LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 13
CAPÍTULO 13 – Unos viejos manuscritos
A mediados de aquella tercera semana, creo
que fue un viernes por la tarde, el tiempo comenzó presentarse como propio de
un otoño que decaía en invernal. El viento arreciaba y aunque no había vuelto a
llover sí que habían bajado las temperaturas, y el sol ya no salía con la misma
frecuencia que antes. Y cuando lo hacía, su brillo se tornaba grisáceo y
moribundo ya no era cálido como antes. En cierto modo, agradecí ese cambio
porque la sensación veraniega que se respiraba aún en el pueblo cuando llegamos
a él me hacía pensar que retrocedíamos en el tiempo, o que lo habíamos
detenido, por lo menos. El verano había sido duro, denso y largo y ver como el
clima cambiaba, como debía ser, me daba un empujón en la espalda hacia delante.
Era una sensación gratificante ver que todo seguía adelante, que la vida
continuaba, aunque nos sumergiéramos con ello en el frío. Ya estábamos en la
primera semana de noviembre.
El cesto de la cocina se había llenado de
un día para otro de esa mezcla de olores que avecinan el frío, como son las
castañas, los higos, manzanas y naranjas, así como algunas setas y champiñones.
Humedad, dulzor y almizcle. Teníamos el fuego de la casa más tiempo encendido
que de costumbre y asábamos a menudo algunas castañas, y calentábamos leche, a
la que le añadía para Hank un poco de miel. Cuando se la di a probar el primer
día le pedí que cerrase los ojos y posé sobre su lengua la punta de una cucharilla
impregnada en miel. Paladeó ruborizado como un niño con un dulce y desde sus
labios se extendía un hilo de miel hasta la cuchara.
—¿Me has comprado miel de romero?
—La mejor miel de romero. –Dije, con una
sonrisa triste y él perdió parte de su entusiasmo.
—¿Por qué la compraste?
—No había otra mejor.
Aquel viernes fue un día terriblemente
productivo, porque decidimos adelantar trabajo y descansar el fin de semana.
Las palabras de la señora Constanza me habían hecho sentir terriblemente
culpable por el ánimo de Hank y tras comentárselo a él, y hablarle de mis
remordimientos, acordamos que doblaríamos el esfuerzo del viernes para poder
tener el sábado por la tarde y el domingo por entero libres. Aquel día y medio
terminamos el cartel que promocionaba las figuritas de San André. Lo pusimos
pegado al cristal del escaparate por la parte de dentro de la tienda. En él
habíamos dibujado una figurilla de san Andrés, casi parecía el santo mismo, y
unas pequeñas líneas festejando la celebración y anunciando la venta de estas
figurillas. En el propio día, desde la puesta del cartel, vendimos unas seis
figurillas, y aquello nos hizo temer que no tendríamos reservas de sobra.
Aquel día también recibimos un encargo
para realizar una estatuilla de la virgen de los milagros por parte de un
terrateniente de la zona, cuya mujer era muy devota de aquella virgen, y la que
había tenido desde que era pequeña estaba terriblemente deteriorada por la
humedad de la casa en donde vivían. Le ofrecí que trajese la talla original y hacerle
un presupuesto para una restauración, si es que su mujer tenía apego a aquella
figura. Pero el hombre decidió encargar una nueva desde cero. No tenía prisa,
lo que nos dejaba con un buen margen de tiempo para poder dedicarnos a las
figurillas de San André.
El sábado a primera hora llegó un pedido
que habíamos encargado de madera de pino y encina. También unas tablas de roble
y unos listones de caoba. Mientras todo eso llegaba al taller yo estaba en la
tienda de pigmentos de Paola pidiéndole un encargo para el lunes siguiente de
blanco de titanio, rojo indio y ocre. Así como unos pinceles y un par de
espátulas. Le pregunté si tenía yeso y cola de conejo, pero me dijo que hacía
años que no se encargaba de pedir esos productos, pero que se pondría en contacto
con antiguos proveedores de su padre. aproveché mi visita para sugerirle que
quedásemos a eso de las ocho en la taberna, para cenar con ella y con su
marido. Ella aceptó encantada y me prometió que allí estaría a las ocho.
