TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 12
Capítulo 12
“Guerras de
fe”
Edad Media. S XIII.
Shaftesbury, Inglaterra 1215
Pasadas las doce y cuarto del medio día estaban reunidos
en la capilla un pequeño grupo de personas, todos recostados en las dos filas
delanteras de bancos de la capilla, postrados, inclinados, algunos amodorrados
contra los listones de madera mientras perdían la mirada en algún punto de los
pilares de piedra a cada lado del altar. Familiares y amigos de la familia del
recién nacido, algunos vecinos, algunos obligados a asistir por compromiso,
todos de baja alcurnia ataviados con sus ropas de domingo y repeinados hasta
desfigurar sus cráneos en deformes esferas achatadas. Una pareja de niños
sentados en la segunda fila comienzan a pelear, alborotando a los espectadores
circundantes y su madre les golpea en las manos con la intención de alertarles
de un posible castigo si prolongan su disputa. Aún reprendidos siguen
moviéndose, retozando, gruñendo y quejándose, aburridos como todos pero sin la
posibilidad de fingir un sopor sosegado.
Las palabras del sacerdote llenan la capilla con
sonoridad pero sin ímpetu o emoción, contribuyendo al embotamiento general que
se extiende como la peste. La madre y el padre, nerviosos e impacientes por
terminar la ceremonia sujetan al niño al pie de la pila bautismal con el bebé
inclinado hacia el agua, con los ojos desorbitados por la postura y el susto y
la expresión a un segundo de romper en un agónico llanto que quiebre la
monotonía de la capilla. Ival sujeta la concha que hunde dentro del agua y
mientras sigue con su sermón puede escuchar de fondo los susurros que se riegan
alrededor de los pocos invitados a la ceremonia, que en vez de aburrirse y caer
presas del sopor señalan al muchacho con una mirada cargada de desconfianza y
altanería.
—Que destrozo tiene en la jeta. —Suelta uno,
volviéndose a su esposa que acuna a su hijo con pequeños vaivenes sobre el
pecho.
—Dicen que es un rehén del varón. Un prisionero.
—Es un muerto de hambre. —Dice otra dama por el fondo.
—No es más que un pobre mancebo, por el amor de Dios.
—Suspira un hombre—. Mejor le habría ido quedándose en su aldea que viniendo
aquí.
—Le trajeron a la fuerza.
—Seguro que suplicó por su vida.
El agua se derrama por la cabeza del niño, que
espantado por el frío del líquido y el susto por la humedad exclama en sollozos
y gritos de auxilio. Se revuelve y la madre lo levanta como puede para
apoyárselo sobre el pecho mientras, avergonzada y algo aturdida lo zarandea
para intentar calmarlo. Ival se humedece los dedos en el agua de la pila y
volviéndose al niño le dibuja con esta una cruz en la frente, terminando su
discurso con estas palabras:
—Por tanto, id, y haced discípulos a todas las
naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo.
Como una llamada a la liberación, todos se levantan
satisfechos, con suspiros de fatiga y sonrisas de alborozo, santiguándose a la
par que el sacerdote y mirando con fingida devoción a la escultura de la Santa
o al crucifijo sobre el altar. Algunos a los dos a la vez, otros solo a su
icono preferido. Y en comedido silencio y con pasos ágiles poco a poco se
despeja la capilla de público hasta que solo queda Ival recogiendo los enseres
del altar, y el sonido de los pasos que se oyen afuera de la cabilla, el sonido
de las voces lejanas y la luz entrando aplastante a través los vanos.
—¿Es la primera vez que oficiáis un bautizo? —La voz
que llega desde uno de los bancos hace que el joven se vuelva con un
sobresalto. Su rostro muestra al principio una expresión de disgusto pero
cuando distingue a la figura allí sentada se endulzan sus facciones.
—No, Turner. —Miente.
—Habéis estado algo nervioso, padre
—Eso sí es cierto. —Ival asiente mientras guarda los
objetos de valor en el relicario y cuando vuelve al altar se queda mirando al
muchacho rubio que con desgarbo se apoya sobre el respaldo del banco, con un
brazo extendido a lo largo de este y las piernas cruzadas. No porta ni su arco
ni su carcaj y tampoco parece preparado para partir o siquiera montar a
caballo.
—Estáis hecho un asco. —Suelta el mayor con una
sonrisa y a punto está de que a esta le suceda una carcajada pero se contiene
al ver la expresión de pasmo del novicio. Le retira la mirada y se vuelve de
nuevo al altar—. ¿Habéis dormido mal? —Preguntó, sin entonación apenas de
pregunta.
