus mujeres también lo son. —Dije mientras él me repasaba con su mirada. A lo lejos se escuchaba el sonido de una musiquilla, los silbidos del conde que entraban desde el exterior.
—Os levantáis por las noches, ¿A dónde vais?
—Paseo, mi señor.
—“Mi señor.” —Repitió con rintintín—. Solo me llamáis así cuando deseáis que os crea, por encima de todo.
—Paseo, camino y medito. A veces leo y otras solo me siento en el diván del gabinete y miro a lo lejos. —Contuve un suspiro—. Teneros dormido a mi lado no es ningún tipo de tortura, y tampoco hay nadie esperándome en la oscuridad del gabinete. Pero el sueño suele serme esquivo y no logro conciliar bien el sueño. No deseo perturbar el vuestro, así que a veces…
—Incluso cuando yo no estoy, os marcháis de vuestras estancias. —Sentenció. No le valieron mis excusas.
—Vuestra puta os tiene bien informado, alteza. –Sonreí, con desgana.
—Es una puta fiel.
—¡Vaya oxímoron! —Exclamé y estuve a punto de desternillarme, pero me contuve. Él también había suavizado su expresión, miró hacia el suelo y después levantó la mirada, un poco más límpida que antes.
—¿A dónde vais? Decídmelo. ¿Os reunís con él por las noches?
—¿Solo necesitáis saberlo? ¿Qué haríais si os digo que sí? ¿Qué pasaría? ¿Eso os aliviaría?
—Eso me aliviaría. —Asintió.
—Me temo que no puedo proporcionaros ese consuelo. Vago por los interminables pasillos del palacio.
—¿Cómo es posible? Ninguno de los guardias os ve salir de vuestra alcoba.
—Sabéis a qué pasadizos me refiero. —Dije y él alzó el mentón con orgullo, como quien se siente amenazado por descubrirle un secreto. Pareció atemorizado al principio, pero después consolado.
—¿Cómo?
—Vuestra madre me lo hizo saber.
—¿Desde cuándo?
—Desde el principio. —Suspiré.
—¿Habéis presenciado las reuniones del consejo?
—Y vuestros revolcones con la señorita de Armagnac.
El pobre enrojeció hasta la frente. Sus ojos chispearon con rabia infinita, como la de un niño cuando le descubren en un aprieto. Se acercó a mí a pasos agigantados y cuando estuvo a medio palmo sostuvo con su puño cerrado mi jubón. Me zarandeó un instante, no atreviéndose a más. Con un grito, mis dos protectores entrarían en la casa y lo separarían de mí.
—¿Cómo osas? Eres una maldita descarada. ¡Eres peor de lo que me esperaba! Eres una bruja, una amargada. Ahora estoy más seguro que antes, usas esos pasadizos para encontrarte con tu querido conde. ¿No es eso? Y esto… —Me quitó de un tirón el guardapelo que colgaba de uno de mis botones. La cadena se partió y se quedó colgando de entre sus dedos—. ¿Sigue aquí el rostro de vuestro primer prometido? ¿Todo de lo que me han advertido es verdad?
—¿De qué os han advertido?
—De vuestra perfidia.
—¿Qué esperáis encontrar en ese guardapelo? Es un regalo, os ruego que no lo destrocéis aún más…
—¿Un regalo? ¿De quién? —Preguntó lleno de espanto y lo abrió, quedándose mudo al mirar la imagen el interior. Su mirada se quedó borrosa y tuvo que mover el guardapelo para observar mejor el retrato allí pintado. Se reconoció entre aquellas pinceladas y sonrió. Pero era una sonrisa más sarcástica que sincera. Estaba aturdido y desconcertado así que me extendió el abalorio y yo lo sostuve con ambas manos. Lo cerré, antes de lanzar al interior de este una escueta mirada y observé con pena la cadena, rota.
—Vuestra puta os ha alimentado la mente con cuentos. Que han germinado bien entre dudas y complejos. Han creado una fantasía de mi persona.
—¿Por qué lleváis eso al cuello? ¿Quine os lo ha dado?
—Yo lo pedí. Lo mandé crear cuando vine aquí. El conde me lo regaló.
—¿Por qué?
—Deseo teneros cerca. El recuerdo de vuestro carácter me alienta.