Estaba ya saliendo por la puerta cuando
una súbita idea me detuvo en el umbral y me volví de nuevo hacia el interior.
Una vez cerca del mostrador le pregunté, llena de curiosidad y vergüenza a la
par.
—Me preguntaba, querida, si tu padre no
tendría libros o manuscritos sobre pintura o talla… ya sabes. En el gremio…
—¡Señorita! –Exclamó y yo di un respingo
alejándome del mostrador. Por un momento pensé que mi sugerencia le habría
molestado. ¡En qué estaría pensando! Pedirle objetos de su padre difunto por
puro egoísmo. Pero estaba equivocada—. ¡Tengo unas cuantas docenas de libros
que están ahí cogiendo polvo!
—¿Unas cuantas docenas?
—Nunca los he contado. –Dijo—. Pero habrá
unos sesenta libros, o más. Mi padre era un lector consumado. –Dijo y yo abrí
los ojos con emoción—. ¿Qué quiere de ellos?
—Pues tal vez le suene muy egoísta, pero
tal vez pueda consultarlos si algunos me son de ayuda para el trabajo…
—¡Faltaría más! –Asintió y rodeó el
mostrador para agarrarme de la muñeca y meterme dentro del almacén—. Venga,
venga conmigo, se los enseñaré.
Yo la seguí y bajamos unas escaleras
oscuras como el infierno, tanteando las paredes y sujeta a su mano que como se
conocía el camino no necesitaba precauciones. Eran unas escaleras de caracol. Y
una vez llegamos abajo había allí una especie de estudio o laboratorio, con una
mesa bajo una ventana en lo alto de la pared, unas cuantas estanterías como las
que había arriba en la tienda. También varias cajas apiladas y algunos
instrumentos de pintura como una moleta o una superficie de vidrio sobre el
escritorio.
—Aquí los tiene. –Me dijo, señalándome una
estantería que estaba al lado del escritorio, con los libros de cara al hueco
de la mesa. Parecían dispuestos de tal manera que estuviesen al alcance de
cualquiera que estuviese estudiando y trabajando en la mesa. Me acerqué a ellos y los ojeé pidiéndole permiso a ella
con una mirada suplicante—. ¡Qué descuidada! Traeré una vela…
—No hace falta querida, quédese aquí
conmigo. No me molesta la oscuridad. Puedo leer bien con la poca luz que entra
por la ventana.
Ella se quedó a un lado de mí, apoyada en
la mesa, y yo fui sacando algunos libros y manuscritos encuadernados
evidentemente por el propio padre de Paola. Algunos bien parecían comprados,
pero otros estaban redactados por el padre, cosidos por él y forrados. No era
un trabajo de profesional, pero desde luego que el resultado era mucho mejor de
lo que cualquiera pudiera hacer, incluso yo, que no tenía tanta habilidad para
ello. Cuando cogí uno de aquellos, forrado con una cubierta de cuero y cosido
con hilos de cáñamo, se lo enseñé a Paola.
—¿Los encuadernó tu padre?
—No. –Dijo y yo di un respingo—. Lo hice
yo. No es un trabajo muy profesional, ¿verdad?
Yo había enmudecido y después de observar
más detenidamente aquella encuadernación, en la que había visto las manos de un
hombre experimentado tratar con el material, me sorprendí al descubrir que no
eran manos de hombre, sino la delicadeza de unas manos femeninas las que habían
encuadernado aquellos manuscritos. Me volví hacia ella con una grata sorpresa.
Mi sonrisa estaba llena de la picardía propia de la persona a la que se
descubre en medio de un error que la deja en evidencia.
