TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 11

 

Capítulo 11

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

28 — enero — 1793.

 

La taberna que escogimos no estaba muy lejos del lugar en el que nos habíamos citado. Dentro ya había gente o bien cenando o bien tomando algo después de la cena. El frío de fuera no parecía sentirse dentro porque entre la chimenea al fondo del local y la cantidad de gente alrededor bien parecía que caldeaban el ambiente. Nos sentamos en una mesa cerca de una ventana que daba a la concurrida calle. Me encantaba que todo el mundo parecía ignorar que fuera ya era de noche y que la luna se escondía detrás de toda aquella bruma. Los paisanos comían alegremente algunas rebanadas de pan y unas lonchas de queso. Alguno al fondo se bebía una copa de brandy y en la barra los más solitarios se inclinaban sobre la madera hundidos en sus pensamientos. El mesero estaba limpiando un par de mesas que habían quedado libres y nos hizo una señal para indicarnos que le esperásemos, pues en poco tiempo nos atendería. Mientras tanto yo me deshice del gabán y Paul de la bufanda que nos habíamos intercambiado. Lo dejamos todo en un tercer asiento a nuestro lado y él se cruzó de brazos mirándome de arriba abajo, o al menos todo lo que la mesa entre ambos nos permitía. Yo le aparté la mirada al principio pero tras comprobar que aquel gesto no le indicaba que me incomodaba le miré directamente a los ojos, haciéndole frente.

—¿Aún no me reconoces?

—La verdad es que no. —Dijo él con toda la naturalidad que le fue posible—. Si no fuese porque tú misma me reconociste puede que te hubiese visto mil veces por la calle y no te hubiese reconocido. Eras solo una niña, por Dios. Apenas si alcanzarías el metro de altura.

—Claro que lo alcanzaba. —Dije yo, aunque no tan segura como él.

—Tienes el cabello largo, ropas adultas, un cuerpo adulto. Eres una adulta, aunque me cueste entenderlo. Ni siquiera soy capaz de verte tal cual, solo puedo ver a aquella niña que se relamía los mocos y le encantaba mancharse con el barro del jardín cuando llovía.

—Sí que he cambiado pues. —Dije yo sonriéndole y el mesero al fin nos atendió, a lo que Paul pidió una jarra de vino y dos vasos. El mesero apenas había desaparecido ya regresaba con la jarra y los dos vasos. Nos sirvió a ambos y dejó la jarra a la mitad entre los dos, al lado de la ventana—. Es extraño, ¿sabes? Ni siquiera pensaba en ti o en Neil hasta que no te vi el otro día. Como si vosotros pertenecierais a una vida que no es la mía, como si otra yo fuese la que estuvo con vosotros entonces y la yo de ahora hubiese nacido aquella noche en que me fugué, olvidando todos los recuerdos anteriores.

—Suele pasar. —Me dijo, más comprensivo de lo que esperaba—. A mí también me sucedió algo parecido cuando a los quince años me fui del orfanato y estuve vagabundeando un tiempo junto con Neil por las calles de París. Yo tengo tres vidas, entonces. La primera en el orfanato, la segunda en las calles de París y la tercera trabajando para el señor Graham, el carnicero.

—¿Estuvisteis mucho tiempo en las calles? ¿Os fugasteis como yo?

—Nos echaron del hospicio, más o menos. Dijeron que no había camas suficientes, que nosotros éramos ya mayores para encontrar un trabajo y con una patada en el trasero nos lanzaron al frío otoño de París. Pasamos hasta la primavera del año siguiente en las calles, yendo de un lado a otro, mendigando unos mendrugos de pan que llevarnos a la boca, haciendo amigos por todas partes a la par que enemigos. En la calle aprendimos una cosa muy valiosa, no hay más amigo que el dinero y aquel que te lo proporcione, y no hay mejor enemigo que el niño que duerme a tu lado, con la excusa de buscar calor cuando lo que en realidad busca es el frío de las monedas.

—Debió ser horrible.

