TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 10

 

Capítulo 10

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

Cuando pasan de las diez de la noche las campanas repiquetean a través de cada rincón del castillo. Todo está ya en silencio y las hogueras queman fuera y las velas dentro. Los animales se han metido en sus diferentes corrales, todos han cenado ya y disfrutan de las últimas horas del día, los que aún están despiertos. El varón se ha acostado hace unas horas y yace rendido sobre las sábanas de su cama. Los trabajadores se han metido en sus habitaciones y los campesinos se han ido a sus correspondientes casas hasta que el sol vuelva a iluminar los campos para seguir trabajando. Los guardias vigilan desde las almenas y pasean en sus respectivos turnos de vigilancia. La capilla está levemente iluminada por unas cuantas velas colocadas en el altar. Iluminan fugazmente la cruz que hay posada en él y la estatua que yace a su lado, desfigurando su expresión y sus formas. Cuando las campanas terminan todo queda en silencio y de vez en cuando se escuchan los pasos de alguien afuera y la respiración del joven allí dentro. De rodillas, apoyadas las manos sobre el banco y los labios sobre sus dedos reza en silencio mientras mantiene los ojos cerrados y escucha atentamente todo lo que ocurre fuera.

El día ha sido lento y tedioso, muy silencioso y en las horas de la comida se ha visto obligado a asistir a uno de los comedores que hay en el patio de armas junto con los trabajadores del lugar. Todos se han extrañado de su presencia allí con ellos y la mayoría le han reconocido por haber aparecido hacía unos días junto con los mercenarios. Pocos saben que estuvo en una celda durante un día, pero todos desconfían de él y le lanzan miradas de recelo. Ha comido en silencio y ha rezado en silencio toda la tarde. Se ha paseado por la capilla hasta que se ha familiarizado con cada adoquín y con cada losa. Ha limpiado el altar y cambiado las velas que ya se habían gastado. Ha dormido un poco después de comer y la cama se le ha hecho terriblemente extraña. Dormir por primera vez en algo parecido a un colchón le ha venido bien para sus articulaciones y sus huesos. Se ha despertado cuando pasaban de las cuatro y ha vuelto a recorrer la capilla, por miedo de salir al exterior. Aún no sabe si está preso o no pero no quiere enfrentarse de nuevo a las miradas de los campesinos. Después de cenar ha hurgado en todos los cajones y huecos que se ha encontrado en el dormitorio. Ha encontrado dos rosarios, una biblia, nimias cartas del capellán a sus familiares, alguna prenda de ropa, unas cuantas mantas de lana, un par de figuritas de Santa Catalina y otra de la Virgen María así como unos cuantos libros más. También, unos cuantos pergaminos en blanco y una plumilla.

Mientras continúa con sus rezos en aquella semioscuridad la puerta de la capilla suena con un estridente chirrido y el joven detiene sus palabras para quedarse mudo y dar un respingo, pero no se vuelve. Queda completamente quieto e inerte. Traga en seco y escucha como la puerta se cierra detrás de quien haya entrado. Después los pasos, tranquilos y sinuosos a través del camino hasta el altar. El joven está arrodillado en la primera fila de bancos pero el camino no es muy largo hasta que la persona llega a su altura y se sienta justo en el banco detrás de él. El sonido de la madera chirriando le pone los pelos de punta y no puede evitar quedarse quieto como una estatua esperando pasar desapercibido, pero es imposible. Es una locura que sentado en el banco detrás de él no le vea. Incluso a pesar de la oscuridad. Puede olerlo. Puede sentir ese olor de almizcle y humedad que emana del desconocido. Ese olor a tierra y sangre. Le tiemblan las manos y cuando está a punto de levantarse para huir dentro de su dormitorio la voz del desconocido se hace evidente.

—No os esperaba encontrar despierto a estas horas.

Ival no dice nada. Queda completamente en silencio esperando que si lo ignora, se marche. Rezando porque se sienta tan fuera de lugar si no le contesta que pierda el interés y se marche. Pero el templario es más obstinado.

—Me enteré tras la hora de la cena. ¿Así que os han instalado aquí? ¿Tanta pena le habéis dado al Varón como para que no solo os perdone la vida sino que os condene al puesto de capellán, aquí en su castillo?

—Es un hombre más razonable de lo que os pensáis. —Contesta el menor, arrepintiéndose rápidamente de haber contribuido. Aún sin volverse es capaz de imaginarse al templario recostado en el banco con las piernas abiertas, con una mano sobre el respaldo y con el ceño fruncido y la mirada fija en él. Siente como le arde la columna.

