TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 20

 

Capítulo 20

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

El silencio de la capilla parece ser reconfortante para ambos y ninguno se atreve a romperlo en vano. No se han visto desde primera hora de la mañana y al encontrase en sus miradas hay un instante de compasión, el uno por el otro. El templario es consciente de todo lo que ha podido estar escuchando el menor en las últimas horas y el menor está completamente imbuido de un sentimiento de misericordia que le mantiene al límite del colapso. Con pasos tranquilos llega hasta el templario y queda al pie del banco, mirándole con una expresión similar a la que porta la imagen de Santa Catalina. El menor baja su mirada por el templario y descubre que a su lado en el banco descansa un macuto de cuero repleto. El novicio ya sabe lo que eso significa y comprende al instante el sentido la presencia del templario allí en la capilla.

—No venís a por confesión.

—No, no la necesito. —Dijo él con tranquilidad, ignorando la ironía en las palabras del muchacho. Con una expresión sosegada y directa posa una mano sobre el macuto, lo que impulsa al muchacho a dar media vuelta y escabullirse en silencio hacia su celda, con lo que el templario se levanta y le llama, con una voz grave pero serena—. Ival. Ven aquí.

El joven se detiene al instante pero no vuelve el rostro ni tampoco retrocede en sus pasos. El mayor le alcanza en unos instantes y ambos se encuentran al lado del altar, el mayor con el macuto de la mano y con la otra volviendo al joven de frente a él. Este se deja hacer con la mirada cabizbaja y los hombros caídos.

—¿A qué hora llegarán? —Le pregunta el joven, adentrándose de lleno en la discusión que tendrán a continuación.

—Al alba. Debemos empezar a prepararnos en unas horas. Unos jinetes que han ido a inspeccionar el asentamiento del rey traen malas nuevas. Nos han advertido de que traerán dos catapultas, así que lo más probable es que debamos proteger el castillo desde dentro.

—Bien. —Sentencia el novicio y se da media vuelta, pero el mayor vuelve a retenerle sujetando su brazo, esta vez con más ímpetu, y zarandeándolo.

—No me hagas esto. —Le pide y le extiende el macuto. El joven no tiene necesidad de abrirlo para comprobar que dentro hay ropas de batalla y cuando las escudriña por entre las costuras decide devolvérselas al mayor, a lo que este se niega a recogerlas—. Vístete. En dos horas subiremos a las almenas. Las protegeremos desde allí.

—No. —Se niega el menor con obstinación y Eduardo resopla, cargándose de paciencia—. Lo he repetido hasta la saciedad, no voy a formar parte de eso.

—Ya formas parte, aunque no te guste la idea. Y si no luchas, nos estarás condenando a todos.

—Estamos ya condenados. —Resopla el menor, con impotencia—. ¿O es que acaso no lo ves?

—¿Y te dejarás morir? No, no lo consiento. ¡Te perdoné la vida! ¿No lo recuerdas? Sí, te perdoné la vida en varias ocasiones, me debes…

—¡No te debo nada! —El menor comienza a temblar, cargado de ira—. ¿Creéis que por salvarme la vida ahora podéis disponer de ella como os plazca? Me despojáis del hábito y me ofrecéis un traje de batalla. ¿Mañana me daréis un vestido y pasado una corona?

—Os estoy dando la oportunidad de hacer algo grande con vuestra vida. De hacer algo por vos mismo, algo en lo que forméis parte. Habéis vivido una vida de tranquilidad y meditación en un convento. ¡Tomad! —Le empuja el macuto—. Haced algo por los demás a partir de ahora.

—La vida en un convento, algo de lo que debéis saber más que de sobra, es un estilo de vida noble y digno. Nunca le he hecho daño a nadie. No voy a hacerlo ahora.

—Ayer erais un novicio que no tenía familiares ni conocidos. Todos muertos, sepultados bajo el fuego de un conflicto político. Hoy os doy la oportunidad de inventaros un nombre, unos apellidos y con cota de malla y espada en mano acompañarme a una guerra en la que tal vez no se os recuerde como un gran guerrero o un hombre de grandes valores morales. Pero tal vez os reencontréis en la batalla con vos mismo, tal vez conmigo. Habéis vivido una vida noble pero jamás habéis tomado una decisión por vos mismo. ¿O me equivoco?

