TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 18
Capítulo 18
“Bajo el
peso de la corona”
Lisboa, Portugal. s. XVI. 1579
Qué triste historia la mía, muy triste. ¡Y cuántos
años hace de aquella fatídica noche en la que me convertí en reina, a costa de
perder a la persona a la que más amaba! Mi dulce Julián, mi pequeño Julián,
cuanto te extraño y cuanto te he pensado durante todos estos años de cautiverio
monárquico. Contigo, se fue toda esperanza de felicidad y la única imagen de
cordura y realidad quedó con tu recuerdo, en aquella noche de finales de
invierno. Ahora la cuento, la rememoro y la escribo con el único fin de encontrar
entre las palabras un consuelo que compense la falta de un juicio de sensatez.
Un salado y agrio viento se colaba por las ventanas
del palacio, recorriendo cada uno de los pasillos, provocando un agitado
revoloteo de los cortinajes. El sonido de las telas es el único indicio de vida
en los largos y solitarios corredores del palacio. La costa que se puede
observar a través de los ventanales se sumía poco a poco en la noche, espesa y
brumosa. El oleaje apenas se percibía porque el mar estaba en una plácida calma
y sin embargo el aire podía notarse denso y cargado, como si estuviese a punto
de estallar una apocalíptica tormenta, pero solo dentro del castillo, solo
allí. El sol ya no se percibía en la línea de la costa, y sin embargo aún
detrás del mar seguía alumbrando débilmente cada uno de los rincones de la
playa, luz que no alcanzaba a penetrar dentro del castillo. Dentro de él, las
sombras comenzaban a ascender a través de las paredes y los lienzos, las
alfombras se oscurecían y cada una de las esquinas se asemejaba a un pozo
profundo y peligroso que esquivar.
Yo estaba apoyada en una de esas ventanas, sujeta al
marco mientras el viento del exterior persistía en colarse hacia el interior
del corredor llevándose consigo cada pequeño resquicio de luz, y de vida. El
sonido de unos pasos, torpes pero acelerados aparecieron doblando la esquina
del pasillo, mi pequeño hermano, corriendo a mi encuentro probablemente huyendo
de las sombras que persisten en alcanzarle y llevando consigo algún pequeño
muñeco en la mano. Detrás de él, como una pequeña hada, un punto de luz le
sigue también a paso acelerado con temor de perderle la pista al pequeño que se
afana por escapar de ella.
—¡Señorito Julián! Venga ahora mismo. ¡Qué formas son
estas de burlarse del servicio! —Su nodriza le llama con insistencia y pánico
de ser vista en este divertido vapuleo por parte de mi hermano. Al verme, me
alcanza y se agarra con fuerza de mis piernas para protegerse de su nodriza, a
la que seguro ha hecho enfadar con ganas. Se esconde tras mi espalda y se cubre
con la bata de terciopelo, haciendo levantar mi camisón de dormir hasta las
rodillas. Yo me esfuerzo por protegerle de la nodriza, lanzándole a ella una
cándida mirada de disculpa. En un primer momento ella se tranquiliza al reconocerme
y al saber que bajo mi cargo, mi hermano esta a buen recaudo, pero se alarma al
verme tan despreocupada, en ropa de dormir, asomada a una ventana con el gélido
viento que trae la mar.
—¡No quiero ir a la cama! —Se revuelve mi hermano a mi
espalda. La nodriza, sujetando una vela con la mano intenta buscar el rostro
del muchacho escondido bajo mis ropas.
—¿Se puede saber qué hace, Helena, que no se ha ido ya
a su respectiva alcoba? Si alguien la viese en estas ropas podrían reprenderla,
con el consiguiente escándalo para sus padres…
—Solo contemplaba el paisaje. —Dije, intentando sonar
amable y con ello rebajar su enfado. Solo lo conseguí en parte. Mi hermano
seguía burlándose y riéndose de ella con insistencia.
—Mañana seguirá ahí, para que pueda contemplarlo todo
lo que le venga en gana. Ahora es hora de dormir. Vuestra madre me reprenderá
si os encuentra despiertos.
—¡No quiero dormir! —Seguía mi hermano.
