TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 7

 

Capítulo 7

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

21 — enero — 1793.

 

Me levanté algo agitada, como si la noche no me hubiese dejado conciliar bien el sueño. Por el país corría una fría niebla de incertidumbre, de pesar y de alegría que provocaba que los corazones se inquietasen y las almas se animase. Nada más incorporarme y asearme me atavié con el mandil y me puse manos a la obra junto con la cocinera para preparar el desayuno y la comida del día con tiempo. Eran las cinco de la mañana. Luis XVI acababa de despertar.

Era un día frío como cualquiera a mediados de enero en París. Las primeras horas del día estaban plagadas de niebla pero a partir de medio día escampaba y todo parecía amenizarse, o tal vez descansar y recargarse de nieve para el día siguiente. Luis XVI fue despertado a las cinco de la mañana y desconozco si aquél día desayunó algo, pero sé que inmediatamente fue vestido por su valet* Jean—Baptiste Cléry. Pidió asistencia con el cura irlandés no juramentado Henry Essex Edgeworth de Firmont para confesarse. Sería su última confesión, así que más le valía hacerlo bien, pero no como esas veces que uno se confiesa por compromiso o con prisas. Supongo que tuvo que contarle muchas cosas, pues sería la última persona con la que podría sincerase, y probablemente la segunda después de María Antonieta. El rey, ya destronado, oyó su última misa y tomó la comunión. No conozco aún la sensación de la muerte, desconozco qué debe sentirse al participar de una última conversación, una última canción o una última mirada. No conozco el dolor que se debe sentir al saber que cada instante es el último y a cada emoción no la precederán otras semejantes. No me extrañaría que aquel día no hubiese desayunado, yo no me habría levantado con apetito.

Aquel cura irlandés también fue la última compañía que el rey pudo tener, compañía sincera y entretenida, pues sería la charla con la guillotina lo que le mataría. Este cura le aconsejó que no visitase a su familia y el rey obedeció. Tal vez como medio de evitar más dolor, tal vez como fórmula para no perder tiempo. De cualquier manera, a sus hijos se les privó de un último adiós de su padre y al padre de una última súplica de sus hijos. Cuando, pasadas las nueve de la mañana, abandonó la prisión en un carruaje verde, aparcado en las inmediaciones de la prisión, se dirigió con él camino a la plaza de la Revolución, plaza que un día llevó su nombre. Irónico, ¿no? Matar a un hombre en una plaza cuyo nombre le pertenecía pero le ha sido despojado, como todo. Como los bienes, su familia y su vida. Parece que todo comienza y termina en el filo de la guillotina. Dentro de aquel coche verde se bamboleaban, por culpa de los baches, el rey, el cura y dos militares que les resguardaban, o mejor dicho, evitaban su huída.

Durante más de una hora, el carruaje, precedido por el sonido de unos tambores destinados a silenciar cualquier muestra de apoyo al rey y escoltado por una tropa de caballería con sables amarrados al cinto, recorrió las calles de París. Durante todo el trayecto hubo varias revueltas. Conservadores afines al rey y nobles decidieron unirse para detener aquel carro y al grito de "¡seguidme, amigos míos, salvemos al rey!" un par de realistas, de los que en realidad pretendían ser más de 300, cayeron bajo las fuerzas del orden. A las nueve y media salí de casa, habiendo dejado todo preparado para que mi ausencia no se hiciese notar demasiado, y me conduje a paso rápido hacia la plaza de la Revolución. Allí el tumulto de personas era algo impresionante, incluso monstruoso. No había un solo espacio libre entre aquel gentío que gritaban, declamaban y de vez en cuando canturreaban. Algunos reían, otros lloraban, pero todos portaban la bandera tricolor o la bandera roja. Parecían animales fantásticos, exóticos, volando a través de nuestras cabezas, danzando sobre nosotros al grito de un único canto. ¡Que caiga el rey! ¡Louis XVI a la guillotina!


