EL PRECIO DEL ARTE [PARTE I] (BTS) - Capítulo 1
Capítulo 1
JungKook POV:
27 – Junio – 1995
Seúl. Escuela de arte. Taller de
conservación y restauración especializado en pintura.
La luz que entra a través de las ventanas
en este taller hace que el día se sienta mucho más intenso y caluroso, cuando
en realidad las temperaturas no son tan fuertes junto con la humedad relativa.
Yo he roto a sudar en la parte interior de mi nariz y a través de mi sienes
pero no es por culpa del calor, sino por la mascarilla que llevo sobre el
rostro y las gafas de plástico que cubren la parte superior de mis facciones,
junto con ojos y frente, pero que al hacer presión sobre mis sienes, me
provocan ahí ese sofoco. Mi flequillo cubre a veces parte de mi visión y tengo
que hacer un mecánico movimiento con mi cabeza para retirarlo de forma que me
permita visión sobre lo que estoy haciendo en la mesa de madera.
A mi alrededor hay tres mesas, algunas
vacías y otras con alumnos como yo, apurando sus trabajos en sus últimos días
del curso. Ya no es obligatorio venir, pero a quién diablos le importa, no
tengo otra cosa que hacer. El calor también puede deberse a la bata sobre mi
cuerpo que impide que me manche, a los guantes protectores sobre mis manos a
los movimientos que hago a la hora de estar lijando este marco de madera recién
tallado. Lo miro con ojos distraídos mientras muevo mis manos a lo largo de su
superficie limpiando todas las asperezas que pueda tener, las pequeñas astillas
y retirando con un pincel el polvo que sale de mis movimientos. El marco se ve
solo y aburrido en medio de esta gran mesa pero algún día formará parte de un
cuadro que yo mismo ensamblaré a este recubrimiento de madera. Este describe
sinuosas figuras, dulces pliegues y alguna floritura en las esquinas. Es de un
triste marrón claro de madera barata pero cuando lo cubra de pintura dorada, la
bruña para darle efecto degradado y lo cubra de un baño de barniz, nadie podría
distinguirlo de un marco antiguo.
Sin embargo mi primera opción por la cual
me siento tan acalorado es la fuerte discusión que estoy manteniendo con mi
tutor sentado frente a mí, mirándome con esa mueca de suficiencia y condescendencia
que tanto odio de un adulto, que tanto odio de mis profesores a lo largo de
este último año.
—Pero no lo entiendo… ¿cómo es posible que
las administraciones no puedan hacer nada al respecto?
—No eres el centro del mundo, Jeon, no
puedes pedir tales actos. –Me dice mientras mira aburrido el trabajo que estoy
haciendo. Él también debería protegerse al menos los ojos para que el serrín no
le dañe las córneas pero no parece preocupado. Y pensar que él es el profesor
de esta asignatura.
—No estoy pidiendo un esfuerzo titánico.
—Si no hay trabajo, no hay trabajo, Jeon.
Es así de simple. –Me dice sentenciando la conversación pero con la certeza de
que yo no voy a dejarlo pasar.
—Pero es injusto. –Le digo negando con el
rostro mientras miro la lija en mi mano, la limpio con un pincel y vuelvo a
posarla sobre la madera.
—Sé que lo es, pero no puedes permitir que
echen a una persona de su empleo para que tú les sustituyas.
—Se llama meritocracia. –Le digo, serio—.
Tengo las mejores notas de mi promoción, tengo matrícula de honor en la mitad
de las asignaturas, el trabajo final lo he aprobado con una nota muy alta… —él
me corta.
—Lo sabemos, Jeon, y estamos muy
orgullosos de ti, pero las cosas son así…
—Conozco a gente trabajando en muchas
instituciones… —le digo con aire sabiondo—. Y muchos de los que están
trabajando como restauradores han estudiado Bellas Artes, o simples talleres
artesanales sin título universitario. Por no decir que la mayoría entran
enchufados.
—Lo sé… —Sigue repitiendo cada vez más
cabizbajo por mis argumentos.
—¿Y me dices que no hay trabajo para mí?
No es justo.
—La vida no es justa. –Sentencia, entre
enfadado y subordinado a la situación. Yo suspiro largamente y dejo la lija a
un lado para rescatar el pincel y comenzar a retirar el polvo sobre la madera y
soplo suavemente retirando hasta las pequeñas partículas que el pincel no es
capaz de llevarse. El profesor mira atento mi trabajo pero no me dice nada,
porque sabe que lo hago a la perfección.
—¿Es por la experiencia laboral? –Le
pregunto con una mueca cansada mientras poso una mano en la mesa y con la otra
me bajo la mascarilla de mi rostro para al menos tener una conversación en la
que él pueda ver la forma de mis labios al moverse. Se ha guiado hasta ahora
del tono de mi voz pero ha perdido mis expresiones faciales. También me quito
las gafas y a lo lejos en la sala se oye una sierra cortando un par de listones
de madera para hacer unos bastidores.
—Puede ser… —Me dice, cansado—. Pero no es
solo eso. Eres un chico listo, sabes de lo que estoy hablando. Te lo he
repetido desde el principio del curso.
