LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 12

 CAPÍTULO 12 – Un día cualquiera

 

 

El lunes cuando salía del taller a media mañana para ir al mercado la señora Constanza parecía haberme estado esperando asomada a la ventana. Me gritó que la esperase y a los dos minutos ya estaba abajo, con un pañuelo en la cabeza y un cesto debajo del brazo, a diferencia de mí que llevaba dos. Se enganchó a mi brazo y ante mi sorpresa, comenzó a hablarme como si la rencilla del día anterior no hubiese ocurrido, o por lo menos, había perdido todo el sentido. Comenzó a hablarme de una discusión que había tenido con su marido el día anterior a cuenta del negocio, y de su hijo mayor que no le gustaba trabajar allí con su padre y su tío en la orfebrería. Solo trabajaba algunas horas sueltas, cuando era necesario, pero el hijo lo odiaba y aunque asistía diligentemente, no podía evitar esas expresiones mohínas.

—¿Y qué quiere hacer con su vida? –Le pregunté.

—¿Eso qué más da? Mi hermano solo tiene una hija, y el negocio tiene que pasar a mis hijos, así funcionan las cosas. –Dijo ella encogiéndose de hombros—. El negocio lo abrió mi abuelo, y después lo tuvo mi padre. Y ahora lo tienen mi hermano y mi esposo. Igual que tú, y tu padre. –Me dijo y yo medité acerca de ello con insistencia.

Aunque no podía quitarle la razón, tampoco quería conformarme con la idea de que su hijo tuviera que afrontar un destino ya escrito. Sin embargo, ¿quién era yo para inmiscuirme? La escuché todo el camino hasta el mercado, y cuando llegamos allí al fin me dejo hablar a mí.

—Quería recordarle que cuando quiera puede pasarse a por el exvoto. Lo terminé ayer por la tarde. Ha quedado muy bonito, y por el precio cardado estoy segura que a su hijo le encantará…

—¡Que pronto! –Dijo ella con una sonrisa radiante—. Esta tarde nos pasaremos mi hijo y yo a buscarlo. ¡Verás qué ilusión le hace!

—Estoy segura…

—¿Ayer por la tarde? Pero bueno, señorita Leroy. ¿No perdona ni siquiera las tardes de domingo? ¿No cree que a su padre, que ya empieza a estar mayor, no le gustaría ir con su hija a dar un paseo por la ribera del río, o tal vez a cenar a un sitio rico? Que poca consideración…

—Tal vez tenga razón. –Dije pensativa—. Con todo el tema del viaje, la mudanza… solo quiero recuperar el tiempo perdido…

—Disfrute de su padre, mientras esté con usted. Cuando se case, o cuando él se haga más mayor, tal vez no puedan disfrutar más tiempo el uno del otro. –Al decirlo así sentí una súbita descarga de remordimientos y aunque tenía que filtrar sus palabras por una criba de realidad, me hirieron porque eran aún más dolorosas después de adaptarlas a mi situación. Asentí a sus palabras.

—Sí, tiene razón. El próximo domingo será para él.

—¿Ves? Que buena muchacha… —Mientras lo decía nos acercábamos al puesto de carne y allí estaban Enzo y su madre atendiendo a los clientes con aspavientos y griterío. La señora levantaba en alto una ristra de chorizos y una clienta asentía, complacida. El muchacho estaba cortando pollos, por la mitad y luego sacando las pechugas y apartando los muslos. Su madre nos saludó al acercarnos y me señaló con un cuchillo.

—¡Señorita Leroy! Que bueno verla. Si me da unos minutos estaré con usted.

—¿Y yo qué? –Preguntó Constanza, llena de resentimiento a lo que la dependienta rió a carcajadas.

En lo que esperábamos, el barullo general nos rodeaba con sobrecogedora bienvenida. El frutero se peleaba con el verdulero y un vendedor de quesos gritaba a pleno pulmón que tenía los mejores quesos de Francia, traídos desde Grecia y Turquía. El pescadero levantaba en alto una anguila bien hermosa y las tripas que la mujer destripaba caían al suelo de barro.

—¿Qué quiere la señorita más hermosa de todo el mercado? –Preguntó la carnicera a lo que yo me volví sobresaltada y sonreí sonrojada.

—Señora Constanza, la llaman a usted…

—¡Serás descarada! Maleducada… —Murmuró por lo bajo mientras yo me reía y la carnicera se desternillaba. Incluso Enzo aguantaba una sonrisa.

—¿Tienes carrilleras?

—¿Te pongo las últimas cuatro? No me quedan más. Se me agotaron pronto.

