TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 13
Capítulo 13
“Guerras de
fe”
Edad Media. S XIII.
Shaftesbury, Inglaterra 1215
Aquella noche, cuando todo el mundo descansaba ya en
sus habitaciones, pasada la una de la mañana, recogidos todos los soldados en
sus celdas e Ival en su propia habitación, a lo lejos, la luna se descubría
alumbrando con tenue brillo el patio de armas. La noche era silenciosa, el
fuego de algunas almenas de la muralla se vislumbraba a lo lejos mientras el
viento soplaba con suavidad levantando el pasto y el césped. Golpeaba con
dulzura las ventanas y arremolina las cortinas. Un brusco sonido despierta al
novicio de su descanso y le obliga a levantar el rostro de la almohada y aguzar
el oído, escrutando a través de la oscuridad de su cuarto con temor y
curiosidad. Unos ruidos que le llegan a través de la ventana desde el patio de
armas terminan por desvelarle y con el cuerpo boca arriba y los ojos abiertos
distingue poco a poco gracias a la luz que entra por la ventana cada pequeño
relieve de su dormitorio. Los sonidos siguen prolongándose. Pasos, poco
disimulados, yendo de un lado a otro, moviendo y cargando cosas, descargándolas
después con estrépito sobre el suelo. El choque de hierros, el crujido de la
madera. El joven distingue en ese rumor el estruendo de una sola persona.
Intenta volver a conciliar el sueño, pero a medida que pasan los minutos se le
hace cada vez más difícil hasta el punto en que se incorpora en la cama y se
apoya en el cabecero, resoplando.
Molesto y cansado baja los pies desnudos de la cama y
se asoma a la ventana donde distingue entre las sombras del patio de armas un
hombre yendo de un lado a otro, de hombros caídos y acciones torpes y cansadas.
Acumula unas cuantas armaduras y cotas de malla en una pila delante de él, que
se queda mirando con resignada expresión y de nuevo vuelve a rebuscar en lo
ancho del patio algunas armas más y enseres de guerra. El joven queda turbado
por esa actitud a aquellas altas horas de la mañana, y más por la incomprensión
del propio desorden que estaba intentando arreglar, que por su expresión
corporal, cansada y decaída. Ival, olvidando la molestia y el cansancio, no
puede evitar sentir cierta espina de piedad por aquel hombre que vaga de un
lado a otro del patio de armas, como un alma en pena buscando su tema penitente
o un moribundo buscando su tumba para descansar al fin en paz. Llega a
cuestionarse si realmente es un hombre real o no es más que el reflejo de un
fantasma que decide salir de su infierno para terminar sus quehaceres, o
simplemente continuar con las tareas que le llevaron a la tumba. Tal vez un
soldado, piensa el joven, un soldado que murió en batalla y ahora reúne de
nuevo el armamento para partir a la siguiente guerra.
Lívido el rostro de cansancio y temblando por el frío
Ival se rodea el cuerpo con el hábito y sujetándoselo con ambas manos sale de
la habitación, atraviesa la capilla y se escurre por la puerta divisando desde
esa distancia al hombre que, cansado y decaído, tira una cota de malla al
montón de armaduras y se sienta frente a un poyo de piedra mirando directamente
a la pila de armaduras. Con un largo resoplido y con el rostro oculto en la
sombras se inclina hasta apoyarlo en la palma de su mano, restregándose esta
por todas sus facciones, tal vez desvelándose, o tal vez simplemente ocultando
su mirada del rededor. Ival se encuentra de espaldas al hombre que se inclina
hacia delante y contorsiona la espalda en una lenta respiración que de vez en
cuando se detiene en un mutis inerte.
Los pasos desnudos del joven se acercan sigilosos
hasta el hombre, advirtiendo ya que no es un fantasma, pero tal vez sí que sea
un sonámbulo, o tal vez un borracho que se ha pasado con el vino en la cena.
Tal vez un poeta que ha decidido salir a la luz de la luna para contemplar en
su reflejo sus propias miserias. Cuando sus pasos salen del soportal y pisan la
hierba la tierra parece crujir con su paso y el hombre sentado en el poyo de
piedra se vuelve, con el rostro en una expresión de susto y el cuerpo tenso,
dispuesto a saltar. El joven se detiene, impulsado por el susto que ha
provocado en el hombre, y tras descubrir su rostro a la luz de la luna
comprende que haber salido de su cuarto ha sido un error, pero aún más lo es no
volver dentro. El templario le mira, ambos cruzan una silenciosa mirada, un
cruce de expresiones llenas de pasmo y desconcierto. Ninguno se esperaba
encontrar allí al otro pero parece que no vayan a empeorar la situación, no más
de lo que ya está.
