TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 20

 

Capítulo 20

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

15/16 — febrero — 1793.

 

Mientras me alisaba los pliegues del vestido ellos recomponían sus ropas. Una de las camisas, no sé de quién de los dos había caído sobre un charquito de vino que había estado reposando sobre la mesa, manchando la manga de esta con un color violáceo. Se recompusieron los pantalones más avergonzados que apresurados y mientras nos mirábamos entre nosotros no podíamos evitar sonreírnos y reírnos de nosotros mismos, de la escena tan caótica que quedaba después del placer y del desorden que se organizaba por culpa del descontrol. Una de las velas que habíamos dejado encendida sobre la mesa se estaba consumiendo a pasos acelerados, manchando todo su contorno con cera derretida. Teníamos todos las manos húmedas, que en unos minutos se volverían pegajosas y acabarían secándose antes de que regresásemos a nuestras casas, pero el olor perduraría. Me entusiasmaba que mi olor permaneciese en ellos incluso cuando me hubiesen dejado en casa y el de ellos en mí.

Afuera nos golpeó el frío con un choque de temperatura que ninguno nos esperábamos, nuestro cuerpos aún estaban ardiendo cuando apenas poníamos un pie fuera y el viento golpeándonos nos hizo temblar. Enfundados en nuestros abrigos, ocultos tras las bufandas y con las manos enguantadas en los bolsillos nos dirigimos con paso ágil hacia mi casa. Cómo no, ellos me acompañaban. Durante el trayecto el viento se calmó y aunque seguía haciendo frío al fin logramos acostumbrarnos a la temperatura. Salíamos sudando y excitados, normal que nos hubiésemos congelado nada más poner un pie en la calle. Les di la mano a cada uno, haciendo un esfuerzo por sacar las manos de los bolsillos del abrigo y canturreamos la mayor parte del trayecto. Bailábamos, reíamos y saltábamos sobre los charcos de nieve que se había formado o nos lanzábamos bolas de nieve, de la que quedaba alrededor del camino.

Cuando ya divisábamos la casa parece que el recuerdo de aquel triple beso les devolvió a los dos el entusiasmo por volver a unirnos, besarnos de nuevo, e incluso entrar en calor mutuamente. Paul fue el primero que se acercó a mí, aún mientras caminábamos y rozó suavemente los labios con mi mejilla, acercándose poco a poco a la comisura de mis labios. Nos besábamos mientras aún, entre zancada y zancada, reíamos y avanzábamos por aquella estrecha calle. Neil reía al fondo y poco tardó en sumarse a la diversión, alcanzando mi barbilla con la mano y besando mi frente, dificultado por el rostro de Paul en medio.

—¿Os habéis quedado con hambre, niños míos? —Pregunté haciéndoles enrojecer y aunque se avergonzaron no se apartaron un ápice.

—Tus manos me estorban. —Le dijo Paul a Neil que me había rodeado la cintura. Este rió con una carcajada infantil y levantándome del suelo me llevó corriendo haciendo que Paul se quedase rezagado atrás, observando cómo me raptaba y huía conmigo en brazos.

—Ahora será mía, más vale que no te acerques a ella.

—¡Eso no es justo! —Se lamentaba, persiguiéndonos. Yo reía a carcajadas.

Cuando llegamos a la verja que delimitaba la casa, Neil me bajó con cuidado y me apoyó la espalda en el muro, me impidió moverme colocando ambos brazos a cada lado de mi cuerpo y yo veía como Paul se acercaba sofocado y escandalizado.

—¿Qué crees que estás haciendo? No es Proserpina.

—¡Es Venus! —Gritó Neil rompiendo en carcajadas y yo me escapé sin que se diese cuenta de sus brazos para huir de los dos, riendo y gritando para que me persiguiesen. Corrí hasta la puerta metálica de la entrada pero me detuve en seco al acobardarme por la cantidad de luz que salía de la casa a aquellas altas horas de la mañana. No era habitual que nadie hubiese despierto y menos pasadas las doce de la noche. Mucho menos que la mayoría de las ventanas estuviesen iluminadas con algo de luz. Era no obstante una imagen aterradora, más que extraña o curiosa. Al pararme en seco rompiendo la expresión de jolgorio que se había establecido en mi rostro Neil y Paul me siguieron hasta colocarse a mi lado con el rostro vuelto al interior de la finca.

Las cortinas podían verse coloridas por la luz de velas titilantes desde el interior de las estancias, o al menos las habitaciones que daban al salón y al comedor, y desde la trasera de la casa también podía verse el resplandor de luz que salía por la puerta de la cocina, inundando parte del huerto. La nieve brillaba con un extraño fulgor temible, con esa parpadeante intensidad de una llama que aunque lejos aún es capaz de iluminar. El terror, pensé, el terror se ha apoderado de la casa.

