TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 29

 

Capítulo 29

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

16 de abril de 1620

 

Habían pasado justamente dos semanas desde que Sr Williams se había marchado. Al día siguiente de aquella abrupta despedida acudí a su casa con la esperanza de que todo hubiese sido una chanza o una mentira, pero allí ya no quedaba nadie. Los campos estaban silenciosos, el interior de la morada estaba a oscuras y nadie parecía haber pisado por allí en todo el día. Me pregunté qué habría sido de los jornaleros que le cuidaban las tierras, me pregunté si se habrían llevado todas sus pertenencias, aunque lo más probable es que solo se hubiesen llevado lo imprescindible y hubiesen dejado el resto para que alguien viniese a por ellas.

A los días llegó una carta desde un pueblo cercano, anunciando que aquella familia se había mudado temporalmente y que dejaban arreglados todos los negocios que hubiera abiertos con el ayuntamiento o con otras administraciones de la zona. Parecía más una despedida permanente que un viaje de unos cuantos días, y cuando aquella nueva llegó al pueblo a mí se me interrogó por todas partes, en la taberna, en el ayuntamiento, incluso en mi propia casa. Pero lo peor no era aguantar las preguntas, sino las conclusiones a las que los paisanos habían llegado por ellos mismos al ver que yo no les daba nada de qué tirar y cómo me las contaban para verme la cara y adivinar si habían dado en el clavo o no.

La tabernera fue la más hiriente de todos por sus buenas palabras.

—¿Cómo es que han marchado a Londres? —Me preguntó tan súbitamente cuando iba a buscar algo de pan para comer que yo ni siquiera tuve el valor de dedicarle una mentira piadosa—. ¿Qué puede haber tan importante para que se marchen todos así, tan rápido?

—Asuntos de nobles, ya sabe como son estas cosas. Tiene haciendas por todas partes y no tiene mil brazos para atenderlas todas. Mucho han estado aquí. —Dije yo mientras me ardía la garganta y era incapaz de pensar en nada mejor que decirle.

—Ah! ¿Pero vos no sabéis nada? ¿Cómo, si erais amigos íntimos? ¿No os ha dicho para qué se ha ido?

—Me ha comentado algo de algunas tierras en otro lugar, pero yo no soy nadie para meterme en sus asuntos…

—Ya veo. —Dijo ella. No hundiendo más el dedo en esa llaga, prefirió otra algo más sentimental—. Con lo dulce que era Sr Williams, siempre que se pasaba por aquí me dejaba alguna propinilla aunque no consumiese nada. ¡Y la nena! Que encanto de chiquilla, alguna que otra vez se me coló en la cocina y rondó por la mesa de los pasteles con ojos golosos.

—Tome, lo del pan. —Le dije mientras le dejaba el dinero encima de la barra incitándola a que me diese de una vez el pan pero no parecía soltarlo. Antes quería que yo incidiese en la conversación.

—¿Qué prisa tienes, muchacho? La esposa de Sr Williams no era plato de mi gusto, pero no puedo decir que no hiciesen buena pareja. Mis parroquianos se espantaban cuando los veían por estos lares, pero a mi parecían encomiables.

—Sois la única que tiene buenas palabras para ellos en este pueblo.

—Estos paisanos son unos refunfuñones. —Dijo ella con hastío y extendiéndome el pan. Estaba seguro de que si aguardaba un poco más de lo debido ella volvería con la burra al trigo y empezaría de nuevo a hablar de ellos así que apenas hube cogido la barra de pan me conduje directo a casa. No quise mirar a nadie, no quise decir nada más acerca de ello o de Ciara.

Pasadas dos semanas desde aquel día me prometí que no volvería a mentarlos. Parecía que había pasado ya la sorpresa de su marcha y ya nadie se preguntaba el porqué o a donde habrían marchado. No me importaba lo que hubiesen hecho y yo mismo estaba herido por aquellos comportamientos hacia mi persona. Me prometí no mentarlos, no pensarlos a ninguno de ellos. Todos eran la misma escoria, todos estaban hechos de la misma materia miserable. Y sin embargo mis días eran grises, volvían a ser grises, como cuando aún no los conocía. Aquello sí que acabaría por abatirme.

Decidí centrarme en mi trabajo para el ayuntamiento, pero nada parecía aliviarme la quemazón. Volver a casa tampoco me aliviaba porque aunque mis hermanas estuviesen alegres y contentas me sentía presa de la idea de que ellas también acabarían abandonándome si las dejaba. Ellas estaban atrapadas conmigo, tanto como yo lo estaba en aquel pueblo. Pero de lo contrario estaba seguro de que también me abandonarían. Como lo habían estado haciendo todos a lo largo de mi vida.

