TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 9

 

Capítulo 9

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

La luz se cuela por la rendija del pequeño vano del interior de la celda con una perfecta trayectoria hasta los pies del chico que se recoge hecho una bola en la esquina más alejada de la puerta. Tiembla y se encoge aún más dentro de la manta con el sonido de su respiración entrecortada debajo de las capas de ropa. Toda la celda huele a su propio orín distribuido por las esquinas de la estancia y a la humedad que se ha colado durante toda la noche a través de los muros. Ha escuchado hasta bien entrada la madrugada el sonido de las voces del salón principal descendiendo a través de los pasillos con canciones llenas de jolgorio y animadas conversación llenas del hedor del vino por todas partes. Es la segunda noche seguida que duerme rodeado del frío y la ansiedad domándole. A veces no sabe si sus articulaciones se adormecen por la postura o por el frío, pero cuando se intenta mover todo se retuerce dentro de él y le impide acomodarse mejor.

Pasadas las siete de la mañana uno de los guardias llega para recoger el platillo de la cena y dejarle el del desayuno, que no es otra cosa que gachas con leche y un vaso de agua. El muchacho ni siquiera lo percibe, pues en una de las veces que parecía deshacerse del agarre del sueño, confuso y desorientado, cayó en la cuenta del plato con las gachas y el vaso con el agua. Se despereza agonizante de incomodidad y dolor y alcanza el vaso de agua para llevárselo a  los labios y lavar su garganta con agua tibia. Sus manos tiemblan y el vaso en ellas se ve agitado e inquieto. Un poco del agua se derrama por su barbilla colándose a través de su garganta y clavícula hasta el hábito. Con un poco del agua que ha quedado al fondo del vaso se enjuaga la cara de la mugue y los restos de las lágrimas que pudieron quedarle y aunque sabe que necesita algo más como aseo, no dispondría de nada parecido hasta dentro de mucho.

Cuando sus miembros comienzan a responderle y su ánimo mejora parcialmente gracias al agua y la suave luz que entra a través del vano, después de pasar la noche a oscuras, se reconcilia consigo mismo alcanzando el plato con las gachas y a pequeños puñados se llena las yemas en una mano ahuecada y sacia el estómago poco a poco mientras entretiene la mirada con el plato vaciándose y la sombras que se desplazan por la pared del pasillo que tiene enfrente. Piensa para sí mismo si pasará allí el tiempo suficiente como para vaciar su cerebro hasta el punto de sentirse como uno de aquellos hombres dentro de la caverna de Platón y aquellas sombras que ve de vez en cuando llegarán a ser una imagen semejante a Dios, lo único que tendría, lo único a lo que podría adorar. En ese pensamiento es consciente de sí mismo y de su insignificante presencia allí en el castillo. Antes se olvidarían de él y dejarían de darle comida y bebida que volverse loco.

Pasadas las ocho y media una sombra se acerca poco a poco en vez de pasar de largo. Los pasos se aproximan y mientras que las pisadas van cobrando fuerza el joven se esconde aún más dentro de su manta. Cuando el guardia aparece con un colgajo de llaves en la mano el Varón detrás de él lo detiene cuando se aproxima a abrir la puerta. Antes necesitaba conversar con el joven.

—Buenos días. —Saluda sin ninguna clase de connotación burlesca—. Espero que hayáis dormido bien.

—No demasiado. —Dice el joven con la mirada clavada en aquel anciano que recogiéndose el manto sobre el antebrazo pasea por el pasillo en busca de una mejor perspectiva para mirar y conversar con el muchacho que arrinconado en una de las esquinas se descubre parcialmente el rostro para no faltarle el respeto al varón, y sin embargo eso es lo máximo que puede mover su cuerpo.

—Veo que ya habéis desayunado… —El joven no dice nada, calculado si las palabras del varón son una burla velada o solo un intento por mantener conversación con algún propósito estratégico—. ¿Habéis recobrado fuerzas?

—Me temo que necesito al menos dos o tres días de profundo sueño para recobrar fuerza. —Musita a Ival—. Y una semana lejos de este castillo para recobrar algo de cordura.