—Algo ha pasado. —Soltó Neil con toda la experiencia que la edad le proporcionaba, pero yo aún seguía sorprendida, nunca había visto la casa de aquella manera. aún a aquella distancia podía sentirse el remolino que la debía haber arrasado hacía horas.

Aguzando la vista, al otro lado de la verja, distinguí una sombra sentada en las escaleras de la entrada, una sombra oscura, de cabellos rizados y alborotados, con una manta por encima, oscura, de gruesa lana y con un vaho saliendo a través de sus labios. Un balanceo le acompañaba y mientras yo meditaba, alzó su rostro compungido en lágrimas.

—¿Tomás? —Pregunté, más para mí misma, para escuchar el nombre en el sonido del ambiente y poder así creerme que realmente era él.

Entramos los tres precipitadamente aunque aún confusos y extrañados. Más asustados a medida que pasaban los segundos. Tomás levantó el rostro al verme entrar por la verja y tembló de pies a cabeza en un intento por contener el llanto, pero no pudo aguantarse las ganas y cuando llegué a su lado, justo al escalón por debajo de él se lanzó a mis brazos, helado, con el rostro empapado en lágrimas e intentando compaginar la tiritona con el habla.

—Se lo han llevado… —Decía, escondido en mi pecho—. Se lo han llevado. Los gendarmes, llegaron y se lo llevaron.

—¿El qué? —Pregunté, comenzando a ser invadida por su nerviosismo. Sin duda estaba sufriendo un ataque de ansiedad o cualquier cosa que se le pareciese. Se oía a Mathilde ir de un lado a otro de la casa, seguramente tan perdida como estaba el propio Tomás. Me imagine que la manta que había cubierto sus hombros hasta hacía un momento se la habría puesto ella por el miedo a que se helase aquí fuera. ¿Me habría estado esperando? ¿O es que no había podido soportar permanecer en la casa?

—¡Al señor! —Gritó, agarrándome con fuerza del vestido—. ¡A Antonelle! Se lo han llevado. Vinieron hace una hora los gendarmes. —Tiró de su nariz para contener los mocos y el llanto—. ¡No han destrozado la casa de milagro! Menos mal que no se ha resistido demasiado… —Se lamentaba—. Pero le han dado con un garrote en la cabeza. ¡El pobre! Cayó al suelo e inconsciente se lo llevaron…

—¡Por el amor de Dios…! —Suspiró Paul a mi espalda mientras yo me sentaba en uno de los escalones y acunaba a Tomás en mis brazos.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Mina? Lo van a matar y nos quedaremos en la calle, de veras te lo digo. Lo van a matar.

—Solo se lo han llevado detenido. —Dijo Paul, soltando una bocanada de vaho, en sus rostros pude ver que estaban seriamente preocupados—. Los gendarmes son muy bruscos a veces, y suele pasar que se les vayan las manos. Además, mientras esté en prisión no le pasará nada.

—¡No me han dejado acompañarle! —Soltó Tomás, histérico—. Han dicho que hasta mañana nada de visitas. ¡Y seguro que ni aún así nos dejan ir a verlo! Me darán a mí también un garrotazo en los dientes que me dejará mellado.

—Cálmate, Tomás… —Le pedí, mirando en dirección a la puerta por la que salía una rendija de luz y de vez en cuando una sombra, la de Mathilde que se paseaba.

—No pienso volver a vivir en la calle, Mina. —Me dijo, más serio de lo que se había puesto en todo el tiempo que llevábamos allí. Ahí se hallaba el núcleo de su preocupación. No le culpé por ello—. No puedo volver a vivir en las calles, no después de saber lo que es dormir en cama caliente. Me niego.

—Si habremos de dormir en las calles nevadas lo haremos. —Le dije mientras le cogía el rostro desde el mentón, para obligarle a mirarme—. Lo haremos juntos, ¿entendido? No pienso dejarte solo, ¿hum? —Asintió a mis palabras. Le apreté tan fuerte que ni vocalizar pudo.

—Ninguno de los dos vais a acabar en las calles. —Sentenció Neil con autoridad, la suficiente como para silenciarnos al resto—. Esto puede ser un malentendido, incluso puede que una injusticia. No sabemos porque lo han detenido, ¿cierto? —Negó Tomás—. ¿Veis? Mañana iremos a buscarle a la prisión y comprobaremos qué ha sucedido. No se puede detener y golpear a un hombre inocente sin pruebas, sin notificarle antes…

Yo miré a Paul, éste me devolvió una mirada espantada.

