TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 14

 

Capítulo 14

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

El novicio vuelve a soñar con fuego. Alrededor, rodeándole. No siente el miedo y la angustia que pudiera producirle esa imagen de ser real, pero su sueño está lleno de una sosegada calma que le mantiene estático, mirando a todas partes en torno a él, acostumbrándose al fuego, pues una vez ha conseguido mantener la calma las llamas no son nada que él no pueda controlar, o incluso hacer desaparecer. No le gustan pero no las desprecia. Hipnotizado por su movimiento mueve la cabeza de un lado a otro buscando por todas partes un sentido, un lugar por el que escapar o algo que lo haga regresar a la realidad. No sabe que es un sueño, pero no se siente del todo despierto. Navegando en ese limbo de incomprensión y dudas descubre una figura, a unos pasos de él, de pie, inerte tanto como lo está él. Un niño, apenas de siete u ocho años, agarrado a un juguete que sostiene en las manos. Un palo de madera, grueso como el de una escoba con la cabeza de un caballo de trapo en el extremo superior. El niño, vestido con ropas lujosas y vistosas, con pantalones bombachos de colores y una chaquetilla a juego comienza a saltar y correr alrededor del novicio con el caballo entre las piernas, yendo de un lado a otro mientras imita los sonidos del caballo. Sus cabellos son rubios, en bucles, subiendo y cayendo con cada salto. Ojos azules, expresión lúcida y suspicaz. Ni siquiera parece darse cuenta de que están rodeados por fuego.

—¿Quién eres? —Pregunta el mayor con una expresión casi divertida por la inocencia del niño, que pasando por la espalda del novicio sigue trotando alrededor. Este se vuelve, pero rápido le sigue con la mirada, dando vuelta sobre sí mismo para seguirle la pista.

—Sabes quién soy. —Suspira el menor desviando sutilmente la mirada hacia el rabillo del ojo, con una sonrisa ladina contrastada con la inocencia del resto de su rostro—. Tú me matarás, hermano.

Sobresaltado, invadido por un escalofrío, se incorpora sobre la cama con la frente perlada de sudor y la boca seca. Nota, al fondo del paladar, una amarga sensación de angustia pero al mismo tiempo la satisfacción de regresar al mundo real y descubrir que no ha sido nada más que un sueño. Esa idea le llena de paz y olvido. Recapacitando sobre su sueño, inclinado sobre la palma de su mano, aún sentado en la cama, siente un peso sobre el cuello y la espalda, la insufrible sensación de no haber dormido bien por días y aún así seguir despertando nuevamente entre angustia y sopor. Hastiado y con algo de mal humor baja los pies desnudos de la cama para descubrir, lleno de asombro y culpabilidad que ya ha amanecido hace horas y el día ha comenzado sin él.

Cuando, a medio vestir y con el hábito de la mano sale en dirección al comedor es más que consciente de que pasan de las diez de la mañana y hace horas que todos han pasado por allí, por lo que no queda comida ni se le esperaba ya en el comedor. Compungido y con actitud conformista se vuelve a la capilla y termina de vestirse por el camino. Los soldados ya están entrenando y preparándose en el patio de armas y mientras que pasea por la capilla no puede evitar rememorar el sueño y lamentarse en su cansancio. Decide salir de los muros del patio de armas con la excusa de dar un paseo y adentrarse en el resto de disposiciones que pertenecen al terreno del castillo del varón. Puesto que no se atreve a salir a través de las murallas el castillo para pulular solo por las casas del pueblo —y dado que no sabe realmente si lo tiene prohibido—, se limita a caminar a través de los soportales del patio de armas, asomarse a la pasarela por la que habían entrado, sin atreverse a salir afuera, regresar al patio de armas y preguntarse si a alguien le importaría si entraba dentro de las disposiciones del castillo y daba un paseo. El estómago le ruge con un hambre traicionero y el sol comienza a brillar con intensidad.

