SHERLOCK (YoonMin) [PARTE I] - Capítulo 2

 CAPÍTULO 2


JungKook POV:

 

Me encuentro solo en la sala. Las luces siguen exactamente igual, pero el silencio es muy incómodo porque tengo la constante sensación de que aunque esté a solas, alguien está viéndome. Alguien está escuchando atentamente el sonido de mi respiración y el de los latidos de mi corazón. Ya no hay un café frente a mí, me lo he terminado hace unos minutos y el policía ha tenido el detalle de llevarse el vaso vacío para traerme otra cosa. Me ha sugerido algo de comer pero le he dicho que estos días no he tenido mucho apetito y comprendiendo mi situación, ha sugerido otra cosa de beber. Le he pedido un refresco, también con cafeína y tras una breve charla, se ha marchado. Tengo la ligera sospecha que es tan solo una excusa para salir y comentar algo con las personas tras el cristal, por lo que miro en esa dirección pero tan solo mi reflejo me llama la atención. Me miro un poco por encima y atisbo en mi rostro unas leves ojeras y unos pómulos descoloridos. Unos labios húmedos, un poco acalorados por el café.

–Siento haber tardado, no veas cómo está la cafetería. –Me dice y yo me encojo de hombros. Pone ante mí una Coca–cola de lata y un vaso de plástico. Le digo que no me hace falta y tras abrir la lata de refresco bebo directamente de ella. El primer trago siempre es el mejor, el que tiene más burbujas–. Has dicho algo de que estaba enamorado. ¿Hum? –Asiento.

–Sí, pero aún no hemos llegado a eso. Aún queda mucho por contar para que pueda entender la grandiosidad del hombre del que hablamos.

–Creí que le odiaba, seriamente. He leído sus informes en sus casos, señor Jeon.

–No es odio, sino objetividad. Y he de decir que la realidad no se porta bien con el señor Min. En mis trabajos simplemente me limito a narrar los acontecimientos, sucesos y reacciones que mis ojos captan, nada más. La forma de interpretarlo es tan solo del lector. Si los actos del señor Min trascienden de las normas sociales y de la convencionalidad es, como ya le he dicho, porque es un completo sociópata. No lo tome como un insulto, al contrario. El miedo pasó a ser admiración.

Aquél mismo día, TaeHyung me acompañó hasta la puerta de lo que sería mi nuevo hogar. Era un bloque de edificios con un aire neoclásico que me enamoró. Tenía lo mejor del renacimiento y lo mejor de la más maravillosa vanguardia, es decir, nada de esta última. La fachada del exterior estaba tallada en algunas partes y en otras dejaba la pintura lisa y pulcra. La puerta del portal sin embargo contrastaba agradablemente con unos barrotes de metal propios de unas personas recelosas y un poco chapadas a la antigua. Cuando entré dentro TaeHyung se fue y yo solo me metí en el ascensor de hierro y madera barnizada para subir al sexto piso. Hay un espejo a mi derecha, nada más. El resto es simple decoración.

Cuando salí a la planta seis me dirigí casi ciegamente a la puerta B y presioné ligeramente el timbre que hizo un sonido raro y extravagante. Alguien gritó desde dentro y retrocedí dos pasos, al menos.

–¡¿Quién llama a estas horas de la noche?! –Miré mi reloj de pulsera, asustado. Apenas eran las nueve y media. Fruncí el ceño y me acerqué a la puerta.

–Soy Jeon, Jeon Jungkook. –Esperé al menos dos minutos y cuando al fin oí sus pasos acercarse, mi corazón se desbocó. Al verle tras la puerta me sorprendí gratamente. No estaba uniformado ni nada parecido. Llevaba simplemente unos pantalones holgados de pijama, una camiseta de manga corta y una bata de estar por casa. Todo de color negro menos la camiseta, que era gris. Su pelo estaba bien alisado, sus pies, enfundados en unas zapatillas. Me extrañaba que ese grito lo hubiera producido un rostro tan angelical–. ¿Llego en mal momento?

