TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 21

 

Capítulo 21

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

16 — febrero — 1793.

 

Tomás y yo nos desviamos por una calle estrecha donde se encontraba, al final de esta, la comisaría y el cuartelillo a donde habían llevado a George. Las calles embarradas por culpa de la nieve derretida del día anterior se mezclaba con el barro de las ruedas de las carretas y los excrementos de los caballos yendo de un lado a otro. Aquellos lugares donde pisábamos se convertían en pequeños charcos de lodo y barro. Pequeñas ciénagas bañando las calles. El cielo nos daba hoy un descanso. El sol no parecía atreverse a salir, pero al menos no llovía ni nevaba y el viento escampaba por unas horas. Eran pasadas las ocho. Todo el mundo estaba ya en pleno funcionamiento. Si no nos dejaban ir a verle ahora, nunca volveríamos a poder visitarle.

A nuestro lado pasó una mujer con una cesta de castañas asadas y tras ella un par de chicos con varios sacos de higos secos. Tomás les miraba con una sonrisa. Me alegraba ver que se había despertado con apetito, en comparación conmigo que no conseguí probar bocado desde que nos habíamos levantado. Tal vez le ilusionaba verse reflejado en ello como vendedores ambulantes o simplemente como prole de un gran estado llamado Francia. Posó su brazo alrededor de mis hombros y caminamos juntos mientras él tarareaba algo que no reconocí.

—Cuéntame otra vez la historia del gatito y el pan. —Le pedí, como solía hacer cuando me aburría o simplemente quería escuchar el sonido de su voz. Él siempre se entusiasmaba cuando le pedía que me narrase aquello. Asintió sin dudarlo.

—Cuando no tenía casa, alrededor de los doce años, me hice con un pan. —Dijo con aire melancólico y esa forma de narrar propia de los literatos—. Era un pan blanco, delicioso. Me comí medio pan en un día.

—¿Cómo obtuviste el pan?

—Lo robé. —Dijo. Yo ya lo sabía pero el detalle era importante para la historia—. Me colé en una panadería haciéndome pasar por un joven que tenía un encargo para algún señor y cuando me dio el pan salí corriendo con suerte que el hombre no me alcanzó. Del hambre que tenía, pues llevaba dos días sin probar bocado, me comí más de medio pan. Solo me quedó un mendrugo. Me apenaba comerlo todo a pesar de que aún sentía hambre y tendría, tarde o temprano, que llevármelo a la boca. Y con hambre piensas “Bah, me lo como ahora, antes de que lo pierda de vista y se evapore” pero sabía que no volvería a encontrar un bocado tan bueno y tan sabroso en días, así que me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta y continué con mi vida. Al tiempo encontré un gatito negro tanto o más vagabundo que yo y desde luego más hambriento. Se acercó a mí sin titubeos, no como otros gatos que rehúyen toda clase de contacto social. Se acercó a mí, me olisqueó, me lamió los dedos y durmió conmigo todas las noches durante una semana. Por las mañanas desaparecía y cuando al caer el sol yo regresaba a aquel callejón siempre estaba por allí rondando esperando volver a verme.

—¿Cómo era el gatito?

—Negro, pequeño, probablemente tendría menos de un año de vida. Y en los huesos, estaba en los huesos. Al pobre se le veían las costillas a distancia y parecía más una tabla de lavar la ropa que un gato. El pobre…

—¿Le pusiste nombre alguna vez?

—No. —Se encogió de hombros—. Nunca hubo esa necesidad. Creo que tampoco me hubiera hecho caso si le hubiese llamado José, o Fray… —Se rió de sus propias palabras—. Él me olía o me escuchaba hablar, aparecía y se reunía contigo. Era bueno tenerle cerca por las noches sobre todo porque las ratas le olían y preferían no molestar, mientras que si no estaba él, había veces que tenía que tener un ojo abierto por las noches para evitar tener a las ratas rondando. Conocí a un muchachito, a penas yo me encontraba solo por París, que se había construido una especie de jaula con las rejas de unas ventanas o no sé qué, y por las noches se encerraba en aquella jaula, se cubría con una manta y aunque oía todas las noches a las ratas arañar la jaula, no entraba una sola. ¡Aquel sí que era el rey de los mendigos! Era un genio aquél niño. ¡Cuántos años habría estado solo como para aprender aquellas cosas!

