TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 16

 

Capítulo 16

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

04 — febrero — 1793.

 

El sol salió con fuerza, para ser febrero. No había una sola nube en el cielo cuando me asomé a la ventana de mi habitación. aún en camisón pude sentarme en el alféizar y contemplar las calles, los transeúntes. Todo parecía despertar junto con el sol, las voces tenían más energía de lo que recordaba, los sonidos aún eran puros y cándidos, algunas risas a lo lejos me hicieron sonreír a mí también. Apenas me hube alistado ya me llamaban desde la cocina.

—¡Qué desastre, qué desastre! —Gritaba Mathilde mientras barría el suelo cubierto de pequeños trozos de cristal—. ¡Ten cuidado, mina, no pises por aquí que me he dejado caer la fuente de cristal! Dios mío, qué torpe soy.

—¿Qué ha pasado?

—El desgraciado de Tomás que me ha asustado y me la he dejado caer. Que por cierto, ¿dónde está ese malnacido? ¡Pienso darle con la escoba en el trasero hasta que no pueda volver a caminar!

—Seguro que ha salido con el rabo entre las piernas. —Dije mientras sorteaba los pequeños pedazos de cristal para preparar el desayuno del señor. En la mesa centrar ya había tostadas recién hechas y un par de naranjas peladas y colocadas en un plato. Sobre un paño, había varias piezas de fruta seguramente recogidas del suelo porque hubiesen estado dentro de la fuente que ahora se repatría por toda la cocina.

—Juro que un día de estos pienso arrearle con el rodillo, al muy idiota. ¡Sigue siendo un niño!

—Ya está. —Le dije preparando café—. No te lo tomes tan a pecho. Seguro que no pretendía romper la fuente.

—Los dientes voy a romperle.

Rodé los ojos y dejándola a ella farfullar mientras llamaba de nuevo a Tomás para que la ayudase a deshacerse de los cristales yo subí al salón para dejar el desayuno del señor. Cuando estuvo todo dispuesto sobre la mesa, el café humeante y las tostadas llenando la estancia con su olor le esperé allí de pie. El periódico estaba doblado sobre la mesa al lado del plato con los gajos de naranja. Lo desdoblé para leer la portada, hablaban nuevamente sobre nuevas decisiones tomadas por la Asamblea Nacional, nuevas reformas, alguna que otra ley aprobada. Me senté a la mesa mientras esperaba por George y desplegué el periódico yendo directa a la sección de política y economía. A finales de la semana anterior se habían detenido a dos directivos de una empresa de construcción que durante años habían estado estafando a las inmobiliarias y habían defraudado a hacienda dejando dos años de pagar los impuestos correspondientes. Era algo sabido por todos pero hasta entonces no se habían tomado medidas, por un cúmulo de denuncias de ciudadanos que habían decidido tomarse la justicia por su mano acudiendo a la Asamblea Nacional con la denuncia. Pasé a la sección de sucesos. En el norte de París se habían quemado una escuela y un par de casas contiguas por culpa de una estufa mal apagada. El incendio había estado durante toda la noche pero parecía que ya se había extinguido. Una pelea callejera que acabó con la muerte de dos ciudadanos había llamado la atención de un barrio al este de la ciudad. Al parecer eran motivos políticos por lo que se habían peleado pero no parecía una mera trifulca de taberna, o al menos así lo hacía ver el periódico, tildando de descerebrados a los jóvenes que se habían liado a machetazos en medio de la calle, tan solo impulsados por sentimientos políticos. “Nos llevarán a la ruina sus exaltaciones políticas, tan extremistas que a veces desembocan en muerte”.

—¿Hoy tenemos noticias interesantes? —Preguntó una voz detrás de mí, haciéndome dar un respingo, levantándome de inmediato del asiento, doblando nuevamente el periódico y dejándolo sobre la mesa. George se sonrió divertido por mi reacción y yo me pasé un mechón por detrás de la oreja, intentando no mirarle directamente.

