LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 39

CAPÍTULO 39 – Seguid huyendo

 

 

Para cuando pasaron de las doce del mediodía me encontraba en las puertas del cuartel. Un gendarme estuvo lidiando conmigo durante largos minutos para que no entrase dentro. Pero el escándalo que yo comenzaba a montar en medio de la calle estaba poniéndoles en evidencia así que me dejó entrar y como había exigido ver a mi padre, primero me llevó con el aguacil. Era un hombre regordete, con la nariz roja y el cabello alborotado. Tenía el sombrero medio ladeado y el uniforme le quedaba ajustado en el pecho. Era todo un personaje.

—¿Qué quieres, muchacha? –Me preguntó mientras fingía revolver unos papeles sobre su escritorio, como si estuviese seriamente ocupado y me atendiese por hacerme un favor.

—Han detenido a mi padre esta mañana. Deseo verle. Para saber que está bien.

—Está perfectamente cuidado. –Dijo sin levantar la mirada—. ¿Acaso crees que tratamos a los detenidos como animales?

—Le golpearon. Se lo llevaron inconsciente. Quiero saber que está bien. Solo verle unos minutos, por favor…

—No. –Se negó en redondo y cuando levantó la mirada parecía haber tomado una resolución.

—Tengo que verle. –Insistí—. Es mi padre, y sin él, me quedo sola con el negocio. Necesito que al menos me deje verle para que me de unas directrices, algo…

—No. –Volvió a repetir.

—¡Al menos díganme cuando pueda verle!

—Cuando se haya resuelto la investigación y el postrer juicio.

—Entonces déjenme colaborar en la investigación. –Aquella resolución pareció aclarar un poco su mente y rebuscó ahora en serio entre los papeles.

—A ver. Dígame cómo se llama su padre. –Preguntó y yo suspiré, algo más aliviada al ver que avanzábamos en una dirección positiva.

—Leroy. Henry Leroy. –Aquel nombre le hizo dar un respingo y dejó de rebuscar entre el papeleo. Levantó la mirada como si supiese que acababa de librarse de una trampa y me sonrió, ladino.

—Hasta el juicio no podrá verlo. Y no se le permite colaborar en la investigación.

—¡Cómo que no! –Exclamé—. Si fui testigo de la agresión.

—No es eso lo que pone en el informe. –Dijo.

—¿Dónde está el informe?

—Lo leí esta mañana. La agresión se produjo de noche, en la calle, de camino al taller desde la taberna de la tortuga coja. El señor de Vigny se cruzó con su padre, ebrio hasta la saciedad, y tuvieron una discusión. En la que el señor de Vigny salió mal parado.

—¿Pero qué está diciendo?

—Además… —Añadió, con aire de listillo—. Usted no tiene nada que hacer aquí. Váyase, antes de que la detengan a usted también. –Me advirtió, y yo me sentí flaquear las piernas. Me mordí el interior de los carrillos y exclamé:

—Soy Eleanora de Vigny, protegida del Marqués de MontBlanc, y deseo ver al señor Leroy, de inmediato.

Aquello hizo enmudecer no solo al alguacil, sino también a todos los presentes en aquella oficina. Pero tras un instante de calma, todos estallaron en carcajadas y el alguacil, en medio de risotadas mandó que dos soldados me echasen de allí. Cada uno me sujetó por un brazo y grité, en medio de aquel estruendo de carcajadas:

—¡Hank! ¡Hank! No me dejan verte. ¡Volveré, te lo prometo! Suéltenme, suéltenme! –Me lanzaron a fuera del cuartel, haciéndome caer en medio de la calzada. Uno de los gendarmes se quedó con mi mandil de la mano y al descubrirlo allí y me lo devolvió con un feo gesto de su mano. Seguían riéndose adentro.

—¿Habéis oído lo que ha dicho, esa moza? ¡Debe estar loca!

Cuando desaparecieron por la puerta del cuartel me incorporé y me quité el polvo que tenía en la ropa. El mandil salió volando y se lo llevó el viento lejos, lo suficiente como para no desear ir detrás de él. Me sentí terriblemente sola y desazonada, desorientada y aturdida. Cuando me conduje camino al taller me detuve en la puerta y miré adentro. Todo estaba oscuro y sombrío, y entre los crucifijos y las vírgenes parecía un pequeño panteón, lleno de polvo y serrín. De mierda. De recuerdos.