—Mi padre me enseñó. Es cierto, pero sus
manuscritos y cuadernos los cosí yo. Era una tarea que le desesperaba, y no
tenía tiempo para ella. Lo hice poco antes de que falleciese. Supongo que por
eso aún conservo estos libros. No tienen realmente mucho valor. La mayoría son
anotaciones que tenía él sobre sus experimentaciones con pigmentos y demás
materiales. Pero si los guardo aún es por un valor puramente sentimental. Tanto
a mi padre como al trabajo de tantos años invertidos en ellos.
—¿Podría llevarme unos cuantos y ojearlos
antes de devolvérselos? –Le pregunté—. Es muy osado por mi parte proponerle
algo así, y descubrir los secretos de profesión de su padre, pero…
—Pues claro que puede. ¡Quien mejor que
usted que puede sacar provecho de estos conocimientos…!
Ante su permiso cogí varios manuscritos
que estaban catalogados como Pintura sobre madera y Pintura sobre yeso y me los
cargué debajo del brazo. Ella se sonrió al verme tan entusiasmada y me acerqué
a ella para cogerla de la cadera y besar su mejilla. Ella retrocedió
ligeramente por la impresión, chocando con su costado en la mesa, pero al
separarnos se sonrojó toda entera y rió de pura vergüenza.
—¡Vaya tontería! Coja los que quiera.
Puede venir aquí siempre que lo desee. No lo dude.
…
Cuando pasaban de las siete me enjugué el
sudor de la frente y después me limpié las manos en un paño sobre la mesa.
Había terminado de pintar veinte figuritas de San André. Estaban todas ellas
allí de pie, en fila, como una pequeña línea de infantería esperando a marchar.
La cruz a la espalda y el manuscrito colgando de su mano. El halo brillando con
pan de oro sobre la cabeza y aquellos ojillos de anciano mirando dulcemente al
espectador. Por separado eran muy bonitos, pero todos juntos como espectros me pusieron
la piel de gallina. El lunes los barnizaríamos y estarían listos para ser
vendidos. Hank aún estaba terminando el boceto de la virgen de los milagros que
nos habían encargado el día anterior y estaba tan enfrascado en su trabajo que,
comprendiendo la dificultad de entrar en aquel estado de trance, decidí no
molestarlo mientras recogí parte del taller donde yo trabajaba. Barrí alrededor
y limpié las mesas de trabajo. después subí arriba, puse agua al fuego y me
aseé. Después me vestí con la ropa de los domingos, lo poco elegante que me
había quedado, y bajé al taller cuando Hank ya estaba guardando los lápices y
los bocetos.
—¿Me adelanto a la taberna? Paola y su
prometido deben estar esperando…
—Sí, mi niña. Ve tu primero. Se me ha
echado el tiempo encima.
Fuera arreciaba el viento pero no era del
todo desagradable. Sentía cómo se colaba debajo de mi falda por lo que me di
prisa por llegar y no perder el calor que había tomado del baño. Una vez estuve
en la taberna me quité la capucha y busqué con la mirada a Paola o a su esposo,
pero no los encontré a primera vista, por lo que dirigiéndome a la tabernera
pregunté por ellos. Aún no habían llegado, me dijo. Y como me daba apuro
volverme al taller me senté en una mesa para cuatro y pedí una jarra de vino
tinto y un vaso.
Al hacerlo no pude evitar las miradas
suspicaces de la tabernera, así como de los que me oyeron pedirlo. Oí a lo
lejos algún que otro comentario, desagradable, para qué negarlo, insinuando que
yo estaba buscando algo más que compañía fraternal allí sola. Cómo pregunté por
alguien, la camarera me defendió diciendo que estaba esperando Paola y su
esposo, pero nadie pareció prestar atención a aquello, diciendo que de
cualquier manera no era decoroso que una señorita se sentase sola en una
taberna. Buscona, creo que oí por lo bajo. Pero el vino estaba muy bueno y tras
llenarme el vaso bebí un gran trago de este. Me calentó las mejillas al
instante y sentí el cosquilleo bajar a través de mi garganta hasta el estómago,
donde revoloteó unos segundos.