—Sigue con la historia del gato y el pan. —Le pedí.

—¡Ah! Pues yo aún tenía el mendrugo de pan encima, y un día, cuando ya llevaba tiempo sin comer y me moría de hambre hube de tirar de él para saciar el apetito. Así que lo mojé en agua de una fuente cercana para ablandarlo y el gato saltó encima de mí, olisqueó el pan y le dio tal bocado que apenas si me lo arranca de las manos. Salió corriendo con aquel pedazo de pan entre sus fauces, huyendo de una posible represalia por mi parte. Yo me quedé allí estupefacto, viendo como mi único amigo se había hecho con mi única comida, dejándome solo y hambriento.

—¡Qué trágico! —Reí. Él se encogió de hombros.

—Solo me quería por el pan. Así es la vida.

Cuando terminaba la anécdota ya habíamos llegado a las puertas de la comisaría. Aquella imagen nos hizo sentir a los dos un vértigo que nos devolvió a la realidad. Las risas se terminaron y él me apretó el hombro con su mano, insuflándome fuerzas. Hasta ese tramo había estado muy segura de ir hasta allí, pero ahora que me encontraba en las puertas no estaba tan convencida. Tomás me miró algo apenado.

—Te acompañaré hasta dentro. Vamos.

—No. —Le dije mientras resoplaba, mirando alrededor—. ¿Te quedarías aquí fuera? Tal vez se vean un poco sobrepasados los gendarmes al verte. Me atenderán mejor si me ven sola. ¿Sí?

—Si necesitas mi ayuda solo da una voz. ¿Entendido? —Me dijo guiñándome un ojo y volviendo a apretar mi hombro. Yo asentí mientras me alejaba de él y este se apoyaba en el muro de espaldas a la puerta. Yo entré en la comisaría y nada más hacerlo el gendarme que había de pie al lado de la puerta se me quedó mirando con una expresión mezcla de sorpresa y diversión. Sin embargo nada más que eso hizo, mirarme. Se marchó afuera y no volvió la vista atrás. Allí en aquella sala había una mesa con un general sentado en ella, un gendarme de bajo rango hablando con él, y otros dos al otro extremo de la sala, cada uno con su fusil colgado del hombro hablando animadamente. Todos eran jóvenes excepto el  general, que bien podría pasar de los cincuenta años. Me dirigí directamente a aquel con la intención de que al menos mi presencia le suscitase la curiosidad de atenderme, pero ni siquiera recayó en mí. No me miró, ni siquiera creo que me percibiese como una presencia adyacente a él. Incluso de pie al lado de su mesa no le infundí un sobresalto. Fue el propio gendarme a mi lado el que recayó en mí y cortó su conversación, dejándome el espacio para que interviniese. Entonces sí que fui atendida.

—¿Y tú que deseas? —Me dijo despectivamente, mientras fruncía el ceño y se repanchingaba en la silla. Yo miraba sus placas brillantes y alineadas en su uniforme. Él se enorgulleció en aquel escrutinio que le lancé. Con media sonrisa le indicó al chico con el que estaba hablando que se marchase.

—Venía a ver a uno de los presos. —Dije mientras él metía las manos dentro de los bolsillos de su traje.

—¿Ah, sí? Las visitas quedan restringidas los fines de semana. Solo días de diario, de nueve de la mañana a doce del medio día. Vuelva dentro de ese horario. —Me despachó con tanta facilidad que tardé en recomponerme y me quedé allí pasmada unos segundos. Él se irguió en la silla, alcanzó una pluma del extremo opuesto del escritorio y se puso a escribir una carta que tenía a medias. Pero como no me marchaba, acabó alzando la vista de nuevo—. Ahora no se pueden ver a los detenidos.

—Ni siquiera me ha preguntado por quién vengo. Ni siquiera estoy segura de que esté aquí. Debería, —pensé—, pues es demasiado pronto para que se lo hayan llevado a la prisión.