–¡Oh! Jeon. Pasa, pasa. No te preocupes. –Su voz ahora era amable. Me produjo escalofríos. Nada más entrar, se me pasó. Era un hogar dulce, agradable. No había cadáveres colgando de las paredes ni manchas de sangre con la palabra “maníaco” por todas partes. Tan solo un feo papel en las paredes, nada más. Sonrío.

–Si estaba ocupado… puedo…

–No, sin problema. Pasa, estás en tu casa. –Entramos los dos a un pequeño y diminuto recibidor, con dos percheros y un paragüero. Pasando más adentro desembocamos en el salón que se compone de una cocina un poco apartada a lo lejos, dos habitaciones y una tercera que entreveo es el cuarto de baño. En el fondo, tres grandes ventanales. En el espacio que el salón ocupa hay dos escritorios, un sofá, una butaca de enormes dimensiones, y una mesa baja entre estas dos últimas cosas. Entre dos de los ventanales, un piano de madera de color marrón oscuro con una partitura abierta.

–¿Ha cenado, señor Min? –Le pregunté–. He comprado algo de comer…

–No te preocupes, hombre. Deja eso por ahí. –La verdad, he de reconocer que cuando quería era muy amable, encantador y caballeroso, pero claro, eso entra dentro de la personalidad de un sociópata. Ser amable y caer bien a todo el mundo–. Mira, esta va a ser tu habitación. –Me llevó a un cuarto de los dos que había en la casa. Era un cuarto pequeño, con una cama, un armario empotrado, una mesilla y una ventana–. Entiende que esto es solo para dormir. Trabajarás en el salón. He predispuesto ese escritorio para ti. –Él se había adjudicado el escritorio que estaba contra la pared y a mí me había dejado el que estaba a la otra punta del salón, cerca de la puerta de la cocina.

–Sin problema, es mucho más de lo que me merezco.

–Pues genial, instálate cuando quieras.

Poco a poco mis expectativas iban cambiando pero a medida que iba conociendo al hombre ante mí, era cada vez más complicado sostener que era un buen hombre. Tenía sus defectos, claro. Tenía sus buenas cosas, sus virtudes, sus grandes habilidades mentales. Pero tenía dentro de él algo que le estaba devorando. Pero de eso aun no quiero hablar. Me gustaría, si no le importa, hablar un poco sobre la convivencia día a día con él a mi lado. Aquella misma noche salí de mi cuarto alrededor de las once de la noche cuando él aún pululaba por ahí. Salí con mi pijama frotándome los ojos y le vi sentado en la butaca, apoyando la espalda en uno de los reposabrazos  y las piernas pasando por encima del otro reposabrazos. Si fuera yo, estaría retorciéndome pero él cabía perfectamente y sin quejarse. Su menudo cuerpo el facilitaba ese contorsionismo. Aun llevaba la bata puesta, me hartaría de ver esa bata sobre su cuerpo.

Había una luz encendida, una luz amarillenta que concedía a la habitación un aire nostálgico y cálido, iluminando tan solo lo justo y sin atrevimientos. Cuando salí me senté en el sofá y él ni siquiera me miró, pero yo sabía que era consciente de mi presencia allí. Aun frotándome los ojos veía como con una mano sujetaba una pipa de madera, una pipa de fumar, –aclaro–, y con la otra rebuscaba dentro de un sobre de cuero marrón, un marrón parecido al de la madera de la pipa, pero he de reconocer que los recuerdos están muy borroso y aquella luz me confundía. Sin embargo seguiría viendo aquella pipa por mucho tiempo y aquel sobre de tabaco de liar. Lo que sí recuerdo con detalle era su expresión concentrada en introducir pequeñas migas de tabaco desmenuzado en el hueco de la pipa. Cuando terminó su trabajo se guardó el sobrecito de tabaco en uno de los bolsillos de la bata y la pipa se la llevó a la boca. Sacó, del mismo bolsillo donde había guardado la bolsita, una pequeña cajetilla de cerillas y encendió una con mucho cuidado y la llevó al extremo de su pipa, para encender el tabaco en el interior. Me recordó a una escena completamente irreal, ni su rostro se compenetraba con la pipa ni su edad con su gesto. Y sin embargo. Verle fumar con tanta naturalidad, me dejó pasmado.