—¿Y bien? —Preguntó Neil colocando sus brazos en jarra—. ¿Cómo se llama vuestro señor? ¿A qué se dedica?

Paul y yo volvimos a mirarle y este contestó en mi lugar, tragando duro antes de hablar.

—Es George Luis Antonelle, el dueño de La Gaceta Monárquica. —Sus palabras fueron demoledoras para todos. Tomás se refugió de nuevo en mi abrazo y yo le aparté la mirada a Neil besando la coronilla de Tomás como excusa. Pero pude imaginarme su expresión descompuesta y completamente sorprendida. Pasaría desde el pasmo a la culpabilidad, después vendría la impotencia y por último la rabia. Podía verle en cada una de esas fases completamente atónito por la noticia y a Paul a su lado inmóvil, conocedor de todos los hechos y el único que era capaz de enlazar los hilos de la trama que se había formado tan trágicamente entre todos nosotros.

 

 

El caldo aún humeaba desde el cuenco que Tomás sostenía en las manos. Sentado dentro de la cocina todavía temblaba mordiéndose los labios con nerviosismo. Paul y Neil se habían marchado cuando hubieron comprendido la situación y asegurándome de que al día siguiente regresarían para comprobar nuestro estado yo temí no volverles a ver en mucho tiempo. Con mi mano bajo el cuenco del caldo lo impulsé hacia arriba para que Tomás se animase a seguir bebiendo de él y le templase el cuerpo. El fuego estaba avivado y Mathilde iba de un lado a otro barriendo y recogiendo el escaso polvillo que se acumulaba, cada vez con más ansiedad a medida que pasaba el cepillo.

—Déjalo ya. —Musité yo mientras frotaba con mis manos templadas los brazos y la espalda de Tomás, de cara al fuego—. ¿No ves que te vas a dejar los riñones? Ve a acostarte, yo me encargo.

Ella hacía oídos sordos a mis indicaciones mientras seguirá fingiendo que había cosas por hacer a aquellas altas horas de la mañana.

—Que desastre, que desastre… —Murmuraba para sí misma yendo de un lado a otro de la cocina, ordenando vajillas o cacerolas, o más bien moviéndolas y cambiándolas de lugar, para dejarlas después de donde las había sacado—. Me iré a trabajar con mi hermana arando campos. —Sentenciaba—. Y cuando me vaya pienso llevarme toda la vajilla, los muebles y todos y cada uno de los cubiertos antes de que la arpía se entere y venga aquí a expoliar toda esta casa. ¡Antes me lo llevo todo!

—¡No vas a llevarte nada! —Le dije asustándome yo misma de mi tono—. El señor va a regresar cuando concluyan que la investigación es inútil y no hay motivo para tenerle más tiempo preso.

—¿Qué investigación? —Me preguntó Tomás cuando Mathilde volvió a ignorarme—. ¿Tú sabes por qué lo han detenido?

—Sí. —Murmuré mientras le obligué a terminarse el caldo y cuando apuró el líquido del cuenco me lo devolvió. Yo lo lavé mientras Matilde apilaba los cubiertos encima de la mesa central de la cocina. Hice mi mejor esfuerzo para ignorarla, para hacer oídos sordos a sus desvaríos tal como ella me ignoraba a mí, pero era incapaz de ignorar cómo desordenaba la cocina dentro de un estado de nervios provocado por lo sucedido. Estaba claro que no se calmaría hasta que no la golpease en el rostro con una sonora y rotunda bofetada pero no estaba de ánimo para hacer tan drama y secando el cuenco lo puse dentro de un mueble, ante la atenta mirada de Tomás que parecía más tranquilo y sereno que antes.

—¿Crees que tus amigos podrán hacer algo? —Preguntó, con una nota de emoción y esperanza en su voz, apenas su comisura se alzó yo bajé la mirada y negué con el rostro.

—Ellos no harán nada. —Suspiré y él frunció el ceño pero sin decir nada. No era tan idiota como para no haberse dado cuenta del cruce de miradas que hubo tras que le contase a Neil y Paul quien era nuestro señor, pero aún no alcanzaba vislumbrar el motivo por el que ellos no se inmiscuirían en aquella situación. Claro que nos ayudarían a nosotros si hiciese falta, pero si podían evitar que nuestro señor regresase impune a casa, lo harán. Y lo peor de todo, es que les entendía.

