TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 18

 

Capítulo 18

“Bajo el peso de la corona”

Lisboa, Portugal.  s. XVI. 1579

 

Qué triste historia la mía, muy triste. ¡Y cuántos años hace de aquella fatídica noche en la que me convertí en reina, a costa de perder a la persona a la que más amaba! Mi dulce Julián, mi pequeño Julián, cuanto te extraño y cuanto te he pensado durante todos estos años de cautiverio monárquico. Contigo, se fue toda esperanza de felicidad y la única imagen de cordura y realidad quedó con tu recuerdo, en aquella noche de finales de invierno. Ahora la cuento, la rememoro y la escribo con el único fin de encontrar entre las palabras un consuelo que compense la falta de un juicio de sensatez.

Un salado y agrio viento se colaba por las ventanas del palacio, recorriendo cada uno de los pasillos, provocando un agitado revoloteo de los cortinajes. El sonido de las telas es el único indicio de vida en los largos y solitarios corredores del palacio. La costa que se puede observar a través de los ventanales se sumía poco a poco en la noche, espesa y brumosa. El oleaje apenas se percibía porque el mar estaba en una plácida calma y sin embargo el aire podía notarse denso y cargado, como si estuviese a punto de estallar una apocalíptica tormenta, pero solo dentro del castillo, solo allí. El sol ya no se percibía en la línea de la costa, y sin embargo aún detrás del mar seguía alumbrando débilmente cada uno de los rincones de la playa, luz que no alcanzaba a penetrar dentro del castillo. Dentro de él, las sombras comenzaban a ascender a través de las paredes y los lienzos, las alfombras se oscurecían y cada una de las esquinas se asemejaba a un pozo profundo y peligroso que esquivar.

Yo estaba apoyada en una de esas ventanas, sujeta al marco mientras el viento del exterior persistía en colarse hacia el interior del corredor llevándose consigo cada pequeño resquicio de luz, y de vida. El sonido de unos pasos, torpes pero acelerados aparecieron doblando la esquina del pasillo, mi pequeño hermano, corriendo a mi encuentro probablemente huyendo de las sombras que persisten en alcanzarle y llevando consigo algún pequeño muñeco en la mano. Detrás de él, como una pequeña hada, un punto de luz le sigue también a paso acelerado con temor de perderle la pista al pequeño que se afana por escapar de ella.

—¡Señorito Julián! Venga ahora mismo. ¡Qué formas son estas de burlarse del servicio! —Su nodriza le llama con insistencia y pánico de ser vista en este divertido vapuleo por parte de mi hermano. Al verme, me alcanza y se agarra con fuerza de mis piernas para protegerse de su nodriza, a la que seguro ha hecho enfadar con ganas. Se esconde tras mi espalda y se cubre con la bata de terciopelo, haciendo levantar mi camisón de dormir hasta las rodillas. Yo me esfuerzo por protegerle de la nodriza, lanzándole a ella una cándida mirada de disculpa. En un primer momento ella se tranquiliza al reconocerme y al saber que bajo mi cargo, mi hermano esta a buen recaudo, pero se alarma al verme tan despreocupada, en ropa de dormir, asomada a una ventana con el gélido viento que trae la mar.

—¡No quiero ir a la cama! —Se revuelve mi hermano a mi espalda. La nodriza, sujetando una vela con la mano intenta buscar el rostro del muchacho escondido bajo mis ropas.

—¿Se puede saber qué hace, Helena, que no se ha ido ya a su respectiva alcoba? Si alguien la viese en estas ropas podrían reprenderla, con el consiguiente escándalo para sus padres…

—Solo contemplaba el paisaje. —Dije, intentando sonar amable y con ello rebajar su enfado. Solo lo conseguí en parte. Mi hermano seguía burlándose y riéndose de ella con insistencia.

—Mañana seguirá ahí, para que pueda contemplarlo todo lo que le venga en gana. Ahora es hora de dormir. Vuestra madre me reprenderá si os encuentra despiertos.

—¡No quiero dormir! —Seguía mi hermano.