No estuve mucho tiempo sola, porque una
figura se sentó justo delante de mí con una jarra de cerveza que debía haber
arrastrado con él. Estaba ya dispuesta con una mirada fiera a ahuyentar a
cualquiera que se hubiese atrevido a invadir la mesa cuando los ojos verdes de
Enzo se posaron sobre mí con una expresión divertida pero valiente. Yo
desfruncí el ceño y le sonreí con dulzura. Que agradable sorpresa. Él se volvió
hacia los murmullos que se escuchaban desde los rincones del local y aquella
mirada pareció suficiente para aplacar aquellas murmuraciones. No le hacía
falta tener el machete en la mano y los huesos rompiéndose debajo de su fuerza
para parecer realmente peligroso. Pero yo sonreía.
—Que osado, señorita. Sentarse aquí usted
sola…
—Estoy esperando a Paola, y a…
—Igualmente es muy osado. –Me cortó.
—Lo sé. –Dije, borrando de mi voz el tono
de excusa inocente. Me encogí de hombros—. Pero no me iba a dar la vuelta. ¿No?
No tengo miedo de esta panda de congrios, que babean por la indefensión de una
muchacha.
—Vaya… —Dijo y dio un trago a su cerveza,
con las cejas en alto—. ¿Y de mí? –Levanté la mirada para descifrar la
intención de sus palabras en su mirada. Estaba jugando conmigo, o solo
probándome—. ¿No tenéis miedo de mí? Otras se habrían levantado de un salto.
—Sin estar cubierto de sangre, como de
costumbre, pareceis más inofensivo. –Solté encogiéndome de hombros y él asintió
a mis palabras, como si al darme la razón borrase de su expresión esa mueca
amenazante que solo estaba ahí para provocarme.
—Pero supongo que no es por falta de
conocimiento sobre mi reputación, ¿no es cierto? Vuestra valentía es solo
temeridad.
—Confianza, más que temeridad. –Él negó
con el rostro.
—Sin duda, una temeridad inconsciente. –Se
rió, y yo me reí después por lo bajo. Bebimos y por unos segundos estuvimos en
un extraño silencio que no llegaba a ser incómodo, pero la tensión se
masticaba. Una tensión que él mismo había estado buscando.
—¿Por qué os habéis sentado?
—En parte para protegeros de estos… ¿Cómo
los habéis llamado? ¿Congrios? Si estoy con vos, dejarán de babear.
—¿Veis, como no debo temer nada?
—También para advertiros, de que no debéis
venir aquí sola y sentaros en una mesa a beber vino sin más. No es decoroso…
—Eso también lo había supuesto…
—En realidad, quería agradeceros. –Dijo
por lo bajo, inclinándose con sus manos sujetando la jarra de cerveza. Yo
jugueteé con mi vaso y sonreí con altanería.
—¿El qué debéis agradecerme?
—Sabéis el qué. No se os escapa nada. ¿Tan
evidente he sido?
—Tal vez algo temerario. –Musité y él
resopló, para aguantarse una sonrisa—. Espero haber estado haciendo lo
correcto. –Dije y él frunció el ceño en mi dirección—. ¡Tienes que prometerme
que cuidas bien de Marianita! Si le haces daño juro que cogeré una navaja y te
pelaré como un tomate. ¿Sí?
—¡Marianita! –Exclamó y después se rió por
lo bajo—. Por supuesto que la trataré bien. Es una muchacha muy dulce, y tan
inteligente… Pero baje la voz, se lo ruego. No vaya a meterme en un problema…
—¡Claro! –Dije y me cubrí los labios con
la palma de la mano—. Creo que se me están pegando los malos modales de la
señora Constanza.
—Mientras sea solo eso… —Dijo y volvimos a
reír por lo bajo. Cuando reía mostraba unos dientes curiosos. Eran limpios y
bonitos, pero los colmillos eran un poco brotubentantes. Eso le daba un
carácter aún más animal.
