TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 31
Capítulo 31
“Pacto de Fuego”
York, Inglaterra, 1620.
17 de abril de 1620
Nunca olvidaré el rostro de Lili cuando llegué a casa
aquella noche. Pasaban de las cuatro y media de la mañana cuando regresé a
casa. El pueblo estaba muerto, completamente mudo e inhabilitado. Todos estaban
durmiendo menos mi hermana que se había encerrado a oscuras en su dormitorio
esperando porque regresásemos. En otra ocasión le habría reñido por haber
permanecido despierta, pero yo tampoco hubiera podido dormir en su situación.
Oyó el caballo llegar y plantarse en la puerta. Entré al salón y ella ya salía
de su dormitorio, pero su expresión de alegría por mi regreso se truncó en
susto y miedo cuando comprobó que Amanda no venía conmigo.
Se vistió a prisa. No quise explicarle nada aunque
ella ya lloraba. Era inteligente como para saber que la sangre que bañaba la
camisa que se traslucía de las mangas de mi abrigo era de Amanda y que si no
había regresado era porque no podía hacerlo.
—¿Pero está bien? —Preguntaba, mientras se metía
dentro de un abrigo—. ¿Ya no tiene el bebé?
—No es tan sencillo. —Dije mientras ella se cubría con
una bufanda mía.
—¿Dónde la has dejado? ¿Está sola?
—Está bien acompañada. —Le decía. Tenía más miedo de
lo que podía sacarme a mí que de las conjeturas que se pudiera hacer ella sola.
Montamos de nuevo al caballo, que ya comenzaba a sentir la fatiga de los viajes
y galopamos hasta que nos metimos dentro del bosque. Aquello la espantó y
comenzó a inquietarse.
¿A dónde la has llevado? ¿Con quién la has dejado? ¿De
quién es esta sangre? ¿Está bien? Todo el camino fue una tortura de sus
preguntas. Era inteligente como para saber todo lo que podía haberle sucedido
pero yo era demasiado ingenuo como para pensar que mi silencio la calmaría. Al
contrario, antes de llegar a la casa de Ciara ella ya comenzaba a llorar, presa
del pánico, eso me hizo a mí temblar también.
Cuando vislumbró la casa de Ciara apenas se preguntó
de quién era la casa, a dónde le había llevado o dónde estaría su hermana.
Saltó del caballo y me siguió en silencio hasta la puerta. Entré como en mi
propio hogar y ella pasó detrás de mí mirando a todas partes, pero al final se
detuvo en la luz que salía de la habitación contigua a la cocina. Se codujo
allí y se asomó al interior para ver como Ciara lavaba unas cuantas compresas y
las escurría para dejarlas después colgadas a los pies de la cama para que
secasen.
—¡Amanda! —Soltó Lili mientras caía a los pies de la
cama y se arrodillaba, sujetando la mano de mi hermana mayor entre las dos
suyas. La apretó con fuerza y por suerte la hallamos en un momento de lucidez.
Estaba pálida como un muerto, casi cadavérica. La impresión me chocó incluso a
mí a pesar de que hacía menos de media hora que había salido de la casa. Pero
había degenerado mucho en el tiempo que había estado fuera. Ciara también,
estaba cansada y temblorosa. Cuando la miré a ella me devolvió una expresión
alicaída y decepcionada.
—Hermana mía. Te han traído para verme… —Dijo Amanda
mientras se volvía un poco hacia su hermana. Todos nos quedamos quietos, yo a
los pies de la puerta y Ciara a los pies de la cama—. ¿Qué te pasa, amor mío?
No me llores a mí, cielo… —Le limpió las lágrimas a Lili.
—¿Qué te han hecho? —Preguntó, con un deje de rencor
mirándonos a Ciara y a mí alternativamente, pero Amanda le sujetó el mentón e
hizo que la mirase directamente ella. La expresión de Lili cambió por completo,
a una de tristeza y compasión.
—No me han hecho nada malo. —Dijo Amanda con
tranquilidad, casi como si se hubiese reconciliado consigo misma, nunca antes
la había oído hablar tan libremente, y con tan pocos complejos—. No han hecho
nada que no les pidiese yo. Mirarme. ¿Acaso no ves que por una vez he tomado
una decisión por mí misma? Ellos han sido unos ángeles conmigo. Tu hermano, mi
querida niña, tu hermano es un ángel. —Sentí que me hablaba a mí, y no a mi
hermana—. Toda la vida, amor mío, he cargado con pesos que no me correspondían.