—¿Demasiado pronto? —Preguntó, sin entender a qué me refería.

—Vengo a ver a mi señor, George Luis Antonelle. El editor del periódico La gaceta Monárquica. Lo detuvieron anoche en su casa y desearía verle y hablar con él. Más que nada para saber sus directrices acerca del cuidado de la casa ahora que está ausente. —Intenté parecer lo más fría posible, para que no pareciese que me importaba que le hubiesen detenido y mi único interés era mi trabajo y el cuidado de la casa.

—¿Eres el ama de llaves? —Me preguntó mirándome de arriba abajo, pero no me sentí incómoda por aquel gesto. Era más una comprobación que un juicio arbitrario—. Pareces muy joven.

—El ama de llaves está indispuesta y no puede venir. Sus gendarmes ayer no fueron muy delicados con ella y la hirieron. —Dije, haciéndole sentir culpable—. Así que me ha encargado esto a mí. Además ella ya está mayor para tener que lidiar con más agentes de la ley en menos de veinticuatro horas. —A los gendarmes que hablaban al fondo de la sala ya no se les oía. Seguro que estaban atentos a nuestra conversación. Me pregunté si serían ellos quienes detuvieron a George, pero lo dudé. Demasiados gendarmes tenía esta ciudad como para que fuesen ellos.

—¿A quién vienes a ver? —Preguntó esta vez con algo más de resignación buscando entre el papeleo que tenía sobre el escritorio algo en concreto. Yo le repetí el nombre y él encontró un taco de papeles donde se detuvo a leer durante un buen rato. De vez en cuando gemía, otras murmuraba algo y pasaba páginas con el dedo humedecido con su lengua—. No se admiten visitas. —Sentenció—. Así lo pone aquí. No es un preso peligroso pero se le han negado las vistas hasta nueva orden.

—¡Oh vamos, general, no sea tan duro con la chiquilla! —Intervino uno de los gendarmes al fondo de la sala. Yo me volví a ellos con una media sonrisa de agradecimiento y el general parecía poco a poco conmovido—. Solo viene a preguntar por los quehaceres de la casa. Es una ciudadana con un buen trabajo, déjela cumplir las órdenes de su ama de llaves.

—Además. —Intervino otro de ellos—. La restricción de visitas en este caso es para familiares, compañeros de trabajo, periodistas o cualquier tipo de interesados en el propio caso. No creo que el juez vaya a poner el grito en el cielo porque la trabajadora del hogar venga a preguntar qué hacer con el correo o algo así…

—Eso es. —Dije, suspirando—. Solo vengo a preguntarle acerca de la casa. Puede hacer que me acompañen los gendarmes que quiera, general. No tengo nada que esconderle.



Mis palabras terminaron por convencerle. aún a riesgo de no fiarse de mí del todo señaló a uno de los que había intervenido en mi beneficio para que me acompañase a los calabozos.

—Por hablar, la acompañarás tú. —Le dijo al primero que intervino—. Asegurarte de que dice la verdad y que solo hablarán cosas de hogar. Te aseguro de que como me entere de que esto es una estratagema o algo parecido, te costará el cuello señorita. —Me señaló con la pluma y yo me agarré el cuello, sorprendida por su reacción. A él le divirtió aquel gesto de mi parte y yo le sonreí, al final agradecida por su compresión.

El hombre posó su mano sobre mi hombro, era joven que no apuesto. Tenía una nariz demasiado prominente y los ojos demasiados pequeños como para que resultase atractivo a primera vista. Pero su proceder era cándido y su mirada sincera. Seguro que era uno de aquellos muchachos que en su juventud se habían visto arrastrados por la revolución y el movimiento progresista y se enroló en el ejército con ambiciones que solo un inocente guerrero tiene. aún no alcanzaría los veinticinco años pero se le notaba cómodo en su uniforme y si se tomaba las libertades de hablarle al general como lo había hecho eso es que llevaba bastante tiempo bajo su mando. Cuando me acompañó, escaleras abajo hasta los calabozos, no se separó de mí en ningún momento. De lejos se podía oír el sonido de algunas voces lastimeras impulsadas a la súplica por el sonido de nuestros pasos acercándonos. Pero entre ellas no reconocí ninguna. No me importó. Él debió notar mi miedo.

