TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 11
Capítulo 11
“Guerras de
fe”
Edad Media. S XIII.
Shaftesbury, Inglaterra 1215
Ival sueña esa noche con el infierno. Sueña con las
carnes ardiendo iluminadas por las llamaradas, deshaciéndose como cera sobre
los huesos, que quedan intactos. Sueña con los rostros amorfos y espeluznantes
de los sátiros y demonios que ríen a carcajadas y nublan toda visión de una
esperanza futura. Con sus pieles oscuras, escamosas y frías yendo de un lado a
otro, gobernando el escenario con gritos y fuertes pisadas, insuflando aire
sobre las llamas de los calderos con los cuerpos muertos por doquier. Los
rostros angelicales de las víctimas devorados por el terror y la desesperación,
rotos por el dolor y el pánico. Los gritos se mezclan con el humo alrededor y
el calor se hace evidente, hasta el punto de que la escena se vuelve borrosa y
densa. Sueña con las pisadas del un caballo y con el frío del cuchillo en su
cuello. Sueña con pequeñas campanillas de oro sobre el suelo del bosque y una
ramita de violácea lavanda ungida en sangre. Sueña con alambradas de espino y
charcos de barro con ratas muertas sobre ellos. Un golpe seco le despierta.
Cuando Ival levanta la cabeza se encuentra en ese
cuarto iluminado por la rosácea luz que entra del amanecer a través de la
ventana. Se incorpora poco a poco sintiendo la pesadez en su cabeza y la
turbación recorriéndole desde los pies hasta el cráneo. Se apoya en el cabecero
y suelta varios resoplidos mientras se frota los ojos y se sujeta las sienes
con los dedos. Aún brotan en su cuerpo el temblor y la inquietud. La
iluminación del pergamino descansa en la mesilla de noche al lado de un
candelabro y debajo de una biblia. Los golpes vuelven a ponerle en tensión,
unos golpes ejercidos con fuerza sobre la puerta de su dormitorio que aún sin
llegar a ser de día se vislumbra como un espacio indefinido, desdibujado al
fondo del cuarto y terrorífico por el sonido tan inhumano que emite.
—¿Sí? —Pregunta el joven mientras se incorpora y se
pone de pie, alcanzando con prisa sus pantalones y su camiseta. Fuera le
contesta uno de los guardias.
—Es la hora del desayuno, padre. Dese prisa o no
probará bocado. —Antes de que el joven pueda dar una contestación al menos como
agradecimiento por el aviso el guardia se marcha con pasos fuertes y
acelerados. El muchacho termina por ponerse el hábito y mientras se anuda el
cordel alrededor de la cintura siente cómo su estómago ruge de hambre y su
cabeza sigue dando vueltas. Tal vez sean nauseas lo que presiente, y no hambre.
Se palpa suavemente el vientre con la palma de la mano y se mantiene así
quieto, en medio del cuarto, mirando directamente hacia el rectángulo de luz
que atraviesa la ventana preguntándose si sigue soñando o la luz rosácea que
atraviese su cuarto no son las primeras brasas que le aguardan hasta llegar al
infierno. La noche ha sido corta pero en su cuerpo nota el cansancio de un mal
sueño. En su cabeza aún oye las risas de los demonios y está por jurar que su
piel quema, por las llamas con las que ha alucinado durante toda la noche.
Cuando sale de la capilla se dirige en silencio hacia
el comedor donde ya todo el mundo está sentado a las mesas y devoran a prisa
las primeras gachas de la mañana. Hay sitios libres entre grupos y grupos de
trabajadores que animados conversan con divertidas charlas matinales. El joven
se acerca con un cuenco de madera y una cuchara similar a quien reparte la
comida desde el puchero y le sirven las gachas y un vaso de agua. Sentándose en
algún punto indeterminado donde ha visto un poco de espacio se acomoda en
silencio y rescata la biblia que ha traído desde el cuarto para leer mientras
que cucharada a cucharada vacía el cuenco. A mitad ya se siente lleno y cuando
está terminándolo comienza a sentirse indigesto. Mientras termina de leer un
último verso las risas se hacen evidentes, levantándose a su alrededor un
escalofrío que le envuelve y le abraza hasta dejarle completamente inerte y
mudo. Deja de respirar porque las risas se le han atragantado en la tráquea.
