LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 40 [FINAL]
CAPÍTULO 40 – FIN
Robert me subió a su casa. Su hermana
entró en pánico al verme en pleno ataque de histeria y cuando supo lo que había
ocurrido no pudo sino palidecer y ofrecerme una infusión para calmar mi estado.
Mientras Ferdinand se ocupaba del taller Robert y Claudia cuidaron de mí.
Hubiera deseado no involucrarlos, pero me temo que aquello superaba todas mis
capacidades y fueron un apoyo momentáneo. Traté de calmar mi estado pero
cuantos más minutos transcurrían, más complicado se me hacía mantenerme en
calma. Sentía que se me escapaban de las manos todas las fuerzas que había podido
imaginar que tenía y me quedaba frágil e impotente en medio de la nada.
Pasaban de las seis de la tarde cuando
había conseguido, por lo menos, dejar de llorar. No había sido porque me
hubiese calmado, sino porque se me habían agotado las lágrimas y bastante
fatigado estaba mi cuerpo como para fustigarlo de aquella manera. Sin embargo
el llanto me había permitido por lo menos liberar parte de la angustia. Ahora
el dolor era sordo y mudo. Deseé haberme ido directamente a casa, sin darle
explicaciones a nadie, pero ahora tenía a ambos, Robert y Claudia, atentos a mi
estado, preocupados e involucrados. Después de que Robert le contase, groso
modo, la verdad de mi situación, mi verdadera relación con Hank y todo lo que
sabía de lo ocurrido con mis hermanos, Claudia se mantuvo largos minutos en
silencio, cavilando quietamente aquella verdad. Los tres mirábamos a la nada,
en busca de consuelo.
—Debería habérnoslo dicho desde el primer
momento. –Dijo ella, con sumo cuidado de no mostrar un tono de reprimenda en una
situación tan delicada. Pero era claramente un reproche. A la niña se la oía
jugar en una habitación cercana.
—Eso ya no importa. –Soltó Robert
intentando quitarle importancia a la riña de su hermana—. Vamos a intentar solucionar esto.
—¿Cómo lo haremos?
—Según lo que nos ha contado la señorita
Leory es tan sencillo como demostrar al cuerpo policial que su padre… digo…
Hank, solo intentó protegerla.
—¿Es eso así? –Me preguntó Claudia que
volvió el rostro hacia mí. Yo levanté la mirada de un punto fijo de la mesa
donde la había perdido y los miré a ambos, desazonada.
—No. –Suspiré—. No es tan sencillo. No me
dejarán verle. Y mucho menos me creerán. Están sobornados, o amenazados. Solo
cumplen órdenes del alcalde. La justicia o la lógica no tienen cabida aquí.
—Eso no tiene sentido. –Bufó Robert y yo
le miré con una expresión de cansada incredulidad.
—¿Acaso no conocéis la naturaleza humana?
Buena y dulce como un pedazo de azúcar. Pero el azúcar a veces se estropea, y
se pudre. Es repulsivo. –Suspiré—. Los policías ya han recibido un argumento de
lo sucedido, y no investigarán más porque les conviene esta trama. El resultado
es el que esperaban.
—¿Qué tienen que ver los policías?
—Nada. Solo son marionetas que reciben
órdenes del alcalde, del alguacil, del sacerdote y de mis hermanos. Y contra
eso, no podemos hacer nada. Por mucho que sepamos de su involucración.
—¿Te rindes?
—No. –Dije, con el ceño fruncido,
desafiante—. Al final acabará aclarándose todo. Pero mientras tanto, me
mantienen con este disgusto.
Claudia hizo el amago de servir un poco
más de infusión dentro de mi taza pero yo puse mi mano encima de ella, evitando
que vertiese líquido. No deseaba tomar nada más. Me sentía bastante extenuada
como para adormecerme aún más. Con el cuerpo tembloroso y el rostro
descompuesto me levanté de la silla, aturdiendo a mis acompañantes.
—¿A dónde se cree que va? –Me preguntó
Claudia, levantándose con aire de sargento. Yo le lancé una sonrisa llena de
pena.
—Iré de nuevo al cuartel. Tal vez si
insista un poco más me dejen al menos pasar a ver a Hank.
—No debería salir en este estado de
nervios. –Me dijo ella, poniendo sus manos en las caderas. Sentí que estaba
hablando con una hija, y aquello me hizo sentir aún más indefensa de lo que ya
estaba.
—Voy a irme. –Contesté, con coraje. A lo
que Robert hizo el amago de levantarse, igual que su hermana, para que solo su
figura fuera suficiente como para disuadirme. Yo recogí las pocas pertenencias
que había llevado conmigo y me di media vuelta.
—Vuelva aquí cuando termine. –Me dijo
Robert, perdiendo todo su enfado, modulando su voz con un deje de miedo y
tristeza—. No queremos que pase la noche sola en su casa. venga en cuanto haya
visitado la comisaría.