—¡Vaya! —Se sorprende el mayor. Ival enmudece—. Así que habéis mantenido larga conversación con él como para prejuzgarlo. —Como no le contesta, insiste—. ¿Y no os parece denigrante trabajar para el hombre que ha mandado quemar y destruir vuestro pueblo, Ival?

Oír su nombre le produce un escalofrío que le obliga a fruncir el ceño y reanuda sus rezos en voz baja, pero lo suficientemente alto como para que el templario los oiga.

—Supongo que es lo que se espera de un novicio, con tener una teta de la que mamar es más que suficiente. Un crucifijo al que rezar y una virgen a la que admirar.

—Parecéis más disgustado que yo de que me hayan instalado aquí. ¿Acaso mi presencia os es tan perturbadora? Si es así, no comprendo el motivo por el que venís a perturbar mi paz. ¿Acaso sois…?

—Ival. —De nuevo su nombre le detiene. Le llama, le pide que se dé la vuelta. No desea seguir hablándole a su espalda pero el joven es incapaz de volverse hasta que una mano cae sobre su hombro. Se vuelve por puro instinto y se suelta del agarre. El hombre levantado del banco para acercar su mano al menor vuelve a postrarse sobre la madera y el joven se incorpora para sentarse justo en el banco delante de él. Con un metro de distancia cada uno se miran, el joven vuelto en su asiento y el mayor con la mirada clavada en él.

—Si deseáis confesión habréis de esperar hasta mañana, es tarde. —Dice el joven mientras posa su mano en el respaldo del banco y el mayor se la queda mirando con curiosidad. Parecieran sus dedos más interesantes que su rostro, o tal vez una mera excusa para no mirarle a los ojos.

—No necesito confesión. No por el momento. —Musita el mayor y el joven frunce los labios.

—Entonces no creo que haya nada que yo pueda hacer por vos. Así que si me lo permitís, me gustaría seguir rezando. —Sentencia el menor pero no hace el amago de volver a arrodillarse y el mayor tampoco parece dispuesto a marcharse, así que por unos segundos quedan mirándose mutuamente en ese silencio—. Habéis venido solo a importunarme. —Sonríe el menor con desgana—. Doy gracias de que me hayáis encontrado despierto. No habría sabido defenderme si me sorprendéis mientras duermo.

—No habría importunado vuestro sueño. —Dice el mayor con el ceño fruncido. Dándose cuenta de que el rumbo de la conversación degenera peligrosamente en silencios cada vez más incómodos. Eduardo se deshace de su túnica de templario dejándola aparte e introduce su mano dentro de la cuera que cubre su pecho. Saca de ella unos papeles doblados y arrugados que sobre sus manos los extiende y alisa para que las arrugas no le impidan ver su contenido. El joven reconoce esos documentos y se queda expectante.

—¿Los lleváis con vos a todas partes? —Le pregunta.

—Así es.

El joven alarga la mano para intentar alcanzarlos pero el mayor aleja los papeles de él con desconfianza y después los arruga de nuevo al cerrar el puño sobre ellos. Ival retrocede su mano y se queda mirando directamente al rostro del mayor con curiosidad.

—Son míos. No tenéis derecho a despojarme de ellos así. —Musita el menor.

—Ahora son míos. —Sentencia el templario con rotundidad. El joven tiembla ante la idea de que se haya apropiado de sus poemas con perversas intenciones.

—Es una buena jugada. —Dice el menor con cautela—. ¿No? Solo tenéis que llevarle esos poemas al varón o al obispo y me mandarán a la orca en menos de una hora. Me tenéis preso. —La mirada del mayor cae sobre Ival con una expresión de sorpresa. El joven sabe que ha metido la pata, porque el mayor no había contemplado aquella idea. Y sin embargo Ival no puede dejar de preguntarse a qué vienen a coalición los poemas si no es para amenazarle.

—Es cierto que no son unos poemas muy castos para venir de un mocoso como vos, y menos siendo novicio. —Se ríe el mayor con cinismo—. ¿Acaso conocéis el dolor y la miseria? No sabéis nada de la vida, y mucho menos de las libertades que dan el sometimiento a los pecados…

—No sois al primer hermano que observo saltarse sus votos, perdiéndose en los pecados mas mundanos. ¿No queréis los poemas para denunciarme?

—Es un buen punto. —Se sonríe el mayor mientras Ival suelta un suspiro—. Por lo pronto me los quedaré. ¿Cuándo los escribisteis?

—Hará ya unas semanas. —Contesta Ival.

—¿Cuál fue vuestra fuente de inspiración?