–¿No puedes dormir? –Me preguntó sin mirarme, contemplando el humo que salía de sus labios con un color claro y un movimiento seductor.

–No, y como he oído pasos he pensado que no molestaría si saliera.

–No pasa nada. ¿A qué se debe tu falta de sueño? ¿Remordimientos? ¿Té? ¿Café? ¿Refrescos con cafeína? ¿Algún problema físico? ¿Apnea del sueño? Has hecho un viaje largo en la mañana, lo normal es que estés cansado.

–Simplemente no me hallo en lugares nuevos con facilidad. Dormir en camas nuevas lleva su tiempo…

–Ah, ya entiendo. –Comenzó a mover sus pies descalzos colgados del borde del reposabrazos. Eran pálidos como la nieve.

–Cuando me dijo que fumaba, no pensé que fuera en pipa.

–Fumo de muchas maneras. Pero esta es la que más me gusta.

–Hoy en día es incluso más económico comprar los cigarrillos ya hechos…

–Sí, pero se pierde el regusto de la madera quemada. –Dio una intensa calada y con ello cerró los ojos–. Dicen que las cosas saben mejor cuando te ha costado hacerlas, esto lo demuestra.

Entonces no sabía a qué se refería con el esfuerzo y las recompensas. Su mente manipulaba cada una de sus palabras con mucho cuidado, con mucho miedo y rigor. No decía nada que no quisiese decir. Y eso a veces era bastante peligroso porque no tenía pudor para preguntar cosas comprometedoras o demasiado complicadas. No tenía tacto ni filtro. No tenía una criba por donde pasar la información antes de soltarla. No porque no supiera hacerlo, sino porque le importaba un bledo los sentimientos ajenos, igual que le importaban un bledo los suyos propios. Cuando hablaba con extrema franqueza a los familiares de algún muerto muchas veces tenía yo que hacer de su “traductor” o “mediador” entre las familias y más de un golpe se llevó. Él ya estaba acostumbrado a lo que él denominaba “reacciones sentimentales de las personas corrientes”. Lo que para el género humano era un sentimiento, para él era una debilidad animal. Muchas veces me reprendió por mostrar mis sentimientos o bien se burló de mí por ello. Al principio pensé que era solo una máscara en su rostro, una de esas personalidades a las que les cuesta mostrar sus sentimientos y se aíslan en una coraza. Me temo que no era eso, sino que realmente no entendía los sentimientos de las personas. Y por consiguiente, los suyos propios. 

Otra manía extraña que recuerdo de él era que se ponía a tocar el piano cuando se quedaba a solas. No me refiero a que no lo hiciera conmigo delante, sino que cuando yo me iba y regresaba, me lo encontraba tocando el piano. Él proseguía, siempre y cuando yo no molestara, pero jamás le vi coger, sentarse frente al piano, y tocar. Solo en sus momentos de soledad se atrevía a ponerse frente a él. Como el pintor que encuentra la inspiración para dibujar tan solo en la soledad. Recuerdo la primera vez que le vi tocando. Yo acababa de salir del ascensor para llegar a casa con algo de comida y antes de cruzar el umbral de la puerta, la música me cautivó. Fue una sensación muy extraña que se repetía cada vez que se sentaba ante las teclas. Cuando le mirabas en una situación cualquiera, no era una persona que proyectara soledad ni tristeza. No proyectaba más que el sentimiento de querer golpearle, para ser francos. Pero cuando la música entraba en tu cabeza, no conseguías sacarte el nudo de tu garganta que se había formado de la nada. No me atreví aquel día a pasar por la puerta y me quedé unos minutos escuchando apoyado en la madera. Temía que al entrar, él se detuviera, o me gritara, o me matara. No quería molestarle pero tenía que regresar a casa en algún momento. Lo hice y él siguió tocando, presa de la música. Cuando entré al salón me quedé sentado en silencio en el sofá y él tocó durante casi treinta minutos más. Me sorprendió no encontrar ninguna partitura sobre el piano y cuando se detuvo al fin, me miró con una sonrisa amable. No era avergonzada, como me habría pasado a mí. Era simplemente una sensación de satisfacción, como el drogadicto que necesita de metadona para calmar su mono. Igual.