—¿Entonces? –Pregunto, posando mi mano en
mi cadera—. ¿Cuáles son mis opciones? ¿Entraré en una lista de parados y me
llamarán cuando se quede un puesto libre? ¿Hago un máster para seguir
especializándome? Mi familia es humilde, me cuesta mucho dinero estar aquí
estudiado… —De nuevo vuelve a cortarme.
—Piensa que eres uno de los mejores, hay
gente que está peor que tú. –Me dice no queriendo mirar al resto de mis
compañeros pero a mí no me sirve su consuelo—. Sé realista, Jeon. La economía
no está bien y el gobierno antepone otras prioridades a la conservación de las
obras de arte. –Me dice serio—. Vamos, sé razonable. Tal vez de aquí a un par
de años te admitan para hacer prácticas en un museo y a partir de ahí…
—No quiero hablar más de ello. –Le digo
mientras sentencio la conversación quitándome por completo la mascarilla de mi
rostro y la cojo junto con las gafas y mis utensilios para desplazarme a mi
mesa de estudio dentro de la sala y allí, guardo en mi mochila mis utensilios
mientras me quito los guantes también guardándolos y me desabotono la bata con
rapidez y nerviosismo. Esta me la cuelgo al brazo y cerrando la mochila espero
pacientemente a que la alarma suene revisando mi teléfono móvil por si tengo
alguna llamada perdida de mi madre o cualquier cosa importante. No veo más que
un mero mensaje de mi compañía telefónica sin importancia y cierro de nuevo la
tapadera colándome el teléfono en mi pantalón. Suspiro largamente y cuando la
alarma hace presencia me cuelgo la mochila al hombro y sujetando la bata me
desplazo con ambas cosas fuera de la clase con mi habitual presencia solitaria
a través del pasillo hasta bajar al segundo piso donde comienza a sentirse más
el barullo.
La gente sale de las aulas, chicos más
jóvenes que yo en clases de mi misma carrera o incluso personas mayores de
ciclos especiales para cerámica u otras asignaturas entretenidas para personas
aburridas de sus vidas. Yo me desplazo entre el barullo hasta llegar a mi
taquilla y cuando me acerco, la diviso de lejos. Es una taquilla simple,
normal, lacada en azul como el resto pero sin un solo detalle. Está entre la
número 23, una con una pintada a permanente negro en la que pone “Revolución
del arte” y entre la 21 que tiene pegatinas de purpurina con dibujos infantiles
que me hace siempre sentir intimidado. Son demasiado llamativas y doy gracias
porque mi taquilla pase inadvertida. He visto a la propietaria de esta
taquilla, es una chica de diecisiete años, estudiante de primero de
bachillerato de arte, que el primer día que llegó comenzó a poner pegatinas por
todas partes en su taquilla. Alguna vez que me he asomado dentro he podido ver
fotografías de algunas bandas de grupos femeninas y un llavero en forma de bola
peluda. Demasiado extravagante para mi gusto.
Cuando llego a la taquilla la abro con la
pequeña llave que cuelga de mi llavero y me sumerjo en el mediocre interior tirando
dentro la bata blanca y saco de mi mochila los materiales que uso en clase para
colarlos también en el interior de la taquilla. Con una mueca desagradada me
quedo mirando el interior mientras rebusco en mis pantalones el paquete de
trabajo y el mechero que he cogido esta mañana de mi cuarto y cuando me siento
conforme con todo dejo también en el interior de la taquilla la mochila para
que no me estorbe en la media hora de recreo que tengo y cierro una vez dejo
todo dentro. Cuando estoy sacando de nuevo la llave para candar, aparece dando
brincos, la chica de la taquilla contigua y su llamativo nuevo color de pelo me
hace mirarla sin vergüenza. Ella cae en mi mirada y mientras se ruboriza abre
su taquilla, ocultándose en el interior de esta. Yo ruedo los ojos y tirando de
la chapa azul de mi puerta me aseguro de que he cerrado bien y me guardo las
llaves mientras me encamino a la biblioteca.
De camino a ella tengo que pasar a través
de las personas, de los grupos que se forman, de la manía de las personas por
arrinconarse en un pasillo acumulándose como el moho en la página de un libro,
de forma gradual y progresiva. Me gustaría poder barrerlos a todos y quedarme
en la soledad de mi pensamiento pero más fácil me resulta simplemente cerrar
los ojos y suspirar largamente mientras me cuelo en el interior de la
biblioteca, rescato un libro cualquiera y salgo a la parte trasera del edificio
en donde me quedo sobre un poyo de piedra cruzando las piernas y sosteniendo el
libro en estas. La bibliotecaria no dejaría sacar el libro de la biblioteca sin
permiso y menos al jardín donde puede pasarle cualquier cosa. Menos aún le
dejaría a nadie fumar mientras sujeta el libro y aún menos, tomarse la libertad
de hacerlo a diario, pero a mí me conoce desde hace cuatro años y mi impecable
comportamiento jamás le ha desmerecido un rechazo. Alguna vez me ha dicho que
le recuerdo a su nieto. ¡Qué diablos me importa! Solo quiero algo más que una
conversación mediocre en mi media hora de descanso. Por eso salgo aquí a
diario, en este caso con un libro de las pinturas sobre tabla romanas y sacando
el paquete de cigarrillos me llevo uno de ellos a los labios y saco después el
mechero. Abro la primera página del libro, miro la editorial y después el
título. Sigo adelante sumergiéndome en el índice de este pequeño volumen y una
vez tengo conmigo el mechero lo llevo a la punta del cigarrillo, presionándolo
con intensidad pero con la necesidad de que funcione de inmediato. No lo hace.