Toma la iniciativa de colarse bajo los soportales y subir una de las escaleras que se adentran por un pasillo hasta las disposiciones del castillo. Mientras se cruza con las personas ninguna se extraña de la presencia del novicio y eso le hace sentir más conforme y seguro con lo que está haciendo. A nadie parece extrañarle que pasease por el castillo y algunos incluso le saludaban bajando la cabeza y llamándole “padre” como forma de cortesía. Él responde bajando la cabeza y sigue caminando. Las escaleras le llevan al segundo piso donde se dispone el pasillo que supone, estaba por encima de los soportales, por encima de las habitaciones de los soldados y que desembocaba en mi capilla, y en su habitación. El pasillo está iluminado parcialmente por la luz que entra por los pequeños vanos que lo recorren. En la parte derecha se dispone la luz y en la izquierda las puertas de habitaciones o disposiciones. Despachos tal vez, no lo sabía. Todo está cerrado.

Entre cada una de las puertas se disponen tapices, armaduras completas, juegos de armas, algún estandarte sucio y magullado. De un lado a otro de la estancia se respira el polvo y la humedad de la madera. El frío de la piedra y el olor del cuero que emanan las armaduras. Se detiene ante una de ellas mirándola fijamente, mirando el juego de luces que se reflejan en ellas, como anoche hizo con la luna, ahora lo hace con el sol. Unas voces provienen del fondo del pasillo, de una puerta entreabierta de la que emana el murmullo de hombres y la sombra de alguien caminando de un lado a otro. De vez en cuando la voz suena más atronadora y después se suavizada. Va, viene. Después el murmullo de más personas, otros, de repente, nadie más. El novicio se acerca lo suficiente como para empezar a distinguir las voces por su tono pero no entiende la conversación hasta que no se detiene justo al lado de la puerta, incapaz de asomarse dentro por estar el hueco al otro lado de la madera, pero con la certeza de que así no le descubrirán. Aún lleno de temor mira a ambos lados del pasillo por si apareciese alguien, tranquiliza su expresión y yergue su porte, metiendo las manos dentro de las mangas del hábito intentando aparentar normalidad. Escucha con atención.

—¿Me estáis pidiendo doscientos hombres? —La voz del varón es tranquila y sobria, sin embargo se entiende que la conversación no es nada banal.

—Así es. Si queréis ganar esta batalla.

—Está bien, dispondré a los mejores hombres que tengo en palacio para vuestra empresa. Si con eso me aseguráis la victoria frente al rey y a su ejército de paliduchos bárbaros…

—No me habéis entendido. —Habla Eduardo, con tono irritado pero controlado—. Dos cosas que he de matizar, Varón. La primera, esta es vuestra empresa, vuestra batalla. No la mía. Yo solo soy el soldado que va a la batalla. Y segundo, ya contaba con vuestros mejores hombres en mis cálculos. Por eso, al ser insuficientes, os estoy pidiendo doscientos más. Otros doscientos, aparte de vuestros hombres. Y no solo los mejores, sino todos.

—¿Ha de ser una broma? ¿Acaso no os bastan con los hombres de los que disponemos aquí en…?

—Esto no es una de vuestras excursiones a la aldea de al lado, esto es una batalla, que Dios no lo quiera, puede que se efectúe a las puertas de vuestro castillo. Y no son bárbaros, como usted los llama. Los he visto luchar, y de barbarie no tienen nada en absoluto. Sus estrategias bélicas están muy bien estudiadas y sus entrenamientos son rigurosos y precisos. Los hombres de los que dispone usted aquí no suman más que doscientos cincuenta. Ya he hecho yo mismo el rastreo. No sé cuántas tropas habrá predispuesto el rey, pero si como bien he oído decir, ha sumado más de trescientos vikingos a su ya imponente ejército, estaremos devastados antes de que usted pueda esconderse bajo la cama de sus aposentos.

Hay un tenso momento de silencio en que el novicio contiene la respiración. Interviene otra voz, que le resulta familiar pero no logra reconocer.