—Al menos tuve a Neil que me acompañó en todas estas penurias. He de reconocer que aquellas frías noches aún esperábamos encontrarte por algún lado, como si tú nos estuvieses esperando acurrucada en algún rincón de algún portal, o debajo de algún saliente. Cada gato callejero que veíamos pensábamos que podías ser tú, los pequeños ruidos, los pequeños pasos. Adoptamos a cualquier pobrecillo sin hogar porque nos recordaba a ti, aunque al final los diablillos solo querían robarnos las pocas migajas que nos quedaban en los bolsillos. Lo que nunca esperé fue encontrarte trabajando en la casa de nadie, y menos en las buenas condiciones en las que te encontré. En mi mente siempre tendrás nueve años, y siempre descalza caminarás por la nieve en un repugnante día de invierno huyendo de nosotros.

—No me digas eso. —Suspiré y él esbozó una sonrisa triste—. ¿Qué ocurrió después?

—Cuando tuvimos dieciséis y dieciocho años yo encontré trabajo en la carnicería. El hombre buscaba alguien joven que le ayudase a despiezar la carne y esas cosas y hasta hace un año que trabajé para él en la tienda, pero hace un año me encomendó los pedidos a mí. Contrató a otro que hacer ese trabajo.

—¿Y Neil? —Pregunté, algo temerosa de pronunciar ese nombre.

—Trabaja en una taberna. —Dijo él, pensativo—. No cae muy lejos de aquí, pero no he querido llevarte directamente con él. Te quiero para mí un poco más. —Dijo con media sonrisa—. Y además, no pareces muy convencida de verle.

—No lo estoy. —Reconocí con una mueca de espanto—. Más bien estoy aterrorizada.

—No tienes motivo para estarlo. —Negó en rotundo con el rostro tranquilo y con media sonrisa—. No hay razón para que te sientas así. Es más, me ofende. ¿Acaso si te hubieses encontrado con Neil habrías sentido pánico de verme a mí?

—No. Pero es diferente. —Suspiré—. Él… seguro que me odia.

—No te odia. —Dijo con calma—. Es más, pienso que estás bebiendo para calmar los nervios. —Dijo señalando la copa con la mirada y yo bebí de ella asintiendo—. ¿Deseas que te hable de él?

—Sí, por favor. ¿Está bien? ¿Sigue teniendo diez dedos en las manos y en los pies? ¿No le falta ninguna pierna ni está enfermo? ¿Se alimenta bien? ¿Duerme bien?

—¡Alto, alto! —Soltó, riéndose a carcajadas—. No seas su madre.

—¿Es feliz?

—¡Ah! Eso yo no lo sé. Pero seguro que verte le hará inmensamente feliz. —Yo rodé los ojos—. Trabaja en una taberna, siguiendo el curso del río, en el bulevar Haussmann. Nada más que nos pasamos por allí un día el dueño le puso el ojo encima y le contrató al instante.

—¿Cómo es eso? Nunca me lo habría imaginado de camarero.

—Más que como camarero es solo un reclamo para las señoritas. —Paul rodó los ojos—. Las sonríe, las invita a una copa y las siguientes vienen solas, vaciando barriles enteros. Incluso algún hombre que otro se pasa por esa taberna solo para verle a él.

—¿No me digáis que la edad le ha hecho bien?

—Mejor que a nosotros dos juntos. —Suspiró Paul con una mueca conformista—. A él no le gusta ese trabajo pero al menos es honrado, y cuando la gente se va tiene la taberna para él solo. De forma que allí realizamos nuestras reuniones.

—¿Reuniones? —Pregunté, algo conmovida—. ¿Algo así como salones de fiesta?

—Nada de eso. —Dijo en rotundo—. Nosotros somos parte de la revolución. Somos seguidores de los jacobinos.

—¿De veras?

—Así es. Cerramos la taberna para debatir sobre política, para intentar impulsar cambios, para organizar revoluciones y manifestaciones. No somos el corazón de la revolución, no pongas esa cara, solo somos uno de tantos engranajes que se empeñan en seguir haciendo funcionar este sistema para que evolucione favorablemente.