Se acercó a mí con cautela, casi con disculpa y con uno de sus dedos abrió los míos, mostrando de nuevo el guardapelo. Lo abrió, descubriendo de nuevo su rostro y ambos lo miramos de ceca.
—En verdad temo que todo esto sea una farsa, una gran fachada que construís para conmoverme. Si sois discípula de vuestro conde, habréis aprendido bien las artes de la seducción. Temo por mí, más de lo que pensáis.
Quise suplicarle que no temiera por él, pero no me salieron las palabras. Confesaba su propia debilidad frente a mí, como si aquello no significase realmente nada. Me quitó el guardapelo y se lo quedó mirando.
—Me lo quedaré por hoy para que no se os pierda, y lo mandaré arreglar cuando regresemos. Espero que podáis perdonarme.
—Enrique… —Murmuré y sostuve su rostro con mis manos. Estaba ardiendo, como si le cubriese la fiebre, pero era la vergüenza y el acaloramiento de la discusión—. No os disculpéis, es normar dudar, os lo aseguro. El amor es algo que ciega los sentidos, pero eso algo que no podemos permitirnos ¿no es cierto? Sin embargo como reina tengo honor y con él os prometo que os seré fiel, a vos y a vuestro reino. Y confío en que vos seáis recíproco en esta confianza.
El rey miró hacia abajo, rendido, y dejó caer el rostro en mi hombro. Parecía exhausto. Sus brazos caídos a cada lado y el rostro suavizado en una expresión de paz.
—¿De verdad creéis que no somos capaces de amar? —Preguntó con el rostro enterrado en mi jubón.
—Tal vez de amar sí, pero de amarnos entre nosotros, tal vez no. El amor hay que dejarlo a un lado. Los sentidos embotados no son un buen consejero en el gobierno.
—Yo podría llegar a amarte. –Murmuró. Aquello me conmovió más de lo que estaba dispuesta a admitir. Rodeé su nuca con mis manos. Su cabello estaba húmedo por el sudor y era suave y duro.
—Jamás os pediría algo como eso.
—Lo haría, complacido… —Sonrió—. ¿Me permitirías pasar esta noche con vos?
—Esta noche no es… —Murmuré pero él alzó a mirada—. Por su puesto, mi rey.
Me besó. Aquello fue más inesperado aun más que su propuesta. Fue un beso de amantes, un beso cálido y lleno de arrojo. No había nada de protocolario ni de intimidad sexual. Me besó para calmar su hambre de mí, su vergüenza en la discusión y para tener un poco de mi aliento en él. Me besó no para confirmar que yo le pertenecía, sino para demostrarme que también él me pertenecía a mí. Espero que él sintiese de verdad todo aquello que a mí se me pasaba por la mente y que su cuerpo experimentase aquellas emociones que para mí eran tan nuevas. Recuerdo con especial cariño aquel beso, y espero que para él hubiese significado lo mismo, y no fuese parte de una estrategia de seducción o de convicción. Para él, tal vez, aquellos besos sinceros y dulces tal vez no eran tan desconocidos, pero a mí me resultó casi reconfortante.
Aquel instante ojalá hubiese sido eterno. Cuando no separamos volvió a mi mente la guerra, el hambre del pueblo, el descontento general en el congreso, el recuerdo de su amante y el olor de las liebres muertas que habíamos estado cargando todo el día. Pero durante aquel beso, todo aquello se había desvanecido como el humo. En mi corazón no hubo espacio para la angustia o el miedo. Me llenó su olor y su tacto. El roce de su pequeña nariz contra mi mejilla y la sonrisa que se desdibujaba en sus labios mientras me besaba.
—Perdonadme. —Se disculpó al separarnos, pero no se alejó demasiado de mí.
—No oséis disculparos por un gesto tan dulce.
—No quise sorprenderos.
—Ha sido una grata sorpresa. —Besó mi mano con premura, compensando su desvergüenza—. Somos compañeros, y tenemos un plan juntos. No lo olvidéis. Si desconfiamos el uno del otro, todo se irá al garete.
—No lo olvido. Sois mi reina.
—Debéis confiar también en la mujer, no solo en la reina.
—Pero como hombre… no sé si yo estaré a la altura.
—Espero grandes cosas de vos, mi señor. No me decepcionéis.
Comentarios
Publicar un comentario