Con una fugaz mirada vuelve el rostro en la dirección en que ha escuchado las
risas y se encuentra con la mirada directa de todos los mercenarios que se ríen
y cuchichean en su dirección. Vuelve de nuevo el rostro rápidamente hacia
delante. Se siente completamente avergonzado.
—¿Habéis visto a este hombre de Dios que el Varón ha
instalado en este castillo? —Pregunta en alto el templario, más a sus
compañeros que al resto de comensales pero en realidad su tono llega a todo el
mundo, incluso al joven que de espaldas a él baja el rostro intentando pasar
desapercibido. Pero el resto de comensales son obreros y campesinos, su hábito
le delata frente a los demás—. ¡Yo mismo lo traje a rastras desde Shaftesbury!
Buena presa, ¿cierto?
—¡Muy joven! —Le espeta uno con risas—. ¿No había ninguno
más curtido?
—Apenas es un novicio. —Se excusa uno de los
mercenarios con un bufido.
—Vagaba perdido por los bosques a las afueras de
Shaftesbury, el condenado. —Vuelve a decir el templario—. Menos mal que lo
rescatamos, ¿no es cierto? —Le pregunta a sus compañeros. El joven suelta un
largo resoplido mientras suelta la cuchara dentro del bol de gachas y aparta
este con una mueca de disgusto. Los mercenarios ríen, incluso Turner, que
encuentra la gracia dentro de la ironía en sus palabras. De superviviente
vagabundo a esclavo con cargo eclesiástico.
—Venga, ya déjalo… —Musita uno de los acompañantes a
la mesa del templario, pero es fulminantemente ignorado.
—¿Qué? ¿No vas a agradecernos? —El templario dice pero
el joven cierra los ojos e ignora su pregunta. Agarra con fuerza el libro
frente a él—. Es un cobarde, señores. Yo mismo lo he visto. Deja a un ciego
moribundo a manos de la muerte para lanzarlo contra mí, y salir corriendo a
esconderse en el convento, en busca del rezo que le salve de mi espada.
Las mejillas de Ival arden de vergüenza y abre los
ojos con fuerza, completamente sorprendido y aterrorizado. Siente los ojos de
todos caer sobre él con frías miradas de condescendencia y decepción. Con esas
medias sonrisas lacónicas y las expresiones de lástima y horror. Le tiembla la
mano que sujeta el libro y aprieta aún más el agarre. Quiere levantarse, quiere
ponerse en pie y marcharse pero su cuerpo no responde, pensando que si se queda
quieto nada ni nadie puede verle o hacerle daño. Pero las palabras son mucho
más hirientes que cualquier golpe.
—¡Y qué mocoso, suplicando por su vida cuando le
acorralé en el bosque! —Ival se enfurece—. ¡Qué pena le ha debido dar a nuestro
Varón para que le instale aquí en el castillo! —Todos se ríen, y cada carcajada
se clava como agujas en el pecho del joven. Vuelve el rostro, decidido y con
una mirada inflamada de ira hacia el templario que la recibe y queda mudo un
instante. Solo un instante lo suficiente como para soltar una media sonrisa
ladina y rodearle la espada a uno de los mercenarios que se hallan a su vera—.
¿O no es verdad, amigo, compañero? ¿Acaso no lagrimeaba el otro día delante del
Varón para que no le matasen y le perdonasen la vida? —Ambos saben que es
mentira pero el mercenario se ríe y asiente. Ival vuelve el rostro de nuevo al
frente y se muerde el interior del carrillo con toda la fuerza de la que es
capaz hasta que consigue hacerse sangrar. Se detiene y gustoso se acaricia la
herida con la lengua. Oye cómo se levantan y se alejan de las mesas para pasar
a un metro de él en dirección a la puerta pero sabe que no se irán sin una
última palabra. Cuando están a su altura el templario se detiene y se vuelve al
joven que le corresponde la mirada.