—Hemos llevado vidas muy diferentes. —Dije, algo conmovida—. Y sin embargo no me parece que el punto en que acabemos sea tan distante.

—Los trabajadores, como tú y como yo, somos los que sacamos este país adelante, no los empresarios con sus medias o los reyes con sus coronas. Somos los que madrugamos, los que nos desvelamos y los que no dormimos, los que formamos las bases de la economía. Sin nosotros, el sistema se desparrama. Es normal que al final, tú y yo que hemos, como tú dices, llevado caminos diferentes en la vida, pensamos igual.

—Al oírte hablar soy incapaz de ver al niño de doce años que vi por última vez.

—Ojalá ese chico quede ya lejos, porque el hombre que soy hoy tiene la fuerza suficiente como para sobrevivir por mí mismo.

El vino se había terminado, la taberna estaba cerrando. Fuera el frío se había estancado pero las personas ya no circulaban con la misma algarabía que antes y poco a poco todos se recogían en sus casas. Nosotros dos nos levantamos de nuestro asiento, volví a ponerme el gabán y salimos al exterior. La noche helaba pero agarrada de su brazo el calor de su cuerpo se transmitía al mío.

—¿Y tú? —Me preguntó mientras cruzábamos el puente para ir al otro lado del río—. ¿Qué clase de vida has estado llevando desde que te fuiste? ¿Para quién trabajas?

—Es un burgués adinerado, dueño de un periódico. “La gaceta monárquica”. —Pude ver en su expresión una mueca de repugnancia, tal vez de desagrado—. Pero es un buen hombre, no te confundas. Me ha instruido, me ha enseñado a leer y a escribir. Me ha cuidado como un padre desde que me recogió aquella noche. Tal vez sus ideas no se parezcan a las mías todo lo que quisiera pero sus ideas no lo hacen peor hombre.

—Tal vez sus ideas no, pero sus actos a lo mejor le condenen algún día.

—En fin. El hombre está casado, pero su esposa se ha mudado lejos. No pueden ni verse. Ya sabes lo que pasa con los matrimonios de conveniencia.

—Incluso los que se casan por amor a veces acaban igual. Es problema del matrimonio no de otra cosa

 

 

Llegamos a las puertas de una taberna cuyas luces estaban apagadas y la única luz que se dejaba entrever era lejana y difuminada por los cristales de la puerta. Se oía sin embargo un murmullo generalizado que de vez en cuando se exaltaba y al poco volvíase sosegado de nuevo. La luz era titilante, procedente de unas velas colocadas en alguna parte. Entramos sin más, Paul detrás de mí pero ayudándome a abrir la puerta de la taberna para dejarme pasar primero. Allí dentro te golpeaba el olor de las latas de conserva, el embutido y el queso, todo ello agregado con vino y madera húmeda. El olor de las calles desaparecía en contraste y sin embargo allí dentro ya no me era necesario el gabán de Paul. Todo estaba a oscuras, las mesas vacías y las sillas dadas la vuelta sobre ellas colocadas. La barra estaba desierta y el único indicio de vida que había allí éramos nosotros dos. Nosotros y el destello de la luz que procedía del piso superior y se colaba a través de unas escaleras colocadas al fondo de la sala. Esa era la luz que se dejaba entrever desde fuera, y que habría pasado desapercibida si no fuera por la cristalera.

—Están arriba. —Dijo Paul a mi lado mientras me sujetaba el hombro al caminar. Soltó aquello en un susurro casi inaudible, porque las voces que llegaban desde el piso superior, perteneciente también a la propia taberna, ocupaban todo el espacio alrededor. Una voz, predominante sobre las demás era la que llevaba la batuta en aquel concierto y se dejaba oír por encima del resto.