—¿Es correspondido? –Le pregunté y él
asintió, mirando hacia las profundidades de la jarra de cerveza que tenía en la
mano—. Más te vale… No toleraría colaborar en el abuso de una chiquilla. ¿Un
poco joven, no? ¡Bueno, qué cosas digo! ¿Qué importa eso?
—Si, no importa… —Dijo y negó con el
rostro—. Le prometo que no estáis haciendo nada malo, puedo jurarlo. Solo
estáis dándonos un poco de aire, solo un poco. Pero le pido, señorita, que
guardéis mi secreto. No es fácil para mí tener que lidiar con mi reputación, no
quiero tener que arrastrar a nadie más conmigo.
—Guardaré el secreto, siempre y cuando no
vea nada que me haga pensar que estáis haciéndole daño a nadie. –Le señalé con
un dedo amenazante—. Y si me involucro, es porque creo que sois un buen chico,
solo por eso. Pero las apariencias engañan, y yo soy muy desconfiada. Así que
andaos con ojo. ¿Sí?
—Si, señorita. –Dijo y se irguió un poco,
tenso como si le estuviese reprendiendo una madre. Pero al instante suavicé mi
expresión y le sonreí con complicidad.
—Puedo preguntaros, si no es mucha
indiscreción, ¿por qué no os declarais, y lo hacéis formal? Bueno, entiendo que
no sería fácil lidiar con la señora Constanza y su marido, y vuestra
reputación…
—Sí, mi reputación. –Dijo, con una sonrisa
algo triste, pero sobre todo, inquisitiva—. En verdad, el hecho de que la gente
piense que soy un pervertido o un cerdo, o lo que sea… es probablemente lo
mejor que la gente pueda pensar de mí. Estoy seguro de que podrían llamarme
algo mucho peor. O incluso condenarme…
—Me estais asustando, Enzo…
—Por eso prefiero que las personas me
rehuyan y piensen que soy un cerdo. Así es mejor. Y si tengo que cargar con
este San Benito, reconozco que lo hago con gusto, porque es algo honroso
incluso para algunos. Ya le he dicho, no quiero arrastrar conmigo a nadie más.
—Si, comprendo… —Dije, aunque no del todo.
Y en cierta parte, me asustaba su forma de hablar de sí mismo.
—¿Lo comprendéis de verdad? –Me preguntó,
pero como yo no contesté, inquirió—: ¿Alguna vez habéis estado enamorada?
—Si, así es. –Asentí, lo que le pilló por
sorpresa. Pero no del todo. Sonrió por lo bajo.
—Pero no estáis casada…
—Así es. No estoy casada.
—Entonces sí que sabéis lo difícil que
puede resultar el amor a veces…
Estuvimos hablando aún por un rato.
Quisimos dejar aquella conversación aparte y nos limitamos a intercambiar unos
conceptos básicos de nosotros mismos. Descubrí en ese corto tiempo que tenía
veinticinco años, uno más que yo, que sus padres habían heredado el negocio
familiar y él era muy feliz trabajando allí, a pesar de los olores y el ajetreo
del mercado. Era donde había nacido, me dijo, en una familia de carniceros, y
toleraba bien aquellas pequeñas faenas. Su madre era extremadamente
trabajadora, y al comentarlo, no pudo evitar reconocer que yo le recordaba en
parte a ella. Mientras que su padre se pasaba el día en diferentes tabernas,
peregrinando de una a otra, con sus colegas. Varios de ellos, nuestro
arrendador, y también el marido de la señora Constanza. Una vez descubierto su
secreto, no le resultó difícil abrirse a mí y me confesó que no tenía buena
relación con él, nunca había sido fácil tratar con aquel hombre, que yo había
visto de pasada en la misa de dos semanas antes. Y desde el incidente con su
prometida, aquello se había descontrolado.