—Esta será la primera decisión: me niego a participar de esta guerra. —Sus palabras cada vez son más intensas y su negativa más firme. Puede ver como la esperanza del templario se pierde, a la par que su paciencia y con una expresión de abatimiento suelta el macuto a los pies del novicio que ni siquiera se digna a mirarlo. Con una expresión seria e iracunda se mantiene con el mentón en alto esperando las siguientes palabras del templario. Habría partido en dirección de su celda, pero sabe que habría sido retenido de nuevo. El mayor pone las manos en las caderas, mira a todas partes descubriéndose a solas con él en esa capilla y acaba negando con el rostro, dándose por vencido.

—Cuando os vi allí en lo alto de los escalones de la iglesia, con vuestros cabellos ardiendo como el fuego y vuestros ojos verdes mirándome a través de las salpicaduras de sangre tuve el deseo de mataros. Allí mismo. Cortaros el cuello como hice con aquel ciego y quedarme con vuestra cabeza como recuerdo. Tuve la imperiosa necesidad de hacer realidad ese deseo. Pero cuando, después de que os escondieseis dentro de la capilla, me acercaba a los escalones para seguiros el paso, uno de los pergaminos escapó de aquel libro y lo recogí al vuelo. Mi corazón se llenó de piedad al leer aquellos versos, se llenó de humanidad y me reconocí en aquellas palabras igual que os conocí a vos. No a vos, al autor, al escritor de aquellas palabras. Cuando entré en la iglesia, aún sin saber que erais el autor, no pude mataros por la impronta de piedad que aquellas letras habían dejado en mí. Cuando os encontré en el bosque, ya lo sospeché. Me habíais seguido porque vuestros poemas os atraían como un imán, pero ahora estaban en mi posesión.

Por un instante ambos quedan en silencio, mirándose el uno al otro. El mayor mirando a Ival con vergüenza y el menor con recelo.

—Si no vais a luchar, lo entiendo. Pero huid. No dejéis que os maten. No soportaré la idea de saber que os rendís al enemigo tan fácilmente como os rendisteis a mi espada. —El templario mira hacia la puerta, con intención de marcharse—. Si no vuelvo a veros, prometo que vuestro recuerdo me acompañará hasta el último instante. Para vos serán mis mejores oraciones. —Extiende la mano para alcanzar la del joven pero este retrocede un paso. El mayor se resigna con la mirada baja y dándole la espalda sale de la capilla con paso rápido.

Cuando la puerta se cierra el silencio llega hasta cada pequeño rincón de la capilla. El joven queda allí quieto, de pie frente al altar con el rostro vuelto hacia la salida. El macuto caído en el suelo a su lado y su cuerpo en tensión. Los puños apretados y la expresión rota, a punto de llorar. Se contiene y aprieta la mandíbula mientras se vuelve hacia el altar y cae de rodillas frente a las escaleras. Reza, en silencio, mientras escucha de fondo como los soldados se preparan fuera. Todo su cuerpo tiembla y es capaz de sentir como cada uno de sus huesos se hiela ante la idea de vestir un traje de batalla. Busca en la imagen de Santa Catalina algo de candidez que le reconforte pero al enfocar la mirada en ella solo encuentra la imagen en piedra de un rostro serio e inexpresivo, tan artificial que le cuesta entender cómo ha intentado buscar algo de sentimiento en una visión tan irreal y desagradable de una mujer muerta.

Cuanto más reza, menos le llenan los rezos y cuanto más invoca a Dios, menos le cree presente. Lo siente huir, a sabiendas de que se desarrollará una sangrienta batalla. Por eso huye, porque no puede estar presente. No cuando es un rey el que lucha. Comienza a llenarse de resentimiento y arrepentimiento. Le arde la mano de pensar que no la ha estrechado, siente temblor ante la idea de haber despreciado unas palabras amables y mucho más de no haberlas correspondido. Es incapaz de sacarse de la mente el recuerdo de su capilla en Shaftesbury y de la sombra de la espada cayendo a palmo sobre él, esa sombra que se alzaba, llena de justicia. El filo del cuchillo que se aferró a su cuello en medio de aquel bosque, donde los cuervos le delataron. El fuego, en medio de aquella contienda, las armaduras amontonadas a las tantas de la mañana. La luna reflejándose en cada uno de las corazas. El frío en sus pies, el rocío, las lágrimas. El infierno.

Cargado de voluntad se levanta, y camina directo hacia el altar donde de un empujón vuelca la imagen de piedra que cae, golpeándose contra el borde del altar y parte en múltiples trozos, repartidos por doquier.

 



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