–Es hermosa. –Le dije.

–Nocturne nº 20, de Chopin. –Me dijo como sin nada y volví a asegurarme de que no había partitura que estuviese siguiendo.

–¿Te la sabes de memoria?

–Sí.

Meses después acudí a una tienda de discos y por casualidad me topé con un álbum de las mejores canciones de Chopin. Busqué con curiosidad aquella canción y me sorprendí al no reconocerla. La había estado escuchando mucho tiempo en mi hogar pero cuando me puse unos cascos y la escuché del propio disco, no me sentí de aquella forma. No me pareció al principio ni la misma canción. Acabé desistiendo porque algunos acordes coincidían y me resigné a pensar que ambas eran la misma, pero el nudo en mi garganta no se formó. Esta era incluso, a pesar de ser una canción triste, más alegre y animada. La versión de YoonGi mostraba todo lo malo que había en él.

Permítame contarle una manía más. La más peligrosa en mi opinión. Las primeras semanas de trabajo apenas teníamos nada que hacer porque en la agencia de detectives en donde él trabajaba le asignan casos excepcionalmente particulares, donde los policías más expertos no tuvieran nada que hacer en comparación, pero entiéndame. No todos los días aparece un criminal con una mente prodigiosa. Por este motivo el señor Min trabajaba por su cuenta cuando no tenía trabajo en la policía. Tal vez por eso, acabé pensando, me contrataron para que siguiera sus pasos, para conoce mejor a la competencia dentro de su propio equipo. A mí no me importaba ir escribiendo sobre los avances de las investigaciones, y al señor Min tampoco, al parecer. Le gusta alardear de su propia capacidad como al que ninguno. Era un egocéntrico narcisista empedernido. Era el hombre con más autoestima que me he cruzado, bueno. El segundo. Ya que, claro, esto entra dentro de su personalidad sociópata.

Como le estaba diciendo, teníamos que buscar trabajo por nuestra cuenta, pero mientras tanto, yo creé un blog en internet. Tras pasar varias semanas a su lado me pareció un hombre tan peculiar, tan irreal, tan extravagante, que me decidí a hacer una especie de “historia” en internet. ¿Sabe de qué le hablo? –El policía asiente–. Entonces no tengo que explicarle mucho más. A parte de los informes que mandaba a la comisaría, este blog me servía para expresar toda mi creatividad. No contaba cosas personales, me limitaba simplemente a narrar los casos como pequeñas historias policiacas que iban surgiendo y al parecer, aunque los casos no fueran muy llamativos, al público le gusto la excentricidad del personaje principal. Al señor Min no le dije nada de esto, aunque estoy seguro de que lo sabía. Y para no poner en riesgo nuestros avances y nuestras investigaciones, no puse su nombre real. El señor Min era Sherlock, en mis historias.

A donde quiero llegar es que en los momentos en los que la policía no le asignaba casos tenía que buscárselos él. No por temas económicos, tampoco por alarde social, que también. Sino porque se aburría.

–¿Aburrimiento? –Pregunta el policía, confuso.

–Sí. Las personas como usted y como yo queremos a toda costa librarnos del trabajo y descansar. No pensar en él, no pensar en nada. Pero el señor Min no. El cerebro del señor Min necesitaba estar en constante actividad. Necesitaba de estímulos que le ayudasen a mantenerse activo. Cuando no trabajábamos fumaba más, no tocaba el piano apenas, salía a las tantas de la mañana y regresaba aún más furioso que antes. Incluso a veces venía con la nariz sangrando. No me pregunte, de seguro que le golpeaban por su comportamiento. De quedarse en casa seguro que yo mismo le habría golpeado también. Lo peor, eran sus rebotes.