—Incluso los príncipes tienen hora de ir a la cama, señorito. —Le instó la nodriza—. Y las princesas también. —Dijo, lanzándome una mirada acusadora. Yo asentí mientras soltaba a mi hermano de mis ropas y lo cogí en brazos. Ya pesaba mucho para poder cargarlo con naturalidad pero él se dejó hacer y se sujetó a mi cintura con las piernas y a mi cuello con los brazos. Suspiré fatigada y aunque la nodriza quiso quitarme al niño de las manos, yo negué con el rostro.

—Yo me haré cargo. —Suspiré—. Le llevaré a su dormitorio y me quedaré con él hasta que duerma. —Cuando lo dije, mi hermano no puso objeción, a lo que la nodriza pareció más que convencida.

Nos acompañó hasta los aposentos de mi hermano, cercano a los dormitorios de nuestra madre y nuestro padre y cuando estuvimos allí dentro el niño saltó de mis brazos para simular que se ponía a jugar, como medio de ahuyentar el sueño. Yo no lo detuve y comencé a acomodar el cuarto para su sueño. Me aseguré de que las ventanas estaban cerradas y corrí los cortinajes. Levanté un poco de las mantas de su cama mostrando su interior y dispuse el orinal debajo de su cama. De una pequeña jarra de agua limpia serví un vaso que dejé en una cómoda cerca de la cama y cuando estuvo todo dispuesto, me volví a él que seguía entretenido con un par de muñecos de trapo.

Sintió mi mirada, escrutando su diversión, y mientras me sentaba yo al borde de su cama él me volvió el rostro ignorándome y se levantó para sentarse en un pequeño caballo de madera que se mecía de adelante hacia atrás. Pensé que ese vaivén tal vez lo adormecería, pero se entretenía mirándome con picardía y sonriéndome con altanería por haber conseguido disuadir el cansancio. Yo no tenía prisa por dormir y él no parecía del todo entretenido así que me limité a esperar, reclinada en la cama mientras él se mecía de un lado a otro. Al rato me cansé de esperar por él y me senté a su lado en el suelo de la alfombra, done él se balanceaba. No parecía intimidado por mi presencia pero sí receloso de mis intenciones.

—¿No tienes sueño?

—No. —Dijo, a pesar de que sus ojos se entrecerraban de vez en cuando

—Si te quedas dormido encima del caballo, te puedes caer y hacer mucho daño.

—No. —Dijo, seguro de su negativa—. No me caeré.

—¿Por qué no te bajas del caballo y dejas que te acune en mis brazos? Es casi lo mismo… —Pregunté, mientras detenía el caballo de madera por la parte del morro del animal inanimado, pero mi hermano se sobresaltó, ofendido y detuvo el caballo con sus pies, alarmado.

—No volváis a tocar mi caballo. —Me advirtió con ferocidad infantil, interponiendo su mano entre la mía y la del animal. Yo sonreí para mis adentros y levanté una ceja, animada a seguir provocando su enfado.

—¿Es vuestro únicamente? —Le pregunté, a lo que él titubeó. Sabía que antes había sido mío y él lo había heredado cuando yo ya no cabía en él.

—Claro que es mío. —Dijo, decidido y sentenciador.

—Un caballo bayo, con crines de la mejor lana y de patas de la mejor madera de encina. Solo por lo hermoso que es, vale mucho. —Volví a acariciar el cuello del animal y él se enfureció, hinchando sus mejillas lleno de ira.

—Me alegro de que mi caballo os haya alegrado la vista, pero os aconsejo que no lo toquéis de nuevo si no queréis quedaros sin mano.

—¡Seríais capaz de cortarle la mano a vuestra propia hermana! —Dije y él se me quedó mirando de hito en hito con la mirada turbada y el ánimo repentinamente alicaído. Me retiró la mirada y volvió el rostro, con una sutil negativa avergonzada. Volvió a mecerse esta vez con cariz melancólico mientras yo esperaba a su lado sentada, angustiada por su repentina expresión mohína. Al rato frenó al animal y me miró de soslayo, cansado y abatido. Yo abrí mis brazos hacia él y se bajó del caballo para caer sentado en mi regazo, con su rostro apoyado en mi pecho y sus manos recogidas en su propio vientre. Se dejó rodear por mi abrazo y yo apoyé mi barbilla sobre su frente, después mis labios y con un suspiro comencé a mecerme igual que hacia hecho el animal de madera antes.