—Varón, le pedimos que haga todo lo que esté en su mano por contactar con el varón de Yaovil y le mande refuerzos…

—Ese no mandará ni un solo soldado. ¡Nadie nos enviará ayuda! La mitad ya nos dan por muertos y la otra no se arriesgarán a perder en esta batalla más hombres, pudiendo reservarlos para sí mismos y luchar con ellos cuando llegue el momento.

—Sé que vos no tenéis formación militar, pero sí política. Conmueva sus almas, acerque a la luz sus miedos. Hágales ver que si mandan hombres y conseguimos derrotar al rey en una sangrienta y desoladora batalla no habrá sido en vano su colaboración.

Vuelve a sucederse otro silencio, pero este es mucho más lúgubre y descorazonador. Se oyen unos pasos y el sonido de un cajón que se abre. Un cerrojo, un chirrido, el sonido de papeles desdoblados.

—Del Varón de Taunton. Llegó esta mañana. Queridísimo Lord Francis, varón de Glastonbury, blah blah… nos han llegado las inesperadas noticias. Lo que ha acaecido en  es desolador a la par que aterrador. Todo nuestro pueblo está compungido, y yo me muestro concorde a sus sentimientos. Me encuentro abatido y sin ánimo de poner a mis gentes en peligro. Ya todos sienten sus propias muertes y, como almas en pena nos hemos sumido en un lánguido estado de miseria espiritual. Blah blah… espero de todo corazón que entienda nuestra posición en esta situación tan intrincada, podrá tildarme de cobarde, pero no quiero más muertes innecesarias. Mi participación en la Carta Magna queda en el pasado y le rezo a Dios por el perdón del rey, cosa que no tengo conmigo, pero que espero sí resguarde a mi pueblo. Les deseo a Uds todo el apoyo posible y también le rezo a Dios por su alma y su salvación. Si va a la guerra, le deseo la victoria, pero le aconsejo seguir mi ejemplo, y salvar a su pueblo, lleno de gentes tan trabajadoras y blah blah… se despide atentamente… blah blah…

El silencio es unánime. Incluso el novicio puede sentir como el ánimo ha caído hasta el suelo y todos en el interior del despacho se debaten en un cúmulo de emociones contradictorias. Saltan de la pena a la rabia y del desánimo a la ira.

—Y esta no es la única que me ha llegado desde la derrota en...

—Varón, no insultéis mi inteligencia ni me hagáis perder más el tiempo. Yo no soy vuestro consejero y mucho menos un político que se las vea con estos intríngulis tan comprometidos. Soy, si queréis llamarme así, el capitán del ejército que comandáis. Pero necesito un ejército y aquí estoy, para reclamarlo. ¿Queréis ir a la batalla? Bien, dadme los hombres que os pido. ¿Queréis echaros atrás como tantos otros varones de las provincias cercanas? Bien también, me trae sin cuidado. Si es así, entonces no sé qué hago aquí. Lo que no deseo es ser partícipe de vuestro debate moral y filosófico, para eso tenemos al cura. Si tenéis dudas acerca de poner en riesgo vuestro honor, hablad con él. Mientras, yo espero vuestra respuesta en mis aposentos…

 El novicio escucha los pasos que se acercan a la puerta y retrocede, espantado, pero el Varón interrumpe la marcha de Eduardo.

—Solo os estoy justificando mi decisión de no daros más hombres, pero sí deseo batallar.

—Lo que queréis es un suicidio, el vuestro y el de vuestro pueblo. Porque con los hombres que vais a proporcionarme nos masacrarán a todos, y después a usted. ¿O pensáis que estáis exento de la muerte? —El templario niega con el rostro mientras chasquea la lengua—. No penséis, por un solo segundo, que podéis plantarle cara al rey en batalla y después, tras perder, rogarle misericordia para que no os mate. No solo os matará, también matará a vuestra mujer y a vuestros hijos. Quemara este castillo con vuestros cuerpos dentro y arrasará todas las tierras de alrededor.