—Incluso los príncipes tienen hora de ir a la cama,
señorito. —Le instó la nodriza—. Y las princesas también. —Dijo, lanzándome una
mirada acusadora. Yo asentí mientras soltaba a mi hermano de mis ropas y lo
cogí en brazos. Ya pesaba mucho para poder cargarlo con naturalidad pero él se
dejó hacer y se sujetó a mi cintura con las piernas y a mi cuello con los
brazos. Suspiré fatigada y aunque la nodriza quiso quitarme al niño de las
manos, yo negué con el rostro.
—Yo me haré cargo. —Suspiré—. Le llevaré a su
dormitorio y me quedaré con él hasta que duerma. —Cuando lo dije, mi hermano no
puso objeción, a lo que la nodriza pareció más que convencida.
Nos acompañó hasta los aposentos de mi hermano,
cercano a los dormitorios de nuestra madre y nuestro padre y cuando estuvimos
allí dentro el niño saltó de mis brazos para simular que se ponía a jugar, como
medio de ahuyentar el sueño. Yo no lo detuve y comencé a acomodar el cuarto
para su sueño. Me aseguré de que las ventanas estaban cerradas y corrí los
cortinajes. Levanté un poco de las mantas de su cama mostrando su interior y
dispuse el orinal debajo de su cama. De una pequeña jarra de agua limpia serví
un vaso que dejé en una cómoda cerca de la cama y cuando estuvo todo dispuesto,
me volví a él que seguía entretenido con un par de muñecos de trapo.
Sintió mi mirada, escrutando su diversión, y mientras
me sentaba yo al borde de su cama él me volvió el rostro ignorándome y se
levantó para sentarse en un pequeño caballo de madera que se mecía de adelante
hacia atrás. Pensé que ese vaivén tal vez lo adormecería, pero se entretenía
mirándome con picardía y sonriéndome con altanería por haber conseguido
disuadir el cansancio. Yo no tenía prisa por dormir y él no parecía del todo
entretenido así que me limité a esperar, reclinada en la cama mientras él se
mecía de un lado a otro. Al rato me cansé de esperar por él y me senté a su
lado en el suelo de la alfombra, done él se balanceaba. No parecía intimidado
por mi presencia pero sí receloso de mis intenciones.
—¿No tienes sueño?
—No. —Dijo, a pesar de que sus ojos se entrecerraban
de vez en cuando
—Si te quedas dormido encima del caballo, te puedes
caer y hacer mucho daño.
—No. —Dijo, seguro de su negativa—. No me caeré.
—¿Por qué no te bajas del caballo y dejas que te acune
en mis brazos? Es casi lo mismo… —Pregunté, mientras detenía el caballo de
madera por la parte del morro del animal inanimado, pero mi hermano se
sobresaltó, ofendido y detuvo el caballo con sus pies, alarmado.
—No volváis a tocar mi caballo. —Me advirtió con
ferocidad infantil, interponiendo su mano entre la mía y la del animal. Yo
sonreí para mis adentros y levanté una ceja, animada a seguir provocando su
enfado.
—¿Es vuestro únicamente? —Le pregunté, a lo que él
titubeó. Sabía que antes había sido mío y él lo había heredado cuando yo ya no
cabía en él.
—Claro que es mío. —Dijo, decidido y sentenciador.
—Un caballo bayo, con crines de la mejor lana y de
patas de la mejor madera de encina. Solo por lo hermoso que es, vale mucho.
—Volví a acariciar el cuello del animal y él se enfureció, hinchando sus
mejillas lleno de ira.
—Me alegro de que mi caballo os haya alegrado la
vista, pero os aconsejo que no lo toquéis de nuevo si no queréis quedaros sin
mano.
—¡Seríais capaz de cortarle la mano a vuestra propia
hermana! —Dije y él se me quedó mirando de hito en hito con la mirada turbada y
el ánimo repentinamente alicaído. Me retiró la mirada y volvió el rostro, con
una sutil negativa avergonzada. Volvió a mecerse esta vez con cariz melancólico
mientras yo esperaba a su lado sentada, angustiada por su repentina expresión
mohína. Al rato frenó al animal y me miró de soslayo, cansado y abatido. Yo
abrí mis brazos hacia él y se bajó del caballo para caer sentado en mi regazo,
con su rostro apoyado en mi pecho y sus manos recogidas en su propio vientre.
