TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 17

 

Capítulo 17

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

07 — febrero — 1793.

 



Desperté muy de madrugada, el día ni siquiera había empezado y ni un solo rayo de luz se atrevía a otear el horizonte. Eran alrededor de las cuatro de la mañana cuando tras revolverme inquieta bajo las sábanas opté por levantarme, envolverme con una bata y caminar dando vueltas alrededor del colchón. No quise abrir la ventana por miedo a que el frío invadiese la habitación, pero el aire estancado que había dentro de la azotea me estaba agobiando. La idea de pasear durante mucho rato podría haber hecho que Tomás se despertase, así que opté por ponerme unos gruesos calcetines dejando los zuecos a un lado y salí de la azotea. No estaba segura hacia donde conducirme ni tampoco qué hacer con toda la casa en silencio para mí. El señor debía estar en su cuarto durmiendo y Mathilde en el suyo correspondiente. Opté por regresar de nuevo adentro y colarme en la cama de Tomás, pero ya hacía años que no dormíamos juntos y me resultaba difícil volver a adquirir esa costumbre. Él me aceptaría, pero eso no era lo que yo deseaba, ni tampoco calmaría mi estado.

Bajé las escaleras hasta llegar al último escalón en el último  piso y me senté allí, apoyando la cabeza en el pilar de madera del pasamanos. Me cubrí bien los pies con la bata y me quedé mirando directamente hacia la puerta que daba al exterior. Por un momento me sentí nuevamente en los nueve años con la posibilidad de poder escapar lejos de una historia de miseria y pobreza, pero esta vez me retenían muchas otras cosas que amigos o hermanos. Esta vez me refrenaba la moral. ¿Y a dónde huiría? Aquella noche hacía años tenía la certeza de que alguien me rescataría del frío, pero en este caso nadie había allí fuera que realmente me estuviese esperando, nadie me ayudaría esta vez, y aunque yo ya era mayor para vivir por mi cuenta, dejar al señor atrás me mataría.

El sonido de un libro cayendo al suelo me hizo dar un respingo obligándome a dejar de dormitar sobre aquel escalón y me puse en pie para mirar desde lejos la puerta que daba a la biblioteca. Por entre las líneas de la puerta una luz atravesaba los visillos empapando muy lúgubremente todo el pasillo. Era una luz tan frágil y titilante que por un momento pensé que no era real y solo sería una extraña luz que se reflejase desde fuera, e incluso me acordé de la luna, pero su luz no era tan anaranjada. Con pasos lentos y silenciosos, aún rodeada por mis brazos sobre la bata, acabé posando la mejilla en la puerta para oír como alguien caminaba dentro, movía las sillas y después se sentaba con un resoplido. Apoyé sobre aquella puerta la frente, una palma de la mano y después solté sobre ella un suspiro. Antes de poder tomar control sobre mis gestos moví el pomo y abrí lo suficiente como para colar el rostro dentro. La luz de una vela iluminaba parcialmente la mesa sobre la que George sentado leía en silencio. Con la mano apoyada en la mejilla y el codo sobre la mesa, con los ojos entrecerrados y la mirada alicaída, los hombros derrotados y las manos inertes. El sonido de la puerta le sobresaltó igual que a mí me sorprendió el sonido del libro sobre el suelo y levantó la mirada para descubrirme entre las sobras de la puerta. Acabé entrando por completo y su expresión se serenó cuando me reconoció al brillo de la única vela que había en la estancia.

—¿Te he despertado? —Preguntó mientras hacía el amago de levantarse, no sé muy bien si para acompañarme de vuelta al dormitorio, para ofrecerme un sitio o como mero saludo. Yo le contuve en su asiento con un gesto de mi mano y él accedió.

—No, no me habéis despertado. Ya estaba despierta.

—¿Tanto ruido he hecho como para que acudas hasta aquí?

—Al contrario, ya rondaba la casa cuando os habéis dejado caer un libro. —Dije yo con media sonrisa y él soltó un suspiro satisfecho. De nuevo sentado se acercó un poco la vela a lo que estaba leyendo y yo me paseé alrededor de la mesa en su dirección. Al contrario de otras veces pocas cosas la ocupaban, apenas un par de papeles, alguna carta ya cerrada y sellada, la misma carta de esta mañana abierta de par en par a su lado y un pequeño librillo de poemas que era lo que en ese momento leía.

