TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 19

 

Capítulo 19

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

15 — febrero — 1793.

 

Un viernes por la tarde, mientras recogía la cocina tras la jornada de la cena alguien aporreó la entrada trasera de la casa. Tomás, que estaba sentado al lado del fuego comiendo unas castañas se levantó de un salto, más asustado por el aporreo que por las visitas. Mathilde estaba limpiando el comedor y como yo estaba con las manos metidas en un balde de agua lavando los platos y cubiertos le pedí a Tomás con una mirada que se encargase él. Con las yemas de los dedos llenas del hollín de las cáscaras quemadas de las castañas y aún masticando algo entre los dientes se lanzó hacia la puerta, entreabrió escrutando fuera, y tras una sonrisa abrió del todo mostrando los rostros de Paul y Neil tras ella. Ellos mismos fueron los que se asomaron hacia el interior con una mueca de vergüenza y las narices coloradas. Había nevado durante días y el viento gélido que se colaba a través de la puerta los empujó dentro para resguardarse en el interior.

—¡Buenas noches! —Dijeron ambos a la vez mientras Neil se deshacía de la bufanda y Paul corría hacia el fuego para calentarse las manos. Tomás le acompañó y le ofreció el platillo de hojalata agujereada con las castañas. Ambos se sonrieron y se pusieron a pelar castañas.

—Buenas noches caballeros. —Les saludé secándome las manos con el mandil y Neil me ayudó a incorporarme desde el suelo—. Debe helar fuera, traéis las mejillas coloradas. —Comenté mientras acariciaba las mejillas de Neil con las palmas de mis manos, que aún un poco húmedas, seguían estando más calientes que su rostro.

—¡No te haces una idea! Esto parece Siberia. —Rió Paul con las manos cubiertas por guantes de dedos cortados, o más bien rotos, sobre el fuego. Las castañas que Tomás le iba pelando y pasando estaban calientes y jugueteaba con ellas entre los dedos para calentárselos.

—Todo París está nevado. ¿Habéis salido hoy? —Preguntó Neil, dirigiéndose también a Tomás, al que al poco se acercó y puso una mano sobre el hombro. Ya se habían presentado una tarde que Paul y Neil pasaban por la casa a saludarme.

—Las mujeres no. —Dijo mientras le extendía a este una castaña ya peladita, algo chamuscada—. Pero yo me encargué de ir al mercado. ¡Casi me rompo la crisma en el puente! Resbalaba aquello como si fuese vidrio. Por poco no vuelco la cesta de la verdura por el puente. —Yo reí ante aquella imagen en mi cabeza y Paul negó con el rostro, avergonzado.

—Ni lo menciones. Me he caído a menos de veinte pasos de esta casa. ¿Verdad? —Miró a Neil—. Tengo el culo como si me hubiesen azotado.

—¡Qué exagerado! —Rió Neil—. Si te sujeté por el brazo y casi me tiras a mí.

—Vamos, que sois un desastre todos. —Dije yo y las tres miradas se dirigieron a mí, ofendidas. Yo les aparté el rostro intimidada y acabé por dejarles a su aire mientras secaba los platos y los colocaba en sus respectivos armarios. Ellos seguían hablando del tiempo y de lo que habían hecho en ese día, y a pesar de que fuesen temas coloquiales, ninguno parecía disgustado o incómodo con aquella conversación. Al final no eran más que tres muchachos intercambiando pareceres. Ya tendrían edad por delante para que aquellos temas les resultasen aburridos o triviales.

—¡Y a pesar del tiempo no creáis que la gente se queda en sus casitas! No, no, que va. Todo el mundo estaba esta mañana en el mercado. Empujando, gritando y alborotando como condenados. Más parecía aquello el purgatorio después de una guerra.

—Claro. —Se encogió de hombros Neil—. Todo el mundo tiene que seguir con sus rutinas.

—¿Y cómo que estás tú aquí? —Le pregunté señalando a Neil—. ¿Acaso ya te echaron de la taberna?

—Han contratado a otro hombre. Más mayor que yo. —Dijo, encogiéndose de hombros—. Y hacemos turnos. La dueña ha faltado mucho últimamente por el embarazo de su hija y ha decidido que era buena idea que no me quedase yo todas las horas del día allí metido. Al final llegaba media tarde y yo ya estaba rendido. Así que esta semana por las tardes se encarga otro.

—Hum. —Dije mientras secaba una copa—. ¿A pesar del tiempo seguís teniendo clientela?

—¡Pues claro! —Sonrió—. Casi más que de costumbre, porque el buen tiempo anima a uno a pasear, pero el frío… ¿Quién no agradece una buena copa de vino que te temple el cuerpo? —Todos nos reímos.