Se dejó rodear por mi abrazo y yo apoyé mi barbilla sobre su frente, después
mis labios y con un suspiro comencé a mecerme igual que hacia hecho el animal
de madera antes.
Una canción vino a mi cabeza pero de mi garganta solo
salió un murmullo, solo el sonido de un ronroneo melodioso que no despertase al
niño pero que apaciguase su sueño. Cuando el pequeño ya suspiraba presa del
sueño comienzo a murmurar, al sonido del canto:
Eterna
noche, lejana mañana.
Acaríciame
con haces melosos,
acaríciame
hasta que reposemos,
nuestras
almas juntas, ya están cansadas.
Como
el niño no despierta, sigo cantando.
Cae el
terciopelo, oculta
la
pureza de dos infantes
escondidos
bajo sabanas
manchadas
de la sangre del rey.
En
campos de oro de castilla,
inundan
costas portuguesas.
Han
redoblado las campanas
Se ha
perdido ya toda la ley.
Cuando el niño estuvo profundamente dormido me levanté
con él en mis brazos, haciendo un gran esfuerzo por no caernos ambos, y le
llevé hasta la cama. Apoyado con su cabeza en el almohadón le desvestí y le
puse un camisón de dormir. Estuvo a punto de despertarse mientras le deshacía
de las mangas de su camisa pero acabó por volver al sueño en menos de un
suspiro. Se hizo una bola, molesto por el cambio de ropa, y aproveché para
cubrirlo con las mantas. Aún así, estuve unos minutos sentada al lado del niño,
mi niño, que respiraba lentamente y su pequeña nariz se arrugaba de vez en
cuando, igual que movía sus ojos debajo de los párpados, inducido por algún
sueño. Me contuve a acariciarle el cabello que le escondía el rostro y le
oscurecía la pacífica expresión y acabé por levantarme con cuidado para apagar
las pequeñas velas que alumbraban la estancia y salir afuera, para partir hacia
mi dormitorio al otro lado del pasillo.
Mientras recorría aquella larga estancia, adornada con
feos lienzos y desdibujada con una incómoda alfombra miraba el paisaje, ya
completamente oscuro al otro lado de los cristales, y pensaba en lo fácil que
sería saltar a través de una de esas ventanas, y morir. Y si la caída no me
matase, entonces me arrastraría hasta los acantilados de la costa y me dejaría
resbalar por ellos hasta el mar. Tal vez no es eso en lo que pensé, en aquel
momento, es lo que pienso ahora, pero cada vez que se me viene ese recuerdo a
la mente, ese paisaje encuadrado por el marco de una ventana y surcado por el
vaivén del sutil cortinaje, no puedo evitar pensar que eso es lo que debería
haber hecho. Tal vez mi país hubiese sucumbido a la ruina, pero habría salvado
el alma de mi hermano, a costa de la mía.
Descalza como estaba y paseando sin prisa hasta mi
dormitorio nadie notaba el sonido de mis pasos y mientras meditaba acerca de
algo que ya no recuerdo, alcancé la puerta de mi dormitorio con una súbita
inquietud por unos pasos que se aproximaban a través de unas escaleras
cercanas. Rápido me introduje en el dormitorio, sacudida por la vergüenza de
mis vestimentas y la inquietud por no saber quiénes se aproximaban. No eran
unos pasos solo los que se acercaban, también murmullos y voces. El sonido de
unos chasquidos y los susurros propios de quien no quiere despertar a los
inquilinos, o de quienes hablan de secretos. Me mantuve apoyada en la puerta,
desde dentro de mi dormitorio, en medio de aquella oscuridad y conteniendo el
aliento por si podía escuchar algo al otro lado. A través del ojo de la cerradura
y por la línea inferior de la puerta podía comenzar a apreciarse, en medio de
aquella oscuridad en la que me encontraba, una sutil luz que avanzaba y se iba
haciendo cada vez más potente. La luz titilante de un par de velas.
—¿Ya duermen? —Era la voz del consejero de mi padre.
—Estoy seguro de ello. —Mi padre le respondió—. Acabo
de ver a la nodriza bajar hacia los aposentos del servicio. Así que al menos
Julián sí duerme.