Tras la muerte de papá tuve que hacerme cargo de la casa mientras madre os
atendía a los dos, después con la muerte de ella tuve que ocupar su lugar, y
después con la presencia del tío en casa me convertí en todo lo que él
necesitase. No he tenido una vida fácil, querida, no he sido feliz nunca, pero
he procurado que él nunca os tocase a ninguno de los dos, ofreciéndome yo como
consuelo. Hace muchos años que me desprecio, hermana. Hace muchos años que
duermo con miedo, que amanezco dolorida y que me acuesto con remordimientos. He
aprendido a odiarme de tantas maneras que ni siquiera puedo enumerarlas, odio
cada pequeña parte de mi cuerpo, desde mis manos, hasta mis cabellos, porque ya
no le pertenecen más que a él. Es un alto precio, lo sé. Pero la solución era
mucho más dolorosa que cualquier vejación que me procurase. Y si acaso no me
esperaba la orca lo era el fuego. ¿Y quién hubiera evitado que no os pasase lo
mismos a vosotros si no estaba yo? Mamá me hizo prometer que no dejaría que
nada malo os pasase, pero no he podido cumplir con mi promesa. Ha tenido que
venir el ángel de tu hermano para plantarle cara a nuestro tío y librarnos de
él.
—Amanda… —Suspiró Lili bañándola en un mar de lágrimas.
Yo aún me contuve.
—Estas cosas son las que las mujeres tenemos que
soportar. Hermano. —Me miró. Yo le aparté la mirada—. Estas son las cosas que
nos hacen el sexo débil, ser aquellas a quienes humillan, ser aquellas a
quienes preñan y a quienes matan. Cargamos con la casa, con los niños, y cuando
no podemos con más también cargamos con ellos. Entonces se enfadan y nos tiran
todo abajo por el placer de vernos recomponernos. Soy feliz si muero hoy,
porque esta cándida mujer me ha sacado toda la ponzoña que tenía dentro.
Ponzoña que él dejó allí solo por recordarme que era propiedad suya y no mía. Y
si muero es porque ya no quedaba nada en mi cuerpo que salvar de su veneno.
Muero aquí, con mis hermanos, a manos de mi querida hermana y gracias a la libertad
que mi hermano me ha regalado. ¡Y yo ya me creía ahorcada! Muero en cama,
arropada y de la mano de mi hermana. ¿Acaso no es esto de envidiar?
—No quiero que mueras, Amanda. —Le suplicó Lili—. No
quiero vivir sin ti.
—Tú tendrás una vida feliz sin mí. Por eso no tienes
que apurarte. No tendrás que vivir lo que yo he pasado. Ninguna mujer debería
sentirse despreciada, ni tampoco forzada. Ninguna mujer debería obligarse a no
mirarse, ni tampoco debería silenciarse a sí misma por miedo. El hijo de los
Evans es un buen muchacho, te tratará como debe, y si no, para eso estará tu
hermano, para protegerte. ¡Pero bien sé que te vales por ti misma! Tú nunca
sabrás lo que es llorar porque a él le guste, o sentir cardenales porque él se
emocionó demasiado. Sentir frío cuando desearías calidez o dolor cuando
deberías sentir candidez. Y cada día pedirle a Dios que te libre del monstruo
de tus pesadillas y no obtener más respuesta que el mutismo de la inexistencia.