El templario vuelve el rostro hacia delante ignorando
al novicio, convencido de que su propia presencia será suficiente como para
hacerlo huir, pero Ival sigue adelante hasta encontrarse al lado del poyo de
piedra, mirando fijamente con la misma expresión desanimada el montón de
armaduras que su compañero a amontonado. No se miran por un rato hasta que la
luna vuelve a ocultarse tras una espesa nube y cubre de oscuridad todo el patio
de armas. Solo un velo grisáceo contornea cada objeto, cada ser. Entonces Ival
busca con la mirada al Templario y se encuentra con el rostro de este vuelto a
él, lo que le obliga a mirar de nuevo la pila de armaduras. Ambos esperan una
explicación del comportamiento del contrario, pero el silencio es tan conciliador
que no se rompe. En un momento determinado el templario recorre con la mirada
al joven hasta detenerse en sus pies, blancos, desnudos, sobre el césped. El
novicio, avergonzado, intenta esconder los pies uno detrás del otro, de forma
torpe e infantil.
—Volved dentro. —Murmura el templario—. Os cogeréis la
muerte aquí fuera.
—No hace tanto frío. —Musita el menor con un
encogimiento de hombros mientras con sus manos se rodea mejor con el hábito.
Aunque debajo tiene unos pantalones y una camisa se siente avergonzado de
mostrar más de su fisonomía, aunque la oscuridad le oculte.
—Os ha despertado el ruido. —Deduce el mayor.
—Sí. Parecíais un espectro. —El templario gruñe pero
no dice nada más y el joven se acerca hasta el poyo para sentarse al otro
extremo. El mayor le sigue con la mirada más asustado que sorprendido y
mientras medita si levantarse y dejar al novicio allí solo, el otro sigue
mirando la pila de armaduras que comienzan a mostrar cierto brillo por la luz
de la luna que vuelve a resurgir. No está llena. Ahora puede ver mejor los
moratones en el rostro del menor con cierta mueca de confusión—. No podéis
dormir.
—No. —Suelta el mayor con toda la resignación a
responder de la que es capaz de armarse. Su voz es gruesa, profunda, pero su
tono es conciliador.
—¿Por qué estáis disponiendo las armaduras de esta
manera?
—Para no quedarme quieto. —Formula el mayor—. Porque
si me quedo tumbado en el lecho, mirando a un punto fijo, acabaré por volverme
loco.
—¿Y puedo preguntar qué es lo que os mantiene en vela?
—Pregunta el novicio, inseguro, caminando más allá de lo que es capaz de
visualizar.
—No. —Sentencia el mayor con rotundidad, provocando un
nuevo silencio. Ival se acurruca mejor dentro de su hábito y sube los pies
sobre el banco, cruzando las piernas.
—Parece que habéis formado una pila para prenderles
fuego.
—Dios me libre. —Suspira el mayor con desgana.
—Si necesitáis hablar con alguien, o necesitáis
confesión...
—Yo soy mi propio confesor. —Se justifica el mayor
volviendo el rostro al joven, con una expresión violenta. El menor le aguanta
la mirada unos segundos y al final opta por rodar los ojos, lleno de apatía.
—Sois incorregible. —Niega el menor desganado.
—Soy ya mayor para que un crío venga a domarme. —Se
levanta el mayor con altanería y recoge unas cuantas corazas para tirarlas
sobre el montón de metal, aliviando su frustración con un estruendo.
—¿Sabéis que he aprendido estos últimos días? Que no
hay hombres valientes ni libres. Todos somos esclavos de nuestros miedos y
nuestras penas, y solo se distinguen los hombres miedosos, y los hombres que
fingen ser valientes.
—¿Estáis llamándome cobarde? —Pregunta el mayor
volviéndose al joven con una coraza en la mano.
—Tomarlo como deseéis. Solo era una reflexión.
—Quedaos las reflexiones para vos. —Arroja la coraza a
la pila y vuelve a sentarse en el poyo de piedra soltando un resoplido—. El rey
ha reunido un ejército de vikingos.
El silencio que precede a esa información es denso e
inquieto. El joven mira al mayor y a la pila de metal alternativamente y
después pierde la mirada en algún punto del patio. Acaba por comprender que esa
es la información que le mantiene despierto, es el punto que le reconcome el
pensamiento, pero referírselo a él significa solo querer expresarlo, no hablar
de ello. El menor suelta un suspiro y se cubre mejor con el hábito. El mayor se
saca un pequeño puñal del cinto y comienza a hurgarse debajo de las uñas con la
punta, inquieto y nervioso.
—Y vienen hacia aquí.
—Así es. —Murmura el mayor con determinación—. Pero
antes arrasarán otros castillos. Nosotros estamos condenados a luchar contra
ellos si el rey no muere antes de que nos alcancen, lo cual no creo que suceda,
porque no creo que sea él el que se mezcle entre sus soldados para batirse.
Quedará a unas hectáreas de distancia observando sobre una colina como se
desarrolla la escaramuza.
—Entiendo. —Murmura el menor mientras mira el perfil
del templario, pero este suelta una risa hastiada.
—¿Qué vais a entender vos, hermano? —Esta última
palabra la suelta con tono despectivo—. Vos que no habéis salido en vuestra
vida de un convento.