—¿Y vuestra hija? ¿Está ya en la cama? —Sentí un
súbito escalofrío. No pasaría nada si me encontraban despierta, pero de pie en
medio de la oscuridad de mi cuarto podría evidenciar que estaba espiando a
través de la puerta por lo que corrí de puntillas hasta la cama y me tumbé
encima, cubriéndome como pude con las mantas de piel y quedándome inmóvil sobre
el colchón. La puerta de mi cuarto se entreabrió en silencio, dejando pasar la
luz de las velas a través de una línea vertical que cruzaba cada rincón de mi
cuarto. Rápido despareció y se escuchó una afirmación al otro lado.
—¿Será mejor cerrar con llave? —Preguntó mi padre, a
lo que yo fruncí el ceño. Jamás nos cerraban los dormitorios con llave y
mientras que el consejero meditaba yo levanté el rostro en dirección a esa
pequeña luz anaranjada que se colaba a través de la cerradura.
—No hará falta. —Dijo el consejero, restándole
importancia—. Será rápido. Y si despierta, no podrá hacer nada por evitarlo.
Una serie de pasos acelerados se escucharon llegar de
pronto. Mi padre maldijo por lo bajo y la voz de mi madre se escuchó en un
susurro lastimero y suplicante.
—Amado, marido mío, no me hagáis esto. No le hagáis
esto a nuestro hijo. —Decía. La angustia de mi madre quebró mi respiración y no
pude por menos que incorporarme en la cama. Escuché como los pasos se alejaban
con intención de no despertarme, pero yo aproveché y me levanté de la cama, con
el corazón encogido y las manos temblorosas para acercarme a la puerta y
arrodillarme enfrente de ella, con intención de escrutar a través de la
cerradura, pero no se veía nada. Se habían alejado en otra dirección. Sin
embargo con la oreja pegada al ojo de la cerradura conseguí distinguir las
voces y la conversación.
—Te dije que te quedases en el dormitorio. ¡Por el
amor de Dios, le traerás la desgracia a este país si continúas insistiendo en
ello!
—Debe haber otra manera, no puedes permitir que este
hombre te convenza de tal atrocidad. La muerte de un niño, de vuestro hijo, os
perseguirá allá donde vayáis esposo. Yo os seguiré, junto con mi rencor, hasta
el resto de vuestros días.
—La ruina es lo que nos perseguirá si no le ponemos
solución de inmediato a esto. —Dijo el consejero, dirigiéndose por primera y
última vez a mi madre—. Majestad, debemos hacerlo ya, antes de que su esposa
entre en cólera y despierte al servicio.
—¡Nos vendes a los españoles y pagas por ello con la
vida de tu hijo!
—¿Es que no lo entiendes? —Le replicó mi padre,
histérico—. Las colonias ya no nos aportan nada más que pérdidas, el gobierno
de este país es patético y corrupto. Nosotros no nos mantenemos a flote por
nosotros mismos y si continuamos en las mismas, nos perderemos. Mejor conservar
lo poco que tenemos bajo dominio español que desintegrarnos y que otros devoren
nuestros restos como buitres o cuervos.
—¿Y eso tiene que pagarlo nuestro hijo?
—Nuestra hija se casará con el rey de España. Ya se ha
acordado. Y un hijo es un impedimento para que nuestro país se anexione al
vecino. Ella ha de ser la única heredera, la única reina de Portugal, la única
descendiente. De lo contrario, no sería más que un matrimonio convencional
mientras que nuestro hijo seguiría heredando la corona por ser varón. No, me
niego a perder mi país por sentimientos paterno filiares.
—¿Y si tenemos otro hijo? ¿Lo mataríais también?
—No tendremos más hijos, yo mismo me encargaré de que
no se produzcan más embarazos en vuestro vientre, y de producirse, —le amenazó
con voz fría y distante, casi mecánica—, solucionaré la falta en vos, en vez en
el niño que aún no haya nacido.
Mi madre quedó muda ante aquellas palabras, a los
segundos prorrumpió en llanto y yo contuve el aliento ocultando mi rostro en
mis manos. aún atenta a todo lo que estaba sucediendo fuera, intentaba analizar
todo lo que había escuchado, pero era incapaz de procesarlo más que lo
superficial. Iban a matar a mi hermano. Eso era lo único que había entendido de
todo aquello y como los motivos no me importaban en absoluto más que el propio
objeto de la trama, me predispuse a intervenir, pero no encontré el valor de
salir de la habitación, no encontré las palabras con las que enfrentarme ni
tampoco el sentido de mi presencia allí. Por un momento me sentí desligada de
todo lo que estaba pasando como si las personas que estuviesen allí fuera no
fuesen conocidos y aunque hablasen de mí, no me reconociese en sus palabras. Tampoco
reconocí a mi hermano en ellas. Hablaban los reyes y consejeros, pero yo no era
más que una niña.