—De pequeño me daba palizas, las
habituales que se le dan a todos los niños revoltosos. Pero de mayor ya fue
demasiado. –Dijo, negando con el rostro—. Yo no quería casarme con aquella
mujer e hice lo posible para que aquello no se llevase ante el altar. La
manoseé, la busqué, le hice todo lo que estuvo de mi mano para que me
aborreciesen, él y todos. Mi padre aquello ya no lo toleró. –Negó repetidas
veces con el rostro, con una expresión solemne y condenatoria—. Desde entonces
me ignora, que casi es peor a que me golpee. Se limita a hacer como que no
estoy, como un mueble más. Y cuando hago un leve acto de presencia en su
visión, estalla como un volcán. Es aterrador muchas veces, pero con los años
aprendes a lidiar con ello.
—Sí, entiendo muy bien lo que dices.
–Asentí mientras él fruncía el ceño. Y cuando quiso preguntarme a qué clase de
situación me estaba refiriendo yo, levantó la vista para mirar por encima de mi
hombro y encontrarse con el rostro de mi padre acompañado de Paola y Jonathan.
De inmediato apuró su cerveza y se levantó, con una sonrisa cordial hacia mis
compañeros.
—Señor Leroy, espero no haberle
importunado. Solo estaba haciéndole compañía mientras esperaba por ustedes.
Entró y se sentó aquí sola, y creí oportuno…
—No te disculpes, muchacho. –Dijo Hank
sonriéndole con incomodidad por su repentina tensión—. Ya me imagino que solo
estabas acompañándola. Si ella no te hubiese querido en la mesa se las habría
apañado para mandarte a la otra punta de la taberna.
—Sí, señor. Estoy seguro de eso. –Dijo
Enzo y acabó por apartarse de la mesa, dispuesto a marcharse, pero antes se
volvió a mí y me cogió la mano, para besarla—. Ha sido un placer hablar con
vos, le quedo agradecido por todo.
—El placer ha sido mío. Cuídese…
—¿Quiere sentarse con nosotros a cenar?
–Preguntó Hank señalando la mesa, pero tanto Enzo como Paola y Jonathan dieron
un respingo y por un instante valoraron la opción como una broma, pero Hank
puso una mano en mi hombro y señaló la silla de donde se había levantado—.
Siéntese, por favor. Si le agrada a mi hija, entonces es bienvenido a nuestra
mesa.
—Lo siento mucho, señor. –Dijo, al ver que
mis dos invitados no se sentían para nada cómodos con su presencia allí.
Respiraron con alivio al oír su negativa—. Pero ya tengo que regresar a cenar a
casa o mi madre me matará. Si comienzo a perderme por las tabernas como mi
padre vendrá con la escoba a zurrarme.
—Bueno, en otra ocasión entonces. –Dijo
Hank y se mantuvo allí de pie a mi lado hasta que Enzo dejó la jarra en la
barra y desapareció por la puerta. Cuando volvió el rostro hacia mí, debía
estar algo lívida, pues la impresión que me había dejado la relación que
tuviera Enzo con su padre me trajo malos recuerdos. Hank me levantó el mentón
con dos de sus dedos y frunció el ceño—. ¿Ha hecho o dicho algo que te haya
molestado? –Me pregunto pero yo negué a prisa el rostro. Para entonces Paola y
su prometido se estaban sentando delante de mí.
—¿Cómo dejas que se siente en su mesa? ¿Y
cómo venís sola, señorita? –Preguntó Jonathan, tan alarmado como lo hubiera
estado la señora Constanza. Yo intenté excusarme pero Paola intervino.
—¿No sabéis lo que le hizo a su prometida?
Estuvo a punto de deshonrarla…
—Sí, ya lo sé. –Suspiré y Hank se sentó a
mi lado, pasando su brazo alrededor de mis hombros.
—Lo único que puede haberos dicho son
groserías
—¡No! Claro que no. ¿Creerías que me iba a
dejar decir algo feo?
—¿Y de qué otra cosa habéis estado
hablando? –Preguntó Paola y yo puse los ojos en blanco.
—Cenemos, por favor. Me muero de hambre…
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