—Si necesitáis estar más tiempo aquí encerrado solo tenéis que decírmelo… —Sus palabras connotan que algo espera del joven, o al menos algo busca con la intención de sacarlo de la celda. Ival no dice nada porque es capaz de ver a través de aquella absurda conversación una buena voluntad—. Ag. —Gruñe—. La verdad es que soy un hombre lo suficientemente devoto como para sentir culpabilidad al tener a un siervo de Dios encerrado en una celda como un delincuente y maleante.

El silencio vuelve a incomodar al varón. El joven no sabe qué decir a esas palabras que no ofenda al mayor.

—Pero el espectáculo que disteis en la tarde es imperdonable. Y mucho más viniendo de un novicio como sois. ¿Acaso no os han enseñado modales?

—Me enseñaron modales. —Dice Ival—. En el convento de Shaftesbury donde me educaban para ser monje. El mismo convento que vuestro templario arrasó hace apenas tres días. Ahora ya no queda nada de ello, sería absurdo querer conservar también mis modales, y hacer como si no hubiese pasado nada…

—¡Ah! —Suspira el varón, encontrando un hilo por el que tirar—. Así que es eso, ¿sentís rencor? —Chasquea la lengua intentando parecer comprensivo—. Os entiendo, y no me extraña que después de la escena que presenciasteis en vuestro pueblo queráis clamar justicia…

—No deseo justicia. —Dice el muchacho mientras se descubre el rostro por entero y está a punto de erguirse, pero su cuerpo se lo impide—. Deseo libertad. Para irme, para hacer mi vida. Empezar de cero.      

—¿Un muchacho tan joven como tú? ¿Acaso crees que sobrevivirás fuera de aquí? —Pregunta el hombre con una interrogación escrita en lo alto de su mirada. Ival le devuelve una mirada de hito en hito preguntándose seriamente si en realidad tiene alguna salida que no le devuelva al templario. Es la primera vez que se hace esa pregunta y sin embargo a pesar de la lógica, teme que no pueda volver a deshacerse de él en todo lo que le quede de vida. Un demonio que le persigue hasta la eternidad, una losa con la que cargar, muy a pesar suyo. ¿Solo por haberle salvado la vida? Que vida tan miserable le espera.

—¿Acaso estar aquí encerrado es más digno que morir en libertad?

—Ni mucho menos. —Suspira el varón, con contundencia en sus palabras—. Y mucho menos para alguien de su categoría, padre. —Por primera vez se dirige a él con el correspondiente apelativo. A pesar de su edad, y a pesar de su condición.

—¿Vais a sacarme de aquí? —Pregunta el joven, más ingenuo que esperanzado.

—Eso es. —Sonríe—. Si es lo que deseáis. Pero no puedo ofreceros la libertad. Acompañadme.

Con un gesto del mentón permite que el guardia abra la celda y ayuda a levantar al chico que se había quedado contorsionado en esa esquina. Aún con la manta sobre los hombros y el hábito hecho un desastre sale de la celda y camina con el varón hacia ninguna dirección que conozca. Ascienden por unas escaleras hasta salir fuera del castillo y una vez la luz les golpea también lo hace una suave brisa y el rumor de las personas alrededor, en plena faena. Ival se cubre aún más con la manta y el guardia no lo pierde de vista. Se extraña de que no le hayan esposado ya o no lo hayan al menos amordazado o atado los pies para no poder escapar. Tampoco se cree capaz de dar dos pasos sin tropezar así que se da con un canto en los dientes si es capaz de seguirles el ritmo al Varón y al guardia.

—¿A dónde vamos? —Pregunta Ival mientras el Varón camina a través de una explanada de césped rodeada de los soportales de piedra que forman el patio de armas. Esta es la parte de un castillo medieval donde se encuentran las estancias de los guerreros, trabajadores del castillo, la pequeña capilla y la consiguiente habitación del capellán. El sol, débil pero permanente cae a plomo sobre el césped donde los trabajadores van y vienen, donde algún caballo montado por un jinete pasa de largo y en los soportales la sombra hace permanecer en tinieblas los pasillos que recorren las estancias. Ival mira a todas partes deslumbrado por la explanada pero sobre todo con la tranquilidad y el sosiego que se respira alrededor, es incapaz de imaginarse que ahora caminando tan tranquilamente hubiera estado cinco minutos antes encerrado en una celda. El soldado que los acompaña no parece tener en mente la idea de forzar al menor a caminar ni tampoco a detenerse. Más bien los acompaña al varón y a él en un tranquilo paseo. Demasiado ameno, piensa el muchacho.