—Póngalas. Y también unos huesos de ternera. Para caldo.

—Perfecto. –Yo le extendí la cesta que me había prestado dos días antes pero ella introdujo allí toda la compra. Mientras caían allí la carne y los huesos Enzo y yo nos lanzamos una significativa mirada de complicidad y súplica por su parte. Yo levanté una ceja y me encogí ligeramente de hombros con sutileza. Me pedía llevarlas a mi casa, y yo me resignaba a que lo hiciese, si lo deseaba.

—Aún tengo que comprar algunas cosas más. –Le dije por lo bajo, pero todo el mundo que estaba alrededor lo escuchó—. Pero si vas de mi parte, mi padre te recibirá.

—Eso me vale. –Me dijo y se volvió a su madre con mi cesta en las manos—. ¿Puedo llevárselo a su casa? Su padre está allí y ella aún tiene que comprar muchas cosas más…

—¿Qué te ha dado con llevarle la compra a la señorita Leory? –Su madre y yo cruzamos una mirada en la que parecía haber un cortocircuito, porque yo le suplicaba y ella estaba confusa—. Ve, si tanto quieres. ¡Qué remedio! Ya podría estar tu padre aquí para echarme una mano, maldita sea.

—No tardaré nada. Volveré en un periquete. –Dijo, y saltó del mostrador dando grandes zancadas fuera del mercado con mi cesta debajo del brazo. Repentinamente temí porque las carrilleras y los huesos se quedasen por el camino, pero me sonreí para mis adentros.

—¡Ha conquistado el corazón de mi hijo, señorita! –Dijo la madre de Enzo llena de extrañeza—. Nunca se le ve tan diligente con nadie…

—No creo que sea por mí. Tal vez le anime la idea de salir por unos minutos del agobio del mercado a hora punta…

—Sí, también es probable. –Dijo ella sonriendo, pero sin creérselo realmente.

Cuando despachó a la señora Constanza ella se dirigió al verdulero pero yo me desvié a uno de los puestos de enfrente, al que gritaba sobre los quesos de Grecia y Turquía, y aunque no le creía una sola palabra, el olor del queso se me antojó. Me acerqué y el hombre me abordó con júbilo.

—¡Señorita! Al fin se acerca a mi puesto. La veo siempre danzar de la carnicería al verdulero, ese arrogante de enfrente, y siempre me pregunto, ¿cuándo va a dignarse a acercarse a mis productos? –El hombre era moreno, con una nariz bastante aguileña y el pelo cano, con patillas y una barba protuberante, casi cómica. Tenía las manos morenas y callosas pero parecían ágiles trabajando y cuando cogió una cuña de queso para presentármela tenía un equilibrio muy hermoso en su hacer.

—¿Es de cabra?

—¡Sí señorita! Qué buen ojo tiene. ¿Quiere probarlo?

—Por favor, si no es molestia. –Le dije y el hombre cortó con un cuchillo un triángulo de queso que me extendió con sus dedos gruesos y callosos. Su sabor era demasiado suave para mi gusto así que fruncí el ceño—. ¿Tendría uno un poco más curado? Pero no demasiado… ya sabe. Su sabor, pero que no se desarme…

—¡Claro, claro que sí! –Me dio a probar dos de los que él consideró que me gustarían y me decanté por llevarme un cuarto de queso del segundo que me ofreció. Cuando lo metí en la cesta el hombre aún me detuvo algo excitado por mi atención sobre su puesto—. Déjeme que le doy a probar otro. Un poco más exótico que el primero.

De un montón de quesos extrajo uno de color verde, un verde tan vistoso y llamativo como el pigmento verde cobre que usábamos en el taller. No pude contener el comentario y lo solté sin más a lo que el hombre dio un respingo y después se rió por la comparación tan curiosa.

—Sí señorita, como el verde de cobre. ¿Es usted pintora? ¿Ha abierto usted un negocio, cierto? Algo he oído decir…

—Escultora y pintora, sí. –Extendí la mano para que me dejase acercarme la cuña al rostro y olí aquella mezcla de especias que debía tener aquel queso, pero sobre todo, sentí el olor de la albahaca—. ¡Albahaca!

—Se señorita. Es una variedad de gouda con pesto verde. Me lo traen de Italia. ¡Primera calidad! Déjeme, que le doy un poquito, y si le gusta, la próxima vez viene y me compra un pedazo. —Partió aquella cuña en tercios y me dio uno. Yo le agradecí y me despedí de él.

