TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 6

 

Capítulo 6

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

19 — enero — 1793.

 

A las cinco en punto entré en la biblioteca para encontrar a George sentado ya a la mesa escribiendo una carta. Esa clase de tareas las realizaba en su despacho, porque incluso había tenido que bajar desde allí la cera y su sello. Pero no parecía molestarle el tener que haberse mudado desde el despacho a la biblioteca. Es más, me dio la sensación que me esperaba desde hacía tiempo y solo había estado escribiendo aquellas cartas para matar el tiempo. Me encantaba verlo concentrado, tranquilo y meditabundo. Siempre con la pluma firme en su mano, escribiendo con demasiada fuerza, como solía decirme que hacía, pero a mí me resultaba gratificante ver la seguridad y la agilidad con la que delineaba las letras. Odiaba de sí mismo su letra, su caligrafía e incluso la forma en que la punta de la pluma en algunos puntos se pasaba de presión y marcaba en demasía el papel. A mí me parecía una letra segura de sí misma y con fuerza. Con intensidad. Me gustaba amar de él todo lo que odiaba de sí mismo. Eso nos equilibraba de alguna manera.

—¿Os interrumpo? —Le pregunté al verle tan inmiscuido en sus propios asuntos pero como si no me hubiese oído llegar levantó la mirada exaltado y me sonrió con ternura.

—Al contrario, estoy terminando esta carta.

—¿Habréis de sellarla?

—Sí, esta y otras dos que he redactado, ¿me haríais el favor de…? —Antes de que pudiese pedírmelo yo ya encendía una vela a su lado, que bien sabía que necesitaríamos y coloqué sobre un cacito de cobre dos pedacitos de lacre rojo. Cuando hubo firmado la carta la metió en un sobre y vertí sobre la doblez un poco de lacre, rellenando de nuevo el cacito con otro par de onzas. Él estampó su sello allí y proseguimos con la siguiente. Cuando hubimos terminado él me sonrió divertido y yo le devolví el gesto.

—Tomás llegó antes de la hora de comer. El viaje ha sido largo pero sin incidente alguno. La señora llegó bien y quedó instalada.

—Que pronto llegó Tomás… —Dijo él sorprendido.

—El pobre madrugó.

—No es propio de él. —Dijo.

—Al parecer no le dieron ni de cenar anoche, así que estaba deseando apearse cuanto antes de aquella casa y regresar aquí para meterse algo en el buche. No me extrañaría que se hubiese parado a mitad de camino para comerse un par de margaritas o atracar la despensa de alguna colmena en plena hibernación.

—¡No me digas! —Exclamó divertido con mis palabras mientras retiraba el papel y dejaba un par de libros en su estantería. Una vez que la mesa estuvo más o menos despejada le pregunté.

—¿Habéis estado esperando aquí por mí? ¿Por eso os habéis bajado el sello y la cera?

—Qué egocéntrica sois. —Sonrió—. Tenía que hacer varias consultas, y me costaba menos bajar los sellos y la cera que subir varios tomos.

—Ya veo… —Dije, meditabunda mientras me sentaba en la misma silla en la que había estado él. El asiento estaba caliente—. ¿Por qué no os hacéis de esta biblioteca vuestro despacho? Solo tendríais que bajar algo de papeleo, las cosas imprescindibles como el sello y la cera y tal vez incluso vuestro escritorio. Ocupar dos alas de la casa para la misma función y tener que ir de una a otra todo el tiempo no es muy funcional…

—No lo es. —Dijo, dándome la razón—. Tienes buen ojo y eres muy inteligente. Has dado en el clavo. No es nada funcional. Al contrario, es terriblemente incómodo. Y a veces no sé ni donde dejo las cosas.

—¿Entonces…?

—Te lo confesaré a ti, porque sé que tú no dirás nada. Pero si dejo un ala de la casa libre, como es mi despacho, mi esposa la ocupará inmediatamente para hacerse un vestidor. ¡Y eso no puedo permitirlo!

—Es usted todo un estratega. —Le dije, en forma de sarcasmo.