Una canción vino a mi cabeza pero de mi garganta solo salió un murmullo, solo el sonido de un ronroneo melodioso que no despertase al niño pero que apaciguase su sueño. Cuando el pequeño ya suspiraba presa del sueño comienzo a murmurar, al sonido del canto:

 

Eterna noche, lejana mañana.

Acaríciame con haces melosos,

acaríciame hasta que reposemos,

nuestras almas juntas, ya están cansadas.

 

Como el niño no despierta, sigo cantando.

 

Cae el terciopelo, oculta

la pureza de dos infantes

escondidos bajo sabanas

manchadas de la sangre del rey.

 

En campos de oro de castilla,

inundan costas portuguesas.

Han redoblado las campanas

Se ha perdido ya toda la ley.

 

Cuando el niño estuvo profundamente dormido me levanté con él en mis brazos, haciendo un gran esfuerzo por no caernos ambos, y le llevé hasta la cama. Apoyado con su cabeza en el almohadón le desvestí y le puse un camisón de dormir. Estuvo a punto de despertarse mientras le deshacía de las mangas de su camisa pero acabó por volver al sueño en menos de un suspiro. Se hizo una bola, molesto por el cambio de ropa, y aproveché para cubrirlo con las mantas. Aún así, estuve unos minutos sentada al lado del niño, mi niño, que respiraba lentamente y su pequeña nariz se arrugaba de vez en cuando, igual que movía sus ojos debajo de los párpados, inducido por algún sueño. Me contuve a acariciarle el cabello que le escondía el rostro y le oscurecía la pacífica expresión y acabé por levantarme con cuidado para apagar las pequeñas velas que alumbraban la estancia y salir afuera, para partir hacia mi dormitorio al otro lado del pasillo.

Mientras recorría aquella larga estancia, adornada con feos lienzos y desdibujada con una incómoda alfombra miraba el paisaje, ya completamente oscuro al otro lado de los cristales, y pensaba en lo fácil que sería saltar a través de una de esas ventanas, y morir. Y si la caída no me matase, entonces me arrastraría hasta los acantilados de la costa y me dejaría resbalar por ellos hasta el mar. Tal vez no es eso en lo que pensé, en aquel momento, es lo que pienso ahora, pero cada vez que se me viene ese recuerdo a la mente, ese paisaje encuadrado por el marco de una ventana y surcado por el vaivén del sutil cortinaje, no puedo evitar pensar que eso es lo que debería haber hecho. Tal vez mi país hubiese sucumbido a la ruina, pero habría salvado el alma de mi hermano, a costa de la mía.

Descalza como estaba y paseando sin prisa hasta mi dormitorio nadie notaba el sonido de mis pasos y mientras meditaba acerca de algo que ya no recuerdo, alcancé la puerta de mi dormitorio con una súbita inquietud por unos pasos que se aproximaban a través de unas escaleras cercanas. Rápido me introduje en el dormitorio, sacudida por la vergüenza de mis vestimentas y la inquietud por no saber quiénes se aproximaban. No eran unos pasos solo los que se acercaban, también murmullos y voces. El sonido de unos chasquidos y los susurros propios de quien no quiere despertar a los inquilinos, o de quienes hablan de secretos. Me mantuve apoyada en la puerta, desde dentro de mi dormitorio, en medio de aquella oscuridad y conteniendo el aliento por si podía escuchar algo al otro lado. A través del ojo de la cerradura y por la línea inferior de la puerta podía comenzar a apreciarse, en medio de aquella oscuridad en la que me encontraba, una sutil luz que avanzaba y se iba haciendo cada vez más potente. La luz titilante de un par de velas.

—¿Ya duermen? —Era la voz del consejero de mi padre.

—Estoy seguro de ello. —Mi padre le respondió—. Acabo de ver a la nodriza bajar hacia los aposentos del servicio. Así que al menos Julián sí duerme.