—¿Y qué hacías despierta? Son casi las cuatro de la mañana

—No podía dormir. —Dije mientras con un resoplido me acercaba hasta colocar una silla a su lado y él se movió un poco a un lado para hacerme especio. También estaba con una bata de terciopelo sobre el camisón y se había puesto los calzones sin medias. Estaba hecho un desastre, con el pelo revuelto y un pequeño bucle cayéndole en medio de la frente. Sus ojos estaban rodeados de ojeras y su expresión pálida. Ya le sombreaba la barba el mentón y con un gesto de su mano me pidió el tabaco que estaba a un lado de la mesa. Yo se lo extendí y él llenó la pipa y rápido se la llevó a los labios tras encenderla con la ayuda de la vela. Una gota de cera cayó sobre la hoja del libro que estaba leyendo, manchando parte de la esquina superior de la hoja número 23. Cuando secó, la levantó de allí con la uña. La nube de humo que nos rodeó fue la guinda para crear de aquello una escena lo más surrealista posible. Alucinógena diría yo. Pero para colmo me extendió la pipa a mí y yo misma fumé de ella con los ojos cerrados, uniendo nuestras nueves en una sola.

—¿Por qué no podías dormir?

—Ya sabéis por qué.

—Me hago cargo. —Soltó con un chasquido de su lengua y me extendió la carta que había recibido aquella mañana, la misma que estaba abierta de par en par a unos centímetros de mí pero que no me había atrevido a rescatar. La leí por encima pero la mayoría de las palabras técnicas se me escapaban y solo pude entender, groso modo, lo que allí se estaba diciendo. Como al devolverle la carta no dije nada él cayó en la cuenta de que necesitaba su explicación—. La Asamblea Nacional ha creído necesario abrir una investigación en mi periódico. Se cree, gracias a denuncias de varios ciudadanos, sindicatos y demás grupos, que mi periódico infringe algunas leyes. Me han acusado, a mí personalmente de malversación y herejía contra el estado y la república. En una semana se dictaminará sentencia y si creen que tienen pruebas suficientes me detendrán hasta que se resuelva el conflicto.

—Eso es exactamente de lo que os advirtió vuestra esposa el día que se marchó. —Solté sin poder contenerlo—. De una u otra manera el periódico hará que perdáis la cabeza.

—Tranquilízate. —Me dijo en un tono calmo, pero su expresión era del todo menos sosegada. Estaba más abatido que sereno—. Estas cosas pasan todos los días. Ya he escrito una carta para la Asamblea exigiendo que se me permita ampararme en el artículo de la constitución que permite la libertad de expresión. —Señaló con la mirada el sobre cerrado que reposaba en mitad de la mesa—. No pueden negarme un juicio justo. Además, no estamos en la Edad Media, hoy en día la burocracia retrasa con periodos de años todas estas cosas. No van a darme caza como a una bruja.

—Yo no estaría tan segura… —Suspiré mientras él me rodeaba los hombros con su brazo y posaba su mano en mi hombro, no me atrajo hacia él pero hizo que le mirase.

—Quédate tranquila, no va a pasarme nada. ¿Sí?

—Si de verdad estáis tan tranquilo, ¿cómo es que os habéis desvelado vos también?

Ante mi pregunta me lanzó una mirada suspicaz y yo me deshice de su brazo. Soltó un resoplido y volvió a rescatar la pipa para fumar de ella en silencio, recostado sobre el respaldo de la silla. Yo miraba la llama de la vela bailar, contonearse y retorcerse alrededor de la mecha. Los destellos de luz que producía brillaban por todo nuestro alrededor, dejando las zonas más alejadas de la habitación en una oscuridad penetrante. Fuera, el viento soplaba con cuidado, moviendo algunas hojas caídas y de vez en cuando haciendo temblar los cristales, pero cuando el viento se sosegaba, nada se oía más que la vela frente a nosotros y nuestras respiraciones. Nos vi por un momento desde el exterior, desde una perspectiva algo más alejada, de frente, y nos reconocí en una situación más que cómica, inquietante. Si alguien se levantaba y nos descubría allí podrían pensar realmente mal, si alguien nos estuviese observando sin embargo, se daría cuenta de que no éramos más que dos niños que se han desvelado intentando buscar algo de sentido a nuestra falta de sueño en la luz de una vela parpadeante.

—¿Creéis que os cerrarán el periódico?

—Es muy probable. —Dijo sin el mínimo atisbo de duda o remordimiento. Como si le hubiese preguntado si se encontraba cómodo allí sentado o si necesitase otra calada de su pipa.

—¿No tenéis miedo o…? —No encontré las palabras. No cabía en mí otro sentimiento que no fuese el terror.

—No. —Suspiró—. No tengo miedo. Desde que heredé el periódico de mi padre ya me temía yo que esto sucedería, si te soy sincero. En los tiempos en los que estamos, en la línea moral que recorremos, mi periódico es un hilo que se queda enganchado para que avance el progreso.

—Tal vez podáis comprometeros a cambiar la línea política de vuestro periódico. Podéis darle un giro liberal… —No me dejó terminar, soltó una risa que me puso de mal genio.