—Lo sé. —Me respondió, de la misma forma—. Y además, hay más motivos. Cuando tengo reuniones me gusta llevar a mis clientes al despacho, porque es un lugar más íntimo y cercano para las visitas. Sin embargo esta es un ala privada de la casa, es un lugar donde solo entramos tú y yo. Donde tengo mis libros más valiosos y algunos incluso que no se deberían ir exhibiendo por ahí a las visitas.

—¡No me diga! —Exclamé curiosa. Él se encogió de hombros.

—Bueno, basta de cháchara. Es hora de trabajar. —Yo asentí sentándome correctamente pero al no ver el libro delante de mí recordé que habíamos acabado El Contrato Social y podía escoger el libro que más me gustase para leer—. Dijiste que tú escogerías la siguiente vez. Pues aquí estamos. ¿Qué quieres leer?

—No lo sé. —Reconocí y me levanté de la silla para vagar alrededor de las estanterías intentando buscar algo que me llamase la atención, pero lo cierto es que la incomodad de tenerla a mi disposición y la idea de que la decisión era toda mía me hacían sentir con la vista borrosa y era incapaz de leer los títulos de los lomos, o siquiera de extraerlos y leer el contenido. Podría haberlo intentado pero no era buena para el teatro. Él se hubiera dado cuenta de que no estaba concentrada.

—¿Deseas narrativa o poesía? ¿Tal vez algo de teatro? Leímos a Moliere hace tiempo, ¿cierto? Recuerdo que te gustó bastante.

—Sí, pero no deseo teatro. Me cuesta mucho imaginármelo.

—Entiendo. Nada de teatro entonces. ¿Francés? ¿O prefieres algo extranjero? La literatura española del siglo pasado no es nada densa y es bastante divertida. ¿Quevedo, tal vez? Te propondría El Quijote, pero al ritmo que lees probablemente no lo acabases en un año y al final no te acordarías de nada.

Seguí vagando por la biblioteca. Los estantes comenzaban desde la línea de mi cintura hacia arriba, las partes de abajo eran muebles o cajones cerrados, no todos con llaves pero sí fuera de la vista. Por lo que yo había podido entrever de las pocas a las que él accedía a esos cajones, su contenido se limitaba a gruesos tomos que no debían acumulase en estantes altos, la mayor parte enciclopedias, manuscritos de derecho, economía o empresariales. Algunos sobre política y la mayoría densos tomos de sabe Dios qué y cuya función solo era la de ocupar espacio y añadir peso en algún cajón.

—¿Te llaman la atención las novelas de aventuras? Tengo algunas de Daniel Defoe. ¿Robinson Crusoe, tal vez?

—No estoy segura de lo que quiero. —Reconocí.— Tal vez algo que no sea moralmente adecuado. Algo que no lean los niños en las escuelas. Odio sentirme como una alumna estudiando esquemas morales, estudiando cómo pensaban unos, lo que decían otros. Tampoco quiero aventuras que divertirían a amas de casa o damas aburridas. No quiero poesía enternecedora, ni la entiendo ni me gusta. —A medida que hablaba, él iba sonriendo—. ¿Alguna vez ha leído algo parecido a lo que le describo? No quiero leer algo que no entienda, y tampoco algo soporífero e infantil. Quiero algo que me excite el pensamiento y me haga creer en algo más de lo que conozco.

—¿Quieres algo con lo que sentirte identificada?

—No. Algo con lo que no me identifique en absoluto, que me haga ponerme en la piel de algo repugnante y desagradable.

—Tengo algo que puede interesarte. —Con un ademán meditabundo se paseó por un par de cajones y alcanzó al fin uno. Un cajón del que extrajo un manuscrito. No era ni siquiera un libro, solo un conjunto de papeles en forma de libreto pero sin tapas. El titulo podía leerse en la primera página, escrito con letra de imprenta, pero no parecía haber salido aún al mercado. El titulo me sorprendió. “Los infortunios de la virtud” El Marqués de Sade.

—¿Qué es? —Le pregunté, curiosa en extremo—. ¿Es otra disertación moral? Porque eso no me interesa en absoluto.

—Algo así. —Dijo él con una expresión desinteresada—. Pero es solo el trasfondo. La historia trata de una chica que pasa toda una vida de penurias y aún así se mantiene fiel a su moral inquebrantable.

—¿Cuál es esa moral?