A mediados de abril todo parecía más ligero. Como una herida que al fin había dejado de picar pero con la que tenías que ser cauto para no tocar o volvería a sangrar. Y así pasaba las horas, intentando no pensar, intentando no hablar de ello solo por no herirme aún más y que aquello dejase una cicatriz demasiado fea. Llegué a verme a mí mismo como el afortunado por haberme librado de aquellas personas tan peligrosas y conflictivas para mi trabajo y mi vida. Acabé riéndome de mí mismo al verme ilusionado por una chiquilla que ni siquiera se casaría conmigo o me daría hijos. Por una bruja que ni siquiera creía en Dios. Estaba aterrorizado ante la perspectiva de haber podido echar por tierra todos mis esfuerzos para labrarme el respeto que me tenían en el pueblo. Por algo imposible.

Con los días ella pareció haber sido un sueño. No era más que una ilusión lejana, algo de lo que no se puede hablar, algo que prefiero no pensar, pero que estuvo allí tan real como yo mismo. A veces recordaba su olor, o su sabor, o su aspecto, pero no todo a la vez porque aquello entonces me perdía. Recordaba algunas de sus palabras, o el olor a limón. El fuego de la chimenea, el aspecto hogareño de su casa. Y después las tripas de la oveja en sus manos y sus palabras. Aquello me devolvía a la realidad y despertaba de ese sueño que había sido ella, toda ella. Como una visión celestial o una pesadilla diabólica. Ya no la tenía en mi vida, y sin embargo ya no me encontraba a mi mismo si no era para ella. No estaba seguro de si alguna vez hubo un yo sin ella, o si alguna vez ella existió antes de que yo la encontrase. Pero vivir apartado de Ciara me sumergió en una existencia miserable. Fueron apenas dos semanas, pero fueron los días más grises y míseros de toda mi vida.

 

 

El domingo, a mediados de aquél desgraciado mes de abril, fue un día bastante silencioso. Después de misa comimos en silencio y parecía que mi estado había contagiado a mis hermanas que evitaban hablar lo menos posible y cuando lo hacían eran cautas con sus palabras y haciendo todo lo posible por mantenerme animado o al menos presente, y no meditabundo. La tarde fue tediosa. Como no hube de trabajar porque era mi día libre, como no podía ir a ver a Ciara y no tenía amigos a los que acudir me quedé en casa, en silencio, sentado en la mesa del salón viendo como mis hermanas iban de un lado a otro. Me hubiera gustado ayudarlas como mínimo pero no estaba de ánimo para siquiera moverme.

La cena llegó tan certera como la comida y volvimos a comer en silencio, igual que horas antes. Yo apenas toqué esta vez la comida a pesar de que olía de maravilla. Mis hermanas me pidieron que hiciese un esfuerzo y al menos la probase pero yo les pedí que se comiesen entre las dos mi parte. Ellas aceptaron en silencio y preocupadas. Después de cenar mi hermana Lili se puso a coser enfrente de mí en la mesa y Amanda desapareció dentro de su cuarto. Yo, apoyado en mi mano y esta en el codo sobre la mesa la veía remendar una de sus medias. De vez en cuando levantaba la mirada y yo se la devolvía. Me sentía tan herido que me volví un niño delante de ella. De vez en cuando me acariciaba el mentón deteniendo su labor y al rato regresaba. Yo la miraba y me encantaba verla obrar de aquella manera.

—Lili. —Llamó Amanda desde su habitación. Esta se levantó y dejando la labor sobre la mesa a medio remendar marchó al cuarto de mi hermana y desapareció dentro junto con ella, cerrando la puerta detrás. Yo me quedé allí, inclinándome sobre la mesa y apoyando la mejilla en la madera. Pasaron así al menos quince minutos hasta que comencé a escuchar como alguien sollozaba dentro del cuarto de mi hermana. Salí de mi pensamiento para erguirme y escuchar con más atención. Desde allí solo podía oír murmullos, algún sollozo y después un silencio sepulcral. Y al rato todo empezaba otra vez.

Decidí acercarme con pasos lentos, sin sentir que la estaba espiando pero con preocupación y curiosidad. Hasta que no estuve casi pegado a la puerta del cuarto no fui capaz de oír bien claro lo que murmuraban.

—Ya van dos meses. —Decía Amanda, con la voz rota por el llanto—. Las fechas encajan. No puede ser otra cosa. Yo… yo lo siento…

—¿Cómo vas a sentirlo? No digas bobadas…

—Por favor, sácamelo. No quiero tenerlo. No quiero un hijo de ese monstruo, y menos en estas condiciones. No aquí en este pueblo. Él me matará si sabe que estoy embarazada.