—Reunid a los demás. Nos veremos aquí en un momento.
—Le dijo mi padre al consejero y los pasos se disgregaron en todas las
direcciones. Yo me quedé muda y quieta donde estaba, sin respirar, sin apenas
palpitar mi corazón. Mi cabeza daba vueltas y todo lo que podía pensar era en
evitar el desmayo y el llanto. Si no me abatía uno sería el otro el que me
doblegaría, pero me hice con el poco coraje del que era capaz y me levanté del
suelo cuando todo quedó en silencio y a oscuras, y salí del cuarto apresurada,
corriendo con todas mis fuerzas mientras los escalofríos me recorrerían la
espina dorsal, sintiendo como el abismo me tragaba ante la idea de que si me
veían, estaría tan condenada como podía estarlo mi hermano. Me sentía en medio
de un juego de terror, o en una persecución de cuento. Mi propia familia eran
los enemigos, y la idea se me hizo tan abstracta que el miedo en cierto grado
ni siquiera parecía real, solo un juego, una mala pesadilla.
Alcancé el dormitorio de mi hermano y me adentré en él
súbitamente, sin pensar en la idea de que alguien hubiera podido adelantarme,
imaginándomelo aún dormido en su cama, acurrucado y murmurando en sueños. Y
allí estaba, tal cual lo había imaginado, tal cual lo había dejado unos minutos
antes. No había nadie allí dentro y se me ocurrió quedarme allí a su lado,
acurrucada como él, protegiéndole con mi abrazo e interponiendo mi cuerpo
frente al sueño, pero aquello no resultaría, por mucho que quisiese hacerlo. Le
zarandeé con cuidado, despertándole de su sueño y provocando en su expresión
una mueca de asombro y susto. Le cubrí los labios con la palma de mi mano y
mientras él se deshacía del sueño, le susurraba que no hablase, que no gritase,
y decía mi propio nombre para que me reconociese, dentro del círculo de sombras
en que se había sumido su dormitorio. Consiguió calmarse rápidamente y atento
me miraba con ojos llorosos por el mal despertar.
—Vamos, vamos amor, levanta. Tenemos que irnos.
—¡Irnos! —Exclamó rozando el límite más extremo de la
confusión y yo asentía, sin saber cómo proporcionarle más explicaciones. Se
agarró rápido a un muñeco de tela que tenía cerca y se desembarazó de las
sábanas con mi ayuda. De repente me vi en medio de un problema. ¿A dónde
partir? Ni siquiera lograríamos salir del castillo, mucho menos de las
inmediaciones de la propiedad. Pero quedarnos en el cuarto era un suicido.
Saltar por la ventana y matarnos, eso sí que habría sido liberador, mas una
locura. Miré a todas partes con la mano sujeta al antebrazo de mi hermano y
tiré de él fuera del dormitorio. Ambos en camisón y asustados como dos
cachorros corrimos pasillo adelante en silencio. Él me obedeció diligente,
asustado no tanto como yo, pero sí aún algo adormilado. Pensó que estaríamos
jugando, pero de seguro el pánico en mi expresión le había imbuido lo
suficiente como para tomarse la situación más a pecho. Los niños tienen una
maravillosa capacidad de empaparse de las emociones ajenas, tanto de las buenas
como de las malas, y son capaces, mucho antes que los adultos, de darse cuenta
cuando una situación es realmente tensa o peligrosa con tan solo captar ciertos
rasgos de un rostro adulto. La crispación en el mío debió volverle temeroso y
algo más que tienen los niños es la capacidad de ser obedientes y adultos
cuando han de serlo. Su mano me agarró la muñeca mientras yo no soltaba su
brazo y me siguió el paso muy seguro de mí.