—Así es. Desde hace días que no consigo conciliar el
sueño. —Se vuelve al rubio—. Entenderéis muy bien por qué. No voy a daros
explicaciones de más.
—No. —Ríe el rubio—. No es necesario, padre.
Un silencio se establece entre ellos, momentáneamente,
mientras un cruce de miradas los entretiene unos instantes. El novicio coge el
pequeño librillo de horas y el rubio descruza las piernas y vuelve a cruzarlas,
inquieto y meditabundo.
—¿Habéis asistido a la ceremonia? ¿Erais uno de los
familiares?
—No. Me he colado.
—Hum. —Dice el menor sin darle demasiada importancia
pero el mayor insiste.
—Quería ver como os desenvolvíais en una ceremonia de
este tipo…
—Solo habéis venido para regodearos del estado en que
se encuentra mi rostro. —Le espeta el menor con un tono tajante—. Habéis venido
a ver si continúo con vida o si por el contrario mi estado podía ser objeto de
preocupación, o incluso de burla. —Ival desvía la mirada, pensativo—. Como ha
hecho todo el mundo hoy. Solo han venido a verme a mí. —Turner no contesta,
pero el menor se sonríe, sarcástico—. He confundido vuestra presencia con la caridad
o el remordimiento, en vez con la curiosidad malsana que las gentes
malintencionadas como vos suele exhibir. —El silencio vuelve a instalarse
nuevamente mientras que el rubio frunce el ceño con despecho—. Marchaos, ya me
habéis visto. Id a contarle a vuestro templario que ya estoy consciente y sigo
conservando mi mal carácter
—He venido por confesión. —Ante el silencio que
provocan sus palabras acaba por levantarse del banco y mete las manos dentro de
los bolsillos de su pantalón. Mirando directamente al novicio frunce los labios
esperando una respuesta pero como no la obtiene suelta un largo suspiro—.
Cuando volváis a realizar las labores de confesión, tal como solía hacer
nuestro antiguo capellán, avisadme. Desearía estar a bien con Dios.
Viendo que se marcha, el novicio lo detiene con una
voz y volviéndose este, le señala con la mirada resignada el confesionario en
el que él se adentra y tras sentarse se apoya a un lado del tablero donde
descansa la rejilla por la que divisa las facciones del rubio, allí
arrodilladas. Cruza sus manos y entrelaza sus dedos, apoyando su frente en
ellas. Su voz se vuelve tranquila y con un denso suspiro comienza a hablar.
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida. —Le responde Ival.
—Perdóneme padre, porque he pecado.
—Ábrete a mí, hijo. Cuéntame qué ha sucedido.
—Lo de siempre, padre, puede hacerse una idea de lo
que ha sucedido. La muerte. Muerte por todas partes. La sangre de inocentes
derramada en todos los campos vírgenes por los que nuestros caballos
atraviesan. Usted sabe de lo que hablo, bien ha sido testigo y víctima de
nuestras matanzas. Hace tiempo que comienzo a verme como un jinete del
apocalipsis, cabalgando sin rumbo a través de tierras inglesas derramando
sangre inglesa solo para que hombres poco ingleses se mantengan a salvo en sus
celdas de oro y piedra. Sembrando el terror en las humildes aldeas por las que
cabalgamos, viendo en los rostros de todos aquellos trabajadores inocentes la
mano de la muerte cerniéndose sobre ellos. Esas miradas de desconcierto, los
gritos de los niños, el dolor en las madres y el miedo en los ancianos.
Se oye un suspiro dentro del confesionario. El rubio
toma eso como una señal de que debe continuar hablando.
—Yo no conocí a mis padres, ¿sabe? Padre, madre,
hermanos. Nunca tuve nada de eso, y si los tuve, ya hace mucho que no les
recuerdo. No tengo ni siquiera la sensación de los brazos de una madre, o el
apellido de un padre. Solo recuerdo los fríos inviernos y los calurosos veranos
de una infancia perdida, vagando de aldea en aldea buscando que la caridad me
diese un poco de pan y Dios me mostrase el camino. No era el único, no se crea.
Pilluelos como yo los había a patadas, pero todos tenían un agujero donde
esconderse, una familia postiza que les daba a veces un techo o un mendrugo de
pan. Yo ya estaba, por esto, destinado a trabajar para ganarme el pan en algo
poco honrado. Solo los que tienen padres y heredan trabajos puede decirse que
mantengan las manos sin sangre. Y a veces ni siquiera eso.
—¿Vais a contarme toda vuestra vida? —Le espeta el
novicio mientras mira a través de la rejilla sin ser visto. Ve como el rubio
asiente, resignado.