—Cuidad de confesaros con el mocoso. Ahora mama de la
teta del varón y Dios nos libre de que no sea su inocencia una buena forma de
bajar nuestras defensas…
—Chicos, procurad cuidar bien a vuestro templario por
las noches, —habla Ival en dirección al resto de mercenarios que rodean al
templario, los cuales, con miradas curiosas y sorprendidas a la par, escuchan
atentos—, le gusta escabullirse hasta la capilla para visitarme…
—Maldito. —Espeta el templario, tan aterrorizado por
el tono calmo del joven como de sus palabras. Frunce el ceño y está a punto de
avanzar en su dirección cuando Ival le lanza el cuenco de chachas y este se
estampa contra su pecho, manchando sus ropas y su rostro. Todo el mundo se
tensa y miran expectantes la escena que está a punto de acontecer con miradas
curiosas y divertidas. Los mercenarios no se mueven de su sitio y el joven
consigue levantarse de la silla a tiempo de que el templario lo coja por la
pechera del hábito y lo derribé al suelo de un empujón, cayendo este sobre él.
Ival se revuelve, lleno de confianza, pero esta se esfuma con el primer golpe.
El puño cae sobre su mejilla con la rapidez de un rayo y la intensidad de un
vendaval. Siente como si un yunque le hubiese caído sobre el rostro y mientras
que sus manos intentan sujetar los brazos del mayor un segundo golpe rompe su
pómulo. Ambos gritan, nadie los detiene. Turner se platea si intervenir pero
sabe que no tiene nada que hacer. Las personas alrededor no les quitan la
mirada de encima pero ninguno se mueve.
—¡Vas a pagármelas! —Grita el muchacho que pierde la
consciencia por momentos. Un tercer golpe le parte el labio y el cuarto queda
en el aire mientras sus ojos se dirigen al puño en alto. El mayor sujeta la
pechera del chico con una mirada cargada de ira. Las manos de Ival caen a cada
lado de su cuerpo y mientras que de sus labios salen a bocanadas unos cuantos
jadeos sus ojos verdes están fijos en el puño tembloroso por la rabia—. Sois
peor que un crío. —Le espeta con voz calma, casi asfixiado con el peso del
cuerpo del mayor sobre el suyo—. Si no podéis soportar las palabras no empecéis
vos… —Otro golpe termina por derrumbarle contra el suelo, inconsciente.
…
El día ha escampado. Un cálido e intenso haz de luz se
cuela a través de la ventana del dormitorio del novicio reposando sobre el
suelo de piedra al lado de un barreño de madera a rebosar de agua. El agua se
agita y bambolea mientras que el novicio introduce su mano dentro sujetando con
fuerza un cazo y lo saca a rebosar, para dejárselo caer sobre la cabeza que
inclina sobre el barreño. El agua cae a plomo sobre su cabello venciendo sus
rizos por el peso del agua hacia abajo, cubriendo su rostro con ellos. Suelta
un resoplido y repite el proceso las suficientes veces como para ver como el
agua se va cubriendo de un color ocre por culpa de la sangre reseca de su
cabello. Cuando lo tiene por completo húmedo se enjabona una de las manos con
una pastilla y se frota el pelo hasta cubrirlo por completo de espuma. Después
se aclara y se limpia la cara con el agua que ha quedado en el barreño. Se seca
con el hábito y termina por frotarse el cuerpo con este humedecido. Solo le
queda su ropa interior, el resto yace doblado sobre la cama. Cuando ha
terminado hunde el hábito y lo lava a conciencia hasta que termina por hacer de
él una masa pesada y densa, medio limpia, y con el aspecto de un cadáver canino
flotando en la pequeña cubeta. Lo escurre como puede, salpicando todo alrededor
y lo deja posado en el alféizar de la ventana esperando que el sol sea lo
suficientemente fuerte como para que esté seco al día siguiente. Por lo pronto,
en ropa interior, se sienta al lado del barreño de agua y se pasa la mano por
los cabellos húmedos, peinándose hacia atrás. No puede evitar asomarse a su
reflejo en el barreño y quedar mirándose el rostro en esa agua oscura.