A través de una de las ventanas que daban a la parte
delantera del palacio pude distinguir a los guardias haciendo su ronda. También
habría guardias alrededor del palacio, por lo que salir estaba descartado,
estábamos en un gigantesco laberinto sin salida. Nuestro tiempo estaba contado
y esa idea me hacía sentir una furiosa impotencia y un frío escalofrío por todo
el cuerpo. Mi estómago se volvió del revés y a punto estuve de volver al
dormitorio de mi hermano pero conseguimos llegar a unas escaleras y bajamos al
piso inferior, donde se encontraba la sala real con el trono y las mesas
vacías. Lo cruzamos de parte en parte y nuestros pasos hicieron un estruendo
horroroso. Las luces que aparecían a través de una de las puertas nos
impulsaron a caminar hacia el lado contrario. Salimos de allí para volvemos a
internar en un corredor lleno de armaduras y escudos colgados por doquier. Si
hacía falta que cogiese una de aquellas espadas para defender a mi hermano, lo
haría, a pesar de que jamás había aprendido a manejarla.
—¡No están aquí! —Oímos a lo lejos. De seguro en la
planta superior cuando hubiesen entrado en el dormitorio de mi hermano y lo
hubiesen descubierto vacío. El corazón se me detuvo y a mi hermano también. No
sabía porque, pero también tenía miedo.
En el corredor encontramos un gran arcón vacío, como
medio decorativo, para ocupar seguramente un espacio vacío sin muebles. Lo abrí
con estruendo y le pedí a mi hermano que se metiese dentro con un empujón en su
espalda. Él cayó dentro y yo me hice espacio a su lado. Con sigilo bajé la
pesada tapa sobre nuestras cabezas, eliminando el último resquicio de luz que
hubiese alumbrado dentro. Mi hermano no hizo un solo ruido, a pesar de lo
incómodos que estábamos allí dentro, él acurrucado sobre mi pecho y yo rodeando
su cabeza y su espalda con mis brazos, presionándolo contra mí. Su respiración
era agitada, tanto como lo era la mía, pero su corazón estaba desbocado y podía
sentirlo a través de mi mano en su espalda. Se sujetó a mí con fuerza.
Y entonces vino a mí una certeza tan perturbadora que
me dejó pasmada: nos encontrarían. ¿Acaso el arcón nos transportaría fuera del
palacio, o desapareceríamos dentro de él como si nos hubiese vuelto invisibles?
Nada de eso. Nos encontrarían porque apenas acababa de oscurecer y hasta la
madrugada aún quedaban eternas horas de por medio, en las que nos buscarían sin
cesar. El palacio era grande, pero nosotros no éramos cuentas de un collar o un
par de insectos. Nos encontrarían, estaba claro. Me arrepentí de no haberme
hecho con alguna de las espadas de fuera, pero eran demasiado pesadas para mí y
demasiado grandes como para que cupiesen en el arcón, incluso a pesar nuestra.
Eché en falta un pequeño puñal, o incluso el abrazo de mi madre. ¡Ella! Tal vez
ella nos hubiera rescatado si le suplicábamos misericordia. Pero ella ya no estaba
y no nos ayudaría más. Rocé con los labios el cabello de mi hermano y él
gimoteó.
—Te quiero. —Le dije, en tal susurró inaudible que a
él le pasó desapercibido, sordo como estaba por el sonido de su agitado
corazón.
Un cegador destello de luz cayó encima de nosotros,
junto con el chirrido espantoso de las bisagras del arcón. Sombras con forma
humana se cernieron sobre nosotros, con velas y cuerdas y nos sacaron como a
alimañas de su jaula. Nos zarandearon y nos golpearon. Yo no me solté de mi
hermano, aferrándome a él hasta que pude hacerle daño. Él lloró, y yo también
lo hice, entre los gritos de terror y las súplicas.
—¡Aquí están! —Gritaron mientras pedían refuerzos,
porque tres hombres no fueron capaces de separarnos.
Manos por todas partes, zafándonos, tirando, arañando
y golpeando. La fuerza de la realidad separándome del niño de mis brazos,
estirándome del pelo, de la ropa, hasta desgarrarla. Cuando solo me cubrían
girones se afanaron por golpearme en la cabeza hasta que a medias perdía el
conocimiento y las fuerzas. Las manos de mi hermano, a pesar de su corta edad,
inducido por el miedo, eran más fuertes que las mías y se agarraron de mis
muñecas hasta hacerme sangrar la piel con sus uñas. Gritó mi nombre. ¡Helena,
Helena! Mientras tiraban de él lejos. Una vez se había soltado de mí aún me
llamaba, espantado ante la imagen de su hermana medio inconsciente en el suelo.