—¿Acaso vos no le teméis a la muerte? —Pregunta el varón con un tono de voz lánguido.

—Claro que la temo, como todo mortal. Pero yo tengo un contrato con vos. Me pagáis y yo mato, o muero. Así funcionan las cosas. Por eso yo no tengo los debates morales que a vos os reconcomen. Ya vendí mi alma hace mucho tiempo, vos sin embargo, ahora sin respaldo ni apoyo, ya no le debéis nada a nadie y la vida se os planeta de una forma mucho más diferente. ¿O me equivoco? ¡Qué valientes somos cuando todos los varones nos ponemos de acuerdo y vamos todos a una, contra el rey! ¡Ah! Pero cuando los desertores empiezan a mostrar su desacuerdo comenzamos a cuestionarnos si realmente el honor merece la pena, o si la guerra es tan necesaria. ¿Queréis un consejo? Vos que no le debéis la vida a nadie, salvarla, y salvadla de vuestro pueblo, antes de que llegue el rey y entonces sí que os veáis obligado a debérsela a él. Entonces sabréis como no se teme a la muerte.

—¿Me pedís que me rinda ante el rey? ¡Jamás!

—Entonces poneos vos una coraza, un casco, coged una espada y salid vos a luchar. Así tendremos un soldado más ya que no me proporcionéis los que os pido.

—Solo vemos dos opciones, Varón. —Habla el tercero—. O nos proporcionáis más hombres para poder tener esperanzas de ganar o bien os rendís al rey y pedís misericordia por vos y por vuestro pueblo.

—¿Desde cuándo os habéis vuelto tan coherente? Dando lecciones de gobierno… —Murmura el varón en dirección al templario.

—Desde que veo la falta de determinación en vos. —Se inclina como saludo de despedida y entonces la puerta se abre de par en par.

El novicio se esconde detrás de esta, silencioso y tieso como una de las armaduras que tiene a su lado. Ve pasar primero al templario y después al otro, uno de los que conoció en su pueblo y que le acompañó hasta allí. Ambos caminan a través del pasillo y solo el templario vuelve la mirada sutilmente hacia la puerta que ha quedado entreabierta de nuevo y allí, en aquel recoveco, escondido entre la sombra de una armadura y la puerta encuentra el rostro del novicio que le mira directamente con una expresión de sorpresa y miedo. Eduardo se vuelve a su compañero y posando una mano en el hombro le pide que continúe adelante sin él, que le alcanzará. El compañero asiente y se desliza escaleras abajo hasta llegar al patio de armas mientras que el templario regresa en silencio sobre sus pasos hasta llegar al chico que, con los ojos cerrados y las manos echas puños, espera la reprimenda del templario.

Una mano se cierne sobre la pechera de su hábito y se ve arrastrado por ella lejos del escondite, pasillo adelante hacia las escaleras. A Ival se le agolpan las disculpas en la boca hasta el punto en que lo único que dice es un cúmulo de palabras inconexas, entre susurros, con un tono atemorizado, más porque el Varón salga del despacho y los descubra que por la propia reacción del templario. Cuando llegan a las escaleras le suelta de la pechera pero le empuja escaleras arriba, tirando de él desde la capucha del hábito, arrastrándolo tras él, con constantes chistidos para hacerlo callar. Cuando llegan al piso de arriba se internan en la habitación más próxima a las escaleras, que es una capilla particular, pequeña, pero con diferentes vanos en lo alto de las paredes que desprenden una luz grisácea por toda la estancia. Hay dos bancos frente a un austero altar del que cuelga una cruz chapada en oro. Las escaleras se ven desde el hueco sin puerta y mientras el templario pone un dedo en su propia boca para hacerle callar el novicio tiembla y se recoloca el hábito.