—Una moral de candidez y pulcritud.

—Buena moral. —Dije.

—La odiarás. —Dijo él con rotundidad—. A la protagonista. Y al resto de personajes. Y al autor por escribir semejantes desvaríos. Y a ti misma, porque cuando lo hayas terminado te darás cuenta de que estás más corrupta de lo que pensabas. —Me extendió el librillo y yo lo sujeté con mis manos. Rápido acudí a sentarme a la silla y le esperé a mi lado, pero no llegó a acercarse.

—¿No viene?

—Es mejor que este libro lo leas en completa intimidad. De seguro que te sentirás muy incómoda si lo lees conmigo a tu lado.

—¿Por qué?

—No creo que quieras sonrojarte en mi presencia. —Aquella conclusión me sobresaltó.

—¿Y qué haré si no conozco alguna palabra o el significado de alguna frase?

—Escríbela en un trozo de papel. Te dejo aquí las plumas y el resto de cosas. —Decía mientras se retiraba en dirección a la salida—. No manches ni estropees ese volumen, es muy valioso para mí. Fue publicado hace dos años, pero lo han retirado de muchas librerías, por no decir que me podría meter en un buen problema si alguien se enterase de que poseo un ejemplar. ¡Yo, un empresario decente! Lo conseguí de una editorial antes de que lo encuadernasen y lo sacasen a la venta. Unos días después detuvieron las impresiones del libro y quemaron unos cuantos ejemplares.

—¿El autor murió? —Pregunté, creyendo que tal vez el autor fuese anterior a los dos. Pero en realidad seguía vivo por entonces.

—No, aún vive. Pero no creo que tarden mucho en detenerlo nuevamente y llevárselo al manicomio.

Cuando él se marchó golpeando la puerta comencé con la lectura, acercándome un poco la vela para ver mejor y tras coger aliento, la lectura empezó. Leí en alto.

Los infortunios de la virtud

El mayor acierto de la filosofía será el de encontrar los medios de que se sirve la Providencia para alcanzar los fines que se propone con respecto al hombre y trazar según ellos, algún plan de conducta que le permita a ese desdichado individuo bípedo —que vive eternamente sujeto a sus titánicos caprichos— saber cómo ha de interpretar los dictados de esa Providencia sobre su propia vida y conocer el camino que debe seguir para defenderse de los curiosos caprichos de esa fatalidad a la que se da mil nombres diferentes, sin que nadie haya acertado aún en definirla. […]

 

 

Para la hora de la cena el señor ya apareció desvestido, tan solo con su camisa, las medias, los calzones y su bata de terciopelo granate. Tampoco llevaba el pelo recogido ni ninguno de sus anillos al dedo. Al sentarse a la mesa, más tarde de lo que solía, demandó una cena frugal: un poco de vino, algo de queso y un poco de pan. Le pregunté si no tenía apetito pero lo que me dijo es que no tenía ganas de comer. Con una leve reverencia me desplacé hasta la cocina y antes de que pudiera encontrar la pipa dentro de sus bolsillos ya le llevaba la jarra con el vino y una copa. Él demandó el saquito de cuero con el tabaco y se lo extendí. Era muy extraño que me pidiese que yo misma rellenase la pipa y se la encendiese con mi propio aliento, porque gustaba de hacerlo el mismo, pero cuando me lo demandaba a mí sentía que disfrutaba aún más del sabor del tabaco. Sus caladas eran más intensas y yo misma podía oler el humo con diferente aroma.

—Son tus dedos. —Me dijo una vez—. Están limpios de la nicotina y aportan frescor al sabor.

Un candelabro en el medio de la mesa alumbraba las caladas de humo que se esparcían a lo largo del salón. Salían de la pipa y se propagaban poco a poco ascendiendo entre nosotros. Al tiempo le llevé una tabla con un poco de queso cortado y un cestillo de mimbre con un poquito de pan que había sobrado del mediodía.

—No te lo creerás. —Soltó mientras alcanzaba una cuña de queso, lo observaba por todas partes y le daba un pequeño mordisco arrancándole la punta superior—. Pero echo de menos a mi esposa.

—¿No me diga, señor? —Le pregunté, y soné demasiado sorprendida, casi divertida. Si no hubiéramos sido nosotros, me hubiese llevado una reprimenda.