—¡Solo Dios puede sacarnos de esta! —Volvía Mathilde a escena—. Pobres, mis niños, no sé qué será de vosotros. Yo que os he amamantado como una madre, como una loba a sus cachorros, ahora vagareis libres por las calles de París. ¡Tú aún eres muy bonita! —Me dijo con una sonrisa lacónica—. Podrás tener los clientes que quieras.

—Él también es apuesto. —Solté, más irónicamente que jugando a su juego—. También podrá tener a todos los clientes y clientas que quiera.

—¡Mina! —Gritó Tomás, más escandalizado por la seriedad con la que lo dije que por la propia broma. Yo me encogí de hombros y él enrojeció. Mathilde escondía los cubiertos en trapos, enrollando un puñado de ellos juntos, tenedores por un lado, cuchillos por otro y cucharas para finalizar. Cuando tuvo varios paquetes los escondió dentro de un puchero y este lo metió al fondo de la alacena.

—Pareces el avaro de la Aulularia. —Le dije con media sonrisa pero ni me escuchó ni tampoco me entendió.

—¡¿Qué haces ahí parada?! —Me gritó, repentinamente consciente de mi presencia, como si acabase de aparecer por arte de magia en medio de la estancia. Yo fruncí el ceño y Tomás dio un respingo aún sentado al fuego—. Ve a recoger tus cosas, que de seguro mañana nos sacan los gendarmes de casa.

—Nadie va a venir aquí a sacarnos de esta casa. Como mucho en una semana, si George no regresa, vendrá la arpía para quedarse con la propiedad. Y como mucho a mí me despedirá, pero vosotros no creo que os mováis… —No me dejó terminar.

—¡Yo iré a recoger mis cosas! Ya puedo acostumbrarme a dormir en el suelo que será lo único que nos quede… ¡Santo Dios! ¿Por qué nos has abandonado? —Marchó fuera de la cocina y aunque me preocupaba que siguiese vagando por la casa hasta que llegase el alba sentí un tremendo respiro cuando desapareció de nuestro lado. El silencio que llegaba con su desaparición nos rodeó a Tomás y a mí, calmando los nervios de ambos. No pudimos evitar mirarnos el uno al otro con el sonido del chisporroteo del fuego en segundo plano. Las palabras eran tan innecesarias, y peligrosas en estos momentos, que ninguno se atrevió a decir nada por algún tiempo. Oler el caldo me había dado hambre pero estaba suficientemente cansada como para meter nada en el estómago y el disgusto empeoraba esa sensación.

—Será mejor que nos acostemos. —Suspire mientras me encargaba de apagar el fuego y Tomás se ponía en pie. No estaba segura de si mis cuidados se habían ayudado a recomponerse o ver el estado de Mathilde le había devuelto a la realidad para sosegarse, en contraposición de ella. Pero estaba tranquilo, y parecía haberse recobrado del frío. Alcancé un porta vela con una de ellas encendida y con mi mano sobre su hombro le guié fuera de la cocina. Sus pasos eran serenos y firmes, pero sus hombros estaban caídos, su cuerpo aún sensible y su mente aletargada—. No te he preguntado si estás herido. Perdóname.

—Estoy bien. —Suspiró—. Yo estaba en el jardín trasero cuando entraron. A Mathilde sí que la empujaron para entrar. No se hizo nada, es fuerte, pero el susto no se le va a pasar hasta mañana. Después cuando ya bajaban al señor a rastras por las escaleras, con la cabeza ensangrentada, intenté detenerlos pero me encañonaron. Fueron unos seis gendarmes. Y no quiero tanto a nuestro señor como para morir por nada. Tal vez me equivoqué…

—No tienes que excusarte. Hiciste bien. —Le dije mientras le sujetaba de la mano y el conducía escaleras arriba, alejándonos del ruido que hacía Mathilde dentro de su habitación. Tristemente se me ocurrió iluminar los escalones para guiarnos y descubrí allí las gotas de sangre, ya secas, que recorrían escalones abajo un camino opresión y violencia. Una vez arriba miré los escalones desde aquella perspectiva y me sentí al borde de una cascada a punto de saltar hacia un abismo donde no encontraría el punto de retorno.

—Lo encontraron en su despacho. —Me aclaró él, puede que continuando con la conversación o porque tal vez leía mis pensamientos—. Mathilde me dijo que no se enfrentó a ellos ni se negó a irse arrestado. Como si ya los esperase. ¿Los esperaba acaso?

—Así es. —Suspiré—. Sabía que vendrían, pero no cuándo. Es como esperar la muerte supongo, aunque te prepares y sepas que estás a punto de conocerla, el encuentro siempre resulta más chocante de lo que esperabas.