—Será un proceso largo. ¡Vive Dios que lo será! Un par de pasos no son nunca suficientes, un par de sacrificios nunca son bastantes. Un par de cabezas rodando a través del cadalso no nos aseguran la libertad ni tampoco la felicidad. No está en la muerte el camino del progreso, sino en la educación y el cambio de mentalidad. Sin embargo este camino está plagado de trampas y espinas. Es un camino por el que no todo el mundo está dispuesto a cruzar porque supone más esfuerzo que la barbarie. ¡Y si el pueblo lo que quiere es barbarie, habremos de ser los que se la proporcione! Si las ovejas negras no quieren continuar por el camino del progreso, habremos de sacrificar un par de ovejas por el bien del progreso, por el bien de nuestros hijos, de nuestros nietos, de la Francia del mañana.

—¿¡Pero cuándo acabarán las muertes!? —Preguntaba otra voz a lo lejos, en un tono más bajo y calmado, pero igual de fuerte.

—Cuando todos y cada uno de los ciudadanos franceses tengan al menos un poco de pan que llevarse a la boca, cuando ni una sola mujer se comercialice en las calles, bajo el frío del invierno y algo peor, las amenazas de los compradores. Cuando no haya un solo niño o niña vagando en las solitarias noches buscando un agujero donde refugiarse de la lluvia. Cuando todos los trabajadores obtengan sus derechos y todos y cada uno de los empresarios y burgueses dueños de empresas se comprometan a cumplir con las normas establecidas. Cuando no haya hombres que se aprovechen de otros y cuando los gobernantes sean elegidos en soberanía nacional, cuando no haya reyes en este mundo que por divinidades sean colocados en sus asientos con todos los derechos y poderes, con toda la autoridad para hacer de su pueblo la esclavitud, para hacer de su país, su palacio. Cuando Dios no ejerza más poder sobre los hombres y cuando su ley sea destruida a favor de la ley humana, no más cándida, pero sí más justa.

—¡Abajo los reyes! —Gritaron unos cuantos de repente, rompiendo aquella armonía que formaban las palabras de aquel hombre alrededor.

Paul y yo nos acercábamos a las escaleras más o menos a tientas, guiándonos por los reflejos del exterior en el mobiliario y siguiendo como polillas ese haz de luz que se desbordaba escaleras abajo. Las escaleras eran de madera, y cada paso sonaba durante nuestro ascenso, pero ninguno de los dos pareció acongojarse, y ninguno de los que se encontraban arriba parecía ser consciente de nuestra presencia. Mientras ascendíamos, aquella voz volvía a oírse por encima de nuestros pasos.

—No os engañéis, esta no es una guerra que nosotros solos hemos luchado, ni que nosotros ganaremos. Es muy probable que la perdamos, pero esta es la guerra que mueve el mundo en un constante círculo vicioso, y nosotros tenemos el deber de participar de él. Tal vez nosotros solo obtengamos el diez por ciento de todo lo que reclamamos, pero ya se encargarán los próximos de luchar por otro diez por ciento de los mismo intereses, y es así señores, como el mundo se mueve, poco a poco y certeramente, con sangre corriendo y vidas inocentes cayendo. No solo la del rey, también las nuestras.

—¡Ya hemos terminado con el rey! Todo debería terminar ya…

—El rey no es el problema. El rey no es más que un símbolo de la opresión que tienen sobre el pueblo unas potencias superiores a él, la nobleza y el clero. Estos son los verdaderos problemas. Esto no es el ajedrez señores, con matar al rey no ganamos la partida. Todos los alfiles deben caer, las reinas, los peones. Todos los que estorben al progreso deben caer, hacerse a un lado o unirse a nuestra lucha.

—¡Napoleón nos ha librado de la opresión! —Gritaba otro, lejos, casi inaudible—. Vivimos en una república. Ya no hay vuelta atrás.