—Embarazada. —Dije yo, entrando no tan precipitadamente como para asustarlas pero aún así se alarmaron. Pude ver en su expresión la misma mirada aterrada que solían lanzarle a mi tío. Me sentí por un momento verdugo y juez. Mi hermana mayor estaba sentada en la cama con el vestido remangado hacia su entrepierna y una mano sosteniendo su vientre. Lili por el contrario estaba acuclillada delante de su cama sujetándole la otra mano. Ambas temblaron unos instantes. Yo enmudecí.



—Por favor, hermano. —Suplicó Lili—. No puedes decírselo a nadie. Nos mataran a las dos si…

—Hermano… —Me habló Amanda—. Ven, hermanito. —Me extendió la mano hacia ella y yo cerré detrás de mí. En la habitación solo había una vela y las iluminaba como a almas cándidas, como a dos niñas castas. Yo me senté al lado de mi hermana mayor y ella me recibió con su mano. Me acarició la mejilla, después el cabello y me sonrió aún con lágrimas resbalándole por las mejillas—. Mi niño, mi querido hermanito. Tienes que prometerme que no vas a contarle a nadie esto. ¿Me has oído?

—¿Qué es lo que ocurre? —Pregunté, aún algo aturdido—. ¿Cómo que estás embara…? —Mi hermana Lili me cortó.

—Amanda hizo el papel de madre todo este tiempo, demasiado a conciencia me parece a mí, y el tío se tomó la libertad de hacer el papel del padre…

—Basta. —Dije, cortándolas a ambas—. Hasta ahí ya he entendido yo.

—Mi niño. —Volvió a decir Amanda, haciéndome girar el rostro hacia ella. Volvía a ser cándida pero condescendiente—. Por Dios, júrame que no le dirás a nadie. ¿Me has entendido? —Asentí.

—Te matarán. —Dijo Lili hacia mi hermana—. Hagas lo que hagas, te matarán. ¿No lo entiendes?

—Claro que lo entiendo. —Le escupió ella—. Si decido tenerlo me apalearán por prostituta, por tener un hijo sin marido, ¡y quién se creerá que es del tío! Y si decido deshacerme de él, me mataran por haber abortado. —Ella me miró con temor—. Tienes que prometerme que no harás nada contra mí, por favor. Soy tu hermana. No me denuncies.

—Denunciarte… —Musité yo, comprendiendo qué era lo que temían de mí.

—Tenlo. —Dijo Lili—. Diremos que es mío y de Henry.

—No puedo hacer eso. ¡Vosotros dos ni siquiera os habéis acostado! —Mi hermana Amanda se levantó de la cama precipitadamente y rebuscó en algún cajón unas agujas de ganchillo y se las extendió a Lili, volviendo a sentarse en la cama—. Tienes que sacármelo. Sácamelo te lo ruego.

Mi hermana Lili se levantó del suelo de un salto y arrojó las agujas a la cama, aterrorizada.

—No pienso hacer eso. ¿Crees acaso que yo sé hacer esas cosas? Si te lo hago y se enteran, nos colgarán a las dos, a mí por asesina y a ti por abortar.

—¡Entonces hazlo tú! —Me extendió las agujas a mí y yo retrocedí con ellas en las manos—. Es muy sencillo. Solo mételas dentro y… —Se extendió en la cama y estuvo a punto de levantarse el bajo del vestido pero yo comencé a negar con el rostro, mudo del espanto.

—¡Entonces nos mataran a los tres! Y a él con más motivo aún. —Apuntó Lili. Las agujas en mi mano temblaban tanto como yo, estaba tan asustado como ellas y aunque ellas lagrimeaban yo estaba aún entero.

—Tenemos que hacerlo. —Empezó Amanda con una voz amistosa y calmada. O al menos, intentando fingir que lo estaba—. Tenemos que encontrar a alguien que sepa cómo hacerlo. No puedo dar a luz a un niño de mi tío. No de ese monstruo. Por el amor de Dios, nos arruinará la vida a los tres. No lo hago solo por mí, o por ese niño. El tío sabrá siempre que es suyo y jamás lo reconocería. Todo el pueblo sabrá que es de él, y ninguno de ellos se atrevería a volver a dirigirme la palabra nunca. Si acaso me queda alguna oportunidad de encontrar marido y formar una familia, esto me la arruinará para siempre. —Se señaló el vientre y yo puse allí mi mano, sobresaltándola.

—Acudamos al médico. —Dijo Lili.

—No. —Negué yo en rotundo—. Le faltaría tiempo para pregonarlo por el pueblo. Además, no es más que un pobre matasanos. Apenas si sabe curar un rasguño.