En la plaza reunidos había toda clase de ciudadanos, desde los burgueses más aristocráticos hasta los pobres más endemoniados que alzaban las manos como si implorasen la presencia de Dios para que fuese también testigo de tan horripilante abominación. Como si declamasen a alguna divinidad que apreciase la maravillosa obra de su creación. Hombres matando hombres, reyes destronados cayendo a manos de pobres hambrientos y muertos de frío. Y es así como al fin y al cabo el mundo gira, gracias a los reyes que caen y los pobres que se alzan. El problema es que los pobres de hoy son los reyes del mañana, los reyes del pasado han muerto y los pobres del futuro somos todos nosotros. Un niño pasó a mi lado empujándome, dirigiéndose con determinación al cadalso que se alzaba en medio de la plaza. Era rubio, con el pelo sucio e iba gritando a los cuatro vientos que deseaba coger la cabeza del rey en sus manos, quería probar su sangre como los bárbaros y de seguro que si se lo hubiesen permitido le habrían dejado soltar la cuchilla de la guillotina.

A medida que me fui haciendo paso pude distinguir mejor las formas de aquellos seres subidos al cadalso y a los ciudadanos de alrededor, que trepaban los maderos y danzaban alrededor. Eran una multitud armada con picas y bayonetas, parecían bárbaros o vikingos. No. Eran germanos, luchando por ellos mismos contra el propio Dios. Aquel muchachito se había encaramado a uno de los salientes del cadalso y ante la divertida mirada de unos gendarmes y animado por los sans—culottes gritaba enarbolando una pequeña pistola, seguramente descargada, pero con ella en la mano él mismo era un símbolo. Gritaba porque llegase el rey, porque quería matarlo él mismo y más parecían que gritaban sus tripas desnutridas que él mismo. Como si Dios le hubiese reconocido algo de poder, por una esquina de la plaza apareció la carroza del rey seguida del séquito pertinente. Todos gritaron con mucho más fervor y odio que antes. Parecía como si a todos les hubiesen pisado al tiempo un pie, fue una situación conmovedora.

En la iglesia se oyeron diez campanadas. Las diez de la mañana cuando el rey bajaba del carruaje y rodeado de gendarmes fue conducido hasta la cima del cadalso, al mismo tiempo que despejaban a las personas alrededor del patíbulo. Yo estaba a varios metros de distancia, desde donde podía ver la cabeza del rey ascender por las escaleras y aparecer a través de la línea que marcaba la base del cadalso. La gente me empujaba y me aprisionaban de vez en cuando, pero no perdí al rey de vista. Era incapaz de aparatar los ojos ni por un solo instante. A pesar del frío, a pesar del ruido. La imagen del rey recortada por el horizonte, rodeado de gendarmes y aminorada por el tumulto alrededor era mediocre e incluso banal. No conservaba nada ya de su realeza ni de su sangre divinizada. Era un hombre, un hombre como cualquiera de nosotros, y sin embargo aún así siguió dando órdenes pidiendo que en vez de que le atasen las manos con una cuerda se hiciese con su propio pañuelo. El gendarme que hubo de atarles las manos lo hizo reconcomido por el resentimiento de tener que acatar semejante orden, como si él incluso a las puertas de la muerte aún fuese digno de recibir un trato diferente al resto. Sería él quien enarbolaría su cabeza después, así que calló y le ató las manos de aquella manera.

Para que la cuchilla no se frenase ante nada otro de los gendarmes le cortó el pelo a la altura de la nuca quedándose con una coleta de pelo recogida en un lazo que tiró por algún lado. También le retiraron el cuello de la camisa. Le dejaron la nuca bien al descubierto para que la cuchilla no tuviese duda del punto en que tenía que morder, como un perro de presa que bien engancha a una perdiz por el pescuezo. Nosotros éramos los perros de presa, Francia nuestro dueño y él la Perdiz. Aunque a su muerte nuestros estómagos seguirían vacíos.