Uno de sus pómulos está hinchado y con un corte que ha
dejado de sangrar hace poco. Su labio se encuentra en un estado parecido y la
cabeza aún le da vueltas. Ha despertado en su dormitorio pasadas las diez y
nada más levantarse cubierto la cara de sangre ha pedido una cubeta con agua
para darse un baño. Resignado con su nuevo aspecto y con el dolor que le
adormece todo el rostro se deja caer con la espalda sobre la cubeta y se huele
a sí mismo, el brazo, el antebrazo, el hombro y la muñeca. Le desagrada el olor
del jabón con el que se ha aseado y mucho más la sensación grasa que ha quedado
en su piel. Se estira de un mechón de su propio cabello y lo mira a través de
la luz del sol que se cuela por la ventana. Su color rojizo se ha oscurecido
con la humedad. Se mira las piernas, con algunos moretones y aún algo húmedas.
En silencio, estira uno de sus pies hasta que se ve sumergido en el haz de luz
que rompe la habitación. El calor que emana lo recoge con una caricia y cierra
los ojos intentando evadirse momentáneamente.
Unos golpes en la puerta le obligan a incorporarse y
ponerse al menos los pantalones. Cuando abre la puerta, no sin desgana, se
encuentra el rostro del varón que, espantado por la imagen, retrocede apartando
el rostro, intentando darle tiempo al joven para cubrirse aún más.
—¡Varón! —Se sobresalta el menor mientras se vuelve
hacia la habitación y rápido coge una manta que reposa sobre la cama para
cubrirse con ella rezando porque aquello sea suficiente. El varón, con una
mueca de descontento y el ceño fruncido a más no poder se limita a dar un paso
en el interior del dormitorio y se queda allí, no queriendo inmiscuirse más.
Mira con recelo la cubeta de agua y con un ademán de rechazo alza el mentón con
aire de superioridad.
—¡Vaya has liado, muchacho! No llevas ni dos días aquí
y ya has formado revuelo por dos veces. ¿Esto va a ser algo habitual o en algún
momento te adaptarás a la vida en mi castillo?
—¿Lo dice por el incidente en el comedor? —Pregunta el
joven, mientras se pasa la lengua por el labio inferior, sintiendo una punzada
de dolor.
—¡¿De qué voy a hablar si no?! ¡Vaya ejemplo de
moralidad he conseguido como capellán! ¿Acaso eres un mancebo que solo busca
gresca y riñas?
—Eso dígaselo a vuestro templario. Cualquiera que
estuviera presente esta mañana en el comedor puede referirle lo sucedido.
—No sois un crío y yo no soy vuestro padre o vuestro
instructor. Trabajáis para mí, no lo olvidéis. —Parecía que ya había terminado
su discurso cuando se volvía hacia el exterior del cuarto, pero las palabras
del joven lo detuvieron en un tono completamente acuciante y atemorizado.
—Devolvedme a la celda. —Suplicó. El Varón se volvió
sorprendido tanto por el tono como por las palabras—. Os lo ruego. Devolvedme
allí.
—¿Lleváis solo un día como capellán y ya queréis
desertar? ¿Tan complicado os resulta oficiar misa?
—Temo no sobrevivir a esta semana y ni siquiera he
oficiado misa aún.
—¡Le teméis a mi templario! —Dijo con una sonrisa
triunfante—. No le tengáis miedo, es un perro ladrador, pero poco mordedor. —El
joven se señala con un dedo el rostro, torciendo el gesto en una mueca de
desacuerdo—. Tenéis el carácter muy recio, y él es muy irascible. Mala
combinación.
—Por una vez estoy de acuerdo con vos. Es por eso que
desearía…
—Tenéis un bautizo a medio día. —Sentencia el varón,
con un tono tajante y volviéndose esta vez definitivamente hacia la salida. El
joven queda allí de pie, mudo y resignado, mientras acierta a ver como el Varón
vuelve sutilmente el rostro como forma de despedida y para lanzar unas últimas
palabras—. Tal vez oficiar ritos religiosos os devuelva la serenidad que
necesitáis.
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