—¿Qué función teníais en vuestro antiguo convento?

—Solo soy un novicio. —Intenta no hablar en pasado. Aún siente reciente aquella vida—. No tenía más función que la de estudiar para tomar los hábitos de monje, y contribuir en todo lo que podía dentro del mantenimiento del convento.

—¿Cuántos erais?

—Unos doce. —Piensa el chico, preguntándose qué habrá sido de sus compañeros y hermanos—. Desaparecieron sin más. Seguramente estén muertos en algún punto del camino mientras huían.

—Lo siento mucho… —Musita el mayor pero en su tono no hay un solo ápice de verdad. El joven lo ignora porque no está en situación de recriminar nada y cuando cruzan el patio y se internan por uno de los pasillos, el joven mira a ambos lados, hacia el patio y después hacia la sucesión de puertas que se encuentran en el muro. No sabe a dónde se dirigen pero puede hacerse una vaga idea en cuanto al rumbo de la conversación que mantienen—. Así que ya no tenéis ningún lugar en donde estableceros. ¿Teníais familiares a los que recurrir?

—No, señor. —Suspira el menor—. No tengo recuerdos de mis padres. Crecí en aquel convento junto con mis hermanos.

—Eso es estupendo. —Dijo el varón, pero ante el ceño fruncido del joven se retracta con un carraspeo incómodo. Acaban desembocando sus pasos en la capilla. Una puerta gruesa de madera da lugar a un largo pasillo central coronado por un vano en forma de cruz griega que reparte esa luminosidad por los pilares y las paredes de piedra desnudas. El humilde altar está adornado con una cruz de madera bañada en oro y a un lado de este la estatua de una mujer de proporciones bastantes deformes que se yergue entre las sombras. El silencio allí dentro es sepulcral y lo único que se oye son las personas que caminan en el exterior del patio. Ambos entran allí y el joven camina por primera vez con algo de soltura dentro de un ambiente que le transmite la paz suficiente como para olvidarse por un momento de la situación en la que se encuentra. El crucifijo le reconcilia con dios y la soledad consigo mismo—. Lo que voy a proponeros tal vez os resulte algo extraño…

El joven se vuelve en medio del camino hacia el altar con los ojos puestos sobre el Varón y una expresión ceñuda. Ya puede hacerse una idea de lo que va a proponerle y le resulta tan extraño como extravagante pero aún así decide no interrumpir al hombre que tan cínicamente va a cogerle bajo su seno.

—¿Qué os parecería instalaros aquí en esta capilla? —El menor mira a todas partes, buscando en aquel lugar algún motivo para no acatar aquella sugerencia. Se replantea incluso la idea de que no pueda rechazarlo y simplemente deba acceder a ello. Sigue sin intervenir—. Tenéis un dormitorio allí a la izquierda del altar, a través de esa puerta. Haréis las labores de oficiar misa cuando sea necesario, cuidar de las pobres reliquias que tengamos en nuestra disposición y dar la extremaunción a los pocos trabajadores que os vayáis encontrando por el camino…

—¿Acaso no tenéis un capellán que realice esas funciones ya?

—Me temo que nos abandonó hace unos meses. Era muy mayor el hombre y un día enfermó para no recuperarse.

—¿Habéis estado todo este tiempo sin oficiar misa?

