TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 28
Capítulo 28
“Pacto de Fuego”
York, Inglaterra, 1620.
2 de abril de 1620
La angustia me agarró el pecho y no eran las siete de
la tarde cuando me resolví a salir nuevamente de casa y patrullar el pueblo.
Montar en el caballo yendo de un lado a otro no aliviaba mis pensamientos, al
contrario, mis hermanas me hubieran distraído mejor que el trote pero tal vez
era eso lo que necesitaba, pensar. No era capaz de encontrarle una explicación
razonable a lo que había sucedido entre Ciara y yo. Había memorizado una y otra
vez mis palabras dichas, las suyas, todo lo acontecido e intenté buscar el
momento exacto en el que algo debió torcerse para que ella actuase de aquella
forma. No podía evitar pensar que la oveja tendría algo que ver pero se me
hacía incompresible a parte de poco creíble. Aquella oveja no había podido
ponerla en aquél estado. Tuve que ser yo.
Yendo de un lado a otro por el pueblo no conseguiría
aventajar la situación así que resolví marchar a casa de Sr Williams para
consultarle lo sucedido y pedirle consejo. Ahora que él era conocedor de mi
relación con Ciara no podía privarme de su ayuda. Les pedí a mis hermanas que
me disculpasen, pero no tenía apetito y no deseaba meterme nada en el estómago
hasta haber aclarado lo sucedido. No me importó tampoco presentarme en casa de
Sr Williams a la hora de la cena. En momentos más inoportunos me había
presentado. Además, de que no era capaz de perder un solo momento de mi tiempo
en conocer lo sucedido, o al menos en hablarlo con alguien. Preguntarle por qué
motivo una mujer reaccionaria de aquella manera tan abruptamente y por qué me
echaría de su casa tan precipitadamente. Las conjeturas me mataban.
Detuve el caballo en la puerta delantera y crucé el
jardín hasta llegar a la puerta de entrada. Llamé y tardaron en abrirme. Mari
había acudido algo agitada porque no esperaban visitas y al verme su expresión
se calmó lo suficiente como para sonreírme y cogerme el abrigo y el sombrero.
—Los señores están terminando de cenar. —Dijo ella
algo preocupada—. Si es urgente puedo informarles de que desea recibirlos de
inmediato.
—Puedo esperar. —Le dije y ella me condujo al salón,
después desapareció y a los minutos regresó con Sr Williams. Me dejó a solas
con él.
—¿Cómo usted aquí a estas horas? ¿Ha ocurrido algo?
Tenéis el semblante algo pálido.
—Solo estoy preocupado. Venía a haceros una consulta.
—Él meditó sobre mis palabras y me pidió que le acompañase hacia el comedor.
—¿Habéis cenado? Seguro que ha sobrado al menos un
plato para poneros.
—No tengo apetito. —Le dije y él negó con el rostro.
—Sí que es un asunto que os tiene preocupado. —Saludé
a su mujer y a la niña que comían el postre entretenidas. Había sobre sus
platos un pequeño bizcocho de crema y nata. Incluso aquello me hizo sentir
náuseas.
—¿Queréis un poco de pastel? —Me preguntó Dafne pero
yo negué con el rostro, alzando una mano en forma de disculpa.
—¿Es algo sobre las tierras? No me digáis que vuestro
tío ha metido mano en el ayuntamiento… —Inquirió Sr Williams poniéndome una
silla y yo sentándome en ella negué con el rostro nuevamente. Sr Williams se
sentó en el lugar que estaba acostumbrado y yo me froté las manos, me pasé las
palmas por las mejillas y después por el pelo, retirándomelo hacia atrás.
—Es sobre Ciara. —Dije y ambos levantaron la mirada
algo exaltados.
—¿Le ha ocurrido algo?
—No estoy seguro. Creo que no. Pero, ¡quién sabe! Yo
ya no entiendo nada. —Me froté los ojos. Tenía ganas de llorar.
—¿Qué es lo que ha sucedido? No nos tengáis en ascuas.
—Apuró su esposa.
—Esta tarde fui a verla, a eso de las cinco. Estaba en
el redil de las ovejas. Había dado a luz un carnerito negro una de las ovejas
pero esta ya no podía vivir mucho más. Así que después de muerta la llevamos a
su casa y ella la desolló, y cuando la abrió en canal se trastornó. —Se miraron
entre ellos—. No sé qué ocurrió que se volvió loca diciéndome que me fuese de
su casa, que no volviese nunca más y que no quería volver a verme por allí…
Tras un largo silencio en el que lo único que se oía
era a la niña comer bien tranquila, Sr Williams acabó resoplando, haciendo un
ademán con su mano que me indicaba que le restase importancia a la situación.
—Puede haber sido cualquier cosa. No os devanéis los
sesos por esas cosas. —Su mujer sin embargo no parecía tan despreocupada como
él. Fruncía el ceño y se había quedado mirando su plato vacío delante de ella—.