–¡ME ABUROO! –Gritaba mientras yo estaba en la cocina preparando dos tazas de café. Mientras removía el café pensaba que no era lo mejor para sus nervios y que, seriamente, estaba pensando en darle alguna especie de calmante, cuando de repente, escuché un disparo en el salón. Se me cayó una de las tazas al suelo y mi primer impulso fue cubrirme la cabeza y agacharme. Después de ese vino otro tiro, seguido de sus gritos–. ¡Me aburro! ¡Me aburro! –Otro más, otro más. –Salí al salón con mis manos cubriendo mis oídos por la frecuencia de los disparos y le vi con un revólver en su mano apuntando a la pared contraria a nuestros dormitorios. Con la pistola había hecho un recorrido de disparos a través de la pared, haciendo que saltara el papel pegado en esta, acentuando los agujeros.

–¡Para! ¡Yoongi! ¿Se puede saber que haces? –Desistió cuando las balas se le acabaron y aun así, siguió disparando al aire esperando que de la nada apareciera una bala. Tiró la pistola por ahí y yo al fin la cogí en mis manos y se la alejé de su alcance, preocupado de que rescatara más balas de alguna parte y fuera yo su conejo de presa–. ¿Estás loco? ¡Van a llamar a la policía!

–¿Qué van a llamar esta gente insulsa, vulgar y estúpida? –Se tiró en el sofá y se puso las manos en el rostro, cerrando sus ojos–. Estos idiotas ya están acostumbrados.

–¿Haces esto a menudo?

–Este es el tercer papel que pongo en las paredes en lo que llevo aquí. –Abrí los ojos sorprendidos y ahora que lo mencionaba, en su cuarto me había parecido ver tiros también, cerca de una cara sonriente pintada en una pared. Fruncí el ceño, angustiado. No me dejaba entrar con frecuencia en su cuarto.

–¿Pegaba tiros a la nada?

–Sí. Pero solo cuando se aburría, no piense que era cosa de todos los días. –El policía me mira, frunciendo el ceño.

Como usted sabe, el señor Min era un famoso detective que tenía una fama muy grande dentro del país y muchas personas querían de sus servicios. Personas que tenían problemas o circunstancias de los que la policía no se hacía cargo. Eran estas personas las que acudían a su casa de vez en cuando para buscar su ayuda. Una vez vino una señora, realmente preocupada, que decía que en su casa ocurrían fenómenos extraños. Debía haber estado usted ahí, el rostro del señor Min era un cuadro. No se imagina que extraña expresión puso. Al pedirle explicaciones a la señora, ésta aseguró que algunas sillas habían aparecido rotas, y la cama, también. El señor min dijo con palabras firmes, frías y concisas:

–Baje de peso, y comprase muebles nuevos.

Aquella señora se marchó mucho más desorientada de lo que había venido pero la verdad es que no pasaba ni siquiera por la puerta, así que posiblemente ahí estuviese el problema. Personas como aquella venían a menudo, muchas solo con el interés de conocer al señor Min, otras simplemente con problemas psicológicos graves. Yo me sentaba en mi escritorio y escrutaba desde la lejanía como el señor min entrevistaba a las personas. Venían padres que habían perdido a sus hijos, personas a las que les había entrado alguien en casa a robar, niños que buscaban a sus verdaderos padres. La mayoría cosas insignificantes que estoy seguro el señor Min podría solucionar en menos de dos horas, pero no aceptaba nunca esos casos. Siempre los echaba a todos con aire cansado y decepcionado. Después rebuscaba por casa la pistola pero yo para entonces la había guardado a buen recaudo. Le daba la pipa y como un niño autista, se centró en ello sin reparar en nada más.

Hasta que un día, eso cambió.

Estábamos a punto de irnos a cenar fuera. Para entonces habíamos hecho muy buenas migas, he de reconocerlo. Después de que una vez me llevé un golpe que debió ser para él, acabó por tenerme en buena estima. De vez en cuando, sin querer le llamaba Sherlock y la primera vez me miró confuso. No enfadado o furioso. Simplemente con una inocente confusión. Después apareció una sonrisa en sus labios y a los días el comenzó a llamarme Jeon Watson. Eso me ponía muy nervioso, porque lo decía con condescendencia. Me decía de broma:

–¡Watson! ¡Tráeme la pipa y el sombrero, nos vamos a resolver un crimen!

