AMNESIA [PARTE II] (Jimin x JungKook x YoonGi) - Capítulo 4
Capítulo 4
YoonGi
POV:
La noche
cayó sobre Seúl mucho antes de lo que me habría imaginado y apenas había
comenzado a cocinar. La comida estaba predispuesta sobre la encimera pero la
sopa aun no estaba ni siquiera a medio hacer. Había comprado verduras para
hacerla pero cuando quise ponerme a ello, no supe como desenvolverme y me vi
obligado a buscar rápidamente en unos libros de cocina que tenía de cuando me
acababa de mudar a Seúl para poder al menos hacer algo decente. También había
comprado un par de filetes de salmón pero según los estuve cocinando se montó
una humareda que me obligó a abrir todas las ventanas del piso. Estoy seguro que desde la casa de Jimin podía
verse toda la cena irse por la ventana.
Pero
cuando él tocó el timbre, todo el miedo al contrario de consumirme,
desapareció. Sus risueños ojos me esperaban al otro lado de la puerta y su
mirada tranquilizadora me hizo sentir mucho más tranquilo. Respiré
profundamente cuando estuvo delante de mí y una botella de vino rosado adornaba
sus manos. Me sonrió tímido.
–No sabía
si íbamos a cenar carne o pescado. Así que he cogido un vino que no fuera tinto
ni blanco. –Se alzó de hombros con una tímida sonrisa y sus dientes mordieron
sus labios nervioso. No lo estaba más que yo pero aun así se veía adorable y
nada me apetecía más que deshacerme de la cena y comenzar con una conversación,
así que le hice pasar mientras cogía en mis manos el vino y lo metía en la
nevera para que se enfriara hasta la cena.
Nuestros
ojos chocaron varias veces mientras los platos se distribuían frente a
nosotros, nuestras manos coincidieron sin querer y otras, queriendo. Meros
roces de complicidad, o incluso apretones afectivos en un momento de risa
descontrolada. Todos estos buscados como una gota de agua en un hombre de
labios sedientos. Los míos lo estaban de sus besos y no pude contenerme cuando
sin darse cuenta, sentados el uno al lado del otro, apoyó su cabeza en mi
hombro riendo por una anécdota que no recuerdo. Sí recuerdo el olor de su pelo
y como este me llamaba a esnifar como el más adicto drogadicto. Su pelo no
paraba de moverse y su risa me provocaba un nerviosismo inhumano. Besé su
coronilla y rápido me arrepentí de ello en cuanto dejó de reírse para mirarme
confuso y extrañado. Para quitarle importancia a lo sucedido sonreí pero él se
mantuvo serio hasta que llevó su mano a su pelo y acarició allí donde yo había
besado con unas mejillas enrojecidas al máximo. Era la ternura encarnada y me
di cuenta de que si alguien iba a besar primero, debía ser yo.
Agarré su
mano, y besé su mano. Él no me lo impidió pero tampoco parecía muy cómodo.
Seguí besando su brazo, después el hombro, su cuello. No me detuvo y vi el
momento de hacerlo. Besé sus labios de la forma más sutil que se me hubiera
presentado. Me vi frente a un cervatillo asustadizo, temeroso de mis reacciones
y a mí, un cazador dependiente de las suyas. Me miró al principio, tras
separarnos del roce, con ojos temblorosos y titilantes. Brillantes. Se esperaba
mi reacción, sin embargo. Y buscó en mí de nuevo mis labios besándome de igual
forma que había hecho con él. Había olvidado la canción que sonaba. Habíamos
puesto una canción de piano de fondo que siempre me había parecido
enternecedora: River flows in you, de Yiruma. Una canción que tiempo después él
me obligaría a tocar cada día pero que acabaría no recordándola.
No hemos
llegado a ese punto. Aun estamos en nuestro primer beso y como tal, después de
aquello tuve que dar explicaciones de mi conducta. Él se adelantó a mí.
–¿Esto
significa algo o tan solo te has dejado llevar por el momento? –Me miraba
cómplice como yo de un momento de intimidad. Su mano había agarrado la mía en
el beso y no fui consciente de ello hasta que el agarre comenzó a parecerme
violento.