—¿Y vuestra hija? ¿Está ya en la cama? —Sentí un súbito escalofrío. No pasaría nada si me encontraban despierta, pero de pie en medio de la oscuridad de mi cuarto podría evidenciar que estaba espiando a través de la puerta por lo que corrí de puntillas hasta la cama y me tumbé encima, cubriéndome como pude con las mantas de piel y quedándome inmóvil sobre el colchón. La puerta de mi cuarto se entreabrió en silencio, dejando pasar la luz de las velas a través de una línea vertical que cruzaba cada rincón de mi cuarto. Rápido despareció y se escuchó una afirmación al otro lado.

—¿Será mejor cerrar con llave? —Preguntó mi padre, a lo que yo fruncí el ceño. Jamás nos cerraban los dormitorios con llave y mientras que el consejero meditaba yo levanté el rostro en dirección a esa pequeña luz anaranjada que se colaba a través de la cerradura.

—No hará falta. —Dijo el consejero, restándole importancia—. Será rápido. Y si despierta, no podrá hacer nada por evitarlo.

Una serie de pasos acelerados se escucharon llegar de pronto. Mi padre maldijo por lo bajo y la voz de mi madre se escuchó en un susurro lastimero y suplicante.

—Amado, marido mío, no me hagáis esto. No le hagáis esto a nuestro hijo. —Decía. La angustia de mi madre quebró mi respiración y no pude por menos que incorporarme en la cama. Escuché como los pasos se alejaban con intención de no despertarme, pero yo aproveché y me levanté de la cama, con el corazón encogido y las manos temblorosas para acercarme a la puerta y arrodillarme enfrente de ella, con intención de escrutar a través de la cerradura, pero no se veía nada. Se habían alejado en otra dirección. Sin embargo con la oreja pegada al ojo de la cerradura conseguí distinguir las voces y la conversación.

—Te dije que te quedases en el dormitorio. ¡Por el amor de Dios, le traerás la desgracia a este país si continúas insistiendo en ello!

—Debe haber otra manera, no puedes permitir que este hombre te convenza de tal atrocidad. La muerte de un niño, de vuestro hijo, os perseguirá allá donde vayáis esposo. Yo os seguiré, junto con mi rencor, hasta el resto de vuestros días.

—La ruina es lo que nos perseguirá si no le ponemos solución de inmediato a esto. —Dijo el consejero, dirigiéndose por primera y última vez a mi madre—. Majestad, debemos hacerlo ya, antes de que su esposa entre en cólera y despierte al servicio.

—¡Nos vendes a los españoles y pagas por ello con la vida de tu hijo!

—¿Es que no lo entiendes? —Le replicó mi padre, histérico—. Las colonias ya no nos aportan nada más que pérdidas, el gobierno de este país es patético y corrupto. Nosotros no nos mantenemos a flote por nosotros mismos y si continuamos en las mismas, nos perderemos. Mejor conservar lo poco que tenemos bajo dominio español que desintegrarnos y que otros devoren nuestros restos como buitres o cuervos.

—¿Y eso tiene que pagarlo nuestro hijo?

—Nuestra hija se casará con el rey de España. Ya se ha acordado. Y un hijo es un impedimento para que nuestro país se anexione al vecino. Ella ha de ser la única heredera, la única reina de Portugal, la única descendiente. De lo contrario, no sería más que un matrimonio convencional mientras que nuestro hijo seguiría heredando la corona por ser varón. No, me niego a perder mi país por sentimientos paterno filiares.

—¿Y si tenemos otro hijo? ¿Lo mataríais también?

—No tendremos más hijos, yo mismo me encargaré de que no se produzcan más embarazos en vuestro vientre, y de producirse, —le amenazó con voz fría y distante, casi mecánica—, solucionaré la falta en vos, en vez en el niño que aún no haya nacido.

Mi madre quedó muda ante aquellas palabras, a los segundos prorrumpió en llanto y yo contuve el aliento ocultando mi rostro en mis manos. aún atenta a todo lo que estaba sucediendo fuera, intentaba analizar todo lo que había escuchado, pero era incapaz de procesarlo más que lo superficial. Iban a matar a mi hermano. Eso era lo único que había entendido de todo aquello y como los motivos no me importaban en absoluto más que el propio objeto de la trama, me predispuse a intervenir, pero no encontré el valor de salir de la habitación, no encontré las palabras con las que enfrentarme ni tampoco el sentido de mi presencia allí. Por un momento me sentí desligada de todo lo que estaba pasando como si las personas que estuviesen allí fuera no fuesen conocidos y aunque hablasen de mí, no me reconociese en sus palabras. Tampoco reconocí a mi hermano en ellas. Hablaban los reyes y consejeros, pero yo no era más que una niña.