—Con esta absurda guerra en la que nos encontramos no hemos tenido tiempo de sustituir al buen hombre. —El varón niega con el rostro, fingiendo un humilde arrepentimiento. Ival se queda quieto con las manos agarrando las mangas de su hábito y meditando en profundo silencio—. No estaréis preso, no lo veáis de esa manera. Comeréis con el resto de aldeanos que trabajan en este castillo, seréis tratado como un buen hombre de dios y se os perdonarán las injurias que el día de ayer lanzasteis sobre mis trabajadores y sobre mi persona. —Se vuelve hacia el guardia que los ha acompañado hasta ese momento y planteándose el Varón que puede ser un punto de presión que el joven no necesite en la toma de decisión lo despacha con un movimiento del mentón. Cuando se quedan a solas el mayor se acerca al joven pero se desvía para sentarse en uno de los bancos cercanos a él. Mira directo hacia al vano por donde entra la luz y suspira, tranquilamente.

—Algo me pediréis a cambio. —Se atreve a decir el joven con una expresión de desconfianza. El mayor se sonríe—. No creo que esto sea una especie de regalo por caridad cómo estáis haciéndolo ver. ¿Un trato, tal vez?

—Sobre mis hombros, padre, cargan muchas almas de pobres e inocentes campesinos que sorprendidos en medio de sus labores diarias han conocido el filo de una espada para encontrar la muerte de la forma más injusta posible. —Sus hombros caídos y el tono de su voz denotaban una inmensa culpabilidad. Podía ser fingida.

—¿También deseáis que os tome en confesión?

—Si tenéis el placer, lo haréis más a menudo de lo que creéis. Soy un hombre realmente temeroso de Dios, y la presencia de un sacerdote en este castillo templa mi ánimo. Y más en estos tiempos difíciles.

—Solo los ignorantes no viven tiempos difíciles.

El mayor le lanza una mirada suspicaz y el joven frunce el ceño, haciendo frente a esa mirada.

—No le temáis a Dios. —Siguió el joven, dulcificando su expresión—. Es a los hombres que os rodean a quienes debéis temer.

—Eso creo yo. —Suspira el varón—. La guerra nos hace esclavos de la supervivencia y uno ya no sabe hasta qué punto las cosas están feas si nos dejamos rodear de traidores y malas lenguas. Es por eso que os quiero aquí conmigo. Porque ayer dijisteis algo que me amedrentó el corazón. Dijisteis que había tomado al mismo demonio como perro guardián. ¿Fueron estas vuestras palabras exactas?

—No las recuerdo. —Se disculpa—. En el calor de la discusión y con una espada al cuello uno puede decir cualquier cosa.

—Pero lo dijisteis de verdad. Con toda la sinceridad que pudisteis soltar en aquel momento. Pero, ¿Quién me dice a mí que no sois vos el diablillo que se ha acoplado a mi equipo de mercenarios para adentraros en este castillo y advertirme con falsedades y embustes?

—No pretendo turbar vuestra mente con embustes, señor. —Suspira el menor—. Me importáis un bledo, y lo digo con toda la seguridad de saber que si deseáis matarme accederé pacíficamente a la muerte que deseéis darme. Pero ese templario que tenéis como capitán de mercenarios no es más que un desecho de Dios, una escoria humana, y dudo mucho que simbolice nada de lo que los ideales de los templarios promueven, y mucho menos los que promulgan la fe cristiana y la moral social. Es todo lo contrario a un buen hombre. Tal vez sea un buen mercenario, pero estoy seguro de que os vendería por un pedazo más grande de pan y que si morís, se enrolará al ejército enemigo vendiéndose como una prostituta.

—¿Por qué le habéis seguido hasta aquí, entonces? —Pregunta el mayor—. Las gentes que trabajan en el castillo me han dicho que llegasteis sin grilletes ni ataduras, montado en uno de sus caballos.

—No soy un acompañante, sino un prisionero. La forma en que me han traído solo obedece a la comodidad y la rapidez del viaje. Tampoco iba a poder escapar, eran seis contra uno. Y solo el templario basta para atemorizarme.

—Ayer no estabais acobardado. —Sonríe el mayor con una pérfida expresión.

—Le temo. —Asiente Ival—. Pero mi paciencia tiene un límite. No soporto que se me trate como un perro, que se me humille como a un animal. Soy un hombre de Dios, no un gusano. Y ya fueron dos largos días soportando sus injurias.