Seguí caminando hasta el final de la calle y como no vi una nueva montura con la que hacerme llegué hasta la carpintería de Robert y entré con las piernas temblándome y el cuerpo entumecido. Ferdinand estaba allí cargando con unos maderos dentro y fuera del almacén y Robert delineaba unas marcas sobre un listón de madera. Tenía un boceto al lado. Cuando levantó la mirada me sonrió con gracia pero yo no debía de tener el mejor aspecto del mundo y su semblante se oscureció con un velo de preocupación.

—¡Señorita Leroy! ¿Qué le ocurre?

—¿Está usted en posesión de ese burrito que le he visto unas cuantas veces? Lo necesitaría. Tengo que ir a un sitio… —Le dije sin querer darle más explicaciones. Evitando su mirada, por si advertía en mis ojos un hondo pesar. Lo advirtió, de todas maneras.

—¡Ferdinand! –Exclamó, y el mozo salió del almacén rápido como una flecha.

—Mande.

—Ve a buscar al burro. Tráeselo a la señorita.

—¿Con una carreta?

—Con montura, nada más. –Dije, aliviada por su buena colaboración. Era la primera vez en todo el día que alguien me apoyaba, y me ayudaba. Yo me cubrí los ojos con las manos y retuve el llanto. Estaba exhausta y aquella buena voluntad me abrumó. El mozo pasó por mi lado y salió disparado fuera. Cuando me hube limpiado las lágrimas alcé la mirada para encontrarme con la de Robert, asustado y preocupado. Me miró con las manos sobre la mesa de trabajo y un lápiz entre sus dedos.

—¿Está bien, señorita Leroy?

—Perfectamente. –Mentí, y esperé que aquella respuesta le disuadiera de seguir preguntando. Estaba llena de polvo, harina, con la ropa descolocada. Sudando y pálida.

—¿Seguro? No tenéis buen aspecto.

—Es que una tiene que hacerlo todo, y no puede esperar que me presente aquí arreglada y emperifollada como una princesa.

—No es su ropa. –Me dijo, pero tampoco insistió más en ello. Yo me volví y salí afuera. Esperé entre el soplido del viento y el murmullo del gentío a que el burro llegase. Aquellos segundos fueron eternos, y creo que nunca me había sentido tan lejos de la realidad como en aquel instante. Estaba a punto de desfallecer cuando Ferdinand llegó con el burro ensillado y me pasó las riendas.

—Es un poco desconfiado, pero si le tratas con mimo irá a donde quieras… —Cuando cogí las riendas y me subí sobre el burro me lanzó una sonrisa apenada—. Parecéis La Virgen, ahí subida. ¿Vais a Belén? –Preguntó como forma de soltar una gracia, esperando animarme.

—A Belén. –Sonreí—. No. Aquí empieza mi Vía Crucis*.

 

 

Cuando llegué al palacete del Marqués de MontBlanc me recibieron los guardias de la última vez. Recordaba a uno de ellos, con la cara picada por la viruela. No parecieron querer discutir demasiado, o tal vez ya estaban advertidos de que mi presencia era grata. O tal vez, prevenidos, de que me presentaría con intención de hablar con el marqués. Entré hasta las dependencias que había presenciado la última vez y allí estaba él, sentado como si nada, contemplando el paisaje que se veía a través de una cristalera, con una copa de coñac en una mano y un librillo en otra.


—Qué raro encontraros aquí, tan ocioso. –Murmuré cuando nos quedamos a solas en la estancia. Él aún me daba la espalda pero anduve hasta hallarme a su lado—. Cualquiera diría que estabais esperándome.

—¿No esperábais encontrarme? –Negué con el rostro—. ¿Entonces por qué habéis venido?

—Para hallaros ocupado, en vuestros quehaceres. –Murmuré—. ¿Me esperabais?

—La verdad es que no. –Suspiró—. No esperé que vinieseis. ¿Venís en busca de ayuda? –Aquella pregunta, más bien el tono en que la conjugó, ya me dio mala espina.

—¿No debería? Dijisteis, marqués, que estaba bajo vuestra protección.