La señora Constanza seguía siendo atendida por el verdulero y cuando estaba por alejarme un poco más, Nathan me llamó levantando una mano detrás del mostrador. Yo le devolví el saludo pero indicó que me acercase. Lo hice, acercándome a la señora Constanza y reapareciendo en su campo de visión.

—Que bueno verla de nuevo, señorita Leroy. –Me dijo Miguel, el tendero—. ¿Qué se le ofrece?

—Nada, en realidad. Solo acompañaba a la señora Constanza. Su mozo me ha llamado.

—¡Nathan! Que entrometido eres, muchacho. Deja a las señoritas en paz, por el amor de dios… —Exclamó el señor Miguel. El muchacho se reía por lo bajo, pero algo avergonzado por la reprimenda que le acababa de caer encima. Yo me reí de aquello, algo incómodo.

—No le grité al pobre. Para compensarle le compraré unas zanahorias y…

—Que descarado… muy descarado este chico…—Murmuró el tendero mientras terminaba de atender a la señora Constanza.

Cuando terminábamos las compras e íbamos a salir del mercado me detuve en el puesto de miel, e insté a la señora Constanza que me esperase apartada. Cuando me acerqué, la muchacha de la última vez me siguió con la mirada y al comprobar que me acercaba a ella dio un respingo y se puso erguida como un poste. No tendría más de veinte años, pero sus ojos eran tiernos y dulces. Como un cachorro. Le señalé la miel que tenía en el pequeño puesto y le sonreí.

—¿Cuál es la miel de mejor calidad que tiene? –Le pregunté, aunque ya sabía qué respondería.

—Esta, señorita. “Miel de romero. El panal dorado. Apicultores de La Rochelle”.

—¿Y la siguiente mejor? –Le pregunté, pero ella me miró algo turbada, como si se preguntase qué me había espantado de comprar esa miel.

—Pues… también tengo esta miel de azahar, es muy suave, pero de muy buena calidad. “Panales de Milán”

—Me gustaría una con un sabor fuerte, como la miel de romero…

—¿No quiere probar esta, señorita? –Preguntó, adelantándome un frasco de la miel de El panal dorado que yo ya había descartado y me extendió una cucharita de madera, pero yo la detuve con un gesto de la mano.

—Sí, ya sé cómo sabe esa. –Resoplé oteando el resto de productos, nada me parecía adecuado. A Hank le gustaba esa marca, y aunque se conformaría con cualquier otra miel, las palabras de la señora Constanza habían hecho mella en la percepción de mi egoísmo. Resignada le extendí el dinero para comprar uno de aquellos frascos y ella pareció algo reticente a aceptarlo, pero al insisterle, cogió el dinero y metí uno de los frascos en la cesta. Me devolvió el cambio y me dirigí a la señora Constanza que me esperaba a la puerta del mercado, ansiosa.

—¿Es buena esa miel? –Me preguntó, al mirar en el interior de mi cesta.

—Es buena. –Dije, aunque las palabras se me atascaron un poco en la garganta. Desde luego que lo era, la mejor de todas las que se vendían al norte de Europa. Y al parecer, seguro que ahora también de Francia—. A mi padre le encanta. Y le prometí comprarla.

—¿A ti no te gusta la miel? –Preguntó pero yo apreté los dientes.

—La aborrezco.

Cuando salíamos del mercado Enzo llegó corriendo y pasó a nuestro lado, no sin antes llevarse una reprimenda de la señora Constanza.

—¡Pero bueno, muchacho! ¿Cómo has tardado tanto? ¿Te has perdido? Seguro que te ha dado tiempo a tomarte algún vino por el camino, ¿cierto? Y tu madre ahí en el puesto, sola…

El muchacho venía fatigado, con las mejillas ardientes y el cabello pegado a la frente y las sienes. Se despidió de nosotras con un gesto de la cabeza y yo le guié un ojo, lo que le hizo sonreír con altanería. Marchó volando a nuestro lado y mientras, yo me terminé de comer los últimos estertores de la reprimenda que la señora Constanza le estaba echando.

 

 

Cuando llegamos a la puerta de mi negocio entré y al despedirme de la señora Constanza le recordé que aquella tarde se pasara para recoger el exvoto para su hijo. Ella asintió y desapareció dentro de su portal. Yo me metí en el taller y mientras sujetaba la cesta de la comida debajo del brazo me deleitaba viendo como Hank tallaba minuciosamente la base de un pequeño San André. Le sonreí cuando levantó la mirada y él me sonrió de vuelta.

—¿Vino Enzo con la carne? –Le pregunté y él asintió.