—Reunid a los demás. Nos veremos aquí en un momento. —Le dijo mi padre al consejero y los pasos se disgregaron en todas las direcciones. Yo me quedé muda y quieta donde estaba, sin respirar, sin apenas palpitar mi corazón. Mi cabeza daba vueltas y todo lo que podía pensar era en evitar el desmayo y el llanto. Si no me abatía uno sería el otro el que me doblegaría, pero me hice con el poco coraje del que era capaz y me levanté del suelo cuando todo quedó en silencio y a oscuras, y salí del cuarto apresurada, corriendo con todas mis fuerzas mientras los escalofríos me recorrerían la espina dorsal, sintiendo como el abismo me tragaba ante la idea de que si me veían, estaría tan condenada como podía estarlo mi hermano. Me sentía en medio de un juego de terror, o en una persecución de cuento. Mi propia familia eran los enemigos, y la idea se me hizo tan abstracta que el miedo en cierto grado ni siquiera parecía real, solo un juego, una mala pesadilla.

Alcancé el dormitorio de mi hermano y me adentré en él súbitamente, sin pensar en la idea de que alguien hubiera podido adelantarme, imaginándomelo aún dormido en su cama, acurrucado y murmurando en sueños. Y allí estaba, tal cual lo había imaginado, tal cual lo había dejado unos minutos antes. No había nadie allí dentro y se me ocurrió quedarme allí a su lado, acurrucada como él, protegiéndole con mi abrazo e interponiendo mi cuerpo frente al sueño, pero aquello no resultaría, por mucho que quisiese hacerlo. Le zarandeé con cuidado, despertándole de su sueño y provocando en su expresión una mueca de asombro y susto. Le cubrí los labios con la palma de mi mano y mientras él se deshacía del sueño, le susurraba que no hablase, que no gritase, y decía mi propio nombre para que me reconociese, dentro del círculo de sombras en que se había sumido su dormitorio. Consiguió calmarse rápidamente y atento me miraba con ojos llorosos por el mal despertar.

—Vamos, vamos amor, levanta. Tenemos que irnos.

—¡Irnos! —Exclamó rozando el límite más extremo de la confusión y yo asentía, sin saber cómo proporcionarle más explicaciones. Se agarró rápido a un muñeco de tela que tenía cerca y se desembarazó de las sábanas con mi ayuda. De repente me vi en medio de un problema. ¿A dónde partir? Ni siquiera lograríamos salir del castillo, mucho menos de las inmediaciones de la propiedad. Pero quedarnos en el cuarto era un suicido. Saltar por la ventana y matarnos, eso sí que habría sido liberador, mas una locura. Miré a todas partes con la mano sujeta al antebrazo de mi hermano y tiré de él fuera del dormitorio. Ambos en camisón y asustados como dos cachorros corrimos pasillo adelante en silencio. Él me obedeció diligente, asustado no tanto como yo, pero sí aún algo adormilado. Pensó que estaríamos jugando, pero de seguro el pánico en mi expresión le había imbuido lo suficiente como para tomarse la situación más a pecho. Los niños tienen una maravillosa capacidad de empaparse de las emociones ajenas, tanto de las buenas como de las malas, y son capaces, mucho antes que los adultos, de darse cuenta cuando una situación es realmente tensa o peligrosa con tan solo captar ciertos rasgos de un rostro adulto. La crispación en el mío debió volverle temeroso y algo más que tienen los niños es la capacidad de ser obedientes y adultos cuando han de serlo. Su mano me agarró la muñeca mientras yo no soltaba su brazo y me siguió el paso muy seguro de mí.