—No te preocupes. —Me dijo, con una voz afectuosa—. Están encerrados. Ignora sus voces.

Que fácil, ¿verdad? —Pensé—. Ignorar los ruegos. Ignorar las súplicas y los llantos. Para él resultaría fácil, que convivía con ellos. Por eso los reyes ignoraban las súplicas del pueblo, porque estaban tan acostumbrados. Por eso los políticos desoían las elecciones y decisiones del pueblo, estarían hartos de escucharles. No seriamos más que el murmullo del agua corriendo a través de las cañerías de desagüe. No éramos muy diferentes a los sonidos de la lluvia fuera del hogar. ¡Ah! Pero para quien vive en la calle bien que le escarmienta la lluvia. ¿Habríamos de ser una sinfonía para ser escuchados? No. Habríamos de ser peor que una tormenta.

—En la tercera celda. —Dijo señalando la fila de celdas que se extendían a la izquierda. Era aquella estancia un pasillo central con celdas a derecha y a izquierda. No parecían estar todas ocupadas, o al menos si lo estaban, no se oía a demasiada gente. Yo le miré a él con una mueca de confusión y él señaló de nuevo con el brazo hacia delante—. Ve, no voy a husmear en vuestros asuntos. No es problema mío. —Se desentendió, no por falta de obediencia a su general, sino por un motivo moral. Yo le sonreí y él movió con un ademán su mano, deshaciéndose de la importancia de su gesto.

Al primer paso en aquella dirección, iluminada con pequeños faroles de aceite que colgaban de los muros apareció desde la primera celda el rostro de un hombre abalanzándose contra los barrotes, con las manos extendidas hacia fuera, intentando cogerme, o al menos esa fue la impresión que obtuve al ver como de sus dedos se escurría la manga de mi camisa. Yo retrocedí acobardada y el gendarme golpeó con la culata de su fusil las rejas de aquella celda, produciendo un ruido atronador.

—¡Atrás! ¡Bestia inmunda! ¿Cómo te atreves a asustar a la muchacha?

Seguí caminando. En la segunda celda no había nadie, o al menos entre las sombras que se desdibujaban no se podía ver a nadie dentro. Si había algún cuerpo acurrucado en alguna esquina yo no lo divisé. Cuando alcancé la tercera celda me hice con una de las lámparas de aceite que había allí colgada y colocándola cerca de los barrotes intenté alumbrar dentro, mostrando un conjunto de sombras alargadas que se extendieron por todo el agujero. Que no era más que eso. Allí había una especie de banco, el suelo cubierto de algo parecido a la paja y un cuenco de metal vacío, que o bien era el orinal o el plato de la comida. Tal vez ambas. Sentado en aquel banco, con los codos apoyados en las rodillas y el rostro hundido en sus manos, se encontraba Geroge. Le reconocí por la ropa que portaba, pero no porque su estado le distinguiese. Su pelo estaba revuelto, llevaba ropa de calle pero sin la chaqueta, solo el chaleco, la camisa y los calzones con las medias. Los zapatos estaban cubiertos todos ellos de barro y no me extrañaría que estuviesen dañados. Toda su ropa estaba manchada en mayor o menor medida, una de sus mangas estaba manchada con sangre seca, y alrededor de su cabeza, sobre su frente y por todo el perímetro, una venda le rodeada, manchada de sangre.

—George. —Musité y él alzó la mirada completamente sorprendido por hallar mi voz en aquel punto perdido del infierno. Cuando su mirada cayó en la mía yo le sonreí pero él tembló de pies a cabeza. No solo no esperaba verme allí, sino que no lo deseaba y mucho menos que le viese en aquellas condiciones—. ¿Estás bien?