—Por eso no os han llevado también a vos al cuartelillo. –Sentenció con una afilada mirada, cargada de espera por un agradecimiento. Yo abrí los ojos, pasmada, y tragué en seco. Miré el mismo paisaje que hasta hacía unos segundos había estado mirando él, solo como excusa para no enfrentar su mirada—. Os advertí, yo no me entrometo en asuntos personales y privados…

—¡Pero esto es una injusticia! –Exclamé, impotente. Él se ofendió por el tono de mi voz y me miró con enfado, como si aquella exclamación fuese de todo punto innecesaria. Yo resoplé, y puse los brazos en jarra—. Ya veo porque no ha creído que fuese a venir. Porque es una tontería, y una pérdida de tiempo venir aquí a por ayuda. ¿Me equivoco?

—Si eso es lo que piensas, está bien. –Murmuró y se llevó el vaso de coñac a los labios con tal aire de grandeza que me llenó la sangre de ira.

En dos pasos estuve a su altura y de un manotazo tiré el vaso al suelo. Se rompió en cientos de pequeños pedazos y el líquido dorado se extendió por las baldosas. El marqués se quedó con la mano en el aire, y con la mirada en ninguna parte. Resopló y después me miró a mí, con una mueca de disgusto.

—No mordáis la mano que os ha protegido.

—No sabéis lo que es protección. Solo me habéis apartado un poco del disparo, pero me han herido igual. ¡Maldito!

—Cuidad vuestro lenguaje. –Me advirtió, apartándome la mirada con disgusto.

—¡Ayudadme! Vos podéis intervenir en mi nombre. –Dije, totalmente convencida de mis palabras—. Id al cuartel. Explicarle a los gendarmes lo que ocurrió realmente. Debéis saber la historia mejor que yo. ¡Ellos os creerán! A mí no me creen. O no quieren creerme. Ni siquiera desean escucharme. ¡Piensan que ha sido una discusión entre borrachos! Maldita sea. ¡Mi hermano quiso matarme!

Con aquella exclamación me levanté la falda y le enseñé al marqués mis piernas, cuyas heridas comenzaban ya a cicatrizar. Él no apartó la mirada y aquello me hizo enrojecer. Me bajé la falda y él levantó la mirada hasta clavarla en mi expresión.

—Yo no me involucro en asuntos personales.

—¡Entonces echadlos de vuestra casa!

—Tampoco puedo hacer eso. ¡Qué imagen daría!

—¿Entonces no podéis hacer nada?

—Menos que usted, me temo. –Dijo, posando una mano sobre otra en su regazo. Yo di un paso atrás, más sorprendida que rechazada.

—¿Cómo puede ser eso posible? –Le pregunté en un murmullo, pero no esperaba que me fuese a contestar. Lo hizo, para mi sorpresa.

—¿Acaso vos no tenéis menos que perder que yo? Pues eso mismo.

Después de aquello hubo un instante de silencio en el que él miró directamente hacia el paisaje, y se volvió tan hierático como lo encontré al entrar en la sala. Tenía una mueca tan extraña en su faz que habría podido distinguir en ella tanto altanería como tristeza.

—Es injusto. –Volví a susurrar—. Encerrar a un buen hombre, y dejar libre al culpable…

—El mundo no se rige por la lógica ni las leyes, —Dijo, en tono filosófico—. Y mucho menos las personas.

—¿Entonces de qué sirven las leyes, si no es para protegernos?

—Para controlaros, atraparos y juzgaros. Para condenaros y después mataros. Para eso sirven las leyes. Por eso quien puede, se las salta. Porque son ilógicas e irracionales. Y por lo general, quien se la salta, es quien las crea. Así de sencillo es.

—¿Y qué puedo hacer? –Pregunté en tono de súplica. Un consejo, solo eso me daría un poco de esperanza.

—¿Hacer? –Se volvió a mí, con una mueca pasmada—. ¿Qué habéis estado haciendo hasta ahora?

—Huir.

—Huid, pues. Seguid huyendo. Tal vez consigáis que no os atrapen a vos también.

Yo me quedé muda. Di un paso hacia atrás y volví mi vista al paisaje del exterior. Ya no veía nada más que una extensión de neblinosa angustia. Una vaga ansiedad me cubrió de arriba abajo.

—Dicen que sufrís de la misma locura que vuestra madre. ¿Es eso cierto?