—Siento... siento mucho…

—¡Shh! —Le chista el mayor mientras termina por coger de nuevo de la pechera al chico y con una mano en la nuca y la otra en el rostro del joven le cubre la boca. Este se revuelve al principio, pero solo hasta que escucha unos pasos acercándose a las escaleras desde el piso de abajo. Se oye al varón hablar con alguien, o tal vez dictándole unas palabras a alguien, en tono serio y formal. Tal vez una carta pidiendo los refuerzos que le pedía el templario o algo parecido piensan ambos. Cuando los pasos descienden por las escaleras y desaparecen el joven se deshace del agarre del mayor y, sonrosado por el contacto tan prolongado de su mano sobre la cara se limpia los labios con el antebrazo.

—Yo… —Comienza el muchacho pero se ve interrumpido por el mayor, por su risa irónica.

—Comienzo a pensar que eres un espía, alguien contratado por el rey, tal vez una especie de infiltrado. ¡Siempre estás en el momento menos indicado, escuchando la conversación equivocada!

El joven, sorprendido por esa suposición, tiembla de pies a cabeza y sufre un escalofrío que le hace palidecer. Ni él mismo se esperaba esa reacción del mayor y por un segundo traga en seco y niega con el rostro pero al mayor ni siquiera parece importarle. Ha lanzado la hipótesis al aire con la menor preocupación posible de que haya acertado.

—Solo estaba paseando. Y os escuché. Nada más.

—Como aquel día en el bosque. ¿No? Solo paseando…

—Aquél día huía del destrozo que vosotros provocasteis. Hoy huía del tedio.

—No te vi esta mañana en el desayuno. —Dijo él con una expresión tranquila—. ¿Te levantaste tarde? —El novicio frunce el ceño y la incomodidad es creciente en su cuerpo.

—¿Puedo irme ya? —Pregunta y se vuelve hacia la salida pero el templario le retiene, interponiéndose.

—¿Qué has escuchado?

—Lo suficiente. —Se envalentona el chico—. Todo. Pero créeme que me trae sin cuidado. Yo no me inmiscuyo en cuitas políticas o belicosas. Soy un sacerdote, no un soldado o un político.

—De momento. —Dice el mayor con una mirada penetrante. El menor frunce el ceño—. ¿O acaso no lucharás cuando vengan el rey y su ejército y arrasen la aldea? Bueno, supongo que no lo harás. Te encerrarás en la capilla, arrodillado frente al altar, para rezar. Hasta que uno de esos vikingos clave su hacha sobre tu cráneo. ¿No?

—Eso es. —Dijo el menor con una expresión ofendida pero conforme—. Y da gracias si no aprovecho la confusión para huir. Por si no lo recuerdas, yo aquí soy un prisionero.

—¿Huirías? —Pregunta el mayor con la mirada chispeante—. ¿De la batalla? ¿De la guerra? ¿Mientras a nosotros nos matan nos dejarías morir sin hacer nada?

—Esta no es mi guerra. —Suelta el menor con miedo de haber ofendido al templario pero al mismo tiempo siente aún los pies sobre suelo firme—. Y parece que la tuya tampoco. Es una guerra de intereses económicos. ¿No es así? ¿En qué te concierne eso?

—Soy soldado. —Se justifica el mayor.

—Y también hombre de fe y no te veo profesarla con diligencia.

—Perdí la fe hace mucho. —Se justifica el mayor pero el menor le aparta la mirada, desanimado—. No te engañes, niño. La guerra no es algo que el pueblo pueda decidir, tampoco es algo en lo que participen los grandes señores. Ellos la crean y el pueblo muere por la causa. Muchos de ellos ni siquiera saben por qué mueren. Se inventan las pamplinas del honor y el deber para culpar a aquellos que desertan de la guerra y engrandecer a aquellos que sobreviven, pero solo se han sembrado los campos de cadáveres y no se ha solucionado nada, porque todo sigue exactamente igual.

—¡Tan claro lo tienes! —Se asombra el menor—. ¿Y aún así participas de esto?

—Es mi deber. —Suspira el mayor con resignación.