—¿Ahora me tuteas? —Me preguntó con una sonrisa irónica—. ¿Tan bajo he caído que ya me consideras de tu condición? —No supe si estaba insultándome o lamentándose de él mismo. Ignoré aquellas palabras por miedo de que me hiriese de verdad.

—¿Qué ha ocurrido?

—Bien sabes qué ha ocurrido. —Dijo seco, temiendo tener que darme explicaciones. Se frotó las manos entre ellas. Soltó un gran resoplido y después me miró con una expresión más dulce—. ¿Cómo está Mathilde? La oí gritar antes de desmayarme.

—Con los nervios desquiciados. —Dije y coloqué el farol al lado en el suelo y me senté allí, arrodillándome y colocando mis manos sobre mi regazo. Él me observó acomodarme allí y de seguro pensó que yo era tan obstinada como para quedarme pegada a ese suelo hasta que le soltasen. Me reí internamente de que pudiese pensar aquello.

—Pobre. Debieron darle un buen susto.

—Tomás te vio cuando te cargaban escaleras abajo, al parecer. —Suspiré—. ¿Cómo está tu cabeza?

—Mejor. —Dijo con media sonrisa, tocándose la venda con cuidado—. No ha sido para tanto. Solo querían intimidarme. El mismo gendarme que me golpeó vino más tarde cuando desperté a pedirme disculpas. Se excusó diciendo que desde arriba le habían presionado para detenerme, que todo el cuartel estaba muy revuelto y que le habían metido miedo.

—Me has manchado las escaleras de sangre. —Reí—. ¿Sabes lo mal que sale la sangre seca de la alfombra?

—Me hago cargo. —Dijo mientras se miraba la manga de la camisa—. Esta es ya para tirar.

—Eso parece. —Sonreí y él sonrió conmigo. Con una mueca de conformismo se levantó del tajo y se acercó a mí sentándose a mi lado, al otro lado de los barrotes. Se sentó de lado apoyando una mano tras él y las piernas juntas—. ¿Cuándo van a soltarte?

—Aún no lo sé. —Se rascó la oreja. Tenía sangre seca allí—. Pronto, supongo. Tiene que haber un juicio. Ya sabes. Las cosas de la burocracia.

—Entiendo. —Me mordí el interior de las mejillas—. No puedo evitar sentirme culpable por lo que te está sucediendo. No puedo evitar sentir que estoy implicada en lo que te han hecho.

—No te sientas de esta manera. —Dijo mientras se atusaba los cabellos al lado de la oreja, también impregnados en sangre. Yo misma metí la mano a través de los barrotes para acariciarle la oreja, y después la sien y la mejilla. Se dejó hacer por mi mano cerrando los ojos con sumisión. Nunca me había sentido tan al borde del llanto como en ese momento y sin embargo estaba radiante de felicidad al ver cómo su rostro se amoldaba tan bien a mi tacto, como su cuerpo se relajaba sobre mi mano y a la vez poder reconfortarle con aquel gesto. En ese instante él era todo mío, solo mío. ¡Nah! Que mentira. Era yo la que le pertenecía.

—Tal vez sí que haya tenido que ver.

—No me importa. —Repitió esta vez con un tono más autoritario. Le aparté la mano y él la estrechó antes de que pudiera escapársele a través de los barrotes. Me acarició la palma con ambos pulgares—. Incluso si eres tú quien me mata, la que me lleva camino al cadalso, la que suelta la cuchilla de la guillotina. No me importa. Muero feliz sabiendo que es en tus manos en las que fallezco. Casi lo prefiero así. De cualquier otra manera habría sido deshonroso.

—¿Comes bien aquí? —Le pregunté cambiando de tema.

—Sí. —Asintió—. De momento sí. No es la comida de Mathilde, pero no muero de hambre. Otro habrá peor que yo ahora.

—No me cabe duda. —Suspiré.

—¿Has venido sola hasta aquí?

—Tomás me espera fuera. —Seguía sujetando mi mano entre las suyas—. ¿Has pasado mala noche? ¿O la has pasado inconsciente?