—¡Acompáñala! –Le espetó Claudia a su
hermano, tirando de su brazo a lo que yo me volví y con media sonrisa negué con
el rostro.
—No, iré yo sola. No necesito un
guardaespaldas.
—¡Él testificará con usted!
—No creo que sea necesario. Ni siquiera
creo que me dejen entrar, pero tengo que intentarlo.
…
Cuando salí de la casa de Robert me sentí
un poco aturdida. Y recuerdo que estuve vagando algún rato como si mis pies
dirigiesen mis pasos, no mi mente. Caminé a paso ligero como si tuviera
quehaceres que realizar y al mismo tiempo mi mente estaba en otra parte
completamente diferente, gestionando la angustia y la ansiedad que me estaban
carcomiendo. Puede que tal vez fantaseando con escenarios imaginarios que
podrían avecinarse. Inventando excusas que me permitiesen acceder a Hank,
engañar o convencer al alguacil, o colarme en el cuartel. Cualquier cosa era
válida. Me imaginaba incluso peleando con los gendarmes de la puerta porque de
algo estaba segura, al haberle echado de allí aquella misma mañana, era inútil
intentar entrar de nuevo, por lo menos si los mismo gendarmes estaban
custodiando el cuartel. Pero no tenía nada mejor que hacer y estar físicamente
cerca de Hank me consolaba, me daba algo en lo que tener esperanza. Y entonces
comencé a pensar en si seguía allí o se lo habrían llevado a otra parte.
Aquello me volvió loca y acabé acelerando el paso.
Para mi sorpresa cuando desemboqué en la
calle del cuartel me alarmó ver un carruaje plantado justo en la puerta del
cuartel. Una calesa hermosa y con engastes dorados. Con dos caballos árabes
tirando de ella. Yo avancé porque mis pies tiraban de mí y yo no tenía más
criterio que un autómata. Pero cuando iba aproximándome podía distinguir aún
mejor aquel carro. Sentí una punzada en la boca del estómago como si me
hubiesen golpeado en el pecho.
Cuando estuve a unos metros de la puerta,
que estaba reciamente cuestionada, un hombre saltó sobre mí rodeándome con los
brazos y me oculto detrás de su cuerpo, a un lado del carruaje. Yo no tuve
tiempo de exclamar nada porque el rostro de Johannes apareció delante de mí,
como saliendo de una densa neblina. El pasmo dio paso a la sorpresa y de la
sorpresa nuevamente al pasmo.
—Señorita Eleanora. Tiene que marcharse.
–Me dijo con una determinación que me congeló la sangre en las venas. No está
segura aquí, tiene que volver a su casa…
—¿Qué estás diciendo?
—Vuelva a su casa, o a donde sea. –Me
agarró con fuerza desmedida de un brazo e intentó alejarme, pero yo me revolví
y conseguí por lo menos que no me desplazase del sitio.
—¿Pero qué diablos sucede? He venido a ver
a Hank. No tienen derecho a… —Aquel coraje que mostré se desvaneció al ver la
expresión que se desdibujaba en su rostro. Su presencia allí, y por ende la de
mis hermanos, me alertó lo suficiente como para petrificarme. Él me apartó la
mirada—. ¿Qué ocurre? ¿Qué hacen mis hermanos aquí?
—Señorita, váyase, se lo ruego.
—No hasta que me dejen ver a Hank.
—Hank ha fallecido. –Dijo con rotundidad.
Sin paños calientes. Lo suficientemente tajante como para cortar toda mi
determinación. Yo enmudecí y sentí flaquear mis piernas. Comencé a sudar y todo
mi cuerpo se vio envuelto en una punzante desazón. Se me secó la boca y todos
mis miembros aullaron de dolor. No he sido nunca una de esas mujeres que se
desmayan de impresión, pero juro que Johannes hubo de sujetarme un instante,
porque la flaqueza se adueñó de mi cuerpo y estuve a punto de caer sobre el
suelo. Me sujetó con fuerza, me reconfortó con una suave caricia sobre la
espalda y me dejó apoyarme sobre su pecho.
—Lo siento… lo siento mucho, querida mía.
—¿Cómo…?
—El golpe que le dieron, creo que fue eso.
Una convulsión cerebral, ha dicho el médico. Puede que un derrame. Lo siento
tanto, mi niña…
Mientras hablaba, por encima de su hombro
pude ver como de la comisaría salían mi hermano Felipe, seguido de Carlos que
le había abierto la puerta y por último el alguacil. Todos ellos fueron
escoltados por los dos gendarmes de la puerta y se produjo un intercambio de
palabras, unas expresiones apagadas y meditabundas, como si estuviesen en medio
de un acuerdo comercial y a todo ello le siguió un apretón de manos. Un
intercambio de dinero a escondidas, puede que un soborno, o el pago por un
trabajo bien hecho.