Su llanto me acompañó hasta el sueño, y mientras de mis ojos salían lágrimas de
los suyos ríos y ríos de pena. Julián, dije, Julián, te adoro. Julián. No sé si
en verdad lo dije o lo pensé, en mi vahído. Se lo llevaron, cargado sobre el
hombro de algún hombre, lejos a través del pasillo. Lo vi marchar con lágrimas
empañando mi visión. Estiré mi brazo hacia él, ya no pude rescatarlo.
…
Cuando desperté era bien entrada la noche. La luna
casi llena iluminaba la estancia con una blanquecina niebla. El frío que se
colaba por los resquicios de las ventanas me había entumecido el cuerpo y
helado los huesos. La alfombra debajo de mi rostro me había arañado las
mejillas, o tal vez eran heridas de guerra. Mis brazos dolían horrores y todo
mi cuerpo lo sentí como si realmente me hubiese arrojado por alguna de las
ventanas y despertase en medio del foso. ¡Cuánto desee regresar a aquella
sensación de letargo suicida cuando recordé la escena que acudió a mi mente,
veloz, cargada de remordimientos y terror! La adrenalina comenzó a invadir mi
cuerpo, el miedo había desaparecido y solo albergué rencor y desazón. Me sentí
despertar de una muerte prematura y creyéndome pasear por el limbo caminé
pasillo adelante, hacia el lugar en que había desaparecido mi hermano con la
sola idea de reencontrarme con él, porque si aquello era el más allá, en algún
lugar debía encontrarse. Pero no, la realidad era mucho pero que cualquier
infierno al que me hubieran arrojado. Se me heló la sangre ante el silencio que
lo inundaba todo, y descalza, con el camisón hecho jirones, con la mitad de mi
pecho al aire y arrastrando retazos de tela, me dirigí hacia el salón real.
¿Buscaba a alguien? ¿O más bien buscaba la muerte a través de alguna persona?
Igual que la encontró mi hermano.
Allí no había nadie. Nada alrededor, como en una
ensoñación, cruel. Incluso hoy día no sé si aquello fue real o un sueño,
producto de mis peores temores, de mi inconsciencia cruel y despiadada, dándome
algo más duro de masticar que una simple pérdida. El recuerdo de un trauma que
me acompañaría el resto de mi vida. Caminando a trompicones y arrastrando los
pies me encontré cerca del trono, donde, a los pies, un pequeño cofre de acero
yacía solitario, frío y extraño, esperándome. Era mi regalo, un presente que
aseguraría mi coronación y mi matrimonio. La insignia sangrienta que
justificaría mi ascenso al trono, y la salvación de mi país. Supe que era para
mí, porque la tapa no estaba cerrada con llave a pesar de tener un cerrojo. Caí
de rodillas justo al lado del cofre, y con las manos temblorosas sujeté su
contorno. Estaba helado, gélido como el océano y en mis yemas hallé, a la luz
de la luna, las manchas de sangre que cubrían el metal.
Presa de los espasmos y con el corazón cargado de
pánico retiré de un golpe la tapa, mostrándome el interior con un valor
funesto, temeraria de mí, que hubiera preferido no ver su contenido, pues hallé
en aquel hueco oscuro y frío la cabeza de mi hermano separada del cuerpo, con
ojos desorbitados y una mueca de su última expresión horrorizada aún plasmada
en su faz. El cabello manchado de la sangre que brotó del corte y la piel azul,
con los labios amoratados y rasguños cubriendo sus mejillas, fruto de la pelea.
Allí estaba, todo lo que amaba, ocupaba ahora el espacio de un pequeño cofre.
Allí se encontraba mi amor, mi hermano, mi única familia. En mis brazos seguía
estando, pero él ya no habitaba aquel rostro, ya no correspondía mi abrazo. Un
grito desgarrador salió de mi garganta y seguí gritando por horas, durante
días. Lo único que se oyó en aquel palacio durante semanas fueron mis gritos y
mi llanto incesante. Allí sola, en medio de aquella sala, hice de aquel espacio
mi infierno como un recuerdo al que recurrir. Un recuerdo que me atormentaría,
para siempre.
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