–¿Qué hay de malo en eso?

–Que me lo gritaba a las tres de la mañana, cuando no podía dormir y yo ya estaba en la cama. –El policía se ríe pero yo le fulmino con una mirada. Suspiro y continúo hablando.

Un día todo cambió. Como le dije, estábamos a punto de salir a cenar, en una noche de invierno. Estábamos ya con los abrigos y las bufandas puestas cuando alguien llamó a nuestra puerta. De ella apreció una señora de unos cuarenta años, con el rostro descompuesto y con una mirada temblorosa y muy aturdida. La hicimos pasar y mientras yo le hacía una tila, el señor Min se sentó con ella a hablar. Nunca había visto tratar nunca a nadie mejor. Le ofreció asiento en el sofá que normalmente él guardaba con celo, le ayudó a desprenderse del abrigo y le puso el té en las manos. Entraba dentro de su trastornada personalidad, como ya sabe.

–Cuéntenos, ¿qué le sucede? –Habló el señor Min mientas yo me senté en la butaca, un poco alejado de ambos, pero con el rostro clavado en ellos.

–Usted es el único que me puede ayudar… mi… mi hijo, ha desaparecido. –Dijo la señora.

–¿No ha acudido a la policía? –Ella negó triste, creí que se pondría a llorar y algo me decía que no había venido aquí a voluntad.

–Tiene que ser usted. –Dijo ella, hablando con el señor Min.

–¿Qué es exactamente lo que yo puedo hacer?

–Tiene que encontrar a mi hijo.

–¿Tiene alguna idea de donde ha podido ir?

–No se ha ido a ninguna parte. Se lo han llevado.

–¿Quién se lo ha llevado? –Ella agachó el rostro y frunció el ceño. Llevándose la mano al abrigo reposando a su lado sacó una especie de papel que sostuvo unos segundos en sus manos. Se lo dio al señor Min  y este lo sostuvo, frunciendo el ceño.

–No lo sé, pero tiene que encontrar a mi hijo, se lo suplico.

Señor policía. La expresión que vi en el rostro del señor Min al abrir el papel, me confundió. Nunca se le había dado bien el teatro, pero para la mentira era todo un Dios. Siempre y cuando le beneficiara. Había ya olvidado intentar reconocer cuando estaba mintiendo y cuando estaba siendo sincero. Me había limitado a creerle en todo lo que me dijera pero en su rostro, y no quiero reconocerlo, vi entonces una felicidad perturbadora. Puro éxtasis. Su rostro no palideció, al contrario, se llenó de vida. Curioso por su reacción me acerqué al folio y lo que allí había era una fotografía de la escena del crimen. Del cuarto del niño, a juzgar por el papel en las paredes y los juguetes esparcidos. La foto mostraba una pared desnuda de su cuarto y unas letras escritas a pintura negra.

“¿Jugamos al escondite, Sherlock?”

Y a su lado, una cara sonriente en un color rojo sangre. La misma cara que la pintura de su cuarto.

–¿Qué es esto, Yoongi? –Le pregunté confuso. Al parecer no todos mis lectores eran tan inocentes. Al parecer, incluso él había leído mi blog porque se había reconocido a sí mismo en ese “Sherlock”.

–Park Jimin. –Dijo sin más.

¿Sabe lo primero que pensé cuando vi aquella imagen? ¿Sabe lo que sentí? Decepción porque mi primer pensamiento es que todo esto había sido obra suya y de su paranoico aburrimiento. Creí que “Park Jimin” era un producto de su mente. Que era nada más que un juego contra sí mismo. Una partida de ajedrez con un solo jugador moviendo ambas piezas. Aún hoy, lo pienso, y he visto en persona el rostro de ese tal Park Jimin.  

 

 

 

 

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