—Disculpadme, no me daba cuenta de lo que hacía. Os estuve esperando un rato. El café debe estar frío ya.

—No importa. —Dijo, con desinterés mientras se sentaba en el sitio del que yo me había levantado y apartaba el periódico de él—. Dime, ¿algo interesante se cuentan hoy los parisinos?

—Nada, lo de siempre en estos tiempos.

—“En estos tiempos”. Como si este país hubiese vivido tiempos tranquilos…

—Ya sabéis a lo que me refiero. —Asintió a mis palabras y yo me aparté en dirección a la cocina pero él me detuvo con ademán de su rostro, volviéndose a mí con los ojos vivos y los labios entreabiertos. Cuando le miré, él me devolvió una sonrisa vacía y yo fruncí el ceño. Acabó negando con el rostro.

—Nada, puedes marcharte.

 

 

06 — febrero — 1793.

Hundiendo la bayeta en el cubo de agua jabonosa lo escurrí, haciendo que un par de gotas salpicasen alrededor. Estaba arrodillada en uno de los escalones de la escalera entre el primer piso en el bajo. Con la alfombra enrollada y recogida, con los escalones al descubierto y después de haber pasado un paño seco, me dediqué a fregar el suelo centrándome en las juntas y los pliegues del pasamanos. Ya pasaban de las cinco de la tarde cuando estaba por terminar la tarea. Hoy no pude permitirme el placer de mis clases de lectura con George en la biblioteca porque la tarea era demasiada y no deseaba prolongar más la limpieza, y mucho menos obligar a Mathilde a realizar esto.

La cabeza de Tomás apareció entre los barrotes que soportaban el pasamanos. Estaba agachado pues a la altura en la que se encontraba el escalón en el que me arrodillaba bien podía estar de pie y pasar su rostro por encima del pasamanos, pero estaba acuclillado, no sé si para poner su rostro a mi altura o porque se estaba escondiendo. Lo había oído salir de la puerta que daba a las cocinas y caminar a lo largo del lateral de la escalera hasta aparecer frente a mí.

—¿Has visto a Matilde?

—¿La estás buscando? —Le pregunté a lo que él negó con el rostro aterrado.

—Estoy huyendo de ella. —Se sonrió y yo me encogí de hombros.

—Puede que se haya ido al mercado. No lo sé. Yo llevo una hora aquí.

—Hum. —Dijo mirándome de arriba abajo entre el hueco de dos columnillas.

—Ni se te ocurra pisar las escaleras. —Le amenacé con la bayeta—. Acabo de limpiarlas y seguro que vienes del huerto.

—Así es. —Dijo con media sonrisa y yo gruñí.

—¿Aún sigue enfadada contigo? Se cogió un buen cabreo el otro día.

—Creo que sí. Ayer me pilló desprevenido en el huerto y me dio con un palo en el espinazo. —Se sobó el costado dolorido y yo me reí, haciéndole sentir ofendido—. ¡Dijo que ojalá me llevasen los demonios y que me cambiaría por una mula en el mercado! Es una bruja.

—Y tú un delincuente. —Le saqué la lengua—. Tal para cual.

—No soy un delincuente. —Murmuró para sí mientras meditaba mirando a ninguna parte—. Mi madre solía decirme lo mismo, que me llevaría al mercado y me vendería a cambio de pan. Lo decía cuando me portaba mal, pero luego cogió la costumbre de decírmelo a menudo, hasta el punto en que casi era una broma.

—Nunca me has hablado de tu madre. —Dije, repentinamente sorprendida—. Ni siquiera sabía que tenias una. Lo más lejano que sé de ti es que estuviste muchos años en la calle.

—No nací de la calle, no me parió París así de la nada. —Dijo riéndose y yo asentí—. Tuve una madre. Un padre no sé, pero una madre sí. —Se mordió el labio inferior y me observó mientras limpiaba el escalón en el que me encontraba.