—A los diez años me hice con un arco y a los doce ya
ganaba concursos de tiro al blanco. Poco tardé en enrolarme en esta clase de
trabajos. Antes me angustiaba la sangre, se lo aseguro. La derramada por mi
mano, la derramada por mis compañeros. Pero hace algún tiempo siento la presión
de los muertos sobre mi conciencia.
—¿No estaréis hablando de abandonar?
—Si quiero seguir conservando mi cabeza, no. —Murmura
el rubio con una risa—. Solo quiero unas pocas palabras que me consuelen. Una
justificación suficiente para dormir una noche más. Una excusa que me haga
salir de nuevo sobre el caballo para arrasar una aldea más.
—Creo que no soy la persona más indicada para darte
esa clase de consuelo. —Murmura el joven—. Y bien lo sabéis vos.
—Vuestro hábito dotará de pureza vuestros consejos.
—Si lo que queréis son justificaciones pedídselas al
varón. Y si lo que queréis es olvidar, iros a la taberna.
—Busco salvar mi alma. —Sentencia el rubio, erguido el
rostro frente a la rejilla y con un tono tenso y culpable.
—Dios no perdona el asesinato. —Dictamina el joven
mientras vuelve el rostro al frente, frunciendo el ceño hasta ocultar sus ojos
en dos pinceladas negras.
El silencio se prolonga unos instantes mientras el
rubio se debate en levantarse y marcharse o seguir allí plantado, suplicando un
poco más.
—Sabéis, padre, que no tengo elección. Es mi trabajo.
—Su tono se calma, intentando ablandar también el carácter de Ival—. Es para lo
único que sirvo. Soy tan esclavo de este destino como cualquiera.
—Estáis muy equivocado, Turner. Dios no nos obliga a
matar disfrazándolo de destino, solo nos encamina hacia situaciones
complicadas, pero todos somos libres en nuestras elecciones. Todos podemos
decidir nuestro propio camino y nuestro orgullo y la santidad de nuestra alma
deberían estar por encima de vagas justificaciones como las que vos me estáis
refiriendo. Por otra parte, no disfracéis este trabajo como una mera
normalidad. Estamos en una guerra, inútil como bien sabéis, yerma e injusta. ¡Y
dios me perdone si estoy siendo imprudente, pero no volváis a confesaros, menos
conmigo, y aún menos si vais a confesarme que sois un esclavo! —En la voz del
joven se nota el nerviosismo y la turbación. Se atropella al intentar enhebrar
las palabras en sus justas frases.
—Sé de las intenciones del Varón para con vos. No
tengo miedo de que le confiráis a él lo que yo os he contado. Me temo que vos
sois tan esclavo como yo de su dominio.
—Al contrario que a vos, en mi conciencia no caerá
ninguna muerte. ¿Habéis venido por palabras amables? Siento si no han sido de
vuestro agrado.
—Sois terriblemente desagradable. Deja mucho que
desear vuestra actuación como sacerdote.
—Vos mismo lo habéis dicho, aquí estoy tan esclavo
como el más miserable. ¿Y queréis que de la mañana a la noche oficie las
ceremonias y las misas como si no pasase nada? Vos habréis tenido ya tiempo
para curtiros, pero yo apenas si me he hecho a la idea de lo que está
sucediendo. ¡Venís aquí buscando un confesor! ¿Y el mío? ¿A quién le confieso
yo mis tribulaciones y mis miedos? ¿A quién he de pedirle yo consejo, palabras
amables o mentiras piadosas que me animen a seguir adelante, un día más? Yo
tampoco conocí nunca a mis padres, pero eso no me justifica para montar un
caballo, espada en mano, y arrasar pueblos enteros por capricho de un varón.
Los dedos del rubio se sostienen en el enrejado del
confesionario, atravesando sus falanges a través de los agujeros. Apoya la
frente en el enrejado y con un largo suspiro susurra.
—Yo seré vuestro confesor, si vos sois el mío.
Ival se queda mirando con cierto asombro las yemas de
los dedos que han atravesado la rejilla del confesionario. Está a punto de
tocarlas pero se contiene y chasquea la lengua con disgusto.
—Padre, ¿cree que iré al infierno?
—Últimamente me ha dado por pensar que ya estoy en él,
así que puede que tú también hayas caído aquí conmigo. —Con un suspiro cuela
sus dedos por la rejilla, entrelazando sus dedos con los del rubio,
provocándole un sobresalto—. Confía en mí tan poco como confío yo en ti. No me
cuentes nada que pueda comprometerme y yo no te contaré nada de lo que después
pueda arrepentirme. Quid pro quo.
—Quid pro quo.
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