El chasquido se produce pero al parecer no con la sufriente fuerza. Frunzo el
ceño mientras aprieto el cigarrillo entre mis dientes y agito el mechero con
insistencia por si esto da resultado. Nada parece ser suficiente hasta que una
sombra se cierne sobre mí y yo miro a lo alto para saber quien me ha quitado
los pocos rayos de sol que aparecían hoy. Frunzo el ceño y un mechero sale de
esa sombra, apuntando directo a mi cigarrillo y lo enciende con cuidado,
dejándome espacio para que no me queme. Aspiro aire, lo suelto y le devuelvo
una mirada al hombre que se ha parado frente a mí.
—Gracias. –Le digo por la utilidad de su
mechero y como respuesta, me da una sonrisa amable en la que no encuentro un
reconocimiento facial. Ni le conozco ni le he visto por la escuela. Tampoco
parece un profesor ni un alumno, va vestido con traje negro a principios de
verano, que valor.
—De nada, muchacho. –Me dice con confianza
y si solo pasara por aquí, habría tenido tiempo para desaparecer pero se ha
quedado parado delante de mí, mirándome con una mueca de victoria.
—¿Puedo ayudarle en algo? –Le pregunto
pero tampoco parece que necesite ayuda. Se ha limitado a quedarse ahí de pie
mientras se mete las manos en los bolsillos del pantalón y mira de un lado a
otro de forma divertida pero sé que procura que nadie más nos vea. Puedo leer
en su expresión esa mueca de interés en algo más que en que mi cigarro esté
encendido. Yo me llevo el filtro a mis labios y aspiro de él, mientras espero
una respuesta de su parte. Tiene piel morena y ojos pequeños, pelo blanco y
recortado en la nuca. Facciones duras, porte imponente.
—Tal vez. Eres Jeon JungKook, ¿cierto?
–Pregunta con una mueca divertida pero al mismo tiempo algo curiosa y no muy
segura de ser yo la persona a la que busca.
—Depende. –Le digo mientras doy otra
calada al cigarro y cierro el libro sobre mi regazo, descruzando las piernas—.
Si eres amigo de mis padres no lo soy, y esto no es un cigarrillo. –Le digo a
lo que él me mira divertido y niega con el rostro mientras me señala con la
mirada.
—El muchacho de las matrículas de honor… —Dice
y yo asiento, orgulloso mientras le miro con una ceja alzada.
—¿Me ha investigado?
—Es una pena que un cerebro como el tuyo
esté tan desperdiciado. Me he enterado que después de que finalicen las clases
te quedarás con una mano delante y otra detrás. –Me dice y yo ahora sí
descompongo mi rostro mientras me pongo en pie para estar a la misma altura que
él y nos miramos el uno frente al otro con rostros serios.
—¿Cómo sabe eso?
—Yo te propongo algo. –Me dice con una
sonrisa cómplice de una información que yo desconozco. Yo alzo una ceja y le
doy otra calada más al cigarro. Expulso el humo con sosiego y él me mira con
una mueca de impaciencia pero sabiendo que estoy maquinando muchas cosas ahora
mismo en mi cabeza.
—¿Qué me va a proponer?
—Un golpe. –Dice, simple—. No puedo darte
los detalles pero si sale bien, y contigo a nuestro lado es muy probable, todos
salimos ganando.
—¿Qué es exactamente lo que gano? ¿Dinero?
¿Fama?
—Dinero. Suficiente como para vivir
desahogadamente durante unos diez o doce años. –Yo le miro con una mueca
sospechosa y él sigue insistiendo—. Podrías ayudar a tu familia con sus
problemas, y si tienes novia, darle todos los caprichos que se te antojen.
—Aun no me ha dicho su nombre. –Le digo
con una sonrisa a lo que él niega con el rostro, dado que no me dará ninguno y
en caso de que me lo diese, no me iba a dar el suyo verdadero—. Esto es muy
raro, creo que declinaré su oferta.
—Tú sabrás. Necesitamos a alguien con
capacidad y conocimientos en el traslado y conservación de obras de arte… —Comienza
a decir pero poco a poco se marcha, aun hablando—. Pero podemos encontrar a
cualquier otro que al menos sepa distinguir entre un lienzo y el retablo de…
—¡Espere! –Le detengo y él me devuelve una
mirada pícara. Él puede ser la oportunidad que la vida me regala por el
esfuerzo invertido. Cuando me mira, lo sé. He caído en su trampa.
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