—¿Murió? —Pregunté a lo que él asintió—. ¿De qué?

—De frío. —Sonrió—. Como muchos mueren en invierno. Vivíamos en una especie de sótano con otra decena de personas como nosotros, sin casa ni recursos. Ella de joven trabajaban en una fábrica, pero cuando quedó embarazada la echaron y mal vivimos en un piso los primero años de mi vida, pero después hubimos de dejarlo porque no tenía dinero, así que nos fuimos a vivir a aquel agujero infecto alejado de la mano de Dios, por donde nadie honrado pisaba y solo los que morían descansaban. Una mañana mi madre no se despertó. Estuvo enferma de los pulmones algún tiempo antes de morir. Cuando todo terminó para ella fue el momento de lanzarme yo a los brazos de ciudad.

—No lo sabía. —Dije mientras él se encogía de hombros.

—De eso hace ya muchos años. Ya soy un hombre. —Dijo con media sonrisa infantil. Su rostro era tan dulce y cándido que cualquiera hubiera imaginado que lo decía de broma.

—Un hombre que sale corriendo cuando rompe un plato… —Me miró con fiereza pero yo le saqué la lengua. Él me devolvió el gesto, con el ceño fruncido.

—¿Puedo ayudarte en algo? —Preguntó mientras me veía limpiar y yo asentí, señalando el cubo con la mirada.

—Llévalo y cambia el agua. Esta está muy sucia ya.

—Perfecto. —Asintió mientras subía las escaleras hasta mi altura, se hacía con el cubo y me besaba la coronilla. Desapareció justo cuando llamaron a la puerta principal. Con un chasquido de mi lengua solté la bayeta justo en el escalón a medio limpiar y mientras me secaba a las manos en dirección a la puerta me sobrevino un escalofrío. Me pregunté si debía abrir la puerta porque tuve el presentimiento de que no sería bien recibido aquello que esperaba al otro lado. Tragué en seco y como no tenía más alternativa me asomé fuera para encontrar al repartidor con dos cartas de la mano. Amabas con el nombre de George Luis Antonelle en el remite. Cuando volví adentro me quedé mirando ambos sobres. Uno era de su esposa, del otro no reconocí al emisor.

Tomás no había vuelto así que subí decidida las escaleras. George estaba en su despacho, trabajando. Las cartas en mi mano pesaban, me sentía temblorosa y algo turbada. Estaba más nerviosa que confusa y cuando llegué a la puerta de su despacho pensé si debía o no molestarle. No por él, sino por no disgustarle. Debería abrir yo misma las cartas y leer, me dije, y si pedían su cabeza en alguna de ellas poner yo la mía.

—Adelante. —Me dijo él cuando toqué con los nudillos y cuando pasé lo encontré de pie, en una de las escuetas estanterías de su despacho sacando unas carpetas con documentación sobre la imprenta. La dejó sobre el escritorio y al mirarme directo se quedó algo preocupado. Yo fruncí el ceño con una mueca disgustada y le extendí ambas cartas. Él no tardó en rescatarlas de mi mano, mirarlas por encima y en vez de lanzarlas al escritorio como pensé que haría se sentó tranquilamente pero decidido sobre la silla, sacó el abrecartas y lo hundió primero en la carta que recibía de su esposa. La ojeó por encima, le dio la vuelta y al no encontrar nada más me la extendió—. Léela si te apetece. —Dijo desinteresado y su expresión se volvió más seria y tensa cuando tuvo la segunda carta en la mano y la apuñaló con mucho más cuidado, casi como si su contenido fuese él mismo y pudiese herirle si el filo de su abrecartas hería la carta.