—Echo de menos chincharla, molestarla, sus mentiras y sus caprichos. Se me hace tan grande la mesa sin sus comentarios despectivos. —Llegados a ese punto no estaba segura de si realmente estaba hablando en serio o si bromeaba. Estaba colocada en la puerta que daba a las cocinas, detrás de él por lo que no me miraba directamente, pero se volvió a mí para sonreírme con maldad y entonces pude entrever en aquella malévola sonrisa que estaba siendo chistoso.

—Todos lo comentamos. —Le dije, con media sonrisa—. Se nota un gran vacío en la casa sin la señora. De vez en cuando traía visitas, amigas o conocidas y al menos parecía que la casa tenía algo de vida. Sin ella, y con usted fuera la mayor parte del día parece una casa fantasma.

—No me hables desde allí. —Me dijo mientras se volvía en el asiento y me señalaba el lateral de la mesa, a su derecha. Yo caminé hasta colocarme a su lado sin saber muy bien qué esperaba de mí, allí de pie ni siquiera tenía una pared sobre la que descansar la espalda—. ¿Tienes una lista de palabras, como te pedí?

—¡Ah! —Asentí sacando de un bolsillito de mi delantal una hoja doblada a la mitad. Apenas si era más grande que la página de una Biblia de bolsillo pero él la observó detenidamente y los siguientes cinco minutos me explicó el significado de cada una de aquellas palabras. Apenas si habría cinco palabras, pero entusiasmado y académico me ayudó a comprender el significado de todas. Cuando finalizamos me devolvió el papel y yo lo guardé en el mismo sitio de donde lo había sacado. Entonces señaló la silla delante de él, vacía, y yo le miré con un interrogante en el rostro.

—Siéntate, hazme compañía. No creo que puedas ocupar el lugar de mi esposa en cuanto a sus desvaríos, pero de seguro que eres una compañía mucho más agradable.

—No está bien que el resto del servicio me vea sentada a la mesa como una de ustedes. —Murmuré, por miedo de que mi voz llegase hasta las cocinas.

—Imagínate que estamos en la biblioteca. Es más, si te apetece comer algo de queso, o probar el vino, te invito. —Dijo, ofreciéndome la copa pero yo la rechacé y él se encogió de hombros pero no me apartó la mirada hasta que no estuve sentada delante de él. Con una mueca de disgusto me atusé la falda y él al fin pareció distraer su mirada por la mesa—. ¿Te va gustando el libro?

—Sí. Aún no he avanzado mucho. Tan solo hasta que la mujer libertina que ha conseguido ser la amante de ese hombre recibe en su casa a la desamparada condenada a muerte.

—Aun te queda todo lo bueno. —Dijo él con una sonrisa malvada que me puso los pelos de punta, pero le sonreí de igual manera.

—No me desveléis nada. —Le advertí—. O no os lo perdonaré.

—¡Está bien! —Exclamó, alzando las manos en el aire. Bebió algo del vino y después despreció el resto del queso, con un empujón de la tabla hacia delante, suave, pero firme—. Me llegó esta carta pasadas las seis.

George sacó una carta del interior del batín como si la hubiese estado guardando hasta encontrar el momento adecuado para sacarla a relucir. No estaba abierta, y no parecía importarle si se leía o si se quemaba directamente, que es de seguro donde acabaría semejante papel, en la chimenea. Me la entregó a mí y yo me quedé dubitativa mientras la miraba por todas partes. Llegaba desde Reims, era de su esposa.

—Léela para mí. No quiero que mis ojos se quemen con su letra y extraño oírte leer, hoy no he tenido el placer.

—Yo no debería leer su correspondencia privada. Si su esposa lo supiese…

—…Se la llevarían los demonios. Me lo imagino. Pero ni ella está aquí ni yo deseo leerla, así que tu voz hará el trago algo un poco más dulce.

Sin otra opción rompí el sello de cera y saqué la carta para extenderla y quedarme mirando la letra. Me acerqué el candelabro y comencé a leer, intentando no trabarme demasiado y haciendo un esfuerzo porque al final todo tuviese coherencia.

 

Querido esposo.