—La subió arriba. –Dijo y yo asentí a su vez. Pero él no volvió a su trabajo—. Pensé que le acompañabas, pero venía solo.

—Sí, le dije que la trajese, en lo que yo terminaba la compra en el mercado…

—Hum. –Dijo sin más y volvió la mirada a la figurilla de madera.

 

 

Cuando pasaron de las cinco un golpe precipitado a la puerta de entrada me hizo dar un sobresalto sobre mi banco de trabajo. Hank también dio un respingo y detuvo su trabajo con la mirada puesta en la entrada, aunque desde donde estábamos no se veía la tienda. Él se levantó antes que yo y salió algo tenso y precipitadamente, con la espalda encorvada y las palmas de las manos abiertas. Pero antes de que pudiese atravesar del todo la puerta, chocó con un niño que se estampó contra sus piernas. El niño retrocedió asustado y sorprendido y se aferró al umbral de la puerta, colando su mirada dentro y rebuscando por los estantes y las mesas de trabajo. Hank miraba hacia abajo con los brazos en jarra. El chico me miraba lleno de expectación.

—¡Donatien! Que chiquillo, es como un diablillo. –Profería la señora Constanza que venía detrás del muchacho, a paso rápido y con el aliento agitado. Cuando le dio alcance le agarró del cuello de la camisa y lo hizo retroceder fuera del taller, o por lo menos, colcocárselo detrás de ella—. Lo siento, lo siento mucho, señor Leroy. Este chico no entiende de modales.

—Es un niño, se le puede perdonar. –Dijo él, revolviéndole el cabello con su mano. El muchacho se dejó hacer como un cachorro, y si hubiese tenido rabo, lo habría agitado entusiasmado. Incluso levantó el cuello para profundizar la caricia.

—Ha sido decirle que bajábamos a buscar el exvoto y se ha puesto como loco. Incluso casi da un traspié en las escaleras, el condenado. ¡Miralo, ahora parece dócil! Es un diablillo.

—Bueno, bueno. –Dije yo, deteniendo las excusas y disculpas de la señora Constanza—. Si ha venido a por el exvoto, se lo daremos.

De una estantería donde teníamos varios paquetes envueltos y sellados, ya listos para entregar o para vender, extraje uno que tenía el tamaño de una baraja de cartas. Se lo extendí al muchacho allí escondido en la puerta del taller, detrás de la falda de su madre. Lo cogió con una mano y se lo quedó mirando por todas partes.


—Ábrelo. –Le instó la madre.

El muchacho asintió y rompió el sello de lacre. El papel ocre cayó a un lado y descubrió una tablita de madera con una boca tallada, abierta, sonriendo. Tenía un fino marco tallado con flores alrededor y por la parte de detrás estaba nuestra firma como taller y el sello de garantía. El muchacho asintió de nuevo, conforme con lo que estaba viendo y se lo enseñó a su madre que lo analizó por todas partes. Era lo acordado, y ella también parecía conforme.

—Corre, ve y enséñaselo a tu hermana. –Le azuzó la madre y después de despedirse de nosotros y darnos las gracias con un abrazo salió corriendo hacia la casa. El sonido de las campanillas perduró un buen rato porque le había dado un fuerte embiste a la puerta. La señora Constanza y yo nos dirigimos hasta el mostrador y mientras ella se sacaba el monedero y buscaba los cuartos para pagarme yo me senté frente a ella y saqué la agenda para marcar el pedido entregado así como el dinero recibido. Mientras lo hacía, no podía parar de darle vueltas a lo absurdo de los exvotos y a aquella malsana costumbre de las personas de gastarse el dinero en pos de la iglesia para no recibir nada a cambio. Cuando la señora dejó el dinero sobre el mostrador yo levanté la mirada y le sonreí con amargura.

—Sabe que por llevar eso a la iglesia, el niño no se va a curar, ¿verdad? –Nada más soltar aquello me arrepentí porque yo no era nadie para juzgar lo que otros hiciesen con sus vidas o sus dineros, y mucho menos si obtenía un beneficio de ello. Pero la ilusión de un niño se me hacía difícil de sobrellevar.

—Sí, ya lo sé querida. –Me dijo ella con toda calma, para mi sorpresa—. Si realmente hubiese creído que llevando un exvoto a la iglesia va a hacer que mi hijo recupere la voz, habría hecho encargar uno de oro, no de madera.

—Pero su hijo…

—Mi hijo tendrá que darse cuenta por sí mismo. Y si le hace ilusión, pues es lo que hay que hacer…

 

 

 

 

 

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