Ella temblaba con mi mano en su vientre. Estaba asustada de mí y de mis palabras. Pero más lo estaba de mi puesto y de mis ideas. Mas se dejó hacer y al rato acabó por abrazarme y yo besé su cabeza, apoyada en mi hombro. Era mi hermana, había sido mi madre. Pero ahora era mujer, una mujer que necesitaba ayuda. Lloraba amargamente en mi hombro y aquello acabó por hacer que Lili también sollozase y me agarrase del brazo. Con sus lágrimas me suplicaban que tomase una resolución, pero yo estaba tan asustado que nada se me ocurría. Más una temeridad.

—Tal vez podamos hacer algo. Tal vez… —Musité, y ellas alzaron la mirada tan aliviadas que bien podría haber sido yo Dios que las rescataba de su miseria—, tal vez conozca a alguien que pueda ayudarte. —Amanda me agarró del brazo con fuerza y me pidió que le dijese quien, que contase como podrían ayudarnos y dónde podría encontrar esa ayuda.

—Haré lo que me pidas, hermano. Haré lo que sea necesario.

—Ponte ropa de abrigo. —Le dije, y me dirigí a Lili que parecía algo más serena que mi hermana mayor—. Ayúdala a vestirse. Déjale tu chal. Yo ensillaré al caballo.

 

 

Pasaban de las diez de la noche cuando salimos al galope del pueblo. Ella iba sentada detrás de mí con sus manos alrededor de mi cintura y yo delante, llevando las riendas del caballo. No sabía a dónde nos estábamos dirigiendo, ni a quien iba a llevarla. No sabía qué es lo que haría por ella pero yo tampoco estaba seguro de poder proporcionarle alguna ayuda. Me estaba lanzando desesperadamente a un abismo con la seguridad de que ella me recogería en sus brazos. Y si no a mí, al menos a mi hermana. Ella no había preguntado nada más cuando ya estuvimos fuera de casa, estaba tan desesperada como yo que poco le importó saber si nos dirigíamos al cielo o al infierno con tal de que allí al final del camino pudiésemos encontrar la solución a su problema.

A mitad de camino pude al fin traslucir todo lo que estábamos haciendo con cordura y frialdad y me dije a mi mismo que si aquello no salía bien estamos condenados a la orca como mínimo. Y si ya se encelaban con nosotros nos aguardaba una vida entera de torturas y malvivir. Estábamos cometiendo uno de los pecados más grandes que podían existir en este mundo, estábamos atentando contra la vida que crecía en el vientre de mi hermana, pero era incapaz de tomar aquella decisión por ella, y menos después de saber perfectamente durante años que mi tío abusaba de ella y no haber movido un solo dedo por ayudarla. Cuánto me hubiera gustado haber estado yo en su lugar y no ella. Haberme lanzado directo al acantilado y perderme en el agua, pues mi vida no valía tanto como la suya y estaba convencido a no perderla.

Cuando yo ya veía la casa desde lejos y una lucecilla bailando desde la ventana del dormitorio la puse en sobre aviso.

Vamos a ver a una amiga. —Le dije—. Pero igual que yo voy a guardar tu secreto tú debes guardar el mío.

—¿Qué secreto? —Preguntó pero yo no la dejé terminar. Apenas habíamos llegado a la puerta Ciara ya salía por ella, asustada como estaba por el sonido de las pisadas del caballo avanzando hacia su casa. Había cogido una pequeña mantita que se echaba por los hombros por el frío del exterior y una expresión de pocos amigos al reconocerme. Yo ya le era inconfundible pero la persona encapuchada con un chal a mi espalda era la que le ponía nerviosa.

—¿Qué es lo que haces aquí? —Me preguntó Ciara, recelosa y enfada—. ¡Las horas que son! Bien te dije que no volvieses a venir por aquí. ¿Qué acaso no me entendiste bien? —Mi hermana, sentada detrás de mí en el caballo se volvió para verla y quedó pasmada mirando todo alrededor. Estábamos en medio de la nada, y una mujer salía del interior de una casa para recibirnos de aquellas maneras. Temblaba sujeta a mí, pero con un rápido ademán se quitó la capucha que le ocultaba el rostro y Ciara la miró de arriba abajo. Hubo un momento de silencio, solo un instante, pero pareciéndome eterno. Como si el rostro de mi hermana despertase algún sentimiento en ella acabó por volver la mirada a mí y me preguntó con toda la preocupación que cabía en ella—. ¿Qué ha ocurrido?

—Mi hermana necesita tu ayuda. ¿Podemos pasar?

—¿Qué clase de ayuda?

—De la que solo una mujer puede proporcionar a otra mujer. —Solté a lo que ambas se miraron entre ellas y con un chasquido de su lengua se aproximó a mi hermana y la ayudó a bajar del caballo.

—Vamos dentro. —Dijo ella, invitándome a mí también a seguirlas.



 

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