—Las palabras salieron solas. —Se justifica, pero no está muy seguro de que deba seguir afirmando que son suyos en caso de que pretenda ser denunciado.

—¿Dios habló por vuestra pluma?

—No creo que fuera Dios. —Se sincera el menor mientras mira directamente el pequeño emblema que lleva el templario bordado en el pecho de su cuera, sobre su corazón. Un pequeño escudo bordado con el símbolo de unas flores de lavanda. Los dedos de Ival avanzan hasta tocar la tela allí y el hilo bordado de las flores cosquillea sus dedos. El templario se sobresalta pero no se aparta, al contrario, frunce el ceño y le sujeta la muñeca al menor, apartándosela.

—Es el escudo de mi familia. —Se justifica el mayor con aprensión soltando la mano del menor.

—Aun sigo sin saber por qué habéis venido. —Encamina de nuevo el joven la conversación—. ¿Para molestarme? Supongo, eso está claro. ¿Por qué sacáis a coalición los poemas? ¿Deseáis explicaciones acerca de ellos?

—Deseo tener más. —Suelta el mayor e Ival se sorprende con una mueca confusa. Eduardo vuelve a guardar los papeles dentro de su cuera y se acomoda la prenda dando a entender que no volverá a acceder a ellos en el tiempo que esté allí.

—No habrá más. —Dice el joven con el ceño fruncido—. Menos ahora que estoy instalado aquí. En el convento me protegía mi propia independencia. Mientras siga preso en este castillo no habrá más poemas. Y espero que con ello tampoco tenga más de vuestra perturbadora presencia. —El joven se levanta del banco y se queda en medio del pasillo con las manos metidas en las mangas del hábito—. Os agradecería que…

—El varón os tiene aquí para que le hagáis de topo entre las mentes de sus allegados. —Suelta el mayor con desdén—. Es por eso que no tomaré confesión con vos y mucho menos tendréis confesión del varón.

—No me estáis diciendo nada que yo no sepa. —Le espeta el menor con el ceño fruncido. El mayor le devuelve una mirada sorprendida—. Marchaos. Es tarde y de seguro habéis tenido un día agotador. Limpiad la sangre que corre por vuestras manos y esconded bien esos poemas, vayan a pensar que son vuestros y os tomen por un poeta, en vez de un guerrero.

Ival se vuelve, dándole la espalda y camina directo pero con un paso templado hasta el altar y gira a la izquierda, adentrándose en su dormitorio evitando mirar a un lado en busca del rostro del mayor, al que no mira pero que sabe que aún sigue allí sentado en el banco. Cuando se adentra en el dormitorio cierra detrás de él e introduce la llave en la cerradura dándole dos vueltas, cerrando el pestillo y asegurándose de que el templario no pueda seguirle. Aún así, se apoya de espaldas a la puerta y suelta un mudo suspiro mientras agudiza el oído. Al otro lado unos pasos se acercan y se detienen del lado contrario de la madera. El joven lleva una mano a su rostro evitando que se escuche su respiración y el otro sepa que aún se apoya en la puerta y escucha atento sus pasos. También le oye al otro respirar y acompasa su respiración a la del mayor. Está esperando que golpeé la puerta, que de un golpe la abra y la eche abajo. Espera el temblor sobre su espalda, pero lo que recibe es el silbido de una hoja de pergamino pasando por debajo de la puerta y apareciendo al lado de su pie. Seguido de ella se escuchan de nuevo unos pasos que se alejan paulatinamente de la puerta y acaban por desaparecer.

Cuando se asegura de que al otro lado no hay nadie se inclina para rescatar el pergamino y acercarse a una de las velas encendidas en el cuarto, sentándose al borde de la cama y observa cuidadosamente el pergamino. En forma rectangular recortado como una página arrancada de un libro por una de las caras hay versos y frases incompletas y por la otra la ilustración de un infierno. Es una de las hojas arrancadas del libro de Hortus deliciarum, una de las tantas iluminaciones que su ejemplar tenía y que él mismo reconoce de tantas veces que la ha mirado. Ni siquiera se plantea la posibilidad de que tal vez el templario haya querido dársela como un ruego de paz o una disculpa por haber destrozado su libro. Al contrario, no ve en ese pergamino más que una advertencia de lo que está por venir, de lo que sufrirá y de cuál será su destino en aquel lugar. Es una advertencia, un hecho. El infierno le espera si se queda allí por más tiempo. Se pregunta si será a manos del templario en donde encontrará el infierno o simplemente él será otra víctima más de aquella condena.

 


 

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