No existe la autoridad suprema, hermana. Todo lo que existe es tiranía, contra
la mujer y el niño, contra el pobre y el hambriento. Todo cuanto hay es
podredumbre y caciquismo. ¡Y yo temiendo de nuestro hermano! —Me señaló con una
mano blanca, pulida como en mármol, esperando a ser estrechada—. Tu hermano es el
único hombre con un poco de misericordia en este pueblo…
Marché de la habitación, rompiendo a llorar en cuanto me hube apoyado en la mesa de la cocina. Me sujeté allí y me temblaron los hombros con espasmos por el llanto. Me cubrí los labios pero no pude evitar que se me oyese desde dentro. Me senté a la mesa y puse mis brazos sobre ella para ocultar en ellos mi rostro. Lloré como un niño, y sentíame como si tuviese cinco años de nuevo, mi madre muriendo por segunda vez, mi Dios volviéndome contra mí mismo entre el resentimiento y el miedo. Entre la cobardía y el remordimiento. Me anegaba en mí mismo hundiéndome en un lodazal de sentimientos. Cuando al fin pude dejar de llorar Ciara aparecía por la puerta de la cocina para sentarse a mi lado. Mis hermanas aún hablaban pero era incapaz de enfocar el oído en ellas. No deseaba oír nada más, pues cuanto más escuchaba de ellas, más me carcomía el odio hacia mí mismo.
—Perdóname. —Soltó, con un nudo en la garganta al
igual que yo. Me sujetó una de las manos entre las suyas, unos momentos después
me soltó. Sentada a mi lado parecía incluso real, pero era incapaz de verla
como nada más que una ilusión que había creado para mismo en donde encontraba
algo reconfortante—. Esto afecta de diferentes formas dependiendo de las
mujeres. Algunas lo aguantan mejor, otras, fallecen.
—Has hecho lo que has podido. —Le dije mientras me
secaba el rostro y ella me ayudó a desembarazarme de las lágrimas que aún
quedaban en mis mejillas—. Has hecho lo que te he pedido. No cargues con remordimientos,
te lo ruego. Esto es solo culpa mía. Por haberte involucrado, por haberles dado
falsas esperanzas, por haberla…
—No la has matado tú. —Dijo Ciara, pero ni siquiera a
mí me sonó convincente. Negué con el rostro, sintiendo que las lágrimas volvían
a desbordarse de mis ojos.
—¿Cómo sabías que estaba en cinta, nada más verla?
—Un pálpito. —Dijo ella no muy convencida de que
aquella mentira me satisficiera.
—No tenía ni idea. —Solté, casi como si estuviese
esperando de ella un perdón—. No sabía que mi tío abusaba de ella. No de esta
manera. No lo habría permitido de saberlo.
—Ya está hecho. —Dijo, sentenciando el tema—. Ya no
hay vuelta atrás.
—Tiene toda la razón del mundo. —Murmuré—. No hay
autoridad, solo tiranía. Y yo aunque me llamen capitán, aunque vaya por ahí
escopeta en mano, no tengo ninguna autoridad sobre nada de lo que está
sucediendo. Me creía algo que no soy, y en realidad no soy nada.
—No solo tiene razón en esa parte. Todo lo que ha
dicho, es cierto. Este es el sino de una mujer, me temo. Si un hombre encuentra
a una joven virgen que no está comprometida, y se apodera de ella y se acuesta
con ella, y son descubiertos, entonces el hombre que se acostó con ella dará
cincuenta siclos de plata al padre de la joven, y ella será su mujer porque la
ha violado; no podrá despedirla en todos sus días. Deuteronomio 22: 28—29.
Vuestro Dios no es misericordioso con las mujeres.
—¿Y vuestro dios? ¿Qué dice acerca de todo esto? —Le
pregunté pero ella se sonrió.
—Mi Dios no dice nada. No hace nada. Mi Dios no es
superior a ti ni a mí. Mi Dios no está para aliviarle las penas a un niño que
llora, ni para darle una palmadita a quien ha logrado sus metas. A mi Dios no
se le culpa, ni se le castiga. Mi Dios no infringe castigos ni mata por raza o
sexo. Si queréis encomendaros a mi Dios lo encontrareis en un beso consentido,
en una sonrisa de felicidad, en un suspiro de placer o en el alivio de un
dolor. Mientras que vuestro Dios se refugia en el dolor de una niña violada, el
mío se regocija de la mujer que escoge su destino. Mi Dios no ve superioridad
en el hombre frente a la mujer, ni tampoco en el adulto frente al niño. Tampoco
en el rico frente al pobre o el Dios frente al humano. Tampoco del humano
frente al animal. Mi Dios nos anima a vivir bajo nuestra propia natura sin
infringirnos dolor a nosotros o a otros. Encontrasteis a mi Dios mientras me
hacíais el amor, y lo encontraréis cuando veáis morir a vuestra hermana. Porque
está en cada acto humano consentido y meditado. Mientras que el vuestro
resguardaba a vuestro tío cada vez que violaba a vuestra hermana.