—¿Sabes por qué le han detenido?

—Por calumnias que ha publicado en su periódico, que teóricamente van contra la república y… —No me dejó terminar.

—¿Solo por eso? Por el amor de Dios, pensamos que habría matado a alguien o robado dinero de la editorial, o estafado a alguien…

—Al parece hoy en día son más peligrosas las palabras que los hechos. —Mis palabras parecieron calar hondo en él, como bloqueando alguna salida de su pensamiento, o cerrado compuertas en su mente, anegando ideas o encerrando conceptos. No dijo nada más por algún tiempo. Rumió tal vez alguna que otra palabra, tal vez unas cuantas preguntas, pero no se le ocurrió volver a soltar nada. Tal vez ya no podía.

Cuando llegamos a la azotea le acompañé hasta nuestro cuarto. Compartíamos espacio pero su cama se separaba de la mía por una especie de biombo hecho con varias tablas. La ventana quedaba de mi lado y la puerta del suyo. Nuestras camas eran gruesos colchones sobre el suelo y abundantes mantas apiladas unas encima de otras para asegurarnos una noche confortable. Tomás se deshizo de su camisa, la dejó sobre un pequeño tajo al lado de su cama y se quitó los zapatos. Yo seguía alumbrándole con la vela en todo momento, de vez en cuando me lanzaba una mirada por encima del hombro para asegurarse de que seguía allí con él. Una vez dentro de las camas me miró con algo de pena.

—¿Puedo dormir contigo hoy? —Le pregunté, porque sabía que él desearía que se lo pidiese y él estaba deseando pedírmelo a mí pero sin saber cómo. Asintió mientras me hacía espacio dentro de la cama y yo dejando la vela a un lado del colchón. Me deshice de los zuecos, del vestido, el corsé y me colé debajo de las mantas que él levantó para mí.

—No apagues la vela. —Me pidió, y casi sentí que en mi pecho se acurrucaba un niño de cinco años. Yo asentí mientras él resoplaba un poco incómodo por el frío de las sábanas pero a los minutos levantó el rostro y se puso boca arriba, pasando un brazo por debajo de mi cuello. Me pregunté en qué estaría pensando, pero mi incertidumbre no duró demasiado porque él me desveló aquellas ideas que saltaban de un lado a otro dentro de su mente. Ideas que eran más mórbidas de lo que pensaba.

—¿No te sientes culpable?

—¿Culpable? —Le pregunté sin encontrar el punto por el que me preguntaría aquello. Por lo que debería sentirme como tal.

—Sí. Culpable, por no haber estado aquí. —Yo no supe qué responder y él volvió el rostro a mí, repentinamente asustado—. No quiero decir que debas sentirte así, ni mucho menos. Tú no tienes la culpa. No sabías que esto sucedería hoy. Pero me refiero a que yo sí que me siento culpable, por no haber podido hacer nada incluso estando aquí.

—No creo que yo hubiera podido hacer nada incluso si me hubiese encontrado en la casa. Seguro que de un empujón me hubieran apartado como a Mathilde y a lo mejor si me hubiese enfrentado algo más me hubiesen abierto la cabeza a mí también.

—Hum. —Murmuró meditando, con la mirada clavada en las sombras que la vela reflejaba sobre el techo.

—Mañana iré al cuartel para saber qué ha sucedido y que me dejen hablar con él.

—Te acompañaré si quieres. Esos gendarmes, no quiero que te tomen el pelo o se propasen contigo. —Dijo serio y con los labios apretados recorría con la mirada la estancia.

—Muchas gracias. —Dije mientras me acurrucaba en su abrazo—. Me siento afortunada de estar rodeada de tan buena gente.

—¿Lo dices también por Paul y Neil? —Rió halagado.

—Así es. —Asentí—. Y por Mathilde, y por el señor. He sido muy afortunada en mi vida por encontrar a gente tan buena y honrada como vosotros. Aunque os matéis los unos a los otros.

—¿Cómo es eso? —Preguntó pero yo negué con el rostro, quitándole importancia.

—Durmamos. —Dije mientras besaba su mejilla y él se volvió de lado para ocultarme entre sus brazos y las mantas. El calor que emitía su cuerpo, como una estufa, me templó los nervios y me ayudó a conciliar el sueño. La vela se terminó pronto y afuera no se escuchaba demasiado alboroto. En unas horas amanecería. Sería un nuevo día, pero a todos nos parecería una densa, infecciosa y putrefacta prolongación del día anterior, como un castigo divino o un apéndice de un cuerpo mórbido en el que nosotros residíamos.

 


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