—¡El reloj de arena siempre puede volverse del revés! —Gritó aquél hombre—. El péndulo siempre zozobra y el círculo siempre regresa a su punto de origen. Tal vez no vengan reyes, pero sí otros que querrán ejercer el poder sobre los hombres libres. Porque los opresores no pueden soportar ver a un pueblo que vive por ellos mismos, para ellos mismos, sin gobernantes que los ate y sin reyes que los dome. ¡Ojalá participar de vuestro entusiasmo! Pero no puedo creerme que con la llegada de Napoleón nuestros sufrimientos terminarán aquí. Sí, ya somos una república, pero en las calles aún hay muertos de hambre, aún hay indignidad y miseria. No tiene sentido si derrocamos un rey para poner a un hombre que se hace llamar libertador pero que no cambia nada. Es como sustituir la soga por una pistola, al final el resultado siempre es el mismo, a un coste u otro.

—Napoleón nos traerá al fin la paz. Después de tantas guerras. —Cuando llegué al final de las escaleras pude ver al hombre que había pronunciado aquellas últimas palabras. Estaba al lado de la barandilla por la que yo había ascendido y con gabán rojo y el pelo revuelto y un mal lazo hecho al cuello fruncía el ceño con más entusiasmo que miedo o contradicción.

—¡La guerra no termina nunca! La guerra beneficia a empresarios, a reyes y emperadores. Y sin embargo nosotros los soldados somos los que participamos de ella, y somos los que perdemos miembros, familiares, riquezas, el alma y con suerte la vida. ¿Cuándo no hay guerras? Todas se entrelazan como maravillosas perlas en un collar, unidas por un lazo invisible de sedal que las unifica creando un maravilloso sistema que el rey se coloca al cuello, justificando sus barbaries y vanagloriándose de sus victorias. ¡Por el amor de Dios! Abrid los ojos, ¿no os dais cuenta de que veis a través de un velo que os han colocado delante para ocultaros de la realidad? Un velo de falsas esperanzas, de mentiras, para haceros creer que hay una posibilidad de ser felices, de ser libres en este mundo con el mínimo esfuerzo, con una manifestación, con una muerte. ¡Habrán de morir miles de personas para ver cumplida una sola de nuestras solicitudes! Y aún así, puede que ni sea suficiente. Ha de derramarse sangre para que haya cambio, la sangre es el único lenguaje que el humano conoce. ¿¡A qué vienen esas caras tan largas!?

Al fin pude verle. Era él, era Neil el que hablaba. En medio de la sala, con el pelo negro enroscado alrededor de sus orejas, con las mejillas sonrosadas por la emoción y una gota de sudor cayendo a través de su sien. Enfundado en un traje de camarero con la camisa remangada y en la mano un periódico que, doblado y arrugado, enarbolada hacia el aire para señalar, para gesticular, como vara de mando, como fusil con el que apuntar. Sobre el puente de su nariz se dibujaban unas cuantas pecas, sus pómulos se habían vuelto algo más marcados y sus labios estaban serios, formando una línea agresiva. En su mentón se desdibujaba una sombra de barba y sus ojos oscuros miraban directos a todas partes intentando no perder el hilo de atención que le única con todos los espectadores. Allí, todos estaban o bien de pie o sentados, pero todos vueltos a él. Había mesas pero pocos estaban apoyados en ellas. Los que estaban de pie se apoyaban en las paredes y los sentados no podían mantenerse quietos, excitados por la emoción. Sobre una de las paredes, una bandera tricolor y sobre la mesa, una bandera roja, casi como un mantel. Continuó hablando para todos nosotros, algunos de los allí presentes me lanzaron una mirada curiosa pero ninguno osó decir nada. Yo ya era una de ellos sin saberlo y al parecer no era la única mujer allí. Habría otras cuatro entre aquella muchedumbre que no alcanzaba los veinte.