Hubo un silencio que nos permitió escuchar las voces
de mi hermana. Después de aquel instante Ciara prosiguió.
—Podéis llamarme bruja, atea, nigromante o lo que
deseéis, pero igual que vos os resguardáis en vuestro dios, yo me resguardo en
el mío, en mis ideas y en aquello que me proporciona felicidad.
—¿Por eso me despreciasteis el otro día? ¿Por que ya
no os hacía feliz?
—Ojalá hubiese sido por eso.
—Visteis la muerte de mi hermana dentro de aquella
oveja. ¿Verdad? —Ella suspiró, meditando las palabras que me encomendaría unos
segundos después.
—Unos ven el futuro en las estrellas, otros en huesos
o en cartas. A algunos les gustan más los posos del té o las líneas de las
manos. Yo uso todos esos métodos, pero el otro día pude verlo en las tripas de
aquella oveja. No quise creérmelo, os prometo que no. Pero es imposible no ver
las evidencias. Es imposible negarse al conocimiento pues este nos conduce por
los caminos mejor asentados.
—Vi la carta que le dirigisteis a Sr Williams y su
esposa. La leí. —Ella asintió, consciente de ese hecho—. ¿Qué significaba? ¿Qué
era lo que visteis dentro de aquella oveja que os hiciese aborrecerme?
—“Una cría emponzoñada provoca la muerte de su madre.
Después de esto, cuesta dos vidas adultas más.” Esto fue lo que vi. Esto fue lo
que estaba dentro y fuera de aquella oveja y fue lo que intenté avisar a Sr
Williams. Estaba segura de que no les afectaba de forma directa, pero han sido
unos provocadores y es solo cuestión de tiempo que los fanáticos de tus
paisanos atenten contra ellos, que no tienen la culpa más que de ser dos
excéntricos y buenos amigos.
—La cría es el bebé de mi hermana. Y ella es la oveja.
—Dije, meditabundo. Todo encajaba poco a poco pero aun, escéptico de mí, no
encontraba salida para los otros dos adultos—. ¿Por qué no pueden ser Sr
Williams y su mujer los otros dos adultos? ¿De dónde sacáis esas otras dos
personas?
—A ellos no les alcanzó la sangre de aquella oveja.
—Dijo. Me retrotraje a aquel momento. Los únicos manchados de sangre éramos
ella y yo.
—Solo tú y yo atendimos a aquella oveja. Solo nosotros
nos manchamos… —Nos miré a ambos, con las manos sobre la mesa, unas al lado de
las otras. De nuevo manchadas de la sangre de una nueva oveja.
—La oveja es solo un símbolo. Igual que la sangre.
—Concretó.
—No es culpa nuestra que la transportásemos o la
destripásemos. Tocar su sangre no tiene porque condenarnos. No lo acepto.
—No será su sangre la que nos condene. Será la de
vuestra hermana.
Aquellas palabras parecieron entrarme directas al
pecho como un balín o un puñal, atravesándome de parte en parte y como si
acabasen de dictar mi sentencia me abracé a ella con desesperación, casi
comprometido a cumplirla. Sus manos sobre la mesa, manchadas de sangre aprecian
pequeñas y temblorosas. Las miré y cuando pensé en estrecharlas ella se me
adelantó uniendo una de sus manos a la mía y apretando con fuerza, pues ambos
estábamos ya de camino al cadalso.
—Hermano. —Apareció mi hermana por la puerta de la cocina con el rostro compungido—. Amanda quiere veros. —Yo asentí mientras Ciara me soltaba la mano.
Cuando llegué al cuarto a mi hermana apenas le quedaba un suspiro que dedicarme pero al verme volvió en sí y pareció incluso reavivarse con mi presencia. Me puse de rodillas a su lado en el suelo y le estreché las manos como había hecho Lili antes. Esta se sentó a los pies de la cama y nos observó. Antes de que mi hermana hablase, yo tomé la palabra.