—No solo es cambiar la línea política de mi periódico, también habría de buscar nuevos compradores, nuevas fuentes de ingreso... Por si no lo sabes el dinero que invierto en el periódico no lo saco de mi cartera, sino de otras fuentes de financian como nobles contrarios a la república, burgueses extremistas de ultraderecha, bancos con ideas monárquicas… ¿Y mis lectores? Otro tanto de lo mismo. Además, si doy un vuelco a la línea moral de mi periódico, ¿no ves que perdería toda mi credibilidad como prensa informativa?

—Pero es a vos a quien ajustician, a quien investigan…

—Claro. —Soltó con naturalidad—. Es mi nombre el que va en el periódico.

—Que injusto… —Musité mientras él se reía y negaba con el rostro.

—Al contrario. Es la justicia misma.

Con su mano se acercó la vela para avivar el tabaco de la pipa y me la pasó tras soltar una nube de humo. Con algo más de entusiasmo y sonriéndose acercó el librillo que estaba leyendo y lo puso entre ambos. Pasó un par de páginas para mí, para que pudiese ver de qué se trataba y yo lo cogí en mis manos con una mueca de curiosidad. Repentinamente lo recordé como si lo hubiese visto antes y caí en que una vez lo vi en uno de los cajones de la estantería.

—A mi me dais a leer a Descartes y vos podéis disfrutar de poesía. —Le recriminé y él rió—. ¿Es Fray Luis de León? —Le pregunté sin mirar aún la portada y él negó con el rostro—. ¿Torcuato Tasso, tal vez? —Volvió a negar—. ¿Diego de Hojeda?

—No. —Sentenció con un tono en que me dio a entender que no lo adivinaría por mucho que me esforzase y decidida a averiguarlo cerré el libro para escrutar la portada pero el nombre del autor me sorprendió por lo desconoció que me pareció. Tras leer aquel nombre miré a George que me sonreía con picardía—. Yo tampoco sé quién es. —Dijo con una expresión divertida, casi melancólica.

—¿Cómo no podéis saber quién es? Vos lo sabéis todo.

—Me temo que me tienes en demasiada alta estima. No lo sé todo y mucho menos quién es el autor. —Cogió el librillo en las manos, el cual no abultaba ni treinta hojas y lo miró por todas partes, como si lo redescubriese por primera vez—. Tampoco he sentido nunca interés de buscar la procedencia del libro o algo sobre el propio autor. —Chasqueó la lengua—. Lo poco que sé de él es lo mínimo que viene dentro del libro, que al parecer fue publicado con fecha posterior a su muerte. Un mosquetero del rey, que murió en extrañas circunstancias. Es todo lo que sé por lo que viene en el libro.

—¿Mosquetero, acabáis de decir?

—Así es. —Dijo con una sonrisa pícara—. Y médico al parecer.

Yo alcancé el libro y me dispuse a leer las primeras páginas, mientras él seguía hablando.

—Me lo encontré al fondo de un par de cajas que un amigo me regaló hace ya muchos años. Apenas tenía yo treinta cuando un amigo cercano se mudó a Bélgica y por no poder llevarse todos aquellos libros me regaló unos cuantos. La mayoría fueron novelas y libros de poesía como este, todos los libros que se llevó fueron sus manuales sobre derecho. Este estaba allí al fondo, debajo de un volumen sobre pintura medieval en la ciudad de Lyon. ¡Sabe Dios de donde lo habría sacado, porque por lo que sé apenas se publicaron un par de ejemplares! Los suficientes como para que la memoria del difunto descanse en paz y listo.

—¿Los habéis leído?

—No los leí hasta hace unas semanas. Guardé el libro por ahí sin darle la menor importancia. No soy muy fan de la poesía aunque algún que otro autor me apasiona. Tampoco le di demasiada importancia porque a saber de dónde aquel mosquetero se sacaría aquellos versos. Me imaginé que serían la vana recopilación de unos cuantos poemas pueriles que un mosquetero le escribiría a su amada mientras él estaba en las guerras de los Treinta Años.

—Pero por lo que veo no es así. —Dije yo mientras le miré con picardía—. Porque si no, no estaríais en su compañía a las cuatro de la mañana.

—Lo encontré por casualidad mientras estábamos hace unos días aquí leyendo. Volví a dejarlo en su sitio pero me prometí darle una oportunidad cuando estuviese a solas. Sin embargo ahora no puedo sacármelo de la cabeza. Siento de alguna manera que me ha estado esperando, me ha buscado hasta encontrarme y ahora que lo he descubierto no puedo deshacerme de él. Como si las palabras que hubiese aquí fuesen mías, y durante todo este tipo hubiese estado sordo ante la realidad y ciego a las palabras. Buscándolas en el vacío, en el espacio, mientras siempre han estado aquí conmigo. —Me pasó el librillo—. Lee lo que desees de él. Creo que yo ya no puedo exprimirlo más.