Quise decirle que no, pero a esas alturas no estaba realmente segura de aquello. Tal vez lo estuviera, tal vez lo había estado durante toda mi vida, y acababa de planteármelo. Y solo aquel fuese el primer y único momento de verdadera lucidez. Tal vez mi madre estuvo loca también, y nunca lo supo hasta el día de su muerte. Tal vez la locura de uno solo pueda apreciarse desde fuera. No le dije aquello, aunque me hubiera gustado.

Toda mi cara se había paralizado en una expresión de horror y solo deseaba desaparecer. Desmoronarme como un castillo de arena y caer al suelo. Y que el viento se llevase cada pedazo de mí convertido en polvo. Respiré profundamente y me volví hacia la salida. Los pasos resonaron por toda la estancia y cuando estuve a punto de cruzar la puerta, la voz del marqués me detuvo.

—La última vez que estuvisteis aquí, me acusasteis de ser yo quien atrajo a vuestros hermanos hasta vos, aquí. –Yo me volví, sorprendida. Pero él marqués seguía mirando hacia afuera—. Sus hermanos, señorita de Vigny, removieron Brujas en busca de cualquiera que supiera a dónde os habíais dirigido. Amenazaron y sobornaron a unos cuantos, hasta dar con alguien que tenía un talón de Aquiles.

—¿Sabéis quién fue?

—Un judas. –Apuntó.

—¿Se vendió por treinta monedas de plata?

—Se vendió, por evitar la orca.

Como no esperaba sacar más de él, me volví hacia la puerta y me marché.

 

 

Pasaban más de las cuatro de la tarde cuando llegué a la puerta de la carpintería y me bajé del animal. Ferdinand salió al oír los cascos del burro detenerse en la puerta y yo le extendí las riendas.

—¿Se ha portado bien el pollino? Es algo rebelde, ¿verdad?

Ignorándolo entré en el taller y como no encontré por ningún lado a Robert me aventuré a adentrarme en su despacho. Allí estaba de pie, paseando, meditabundo. Al verme entrar se le iluminó la expresión y pareció agradecido y aliviado.

—¡Señorita! Al fin regresa. Pensé que algo malo podía…

Caí de rodillas delante de él, con las manos cruzadas en posición de orar, o de rogar. Lo que fuera. No esperaba misericordia pero rogar me haría sentir mejor.

—¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme, se lo ruego!

—¡Levántese! –Exclamó lleno de susto y se acercó a mí para tirar de mi brazo y levantarme, pero yo no le dejé, y me zafé, para agarrarle a él de la pechera y acercarle a mí.

—¡Se lo han llevado! Se han llevado a Hank al cuartel! Le acusan de haber herido a un hombre, pero yo sé que solo lo hizo por defenderme.

—Ya lo sé. –Dijo—. George vino a informarme. Por eso estaba esperándola. ¡No sabía a donde había ido! Santo Dios. ¿Dónde ha estado?

—¡Qué importa! Solo ayúdeme, o consuéleme. ¡Aconséjeme! ¿Qué debo hacer?

—¿Hank no es su padre, cierto? –Preguntó, porque ya lo sospechaba de antes, y deseaba partir desde una verdad.

—No, señor. Es mi amante. Y el hombre al que ha agredido, es mi hermano. Quieren matarme. –Me levanté los bajos de la falda para enseñarle mis piernas, lo que le hizo retroceder, espantado—. ¡Han intentado matarme, y aún así le encierran a él! El marqués de MontBlanc no me ayudará, y tampoco los gendarmes. ¡Están compinchados! Los señores de Vigny son mis hermanos, y han venido para matarme!

Aquellas verdades, desordenadas y lanzadas a gritos no hicieron sino asustarle, al pobre hombre. Ferdinand había acudido al despacho a causa de los gritos y tampoco entendió del todo cuál era la situación en la que yo me encontraba. La voz se me cortó y caí presa del llanto en el suelo. Me deshice en lágrimas. Todas las que durante el día había estado guardándome. Santo Dios, qué dolor sentía. Cuánta impotencia, y cuánta rabia.

 

 

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*Via Crucis: refiere los diferentes momentos vividos por Jesús de Nazaret desde su prendimiento hasta su crucifixión, sepultura y posterior resurrección. La expresión se usa también comúnmente para expresar todo tipo de dificultades que se presentan en la vida cuando se quieren alcanzar ciertos objetivos.

 

 


 

 

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