—Fuiste tú. –Murmuré, con frialdad y
escondí mi nariz en el hombro de Johannes—. Tú le dijiste a mis hermanos dónde
encontrarnos.
Aquello le dejó rígido como un poste. Se
heló y todo su cuerpo sufrió un espasmo. Después, un punzante dolor debió
atravesarle porque hundí toda la hoja de mi navaja en su vientre. Se quedó mudo
y lánguido.
—¿Cómo fuiste capaz? –Le pregunté,
separándome, sujetándole aún de la camisa para que no se cayese delante de mí.
—Me amenazaron. –Dijo, como si aquello
fuese una excusa válida—. Me amenazaron con denunciarme por participar en
juegos de apuestas, y hacer trampas… había muchos testigos, faltó poco para que
no acabase en los tribunales, y este no es un delito menor, querida…
Cuando me aleje de él saqué la hoja de su
vientre y él se cubrió con la palma de su mano, temblorosa y pálida. Me miró
como si no le sorprendiese mi reacción. Como si aceptase el castigo que le
había encomendado. Yo me había manchado la mano con su sangre.
—¡Me traicionaste!
—Solo salvé el pellejo. –Se justificó.
—Siempre has sido un buen mentiroso.
–Escupí y le empujé contra el carro. Él se apoyó con la espalda en él y con la
mano en el vientre me señaló con el mentón la calle de donde había aparecido,
con una expresión apremiante.
—Vamos, vete. –Murmuró ya con la voz rota.
Estaba sangrando abundantemente. No sobreviviría.
Yo di media vuelta y me alejé a paso
calmo. Nadie nos había visto, él había hecho lo posible por disimular y yo no
quise alarmar a nadie al desaparecer corriendo. Pero cuando perdí de vista el cuartel,
no me quedó más remedio que hacer acopio de las pocas fuerzas que me quedaban y
acelerar el paso. Todo el cuerpo me temblaba de pánico y solo me sentí un poco
más a salvo cuando llegué al taller. No medité demasiado lo que tendría que
hacer. Me lo había imaginado muchas veces y aunque había llegado el momento
estaba segura de que no resultaría. Pero no me quedaba otro remedio. Guardé el
dinero que tenía en una pequeña bolsa de cuero que me escondí en el vestido,
metí en un paño un mendrugo de pan y un poco de queso y urgué durante un rato
en los arcones del taller. Entre una pequeña figura de Juana de arco, una flor
y una oveja medio contrahecha, rescaté un Cristo crucificado. Me hice con él y
me lancé al camino.
Tomé las calles menos transitables y
aunque me parecía oír a los gendarmes perseguirme, solo eran ilusiones. Si
alguien venía a por mí, era el fantasma de mi padre, en el cuerpo que hubiera
decidido adoptar para la ocasión. Cuando llegué a la ribera del río me adentré
en alguno de los caminos que surcaban la espesura del campo y comencé a
caminar. Nadie estaba allí a aquellas horas de la tarde y mucho menos con la
caída del sol aproximándose. Y cualquiera que se cruzase en mi camino, seguro
que habría hecho lo posible por no tener que pasar a mi lado. Tenía la ropa
desarreglada y las costuras algo rotas, por los zarandeos a los que me había
sometido el día. Me había limpiado la sangre de mi mano en los bajos de mi
falda y tenía el cabello revuelto y pegado a la frente y a las sienes. El rostro
descompuesto y el cuerpo tembloroso y aterido. En la mano el crucifijo.
No sabía muy bien que me esperaba, si
alguien me perseguiría o si por el contrario mis hermanos habían decidido que
era ya demasiado el sufrimiento que me habían causado. Tal vez sin Hank a mi
lado ya no me considerasen una amenaza, o por el contrario, ahora la
persecución se viese acentuada. No me importaba, ya me había acostumbrado a
huir de ellos, a empezar de cero y otra historia construiría. Tal vez una en la
que yo consigue derrotarles, en la que pudiese tomar venganza por todos sus
actos, por todo el dolor. Pero mientras tanto, huir era la única alternativa.
Huir lejos, como una María Magdalena.
Nunca vi el cuerpo de Hank, y tampoco supe
si realmente había muerto. Solo me fie de aquella advertencia, de aquella
información cedida como una limosna, después de un gran acto de traición. Pero
yo lo sabía, tenía la seguridad de que aquello había sucedido realmente. Y aún
así me he pasado el resto de mi vida esperando que aquello hubiese sido
mentira, y Hank reapareciese delante de mí. Lo busqué en cada rostro que pasó a
mi lado, en cada taller en el que me presenté, y cuando rehíce mi vida, una vez
más, lo esperé aparecer de repente en mi negocio. Pero eso nunca ha sucedido. Y
ya no sucederá.
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