El camino ha estado plagado de baches y tedio. El desgraciado de Tomás nos ha llevado por los tramos más escarpados y pensé que no llegaríamos a Reims sin perder una rueda por el camino. Pero a pesar de todo llegamos y al fin estoy instalada. Te escribo esta carta cuando ya es de noche. Mañana a primera hora haré que te la envíen. Espero que después de nuestra conversación de ayer, querido, y mi ausencia, te hayan hecho recapacitar y te decidas pronto a acompañarnos. Mis parientes estarán encantados de recibirte en su casa, al menos el tiempo suficiente como para que se calmen las cosas y la política en París se encauce de nuevo. Los jacobinos parecen el agua de un río desbordado, arrasando todo a su paso, llevándose vidas humanas y sangre real. Te llevará el cauce que se ha salido de su recorrido, amor mío. Te ruego que no tomes demasiado tiempo antes de pueda obtener una respuesta de tu parte. Mi tía se ha ofendido por tu ausencia y le he prometido que regresarás conmigo en cuanto termines unas obligaciones que aún te retienen en París a cuenta de la imprenta. Puedes traerte a Mina si eso te reconforta, pero habrás de tomar una decisión pronto, antes de que me decida a dejarte sin una de mis pertenencias en tu casa.

Tu querida esposa.

 

Tras leer la carta él extendió la mano reclamándola de nuevo y tras meterla en el sobre, se la devolví. El se la guardó dentro del batín y se quedó con una pierna sobre la otra, sujetando su pipa entre los dientes y la copa de vino entre las manos. Meditó largo tiempo fijando la vista en el titilar de la llama de una de las velas del candelabro. No estaba segura de a cual de todas miraría, pero de seguro que su mente no estaba en aquellas velas. Temía preguntarle nada que pudiera importunarle o parecerle demasiado atrevido. En bastante incómoda situación me encontraba sentada a la mesa con él como para reclamarle ninguna explicación y mucho menos una respuesta que saciase mi curiosidad. Dejó la pipa a un lado y bebió del vino. Dejó que el tabaco se apagase y después jugueteó con la pipa por pura diversión.

—¿Crees que el ambiente político en París se calmará? —Me preguntó.

—No. —Dije mientras jugueteaba con el borde del mandil sobre mi regazo—. No hasta que se hagan cambios sociales en beneficio para la mayor parte de la sociedad.

—No es la mayor parte de la sociedad la que lidera el movimiento revolucionario. —Dijo él con una expresión risueña y orgullosa—. Somos los burgueses. Yo no, pero son los burgueses la mayoría liberales, que desean cambios económicos que les beneficien.

—Es el pueblo que clama libertad.

—¡Libertad! —Dijo él, soltando una carcajada—. En mis más de cuarenta años no he conocido a nadie libre, no creo que unos cuantos cambios políticos hagan a las personas libres. Todos somos esclavos de algo o de alguien, así que la libertad no es más que un concepto filosófico inalcanzable en mi opinión. Es como la luna, la vemos, la reconocemos e incluso nos creemos con el poder de llamarla nuestra, pero está tan distante que ni siquiera los dioses pueden rozarla.

—Los cambios que se exigen son más mundanos que metafísicos. Son meras leyes que harían la vida más soportable. Igualdad entre mujeres y hombres, libertad de comercio, desheredar al rey del poder sobre las tierras, sobre las leyes, sobre los jueces y sobre los ciudadanos. No se entiende que un ser, colocado divinamente sobre un trono y bajo una corona sea la persona más idónea para gobernar un país. Se debe dar la libertad al pueblo para que se gobierne por sí mismo.

—¿Crees al pueblo capaz de gobernarse por sí mismo? Sobrevaloras el poder de las personas. ¿Y acaso el rey no es un ser humano como nosotros dos? Sangrará bajo la guillotina igual que cualquiera de nosotros, su cabeza no levitará desde el cesto y se le pegará al cuerpo de nuevo como si un ángel la hubiese sellado. No es ninguna divinidad.

—Y sin embargo tiene como posesión un país para él por entero y ahoga al pueblo mientras que él vive con sobrada comodidad. No puedo entender que los poderes y las riquezas residan en tan solo un uno por ciento de la población del país mientras que el otro noventa y nueve por ciento se muere de hambre, de peste y frío.