—¿Y cuál es el plan para hoy? —Les pregunté mientras me secaba las manos en el mandil—. ¿Pensáis quedaros aquí comiendo castañas al fuego o iremos a alguna parte?

—¡Oh! —Se sorprendió Paul divertido—. ¡Mírala, siempre tan inquieta!

—Iremos a la taberna, si gustas. Para eso hemos venido a buscarte. —Dijo Neil con una sonrisa, yo asentí—. Tomás, ¿te apuntas? —Le preguntó pero el chico negó con el rostro mientras se desentendía, limpiándose las manos del hollín de las castañas.

—Muy amables chicos, pero no quiero ser un estorbo.

—¡Oh! Vamos Tomás, una copa de vino no te sentará mal. —Suspiré mientras él rodaba los ojos, mirándonos a todos consecutivamente, para saber si todos estábamos conformes con aquella propuesta. Algo debió ver que no le acabó por convencer.

—No os preocupéis por mí. Es más, como Mathilde regrese y no nos encuentre a ninguno puede que le de un infarto. —Se sonrió y se levantó, saliendo de la cocina. Yo me encogí de hombros y antes de poder excusarse regresó con mi abrigo y una bufanda que me ayudó a colocarme alrededor del cuello. También me prestó sus guantes y me despidió con un beso en la frente—. Cuidádmela bien, que no quiero recorrerme Paris con un garrote en la mano con este frío.

—¡La cuidaremos! —Se comprometió Paul, y Neil asintió también.

 

 

La taberna estaba a rebosar cuando llegamos. El vino corría por todas partes. Me presentaron al hombre que había cogido la mitad de las horas de Neil, un hombre terminando la treintena con buen porte y pocas ganas de trabajar. Neil se ofreció a ayudarle cuando más abarrotada estuvo la taberna y cuando al fin la clientela fue despejándose pasadas las diez de la noche al fin se sentó con Paul y conmigo y hablamos animadamente entre copas de vino, lonchas de queso, aceitunas y alguna que otra ciruela que rescató de la cocina sin que su compañero le viese. Traviesos como niños la abrieron a la mitad, arrojaron el hueso a alguna oscura esquina de la taberna y una de las mitades fue para mí y la otra se la repartieron entre ellos, un bocado cada uno.

Neil se sentó a mi izquierda, y Paul frente a mí. Toda la vista que tenía de la taberna me la tapaban ellos pero era evidente como poco a poco se vaciaba por el silencio que se iba formando. Cuando llegamos teníamos que hablar alto, mientras que pasadas dos horas, con hablar en un tono bajo era más que suficiente para oírnos entre nosotros. Les hablé de Tomás y de lo que me había contado recientemente acerca de su madre, Paul me escuchó asintiendo con tristeza y Neil chasqueando la lengua mientras negaba.

—Muchos conozco como él. —Decía Neil con aire triste—. Que de milagro conocían a sus padres y que con los años se les borran los recuerdos de ellos, pues París se los ha arrebatado y por poco no se los lleva a ellos también.

—Nosotros somos una buena muestra de ellos. —Dijo Paul pero Neil negó con el rostro.

—Hay diferentes tipos de miserias, Paul. Nosotros, y nos incluyo a los tres, hemos tenido suerte de que desde pequeños estuvimos en un orfanato y cuando nos lanzaron a las calles de Paris ya éramos mayores. Pero hay otros que no han conocido más que las calles, que la miseria y el robo. El frío y la muerte. ¡Te sorprendería donde se refugian los niños del frío! —Me dijo esta vez a mí—. Una vez, ¿verdad? Nos encontramos a un niño dormidito en una cestita debajo de la garita de un conserje de un edificio cercano al Louvre. El hombre ni siquiera sabía que estaba allí y por las noches el niño se colaba por una rendija, se hacía una bola en aquel cestito y se quedaba dormido, hasta que un día debieron pillarle, porque nunca más le vimos allí. Apenas si tendría cinco años. El desgraciado. Cuando vemos a esos trotamundos, a los vagabundos o inmigrantes tirados en medio de la calle con la manita temblorosa pidiendo limosna muchas veces nos imaginamos que son hombres y mujeres con poca suerte en la vida que tras perder sus negocios y sus casas se han visto abocados a pedir limosna en las calles. Pero ese es solo uno de los caminos que llevan a la miseria. Hay otros muchos que no imaginamos. Tal vez todos esos niños que hoy piden limosna, si sobreviven, también lo hagan de mayores porque son pocos los que tienen la suerte de reinsertarse. A parte de que el sistema les prohíbe escalar, como a cualquiera, el ciudadano de a pie tampoco se fija en aquellos que como basura o escoria se depositan en las aceras. Empiezan a formar parte, sin darse cuenta, del propio mobiliario de las calles y llega un día en que son invisibles. Pensamos que son unos ladrones, unos malnacidos, cuando en realidad no conocen maldad más que la que han aprendido a fuerza de sobrevivir y no han conocido más mundo que el empedrado de las calles. ¿O acaso el que nace en la calle tiene la oportunidad de saber lo que es la comodidad, el descanso y el trabajo honrado?