Una vez allí de pie, en el cadalso, con el rostro altivo aún y con una expresión de compasión hacia nosotros, quiso pronunciar unas palabras. Unas últimas palabras, no se sabe muy buen si para él mismo, para nosotros, o tal vez para Dios. Pero en cuanto abrió la boca todo el gentío hizo el ruido suficiente como para que sus palabras quedasen en un susurro inaudible. La gente gritaba, golpeaba con las picas en el suelo, pisoteaba y ladraba como animales. No deseaban oír una sola palabra más, ni eran dignos de escucharlas ni querían arriesgarse a verse conmovidos por palabras vanas. La decisión estaba tomada y aquel hombre no se escaparía de dejar allí su cabeza. Los gendarmes entonces, al ver que pronunciaría palabras que nadie oiría y que nadie deseaba escuchar, lo condujeron a la guillotina y lo tumbaron sobre la plancha de madera. La guillotina, aquel ser tan monstruoso, tan mortal y tan ideal para la ejecución fría y rápida. Siempre pensé que solo el hombre sería capaz de crear artilugio igual, pues era la manera más fácil de matar sin mancharse las manos de sangre, sin gastar el dinero en balines y sin hacer sufrir demasiado a la víctima en aquella afilada, imponente y densa cuchilla. Dicen que la persona siente unos segundos después de que la cabeza se haya separado de sus hombros, también dicen que si la cuchilla choca con algo, como por ejemplo una vértebra o el cuello de la camisa, bien puede dejarte el corte a la mitad y deben subir de nuevo la cuchilla para dejarla caer. Nunca vi cosa semejante, pero que era mortal era incuestionable, y que aquella alta construcción le provocaban pesadillas a más de uno, también.

Una vez tumbaron al rey, le colocaron un cepo con forma de media luna sobre el cuello para mantener fija la cabeza. La cuchilla ya estaba allá en lo alto, aguardando. Pareció un instante, y al mismo tiempo, pudieron pasar años enteros. La cuchilla allí suspendida, el cuerpo allí quieto, todo el mundo contuvo el aliento en aquel instante. Solo fue un instante. La cuchilla cayó a las 10:22 y lo hizo tajantemente. Un limpio corte que no fue tan limpio como pareció. El gendarme que le había atado las manos se otorgó el placer de rescatar del cesto la cabeza de aquél rey que en vez de ser seccionada limpiamente por el cuello se veía que la cuchilla había partido desde la base del cráneo llevándose parte de la mandíbula inferior. El objeto que aquel hombre enarbolaba como un trofeo no era más que una masa sangrante, pálida y despeinada de alguien que una vez fue un rey, pero igual que Perseo alzando la cabeza de medusa, aquel hombre se vanaglorió de mostrar al pueblo aquello por lo que tanto clamaban. Todo el mundo ardió en gritos de triunfo. Todos los presentes se habían manchado las manos de aquella sangre real, todos habían acudido a presenciar aquel atroz final.


La gente no pudo contener un alarido victorioso: "¡Viva la Nación! ¡Viva la República!". Y justo después una descarga de artillería detonó un saludo, no se sabe si de despedida al rey o de bienvenida a la libertad. Pero de seguro que el ruido llegó hasta la prisión donde la familia del rey, ahora huérfana, pudo oírlo. La sangre de la cabeza goteaba por las tablas del cadalso, colándose a través de las grietas. La plaza se bautizó de su sangre, nosotros nos bautizamos con la barbarie justificándola como derecho y los reyes cayeron. No por siempre, no definitivamente, pero sí por un tiempo. No fue un tiempo mejor el que se avecinaba, pero era un tiempo diferente, que nosotros mismos escogimos.