—No pongáis esas caras tan largas, esas expresiones decepcionadas. Cuanto antes sepáis que estáis jugando a un juego en el que no se puede ganar, antes asumiréis vuestro papel en él. No sois hojas que se llevará el viento, sois imperceptibles engranajes de un gran sistema que os necesita a todos y cada uno para que esta asquerosa máquina siga adelante. ¡Hacia el progreso! ¿Eso no es suficiente motivo? No le pongáis cara o banderas a vuestra lucha. Los rostros mueren y las banderas pueden cambiar o quemarse. Pero las ideas prevalecen. La idea del progreso es maravillosa, y casi parece que se crea a sí misma. ¿Queréis saber qué es el progreso? Es no quemar a nuestras mejores mentes en las hogueras, es no matar a nuestros libertadores y a nuestros artistas. Ensalzar todas las bellas artes, es leer un poema sin miedo, es retratar un denudo sin censura. El progreso es igualdad entre hombres y mujeres, porque si necesitamos que el hombre sea el rey, que la mujer sea la reina y si el hombre ha de ser el dueño, que la mujer sea la dueña. ¡No necesitamos sacerdotes que nos hablen de amor ni reyes que nos hablen de pobreza! El progreso es descartar y desterrar la estupidez de la sociedad que se enquista como un tumor. El progreso es educar a todos en ideas para que cada uno pueda sacar sus propias conclusiones, el progreso significa que todos nazcamos del mismo seno y tengamos la misma libertad para escoger nuestro camino en la vida. Progreso es ensalzar a nuestros ancestros que fueron mancillados y olvidados por la historia reescrita y regresarles al presente con honor y dignidad. ¡Para que ninguna otra mujer vuelva a morir en la hoguera por salvar Francia, para que ningún escritor vuelva a ser encerrado, tildado de loco por escribir realidades, para que ningún filósofo tenga miedo de gritar sus ideas por si el dios al que le reza no cree apropiados sus descubrimientos. Porque Francia es más que un rey, es más que la idea de una religión o la idea de un pueblo. Francia es el conjunto de grandes mentes que tiran de ella hacia el progreso, pero debemos deshacernos de todos aquellos engranajes estropeados que arrastran al país hacia el fango. ¡Tienen que caer ellos, antes que Francia! ¡Francia ha de ser para los hombres y mujeres libres! ¡Francia debe ser…!

Sus palabras se detuvieron al verme. Sus ojos vagaron por encima de mi rostro unos instantes y su voz se cortó nada más que volvió su vista de nuevo a mí con la intuición de que algo estaba dejando escapar. Paul a mi lado le sonrió con complicidad y la mano de este sobre mi hombro le dijo lo suficiente como para reconocerme. Creo que ni siquiera se dio cuenta de aquello. Su mirada sobre mí era tan penetrante que jamás hubiera podido pensar que sería capaz de cortarme el aliento como a él le había sucedido e incluso creo que pudo parar los latidos de mi razón. Su expresión mostraba enfado y seriedad. Estaba emocionada por las palabras que había dicho pero no era para nada una expresión cándida o dulce como la que me había esperado que me recibiese. Ni siquiera recuerdo bien qué hice yo para intentar darme a reconocer, tal vez sonreírle, o tal vez apartar la mirada. Solo recuerdo que todo el mundo volvió su rostro a mí por ser el motivo que había detenido su discurso. Su mirada volvió al rostro de Paul que a mi lado asintió con media sonrisa bobalicona, intentando hacerle entender que sí, que era yo, que estaba allí, y que yo le aguardaba.

Soltó allí, en aquella mesa, el periódico con un golpe que me hizo dar un respingo. Vino hacia mí con grandes zancadas y cuando estuve a punto de encogerme en mi misma por si era capaz de zarandearme o incluso golpearme, me encontré atrapada por sus brazos, con su rostro escondido en mi hombro y todo su cuerpo temblando de la emoción, tenso por la sorpresa e inclinado para poder alcanzar mi altura. Yo me deshice un poco de su agarre y le abracé con mis manos en su espada. ¡Cuánto había crecido y cambiado! Pero seguía oliendo igual y el tacto de su pelo en mi mejilla era exactamente igual al que recordaba. Su rostro estaba caliente, y sus manos eran fuertes como para levantarme en el aire y hacer volar el bajo de mi falda. No dijo una sola palabra, ni siquiera mi nombre. Esperé que al menos me llamase por mi nombre para asegurase de que era yo pero me había reconocido al primer instante. Las personas que nos rodeaban estaban tan pasmadas que no sabían cómo reaccionar. No estaban seguros de si seguir con la tertulia que tenían montada o cuchichear y reír por lo bajo. Hicieron de todo lo imaginable pero al final yo solo tenía sentido para Neil.