—Entiendo que es una guerra absurda, que solo mueren
los que no tienen culpa y que sobrevivirán aquellos que la provocaron. Y cuando
todo acabe, se mirarán con fingidas expresiones de conformismo mientras traman
la siguiente escaramuza. Y mientras tanto, las mujeres a parir soldados y los
hombres a la batalla. —El menor mira al mayor con una sonrisa de suficiencia
pero el mayor no cambia su ceño fruncido—. La vida ha sido así siempre, y no
tengo esperanzas de que cambie.
—Sois demasiado pesimista para ser sacerdote. Si os
pidiese unas palabras de ánimo para la batalla, miedo me da lo que podáis
decirme. —Se burla el mayor—. ¿Acaso no creéis que la bondad de Dios traerá la
paz cuando acaben las guerras?
—Según me lo habéis referido, ni vos mismo lo creéis.
Al menos tengo la esperanza de que sean los hombres mismos, que hastiados de la
explotación, se vuelvan contra sus varones y rompan las cadenas de esclavitud
que les atan a…
—Todo son cadenas. —Suelta el mayor, cortando al
novicio—. Y al hombre le encantan las cadenas. Le encanta sentirse atado a
algo, sentirse esclavo de una justificación que le ayude a superar sus
problemas. Al ser humano le encanta caer en la tentación y después usarlo como
excusa de una futura falta. A los borrachos les gusta embriagarse para después
echarles las culpas de sus errores al alcohol. A los codicioso de ser esclavos
del dinero, a los pobres, de su pobreza. Todos necesitamos algo que nos ate a
la realidad porque el hombre que no tiene vicios no es un hombre de fiar.
¿Acaso conocéis a alguien tan divino como para no ser esclavo ni de sí mismo?
—Ante el silencio del menor, el mayor continúa—. Incluso vos, sois esclavo de
vuestro hábito.
—Como vos, templario. —Le espeta el menor con una
mueca de desconfianza a lo que este acaba asintiendo.
—Soy esclavo de mi hábito, de mi espada, de mi varón,
de mis compañeros. Pertenezco a tantos que llega un punto en que a veces me
olvido de quien soy. De si hay un “yo” detrás de todas esas obligaciones.
Alguien primigenio que alguna vez fue libre de tomar la decisión de
esclavizarse.
—Liberaos, pues. —Murmura el menor en un susurro
inaudible. El mayor soltó una risa tan sincera y humilde que Ival tiembla de
pies a cabeza.
—¡Y qué sería yo sin mis cadenas! Temo a la libertad
más que a nada, y estoy seguro de que no hay hombre libre sobre la tierra
porque quien alcanza la libertad, muere inmediatamente. Este es un placer que
no nos concierne a los humanos. Y creo que a los ángeles y demonios tampoco.
Solo el mismo Dios es poseedor de ella, y a veces lo siento como el ser más
esclavo de todos.
—Liberaos, poco a poco. Una cadena, después otra. Dios
os dará las pautas para alcanzar la felicidad que ansiáis.
—No ansío la felicidad. —Se volvió el otro con el
rostro compungido en confusión—. Ya la he dado por perdida hace mucho tiempo.
Solo quiero la paz espiritual. El perdón y la muerte. Ni siquiera la vida
eterna me satisface como idea.
—No digáis eso, Eduardo…
—¿Vos no estáis repleto de cadenas como yo? ¿Acaso no
las notáis arrastrándoos cada vez más adentro de un profundo charco de lodo?
Así es como me siento yo, aguantando la última bocanada de aire que me han
dejado tomar, a punto de desfallecer. Llevo sobre mis hombros el infierno desde
hace mucho tiempo, siento si os he arrastrado conmigo, pero esto se prologará
algún tiempo más hasta que todo termine.
Ante aquella sincera y tan velada disculpa el novicio
esconde los pies debajo de las capas del hábito y se queda en silencio,
escuchando con detenimiento el sonido del viento que se cuela entre los arcos
del patio. El mayor chasquea la lengua, suelta un suspiro y con resignación
levanta el rostro para mirar la luna que, difuminada por las nubes, se oculta
tras ellas.
—Id a la cama. —Ordena el mayor, con un tono más
formal—. Es muy tarde.
—¿Iréis vos también a dormir?
—Tal vez me quede un poco más. Aún no tengo sueño.
—¿Cuándo vendrán los Vikingos? —Pregunta el novicio.
—Aún no lo sé. Pero el varón nos ha dicho que algunos
de nosotros iremos a otras provincias como refuerzo.
—Entiendo. —Musita el joven y con un suspiro se pone
en pie y con una última mirada a la pila de armaduras se despide del templario
con una inclinación de cabeza que el mayor corresponde con un gesto de su mano.
De regreso en su celda el joven se sienta en una silla
al lado de la ventana y escruta en silencio al hombre que permanece allí
sentado, en silencio, con los hombros caídos y el rostro oculto. Se divierte,
pensando que vuelve a ser el espectro de un guerrero del pasado, o tal vez una
providencia como un mensaje de guerra pronta.
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