—Lo siento mucho. —Dije yo, ahogado en lágrimas—. Has
de perdonarme, hermana mía. No sabes cuánto lamento no haberte sido de ayuda
todos estos años. No sabía por lo que estabas pasando, y no tengo derecho a
suplicarte el perdón que deseo porque yo te he conducido a través de estos años
de miseria a una muerte mucho más miserable de la que te mereces. Habría hecho
cualquier cosa de saber que estaba mancillándote de esta manera. Habría hecho
lo indecible, incluso sustituirte con tal de que no te tocase…
—No. No… —Me detuvo ella con un ademán triste—. No
digas más. No es necesario. Yo no tengo nada que perdonarte, pero si quieres
irte de aquí tranquilo, quedas perdonado por haberme hecho la mujer más feliz
del mundo al liberarme de él, y liberarme de nuevo de su ponzoña. Mi niño,
desde que madre murió has sido casi como mi hijo, yo te he acunado cuando
tenías sueño y te he besado cuando tenías miedo. Te he recogido cuando caías y
te he mecido cuando dormías. Ojalá haberte protegido mejor, pero he hecho mi
mayor esfuerzo por procurarte una vida feliz, niño mío. No llores por mí, ahora
que al fin me voy a un lugar donde no habrá más dolor o miserias. Mas lloro por
vosotros que os quedáis aquí, sin mí. ¡Mis niños! Hermano mío, escúchame con
atención. Eres un buen hombre, yo lo sé. Las decisiones que has tomado hasta
ahora jamás las he juzgado, porque han sido las correctas. Y sé que habrán de
serlo de ahora en adelante. Son nuestras acciones las que nos hacen mejores o
peores, y yo sé que serás un buen hombre, serás un ser maravilloso y procurarás
que tu hermana tenga un buen casamiento, y protegerás a esta santa mujer que me
ha procurado la libertad frente a todo el daño que puedan hacerle. —Le extendió
el brazo a Ciara y esta besó el dorso de su mano. Con ello quedó contentada. Le
dirigió unas escuetas palabras—. Cuida de mi hermano, el muy bobalicón creo que
se ha enamorado.
—Haré lo que pueda. —Dijo Ciara con media sonrisa y yo
me acurruqué en el pecho de mi hermana.
—Hermano, tenéis formación de sacerdote. Dadme la
extremaunción y procuradme un entierro decente. —Ya decía, ida y divagando—.
Con flores. Ponedme flores en la tumba. Haced que crezcan pasada la primavera.
—¿Deseáis que os entierre al lado de madre?
—No. No quiero que mi cuerpo regrese a ese pueblo
nunca más, tampoco a esa casa. Escoged un sitio en el bosque, donde sea. Lo más
apartado posible, que solo conozcáis vosotros. Haced un agujero allí y
enterradme al alba. No necesito una iglesia ni un cementerio. Dios sabrá
encontrarme si desea recoger mi alma. Y si no la desea, entonces vagaré
eternamente por estos maravillosos bosques. Venid a verme de vez en cuando,
dedicadme bonitas palabras. Reíd, el sonido de vuestra risa reconfortará mi
soledad.
—Amanda… —Murmuré.
—Le diré a mamá que nos cuidaste bien. —Me dijo—. Y a
papá que te pareces a él. Que ya eres todo un hombre y que me has liberado del
terror. Cuando volvamos a vernos volveremos a jugar en el jardín trasero de
casa, como cuando papá aún vivía. Volveremos a correr detrás de las gallinas
para espantarlas y a escondernos debajo de las camas para asustarnos.
Volveremos a ser niños, ya veréis.
Lloré como un crío hasta que ella exhaló su último
aliento y quedó allí tendida, fría e inerte que incluso parecíame que había
desapareció y solo había dejado una carcasa. Ella ya no estaba allí pero no
podía separarme de su cuerpo. El amanecer se acercaba. Debíamos enterrarla.
Besé sus mejillas y mi hermana besaba sus manos. Gritamos su nombre y parecía
que aún permanecía entre nosotros si la llamábamos pero hacía ya tiempo que no
la seguíamos. Ella ya se había marchado y nosotros habíamos quedado allí para
recordarla, nada más. Aquella muerte me pesaría como una losa. Pero no sería la
última.
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