—¡Hipócrita! —A su grito el mayor le coge de la pechera y lo zarandea un instante, asustando al menor. Al final, el templario sonríe, ladino.

—Soy un hombre lleno de contradicciones.

—¿Para qué me has traído aquí?

—Los ánimos no están muy altos. —Dice el mayor, soltando al novicio y este se arregla el hábito nuevamente, con un mohín en los labios—. No vayas contando por ahí lo que has oído, no quiero deprimir aún más a los soldados.

—Los deprimirás tú si deambulas revolviendo las armaduras a las tantas de la noche.

—¿No tienes mejores cosas que hacer como novicio que andar escuchando conversaciones ajenas?

—No. —Sentencia el menor, y de repente suelta un denso suspiro—. Estoy empezando a perder de vista el sentido.

—¿El sentido de qué? —Pregunta el mayor.

—De todo. —Se frota los ojos con insistencia—. Debe ser la falta de sueño.

—Debe ser la fe lo que estás perdiendo. —Se sonríe el mayor, divertido—. Así empecé yo. Primero pesa el hábito, después pesan las reliquias. Después los muros de la capilla se inclinan y la cruz se te clava en el pecho provocando una sorda quemazón. Antes de darte cuenta te estás cuestionando todo y llegará un punto en el que aprendas a seguir adelante sin buscarle el sentido a las cosas.

—Sois despreciable. —Suelta el menor, volviendo a tratarle de vos.

—Decidid lo que queráis. Pero pronto me daréis la razón. — Se sienta, resignado, en un poyo de piedra debajo de uno de los vanos. El muchacho se mantiene de pie delante de él—. Será un alivio y una tortura descubrir que podéis seguir adelante sin cruces ni dogmas. Saber que Dios os traiciona y que vuestra desesperación puede más que vuestra fe. Llegará un día en que encontréis tanta hipocresía en Dios como habéis encontrado en mí y entonces os preguntaréis si no es mejor dejar de perder el tiempo y buscar tus propios valores que te mantengan a flote. —El mayor resopla—. Me apena ser yo quien te diga esto, sobre todo porque no quiero pervertir a alguien tan joven y puro como lo eres tú. ¿Joven y puro? Más bien ingenuo. Pero tal vez no nos quede mucho de vida y no quisiera que murieses con la certeza de saber que hay algo más, algo mejor, después de esta vida. No sé si habrá alguien esperándonos al otro lado, si iremos al cielo o al infierno. No sé qué será de nuestra alma o si Dios nos recogerá con la misma hipocresía con la que yo profeso, pero si mueres, que no sea por Dios, ni por la guerra, ni por trabajo u obligación. Que sea porque deseas enfrentar a la muerte cara a cara, sin miedo. Es peor si mueres lleno de temor y angustia. Lo he visto, muchas veces. A compañeros, agonizando, pidiendo perdón con sus últimas palabras a alguien que pudiesen escucharles. Rogando por el perdón de algo mayor que yo mientras era yo quien le intentaba salvar la vida. Sus cuerpos, tiesos, llenos de terror y miedo.

—Basta. —Le corta el joven con el rostro lívido—. Me estás angustiando.

—No te culparé si huyes. —Suelta el mayor con la expresión calmada—. Pero no sé siquiera si tendrás la oportunidad de hacerlo. Es por esto que te lo advierto. —Con el rostro señala la salida pidiendo al joven que se marche ya, que ha terminado de hablar, y lleno de diligencia Ival sale de la capilla a prisa, satisfecho al fin con poder huir. Cuando está fuera, terminando de bajar las escaleras, siente una fuerte presión sobre el pecho, impidiéndole respirar con normalidad. Siente que todo ese rato ha estado conteniendo el aliento y es ahora cuando no puede aguantar más. Es solo cuando llega al patio de armas que consigue dar una larga bocanada de aire, lleno de temblores y ganas de lagrimear. Ni siquiera regresar a la capilla le consuela. Ni siquiera esconderse en su celda.

 


 

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