A través de una de las ventanas que daban a la parte delantera del palacio pude distinguir a los guardias haciendo su ronda. También habría guardias alrededor del palacio, por lo que salir estaba descartado, estábamos en un gigantesco laberinto sin salida. Nuestro tiempo estaba contado y esa idea me hacía sentir una furiosa impotencia y un frío escalofrío por todo el cuerpo. Mi estómago se volvió del revés y a punto estuve de volver al dormitorio de mi hermano pero conseguimos llegar a unas escaleras y bajamos al piso inferior, donde se encontraba la sala real con el trono y las mesas vacías. Lo cruzamos de parte en parte y nuestros pasos hicieron un estruendo horroroso. Las luces que aparecían a través de una de las puertas nos impulsaron a caminar hacia el lado contrario. Salimos de allí para volvemos a internar en un corredor lleno de armaduras y escudos colgados por doquier. Si hacía falta que cogiese una de aquellas espadas para defender a mi hermano, lo haría, a pesar de que jamás había aprendido a manejarla.

—¡No están aquí! —Oímos a lo lejos. De seguro en la planta superior cuando hubiesen entrado en el dormitorio de mi hermano y lo hubiesen descubierto vacío. El corazón se me detuvo y a mi hermano también. No sabía porque, pero también tenía miedo.

En el corredor encontramos un gran arcón vacío, como medio decorativo, para ocupar seguramente un espacio vacío sin muebles. Lo abrí con estruendo y le pedí a mi hermano que se metiese dentro con un empujón en su espalda. Él cayó dentro y yo me hice espacio a su lado. Con sigilo bajé la pesada tapa sobre nuestras cabezas, eliminando el último resquicio de luz que hubiese alumbrado dentro. Mi hermano no hizo un solo ruido, a pesar de lo incómodos que estábamos allí dentro, él acurrucado sobre mi pecho y yo rodeando su cabeza y su espalda con mis brazos, presionándolo contra mí. Su respiración era agitada, tanto como lo era la mía, pero su corazón estaba desbocado y podía sentirlo a través de mi mano en su espalda. Se sujetó a mí con fuerza.

Y entonces vino a mí una certeza tan perturbadora que me dejó pasmada: nos encontrarían. ¿Acaso el arcón nos transportaría fuera del palacio, o desapareceríamos dentro de él como si nos hubiese vuelto invisibles? Nada de eso. Nos encontrarían porque apenas acababa de oscurecer y hasta la madrugada aún quedaban eternas horas de por medio, en las que nos buscarían sin cesar. El palacio era grande, pero nosotros no éramos cuentas de un collar o un par de insectos. Nos encontrarían, estaba claro. Me arrepentí de no haberme hecho con alguna de las espadas de fuera, pero eran demasiado pesadas para mí y demasiado grandes como para que cupiesen en el arcón, incluso a pesar nuestra. Eché en falta un pequeño puñal, o incluso el abrazo de mi madre. ¡Ella! Tal vez ella nos hubiera rescatado si le suplicábamos misericordia. Pero ella ya no estaba y no nos ayudaría más. Rocé con los labios el cabello de mi hermano y él gimoteó.

—Te quiero. —Le dije, en tal susurró inaudible que a él le pasó desapercibido, sordo como estaba por el sonido de su agitado corazón.

Un cegador destello de luz cayó encima de nosotros, junto con el chirrido espantoso de las bisagras del arcón. Sombras con forma humana se cernieron sobre nosotros, con velas y cuerdas y nos sacaron como a alimañas de su jaula. Nos zarandearon y nos golpearon. Yo no me solté de mi hermano, aferrándome a él hasta que pude hacerle daño. Él lloró, y yo también lo hice, entre los gritos de terror y las súplicas.

—¡Aquí están! —Gritaron mientras pedían refuerzos, porque tres hombres no fueron capaces de separarnos.