—¡Qué va! Desperté al poco de que me trajesen aquí. Me dieron algo de agua y pan y aunque me vendaron y me dieron algo para el dolor no he dormido muy bien. —Meditó—. He tenido un sueño. Soñé contigo. Soñé con una cama de terciopelos rojos, con un caballito de madera, de esos que son balancines de juguete. Soñé que te tumbabas a mi lado, me te acunaba y te cantaba para dormirte. Fue un momento muy plácido. Pero puede que inducido por el dolor el sueño se tornó pesadilla, y recuerdo la imagen de unos hombres vestidos de negro irrumpir en la habitación y sacarte de mi lado. Los gritos y las voces se desfiguraban en este punto del sueño y como si todo mi cuerpo se prendiese fuego desperté empapado en sudor.

—Yo no he podido dormir apenas esta noche. —Musité.

—Me hago una idea. —Soltó y pasó sus dedos por mi muñeca—. ¿Has venido para comprobar que estaba bien? Puedes quedarte tranquila. ¿Vale? ¿Me ves? Estoy bien.

—Me alegro. —Dije pero ni él me soltaba ni yo deseaba marcharme. Parecía estar al borde de decir algo pero de sus labios no escapaba una palabra de más—. Eres fácil de descifrar. —Se sorprendió ante mis palabras—. Suéltalo ya. ¿Qué es? ¿Me estás ocultando algo?

—Así es. —Suspiró—. Ya logré entender el poema.

—¿Qué poema?

—El que leí. El que predestinaba nuestro futuro.

—Pensé que ya lo habías descifrado…

—No del todo. —Sonrió y apoyó su frente en uno de los barrotes—. El decimosexto, ¿recuerdas?

—Sí. Dijisteis que ya lo entendería…

—Pues tal vez sea hora de que lo entiendas. El decimosexto se encuentra escondido en mi despacho. En el último cajón de mi escritorio. Allí lleva casi un mes. Si las cosas se ponen feas, cógelo y vete. No te importe nada. Si no regreso en una semana, huye con ello y tal vez tengas una oportunidad.

—¿Tan feas están las cosas para que me alientes con enigmas y me animes a huir?

—Tal vez se pongan peor con los días venideros. No lo sabemos. Pero allí tienes una oportunidad. Si quieres llevarte a Tomás, a Mathilde o a tus amigos, tú sabrás. Eres inteligente sé que harás lo mejor. Pero…

—Pero no me sigas a la guillotina… ¿Eso ibas a decir? —Sin mediar una sola palabra más asintió y con su mano aún en la mía acarició con sus dedos los míos, los entrelazó en mi mano, me apretó y aflojó el agarre. Me besó el dorso y cuando iba a llevárselo de nuevo a la mejilla el gendarme apareció a mi lado con una mueca de incomodidad.

—Despedíos. No quiero que bajen aquí porque tardáis demasiado. Los trámites de hogar no tardan horas.

—De acuerdo. —Le dije y mientras separaba nuestras manos me quité el chal que portaba y de los cordones de mi corsé saqué una pequeña ramita de lavanda. Se la extendí a él y como pareció sorprendido por mi regalo yo misma se la hundí en el bolsillo del chaleco, dejándola allí sobresaliendo con ese fulgor morado—. ¿Qué he de decirle a Mathilde sobre la casa? ¿Y a Tomás?

—Que todo siga como siempre. Cocinad, comed, limpiad y dormid. Ve a la biblioteca todo lo que quieras y disfruta del tiempo que tengas. Disfruta de mi ausencia y no vuelvas por aquí. —Asentí a sus palabras antes de poder razonarlas y cuando estuve a punto de rebatirle ese final el gendarme posó de nuevo la mano sobre mi hombro para guiarme fuera.

Cuando subía las escaleras mano a mano con el gendarme este se reía por lo bajo y yo le miré con arrogancia.

—¿Qué os parece tan gracioso?

—Las cosas que se llegan a ver en estos sitios, y con esta gente. Las casas de los señoritos tienen que ser un hervidero de lujuria y excesos. —Dijo haciéndose a la idea de que George y yo manteníamos una relación amorosa y por desgracia tampoco se le podía desmentir. Yo, lejos de ofenderme me reí junto con él.

 

 


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