La correspondencia de su esposa decía así:

 

Querido esposo, conozco la confianza que depositas en tus trabajadores, y las confianzas que ellos se toman contigo. Conozco muy bien que pondrías la mano en el fuego para defenderlos y que das tu palabra de que ellos son inocentes, pero ni tu palabra vale nada ni tu mano será lo único que pierdas. Mi collar y mis pendientes no aparecen por ningún lado. Me he tomado la molestia de revisar personalmente cada pequeño rincón de esta casa, de mis maletas y mis pertenencias, junto con las de los trabajadores que moran aquí y he de decirte que no aparecen por ninguna parte. Es más que improbable que se hayan perdido por el camino y que hayan pasado inadvertidos. Te ruego que hagas un esfuerzo mayúsculo para encontrarlos, incluso si tienes que subirles las faldas a alguna de las trabajadoras que viven ahí contigo, que tan bien sé que se te da. Descubre quien es el ladrón o la ladrona y te compensaré por ello cuando reciba de vuelta mis perlas. Te prometo que no soy una mentirosa, que no me tiro faroles o invento embustes. Conoces las perlas de las que te hablo, me las has visto puestas cientos de veces y bien sabes que con tu dinero las compré, así que por tu propio honor, si es que eso tiene algún valor para ti, recupéralas. Lo digo por tu bien, porque como tus trabajadores comiencen a tomarse las libertades de sisarte joyas, lo último que te quitarán será la cabeza.

Atentamente… blah blah…

 

Cuando terminé de leer levanté la mirada en su dirección. No estaba segura de si deseaba que se la leyese en alto, que le comentase mi parecer o simplemente que le devolviese la carta con la intención de no seguir indagando en el tema. Ni siquiera estaba segura del motivo por el que me la daba a leer. Pero cuando alcé el rostro en su dirección comprendí que era para darle a él un momento de intimidad con aquella segunda correspondencia. Su mirada estaba fija como en pocas cosas la veía tan concentrada, su expresión algo pálida pero seria y firme. Los músculos de su cara tensos, sus manos sujetando el contorno de aquel papel con dedicación. Sus labios habían desaparecido en una fina línea pensativa. La carta de su esposa perdía toda importancia frente a aquella noticia.

—Señor… —Dije mientras él ni siquiera había terminado de leer. Seguramente leyó dos o tres veces aquellas líneas. Esperé todo el tiempo que fue necesario, allí de pie a un lado de la habitación. Acabó soltando el papel sobre la mesa, encima de otros tantos. Soltó un resoplido, miró a algún punto vacío de la mesa y se pasó la mano por la frente. Después por el cuello de la camisa y por último volvió a coger la carta entre las manos, doblándola con cuidado y metiéndola en el sobre. Como indicación de que nunca debió salir de allí—. ¿Estáis bien? —Le pregunté mientras él volvió el rostro precipitadamente a mí como si no se acordase de mi presencia y asintió, aún con los labios sellados. Le extendí la carta de su esposa de la que tampoco se acordaba y yo hice un amago de coger aquella carta que tan pesadamente cayó sobre él, pero la apartó de mi alcance y la guardó en un cajón de su escritorio.

—¿No tienes que ir a las cocinas? Dentro de poco será la hora de la cena.

—Aún queda un rato. —Dije mientras él desviaba la mirada.

—¿Qué te ha parecido la carta de mi esposa?

—Mediocre.

—Bien. —Sentenció. Señaló la puerta con el mentón y me echó.

Cuándo fue la hora de la cena tuvo el valor de aparecer, de sentarse y fingir que cenaba, pero no probó bocado y cuando se cansó de escenificar aquel teatro se limpió los labios con la servilleta, se levantó y marchó de nuevo a su despacho. No dijo una sola palabra más, yo tampoco me atrevía indagar porque supuse que no me concernía nada de lo que aquella carta dictaminase. Pero por un segundo me pregunté si no me involucraba porque no me concerniese o porque solo pensaba en protegerme. Tal vez aquella carta fuese del mismo Dios reclamándole, y temiese que yo le siguiese hasta el cadalso. ¿Tan estúpida me tomaba? Tal vez sí que lo fuese.

 


 

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