—Ya vale, Neil. —Le cortó Paul apretando los dientes—. No me revuelvas más el estómago. Hoy estás hablador, amigo. Resérvate para más tarde. —Neil se rió de sí mismo al darse cuenta de que había hablado de más, amargando la buena convivencia que teníamos antes.

—¿Cómo es que os dieron a vosotros una oportunidad si veníais de las calles?

—Igual que a ti. —Dijo Paul, rápidamente antes de que a Neil se le soltase la lengua de nuevo—. Encontrando ciudadanos caritativos y empáticos que aparte de pena también tuviesen confianza en nosotros. Tal vez lo hicieron para aliviar sus conciencias, rescatar a pobres de la calle como una obra de caridad y estar en paz con Dios para el próximo pecado que cometiesen, pero a mí los motivos no me importan. Los fines justifican los medios, en este caso los motivos, ¿no es así?

—Supongo. —Dije mientras movía la copa meneando el vino del interior.

 

 

Cuando pasaron de las once subimos a la planta de arriba donde varias mesas ya se habían reunido para hablar, en poco tiempo cerrarían la taberna para nosotros y nos volcamos en la tertulia, primero con ojos, después con oídos y por último con boca y gestos desorbitados, con miradas llenas de furor y con el cuerpo cargado de adrenalina y entusiasmo. Hubieron de separar a dos hombres que se enzarzaron en una discusión que llegó a las manos. Una de las mujeres acabó llorando y poco a poco el ambiente se disolvió. El compañero de Neil le pasó las llaves del local dado que sería él quien abriese a la mañana siguiente y excusándose se marchó también. Cuando nos quedamos los tres a solas en aquella sala seguimos bebiendo, fuera había dejado de nevar y aunque parecía que el viento soplaba hasta retorcer los cristales, dentro de la taberna aún se notaba el ambiente caldeado por las personas que habían estado dentro. El vino en nuestros organismos también ayudaba.

No sé en qué momento Neil posó su mano sobre mi rodilla y levantó el bajo de mi vestido. Paul, frente a nosotros, no se daba cuenta y seguía hablando mientas yo me reía por lo bajo y Neil atendía a su amigo con toda la naturalidad. Me reía porque él no sabía que yo le estaba acariciando la pierna con mi pie a Paul. La escena fue del todo cómica hasta que entre ellos se miraron con más confusión que curiosidad y enrojecieron al instante. Solo tuvieron que mirarse debajo de la mesa para enrojecer aún más si podían.

—¿En qué punto se sobrepasa lo indecente? —Preguntó Paul mientras se levantaba y se sentaba a mi otro lado. Lo hizo con la naturalidad de saber que íbamos a caer en el mismo juego de la última vez.

—¿Para qué deseas saber eso? —Pregunté mientras Neil se recostaba sobre mi hombro, acariciándome el muslo debajo del vestido—. ¿Acaso piensas detenerte si lo hallamos?

—No estoy seguro de si lograremos ver nada. —Se sonrió—. Pero perdernos más allá de la indecencia puede ser más que peligroso. Más para ti que para nosotros. —Dijo besándome el hombro mientras me acariciaba la mano.

—¿Acaso me dejaríais sola si cruzamos la línea?

—Nunca. —Murmuró Neil con el rostro escondido tras mi oreja.

—Entonces no tengo nada que temer. ¿No es cierto? —Le pregunté a Paul que me miraba aún con los labios sobre mi piel.

—Eres un demonio. —Dijo él mientras se sonreía y se veía tentado por mí. Me besó en los labios y hundió su mano en mi entrepierna, chocando con la de Neil allí.

—¿Tú qué opinas Neil? ¿Conoceremos hoy el límite de la indecencia, o tal vez lo pasemos por alto y ni cuenta nos daremos?

—Creo que ya lo sobrepasamos el otro día. —Musitó mientras me mordía el cuello.

—¿Eso crees? —Pregunté, acariciando su entrepierna, haciéndole dar un respingo, y sonrió en mi cuello, asintió pero tembloroso. Paul me rodeó la cintura y acabé sentada de frente a él con una de mis piernas sobre su muslo y la espalda apoyada en el pecho de Neil. Di gracias por estar sentada en un banco y no en sillas individuales. Las manos de ambos eran igual de agresivas y posesivas, pero al tiempo parecían temblorosas y dulces, mezcladas con la inexperiencia y el miedo. Yo les guié a ambos, como a dos cachorritos de regreso a casa.

 

 

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