—Le pido perdón por eso. —Se disculpa el varón pero el joven niega con el rostro e interpone su mano en señal negativa.

—No es de vos de quien espero el perdón, y como tampoco lo espero de él, me conformo con no volverle a ver en mucho tiempo.

—Partirá en un rato. —Añadió el varón mirando a todas partes. Después se detiene en el altar y de nuevo busca la mirada del joven—. Os quedaréis aquí. Es lo mejor que puedo ofreceros y además sois necesario para el funcionamiento de este castillo.

—¿Y si no deseo? ¿Tengo alguna otra alternativa?

—Volver a la celda. —Meditó el mayor levantándose del asiento con confianza en que el menor aceptaría su petición—. Aunque tener prisioneros siempre sale más caro a la larga, por lo que vuestra vida sería mucho más corta allí. ¡Oh, vamos padre! Aquí podréis ejercer las labores de un sacerdote, que es para lo que estabais estudiando.

—No he terminado mis estudios como novicio.

—Eso puede arreglarse. Yo mismo hablaré con el obispo y podréis obtener el título de inmediato.

—No es eso a lo que me estaba refiriendo…

—Pero ya está hecho. —Sentenció el mayor dándose media vuelta con la intención de salir al exterior pero apenas había recorrido dos pasos cuando el joven interrumpió su marcha con sus palabras.

—Solo me queréis como punto cardinal sobre el que situar vuestra razón. Para advertiros de quienes os engañan y quienes os son fieles. No pienso desvelar los secretos que se hayan dicho bajo secreto de confesión.

El hombre, con una sonrisa de sorpresa se vuelve hacia Ival que le mira desde la distancia. Con la mirada y una señal de su mentón señala la estatua que se sitúa a la derecha del altar y el joven se vuelve para mirarla también. El varón habla lleno de tranquilidad.

—Es Santa Catalina. —Dice—. Patrona de los filósofos y estudiantes, mujer inteligente de gran valor. Torturada en una máquina formada por ruedas guarnecidas de cuchillas. La leyenda dice que las ruedas se rompieron nada más tocar su cuerpo, pero eso no se lo cree nadie. Seguro que murió tras una larga tortura. Como cualquier mortal. Sin embargo es una santa protectora y mientras estéis aquí, viviréis bajo su protección y cuidado. Nos ha sido favorable hasta ahora. También lo será con vos.

—Los santos no son cuidadores ni protectores. —Espeta el joven—. Son iconos de moral, son símbolos de una mentalidad. Si desobedecemos sus consejos e ignoramos sus actos y vivencias, rogándoles como ignorantes a una talla en madera por protección y misericordia, lo único que recibiremos será silencio.

—En verdad tenéis la lengua bien larga. —Se ríe el mayor con una mirada penetrante —Más os vale que os la mordáis o antes de que podáis salir de aquí se os despojará de ella.

Cuando el varón desaparece cerrando con un fuerte portazo el joven se vuelve a todos lados dándose cuenta de que ha cambiado una celda de barrotes metálicos por una con un crucifijo y una insulsa talla de madera. Suelta un gran suspiro y resignándose a su nueva normalidad se desplaza hasta su alcoba, escondida en uno de los laterales del altar. Cruzando la puerta encuentra una habitación recién acondicionada. Se sonríe porque ha sido por él  pero al mismo tiempo se siente molesto porque ha perdido toda voluntad de elección en el camino que por el que le guían sus pies, siendo conducido por todo el mundo menos por él. Desde el incendio no ha tomado una sola decisión de lo que le ocurre y sin embargo no tiene el derecho a quejarse.

La habitación es pequeña, con paredes de piedra y una pequeña ventana a un lado de la estancia, con la imagen del patio de armas desde ella y el sonido entrando a través de la rendija que está abierta. El interior huele a polvo y añejo, pero todo parece adecuado y limpio. La cama con mantas bien hecha y una Biblia y un par de enseres más del difunto capellán distribuidos por doquier. Ival se acerca a la ventana y se asoma para descubrir cómo el templario y sus secuaces montan en unos caballos, cruzan un par de palabras y se alejan trotando fuera del castillo.

 


 

 

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