–¿Tienes
la necesidad de definir la situación? –Asintió con ojos tristes.
–Me
gustas. –Quise responderle de igual forma pero me apartó la mirada para seguir
hablando–. La forma en que me miras, en que me hablas. Como me haces sentir
frágil y pequeño, pero protegido al mismo tiempo. Como apareces cada día en la
cafetería y me esperas con una sonrisa.
–También
siento esto. –Me miró ilusionado. Nunca olvidaré la forma en la que sus ojos de
repente parecieron tener vida. Seguro que mi expresión era la misma pero la
suya era la única que podía ver y analizar. Como sus manos temblaron y no sabía
a dónde mirar, intentando por todos los medios evitar ser yo su punto de mira.
Me enamoré de él y, francamente, todavía le amo. El punto a juzgar es la
intensidad, y no solo eso, la dura, cruel y despiadada comparación. Él era
perfecto, y ese fue el problema.
Pasadas
las doce de la noche el alcohol había subido a nuestras mejillas. Los besos,
tremendamente indiscretos, comenzaron a ser más frecuentes y sonoros. Cuando no
eran las mejillas era el cuello, y en su defecto, sus dulces y carnosos labios
manchados del sabor del chocolate en nuestro postre. No era la primera vez que
ninguno de los dos deseaba, soñaba o fantaseaba con ello. Pero nuestro cuerpo
añoraba de más contacto y nos vimos sometidos al deseo de nuestro instinto.
Allí
mismo, en el sofá tumbados sucumbimos a nuestros deseos más ocultos. Perdimos
el control mucho más fácil de lo que nos habríamos imaginado. La vergüenza aun
nos corroía incluso cuando desnudos, nos abrazamos para consolarnos. Mis manos
temblaban, lo recuerdo bien, mientras acariciaba su cintura bajo el peso de mi
cuerpo. Su cuerpo, definido y perfectamente equilibrado me dejó sin palabras.
No pude por menos que alejarme unos centímetros y mirarle de arriba abajo
sintiendo como sus mejillas estallarían de vergüenza. Se cubrió el rostro con
sus pequeñas y perfectas manos mientras se encogía en sí mismo pero yo no le
dejé huir de mí. Me colé entre sus piernas mientras respiraba con dificultad
intentando por todos los medios conservar la calma.
Caímos dos
copas, un plato y una de las velas que estaba sobre la mesa. Nuestros
aspavientos en medio del orgasmo no pudieron retenernos y nos vimos envueltos
en una maraña de besos y abrazos que sucumbieron a la más dulce de las agonías.
Una pequeña muerte que nos hizo experimentar la mayor realidad y la más lejana
esfera del universo. Estar entre sus brazos, entre sus manos nerviosas, entre
sus besos temblorosos, me hizo querer llorar pero no lloré. Quise gritar pero
solo pude gemir por el ahogo en mi garganta. Él gritaba desenfrenado conmigo
dentro, con sus ojos cerrados y sus labios abultados, enrojecidos y muy
tentadores.
Aun puedo
recordar cómo tras desplomaros el uno sobre el otro, me abrazó en su pecho e
hizo un puchero que me conmovió. Cerró sus ojos y suspiro tranquilamente. No
sonreía pero tampoco fruncía su ceño disgustado. Quise preguntarle si le había
parecido al menos satisfactorio, porque para mí había sido la mejor experiencia
que había tenido. No tuve tiempo. Se durmió a los segundos y me vi obligado a
incorporarme de su abrazo para arroparle. Nada más alejarme y mirar la escena
con perspectiva supe que no volvería a repetir una experiencia tan perfecta. La
palabra perfección se colaba en cada rincón de la composición de mi salón y
cruzándome de brazos aun desnudo y con varias gotas de sudor recorriendo mi
espalda me enamoré de aquella situación. Del ambiente, del olor, del calor. De
mi cuerpo temblando y la extraña amalgama de sentimientos que se afanaron en
perseguirme toda la noche sin dejarme dormir. Un dolor inquieto. Un animalillo
que había despertado y ya no deseaba dormirse.
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