No sé cuánto tiempo pudimos estar así, abrazados, pero al parecer la reunión se disolvió y cada uno se puso a hablar con los que tenía al lado. Algunos otros se marcharon y Neil, Paul y yo no nos movimos de nuestro sitio. Cuando finalizó el abrazo nos miramos mutuamente, le sujeté el rostro y él lagrimeaba, tembloroso. Sus mejillas estaban enrojecidas por la emoción y su barbilla temblaba por el llanto.

—Lo siento tanto… —Murmuré mientras él negaba repetidas veces con el rostro. No podía evitar recordarle con la reja metálica de la entrada del hospicio en medio, con su cara recortada por los barrotes mirándome desesperado, aferrándose a mi tobillo con miedo y angustia.

—No hay nada que perdonar. Nada… —Me sujetó el rostro como yo había hecho con él y me besó repetidas veces las mejillas hasta volverme el rostro rojo por la fuerza de sus besos. Paul reía detrás de nosotros.

—Te dije que la traería, ¿o no? No creíste que fuera ella. ¡Loco, me llamó!

—¡¿Se puede saber dónde te has metido todos estos años?! —Me preguntó, cogiéndome de ambos brazos y juntándolos a mi cuerpo. Pensé que me zarandearía pero su tacto era suave y cuidadoso—. ¿Dónde has estado todo este tiempo? Te he buscado por tantos años…

—Seguro que nos habríamos visto por la calle, si no fuese porque tú aún buscabas a una niña de nueve años y yo pensara que seguirías eternamente en el orfanato.

—Qué voz tan hermosa tienes, amor mío. —Soltó fascinado con cada pequeño detalle de mí—. Qué alta estás, qué hermosa eres. ¡Cuánto has cambiado! Tienes el pelo tan largo. ¿Y cómo? ¿No traes abrigo? —Dijo al verme tan solo con el jersey—. ¡Un abrigo! ¡Denle un gabán a esta jovencita que no se hiele de frío! —Se hizo con el gabán de alguien al fondo de la sala y me lo puso por encima de los hombros—. ¿Cuántos años han pasado? Casi diez años, madre mía. ¿Cuántos tienes ya? ¿Cumpliste los dieciocho ya, cierto?

—Así es. —Le dije, repentinamente sofocada por su entusiasmo.

—A fin juntos de nuevo los tres. —Dijo mientras se hacía con el cuello de Paul y lo acercaba a nosotros para abrazarnos a los dos a la par. Reímos los tres.

 

Cuando todo el mundo comenzaba a marcharse y se habían agotado las copas de vino que había por ahí esparcidas Paul se fue con un grupo que se conducía en la misma dirección en la que estaba la casa donde vivía. Insté a Neil a que hiciese lo mismo pero se empeñó en acompañarme a casa, no solo por el placer de estar conmigo a solas sino por miedo a que caminase a esas horas por las calles. Cuando nos alejamos de los demás y nos quedamos a solas la situación se volvió un tanto incómoda porque con Paul era mucho más sencillo hablar mientras que Neil aún estaba atónito por el reencuentro, tal vez yo también lo estuviese. Coloqué mi mano en su brazo para caminar y él me dejó acompañarle de aquella manera. El frío había aumentado y la niebla había cubierto todo el espacio alrededor.

—No puedo creer que todo este tiempo hayas estado durmiendo bajo techo, trabajando dignamente y cuidada por tu señor. ¡Es toda una locura! Juro que hasta que Paul me dijo que te había visto no te había podido imaginar de otra manera que haciendo la calle como otras tantas muchachas que se escapan de casa y se veían obligadas a sacar un dinero de esa forma. Debo conocer a ese hombre que te salvó la vida, es todo un ángel.

—Lo es. —Le aseguré mientras caminábamos en dirección a mi casa. aún quedaba un trecho pero nuestras palabras llenaron el silencio—. Sin embargo, no hay día en que no me arrepienta de cómo sucedieron las cosas.