—¿Crees que una república es algo diferente? ¿Acaso crees que existe un sistema de gobierno donde la riqueza se distribuya? ¿Acaso piensas que al final el dinero no acaba en las manos del que tiene el poder, sea quien sea, un rey, un emperador o un presidente? Quien gobierna tiene el dinero, quien hace la ley hace la trampa y quien es juez, siempre juzga en su beneficio. La policía, los gendarmes, no protegen al ciudadano, les obligan a acatar las leyes sean cuales sean. Los soldados no luchan por nuestra libertad fuera del país, sino por la opresión de los extranjeros a nuestro poder. No hay imperio sin esclavos. No importa si son extranjeros o nacionales. Alguien tiene que pasar hambre, alguien tiene que trabajar y alguien tiene que morir para que el librepensador con estudios y con acceso al parlamento escriba grandes ensayos filosóficos, teniendo el tiempo para meditar, el buche lleno para divagar y el cargo de conciencia lo suficientemente inflamado como para tener ingenio. Roma no pudo llegar a imperio sin la esclavización de media Europa, Egipto no pudo ser imperio sin el trabajo de millones de esclavos, Grecia, ídem. ¿Qué pasa con el imperio español? Otro tanto de lo mismo. Su época dorada solo llega en el momento en el que Colón llega a América y los españoles se toman la libertad de llamar a aquellas tierras suyas y expropiarles a los nativos todos sus recursos para comerciar con ellos en el viejo continente. Con los Ingleses, otro tanto. ¡Ah! Pero estos han perdido ya sus colonias. Solo es cuestión de tiempo que su imperio se reduzca a sus fronteras natales y se vean de nuevo obligados a esclavizar a su propio pueblo, como Francia está haciendo con sus ciudadanos.

Hizo un alto para beber vino y después continuó.

—¿Y la iglesia? ¿Acaso te crees que el clero no funciona bajo las mismas normas? Dos tienen el poder, dos tienen el dinero y la capacidad de dirección. El resto no somos más que fieles —o esclavos, es lo mismo— al servicio de algo mucho más grande que nosotros mismos. Damos un par de donativos, el estado invierte dinero en ellos, y al final el dinero siempre acaba en los mismos bolsillos, en los mismos buches y en las mismas camas.

—¿Y acaso no se puede crear una riqueza general para todo ciudadano de un país con los recursos que este mismo posee, repartiendo la riqueza y nombrando el pueblo a un representante?

—Es una hermosa idea. Tan hermosa como una mujer, que con los años iría envejeciendo hasta que pierda el dorado de sus cabellos y solo cubra su cabeza una larga ladera nevada, hasta que los carnosos labios se contraigan y los senos se caigan. Es así como funcionan las ideas políticas, sobre todo las hermosas. Comienzan siendo prometedoras e incluso realistas y una vez se aplican, acaban teniendo lagunas como todas las grandes ideas. El barco se hundiría, y entonces sí que no tendría vuelta atrás. Todos los pasajeros se hundirían.

—Yo confío en que tenemos un hermoso futuro por delante, como nación y como ciudadanos. —Dije yo, frunciendo el ceño en su dirección.

—¡Confía! Confía en ello y lucha por lograrlo. Eres joven, tienes entusiasmo. Pero yo ya estoy cansado de ilusionarme con encontrar algo mejor para el ser humano. Si es un humano el que nos gobierna, habrá corrupción y mentiras. El dinero le corromperá y acabará acumulando en su bolsillo toda la riqueza que nos prometió. Siempre es lo mismo, querida. La maldad está instalada en el hombre desde que este se llamó así mismo hombre, e incluso estoy por apostar que antes de aquello. No comprendo en qué punto el ser se volvió corrupto, pero si hubo algún punto seguro que fue hace ya muchos siglos.

—¿Entonces ha de ser una divinidad la que nos gobierne? —Pregunté, sintiendo un intenso dolor de cabeza.

—Una idea. Habrá de gobernarnos una idea. Solo a ella la respetaríamos lo suficiente como para no pervertirla, e incluso así, dudo que la gente se mueva por una idea sin rostro ni espada.

 


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