Cogiendo el librillo y acercándomelo lo abrí por la primera página que tuvo el placer de atenderme y el primer poema que había allí situado lo leí en alto. Mi voz parecía encajar bien con aquellas palabras y George me escuchó con atención.

 

Poema 5

El baile ha comenzado a las diez.

Nuestro encuentro es fatal, la luna

es más que conocedora de

que tú y yo somos una suma.

 

Las ratas nos han rodeado.

Trompetas reclaman nuestra alma.

Corremos hacia campo abierto,

Se nos ha olvidado nuestra arma.

 

El bosque que nos ha ocultado

yace bajo la luna llena,

golondrinas aúllan nuestro adiós,

nos hundimos bajo la arena

 

Hemos llegado tarde a cenar,

deshago el vestido con vino,

la sangre nos baña, una más

rompes el lazo azul de lino.

 

Impurezas, brasas ardiendo,

caemos en lagos de fuego.

Las perlas no te justifican.

Tienes mi cabeza en acero.

 

—Tienes mi cabeza en acero. —Repetí mientras él me miraba con el ceño fruncido—. Qué imagen tan tétrica.

—Leed este:

 

Poema 4

Un par de copas de licor barato

vierten su líquido sobre la mesa.

Nos conducen con sopor a una siesta.

Te encuentro a mi lado mirando el plato

 

Eterna noche, lejana mañana.

Acaríciame con haces melosos.

Acaríciame hasta que reposemos.

Nuestras almas juntas ya están cansadas.

 

Tus mangas están manchadas de café.

Los olores de lavanda y ajenjo

quedan en el recuerdo del poema

 

Tus besos ya tienen regusto añejo,

solían ser dulces hasta que desperté,

hasta que me regalaste una perla.

 

—¿Por qué deseáis que lea este?

—Ya lo entenderás. —Dijo mientras yo le miraba sin entender y entonces arrebatándome el libro pasaba varias páginas hacia delante, hasta dar con uno de los últimos poemas—. ¿Qué sentís cuando lo leéis? ¿Qué emociones os evocan?

—Desazón. —Dije sin hallar las palabras. Él, algo decepcionado con mi respuesta me puso de nuevo el libro delante y me señaló el poema que había allí inscrito. Lo leí.

 

Poema 9

Luis el decimosexto rueda

Después de él le sigo al cadalso

La bandera tricolor vuela

La cabeza cae en un canasto.

 

Flores que deberían yacer

Sobre mi tumba caen al suelo.

Nadie las pisa porque son mías

Ya todos miran hacia el cielo

 

El pillastre limpiará sangre

Que por sus gritos abocada

Rompiendo cristales con piedras

La república proclamada.

 

La plaza revolucionada

Han derribado a los monarcas

Francia muere en el noventa y tres

En Concordia es donde los marcan.

 

Tras terminar, un escalofrío me recorrió la espina dorsal y pude a ver a través de las letras aquellas pequeñas espinas que me habían estado torturando durante días. Señalé una frase en concreto, una sola. “La cabeza cae en un canasto”, pero a su vez dije: “Tienes mi cabeza en acero”.

—Esperad, ¿cómo es posible que esto se escribiese hace años? ¡Sí, aquí está hablando de la muerte del rey!

—¿De verdad lo creéis así? —Preguntó mientras señalaba el nombre de Luis sobre el primer verso—. ¿Acaso no recordáis que yo también me llamo así? —Las nauseas me dominaron y de repente comencé a sudar.

—¿No estaréis insinuando que el poema habla de vos?

—Habla de ambos. Hasta hace unos días pensé que se refería al rey, pero hoy me he dado cuenta de que habla de mí.  —Suspiró con tristeza.

—No es posible. Habla del Luis el decimosexto. Y dice el autor que él irá detrás. —Le miré con una falsa expresión de seguridad pero no pareció siquiera oírme. Me miró, al rato, con una sonrisa sosegada.

—Tal vez algún día lo entiendas. Espero que más pronto que tarde.

—Es muy egocéntrico pensar que un autor, de sabe Dios cuándo, ha escrito este poema pensando en vos. —Solté, mientras destensar el ambiente, pero no funcionó.

—Estas son mis palabras, las palabras que me querías sonsacar con tus preguntas acerca de mis sentimientos. Aquí están. —Se mordió el labio inferior mirando el librillo y después me miró a mí—. Yo las escribí, porque yo soy quien va a caminar hasta el cadalso.

 

 



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