Manos por todas partes, zafándonos, tirando, arañando y golpeando. La fuerza de la realidad separándome del niño de mis brazos, estirándome del pelo, de la ropa, hasta desgarrarla. Cuando solo me cubrían girones se afanaron por golpearme en la cabeza hasta que a medias perdía el conocimiento y las fuerzas. Las manos de mi hermano, a pesar de su corta edad, inducido por el miedo, eran más fuertes que las mías y se agarraron de mis muñecas hasta hacerme sangrar la piel con sus uñas. Gritó mi nombre. ¡Helena, Helena! Mientras tiraban de él lejos. Una vez se había soltado de mí aún me llamaba, espantado ante la imagen de su hermana medio inconsciente en el suelo. Su llanto me acompañó hasta el sueño, y mientras de mis ojos salían lágrimas de los suyos ríos y ríos de pena. Julián, dije, Julián, te adoro. Julián. No sé si en verdad lo dije o lo pensé, en mi vahído. Se lo llevaron, cargado sobre el hombro de algún hombre, lejos a través del pasillo. Lo vi marchar con lágrimas empañando mi visión. Estiré mi brazo hacia él, ya no pude rescatarlo.

 

 

Cuando desperté era bien entrada la noche. La luna casi llena iluminaba la estancia con una blanquecina niebla. El frío que se colaba por los resquicios de las ventanas me había entumecido el cuerpo y helado los huesos. La alfombra debajo de mi rostro me había arañado las mejillas, o tal vez eran heridas de guerra. Mis brazos dolían horrores y todo mi cuerpo lo sentí como si realmente me hubiese arrojado por alguna de las ventanas y despertase en medio del foso. ¡Cuánto desee regresar a aquella sensación de letargo suicida cuando recordé la escena que acudió a mi mente, veloz, cargada de remordimientos y terror! La adrenalina comenzó a invadir mi cuerpo, el miedo había desaparecido y solo albergué rencor y desazón. Me sentí despertar de una muerte prematura y creyéndome pasear por el limbo caminé pasillo adelante, hacia el lugar en que había desaparecido mi hermano con la sola idea de reencontrarme con él, porque si aquello era el más allá, en algún lugar debía encontrarse. Pero no, la realidad era mucho pero que cualquier infierno al que me hubieran arrojado. Se me heló la sangre ante el silencio que lo inundaba todo, y descalza, con el camisón hecho jirones, con la mitad de mi pecho al aire y arrastrando retazos de tela, me dirigí hacia el salón real. ¿Buscaba a alguien? ¿O más bien buscaba la muerte a través de alguna persona? Igual que la encontró mi hermano.

Allí no había nadie. Nada alrededor, como en una ensoñación, cruel. Incluso hoy día no sé si aquello fue real o un sueño, producto de mis peores temores, de mi inconsciencia cruel y despiadada, dándome algo más duro de masticar que una simple pérdida. El recuerdo de un trauma que me acompañaría el resto de mi vida. Caminando a trompicones y arrastrando los pies me encontré cerca del trono, donde, a los pies, un pequeño cofre de acero yacía solitario, frío y extraño, esperándome. Era mi regalo, un presente que aseguraría mi coronación y mi matrimonio. La insignia sangrienta que justificaría mi ascenso al trono, y la salvación de mi país. Supe que era para mí, porque la tapa no estaba cerrada con llave a pesar de tener un cerrojo. Caí de rodillas justo al lado del cofre, y con las manos temblorosas sujeté su contorno. Estaba helado, gélido como el océano y en mis yemas hallé, a la luz de la luna, las manchas de sangre que cubrían el metal.

Presa de los espasmos y con el corazón cargado de pánico retiré de un golpe la tapa, mostrándome el interior con un valor funesto, temeraria de mí, que hubiera preferido no ver su contenido, pues hallé en aquel hueco oscuro y frío la cabeza de mi hermano separada del cuerpo, con ojos desorbitados y una mueca de su última expresión horrorizada aún plasmada en su faz. El cabello manchado de la sangre que brotó del corte y la piel azul, con los labios amoratados y rasguños cubriendo sus mejillas, fruto de la pelea. Allí estaba, todo lo que amaba, ocupaba ahora el espacio de un pequeño cofre. Allí se encontraba mi amor, mi hermano, mi única familia. En mis brazos seguía estando, pero él ya no habitaba aquel rostro, ya no correspondía mi abrazo. Un grito desgarrador salió de mi garganta y seguí gritando por horas, durante días. Lo único que se oyó en aquel palacio durante semanas fueron mis gritos y mi llanto incesante. Allí sola, en medio de aquella sala, hice de aquel espacio mi infierno como un recuerdo al que recurrir. Un recuerdo que me atormentaría, para siempre.

 


 

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