—¿De qué hablas?

—Temí que al reencontrarnos me golpeases, me insultases, me recriminases la forma en la que me marché del hospicio. Me dolió tanto tener que dejaros atrás, sobre todo a ti. Y sobre todo en la forma en la que lo hice. No quería causaros daño a ninguno de los dos, pero me vi obligada a hacerlo, perdóname.

—Ya dije que no tienes que pedir perdón por eso. Siempre has sido indomable, me temo. —Soltó con un suspiro, casi divertido—. No hay nadie que te detenga cuando tienes un objetivo en mente. ¿No es cierto? Ni siquiera Dios puede hacerte frente. Todo lo que ocurrió fue por mi culpa, no te escuché, tomé tus ideas como las locuras de una niña inocente y no me di cuenta de que estabas intentando decirnos algo más. ¿Eres feliz? Dime que sí y con eso quedará todo perdonado.

—Lo soy. —Dije con una sonrisa de oreja a oreja—. Creo que no puedo serlo más y ahora que os he encontrado de nuevo mi vida está completa. ¿Y tú? ¿Eres feliz?

—Ahora mismo soy el hombre más feliz del mundo. —Dijo soltándose de mi mano y pasándome ese mismo brazo por los hombros para estrecharme contra él mientras caminábamos.

Cuando mi casa ya se veía de lejos la señalé. Él quedó fascinado al conocer el lugar donde yo residía, aunque solo fuese por trabajo, pero de seguro ya era más que la habitación que él podía apañarse con el mísero sueldo de tabernero. Me acompañó hasta la puerta principal y entramos juntos en el jardín. Rodeando la finca nos detuvimos en la puerta trasera y allí me quité el gabán para extendérselo. Lo dobló sobre su antebrazo izquierdo y yo señalé el interior con la mirada.

—Aquí me despido. —Dije mientras él asentía, mordiéndose el labio inferior—. Por favor, no dudes en venir cuando te apetezca, tampoco me olvides la próxima vez que hagas una reunión como la de hoy, me ha encantado oírte hablar y me encantaría participar la próxima vez.

—No lo dudaré. —Dijo, seguro y algo turbado por mi petición.

—Puedes venir siempre que quieras a verme. —Le insistí nuevamente—. Mi señor es muy complaciente y no creo que me ponga objeciones.

—Lo tendré en cuenta. Espero que hoy te hayas divertido. Ojalá puedas venir a verme algún día a la taberna. —Dijo sonriéndose.

—Lo tendré en cuenta. —Le imité y él sonrió pero cuando me dispuse a volverme para entrar, me sujetó el antebrazo y como lo hizo tan aprisa me sobresalté, lo justo para que él suavizase su agarre y juguetease con mi muñeca en su mano. Me atrajo hacia él, el calor de su cuerpo me invadió unos instantes antes de que su rostro se acercase al mío. Cerré los ojos, estaba segura de que nos besaríamos, y no me equivoqué. Sus labios se posaron sobre los míos y su lengua rozó mi labio inferior. Le dejé espacio para que entrase y al menos durante dos o tres minutos nos besamos dulcemente, como recordando el gusto de un dulce que hacía años que ninguno cataba. No estaba segura de si el beso significaba la guinda de un reencuentro o si era el comienzo de una nueva etapa para ambos, una adulta donde antes un beso habría sido sustituido por un mordisco o un tirón de pelo. Cuando nos separamos ambos estábamos sonrojados y le sonreí como medio de despedida. Me adentré en la casa y esperé allí apoyada en la puerta a oír cómo sus pasos se alejaban y la puerta de la entrada chirriaba dando indicio de su salida. Me limpié los labios con las yemas de los dedos y paladeé su saliva aún en mi boca.

Cuando me adentré en la casa subí al piso superior. La habitación de George estaba completamente a oscuras, pero de su despacho aún salía algo de luz. Eran pasadas las once pero él seguía levantado, seguramente esperándome.

 

 


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