 


 

Pasadas las doce y media llegó George a casa. Llegaba ataviado con una carpeta llena de papeles, un periódico bajo el brazo, el bastón en una mano libre y las mejillas coloreadas por el frío. Yo misma le sujeté el papeleo y el periódico mientras se deshacía del abrigo que había calado la niebla. Había comenzado a caer una fina lluvia que desaparecía a ratos. Resoplando y con la cabeza ocupada en tareas de la imprenta no prestó la menor atención a mi presencia mientras le acompañaba en dirección al despacho. Allí le devolví sus cosas y se sentó en el escritorio.

—La comida estará en unos minutos.

—Espero que sea un guiso bien caliente. Tengo helados hasta los huesos. —Dijo mirando tan solo a sus papales en el escritorio como si hablase con ellos y no conmigo.

—Lo es. Un guiso de carne y habas blancas. Os templará el cuerpo.

—Perfecto. —Dijo, levantando la mirada en mi dirección para indicarme que le abandonase. Así lo hice y me conduje a la cocina para preparar el mantel, el plato y la cubertería pertinente. Antes de llegar al salón él ya estaba allí sentado, leyendo el periódico como si no hubiese tenido tiempo en toda la mañana para hacerlo. El titular volvía a ser imponente. “Hoy se ejecutará a Luis XVI” pero como si en la portada no hubiese más que una noticia banal de esas que llenan las páginas de los periódicos, ni siquiera se detuvo a leerla. Él ya lo sabía, todo el mundo se había hecho eco de la noticia, los gritos de triunfo habían llegado hasta el lugar más recóndito del país.

—¿Vino o agua? —Le pregunté mientras le ponía una copa vacía delante de él.

—Vino. —Dijo mientras pasaba las páginas a la espera de que le trajésemos la comida—. Así me templaré el cuerpo con más rapidez.

—Como gustéis. —Dije mientras desaparecía hacia la cocina. Matilde danzaba de un lado a otro llenando un pequeño puchero con las habas y me lo extendía con la intención de que lo llevase arriba. Ella se hizo con una botella de vino y me acompañó hasta el salón. Ella vertió el vino y yo le serví un par de cazos de habas sobre el plato. Cuando la cocinera desapareció George retiró el periódico dejándolo a un lado, doblado como una prenda de ropa que uno decide no ponerse. El plato humeaba, le esperaba, pero él no comía.

—Tienes el rostro descompuesto. —Dijo él, mirándome por primera vez directamente al rostro, como si no le hubiese hecho falta mirarme para advertir que tenía el semblante abatido—. ¿Has estado en la ejecución?

—Así es. —Dije, y por un momento me temí que me reprendiese por haberme escapado para presenciar tal acto, pero a él no le pareció demasiado sorprendente.

—¿Cómo ha estado? Por lo que veo más impactante de lo que esperabas.

—Ha sido grotesco. —Dije mientras él hundía la cuchara en el plato y se llevaba aquellas habas a la boca. Al tiempo pareció recobrar color en su faz. Tal vez el vino le ayudase.

—Los actos humanos lo son. No hay cambio sin sangre, no hay victoria sin guerra.

—¿Vos lo presenciasteis?

—No. —Dijo él casi con desdén—. Ya he visto las suficientes degollaciones en mi vida. Solo me falta por ver una más y habré quedado satisfecho. No me aporta nada ver a un hombre caer frente al peso de la guillotina. No es diferente a todos los que le han precedido, ni tampoco a los que le seguirán.

—¿A quien deseáis ver morir en la guillotina? A Robespierre, ¿no es cierto? O tal vez sintáis un gusto morboso por la ejecución de María Antonieta… —Él no contestó, bebió vino en completo silencio, como si disfrutase con mis especulaciones—. ¿Cuál es la muerte a la que aguardáis?

—La mía. —Soltó tajante. Yo no dije nada y él volvió el rostro a mí. Me encontró mucho más desfigurada que antes—. Bajad y tomaos un trago de brandy que os devuelva el tono en las mejillas. Habréis de estar fresca el resto del día.

 

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Valet: Un ayuda de cámara o ayuda de cámara es un sirviente que sirve como asistente personal de su empleador.

 



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