Ya sabéis como son las mujeres. Un día están entregadas y al siguiente os
rechazan como a un perro.
—Pero todo estaba tan bien… —Solté, junto con un
suspiro.
—Ya se le pasará. Y si desea volver a ponerse en
contacto con vos lo hará, no os quepa la menor duda de eso. —Sentenció con
optimismo pero su mujer le tiró de la manga, y susurrando le dijo, bien claro:
—¡Os dije que pasaría! El carneo se murió ayer y ya os
avisé que esto estaba por venirnos. Como la peste. Igual.
—¿Se ha muerto vuestro carnero? —Les pregunté y de
nuevo Sr Williams le restó importancia.
—Estaba ya mayor, además, así no dará tanto la lata.
—Ya me olía yo esto. ¡Te lo dije! Era solo cuestión de
tiempo. Ha tenido que ser su cría que a través de las tripas de su madre nos
advierta.
—Estás asustando a nuestro invitado. —Le susurró Sr
Williams a su esposa pidiéndole, con un tono de voz bastante desagradable que
enmudeciese. Ella no parecía dispuesta a ceder.
—¿De qué estáis hablando? —Antes de que ninguno de
ellos respondiese a mi pregunta se escuchó el trote de un caballo acercarse por
algún lado. Las cortinas estaban echadas en el comedor pero bien se podía
distinguir que una alta figura animal se había detenido al lado de la puerta de
la casa. Entre un pliegue y otro se vislumbraba a un caballo blanco allí
plantado.
—¡Yo atenderé la puerta, Mari! —Gritó Sr Williams
justo antes de que alguien tocase a ella. Salió a prisa y con recelo. Yo mismo
estaba temblando y me rodeaba una ola de temor y confusión anegando todos mis
sentidos, embotando mi mente y volviéndome inseguro e incauto. Dafne aún
sentada a la mesa se inquietó lo suficiente como para poner ambas manos en el
borde de la madera con la clara intención de saltar del asiento e impulsarse
fuera si fuese necesario. Yo me agarré los pantalones hasta hacerme daño en las
manos, por la tensión.
Cuando Sr Williams regresaba el caballo blanco volvía
al galope y desaparecía en la oscuridad del bosque que se vislumbraba por las
cortinas. Sr Williams traía un pedazo de pergamino escrito y lo leía
detenidamente, pero el gesto se le ensombreció antes de terminarlo. Si bien en
la última frase ya estaba pálido como un muerto y le temblaba la mano que
sujetaba la carta. Esta no venía cerrada, ni sellada, ni siquiera firmaba, solo
doblada en dos.
—Coge a la niña, Dafne. —Sentenció, pasándole a ella
la carta. Esta ya estaba de pie antes de que pudiese alcanzar el pergamino y
cuando lo hubo leído, juro que solo leyó por encima, saltó de la mesa llamando
a Mari por toda la casa. La oía mandar:
—¡Recoge todo! Lo imprescindible ponlo en las maletas
más grandes y prepara el carro. Nos vamos antes del amanecer.
—¿Qué sucede? —Le pregunté a Sr Williams que me miraba
con una expresión mezcla de pena y temor—. ¿También vos vais a echarme de
vuestra casa como ha hecho ella?
—Me temo que no. Al contrario, somos nosotros los que
nos vamos.
—¿Iros? ¿Iros a donde? —Le pregunté presa del pánico.
—Volveremos a Londres. Al menos una temporada. Hasta
que los ánimos se calmen.
—¿Ánimos? —Pregunté—. ¿Qué ha de calmarse? ¿Qué es lo
que me estáis ocultando? —Aunque intentaba sonar con algo de autoridad, me era
imposible. Se me estaba formando un nudo en la garganta fruto de la angustia y
la incomprensión—. ¿Era ella?
—No. —Sentenció. Me mentía—. Tenemos asuntos urgentes
que atender en Londres que requieren la presencia de ambos. Es imprescindible
que acudamos de inmediato.
—Me estáis mintiendo. —Dije pero a él no le pareció
oportuno seguir con las excusas. Se limitó a sonreírme de la forma más
condescendiente posible y apoyó su mano en mi hombro con familiaridad. Yo
temblé de pies a cabeza ante la idea de que todos me abandonaban. Yo ya no
conocía otro mundo en el que ellos no estuviesen, y salir de él me aterraba.
—Cuidaos, capitán. No sé cuando volveremos a vernos.
—¡No me digáis eso! —Solté, asustado.
—Os acompaño a la salida.
—Dejad que al menos me despida de la niña. —Supliqué
extendiéndole los bazos a la niña que no menos confundida que yo acudió a mí en
cuanto me vio llamarla. Apenas la había estrechado en mis brazos cuando su
madre me la arrebató de ellos. La dejé ir y ella lagrimeó sin comprender que
estaba sucediendo. Se la llevó arriba y yo la vi marcharse ondeando el vestido
sobre el regazo de su madre.
—Echaré de menos vuestras muecas ofendidas y vuestra
facilidad para escandalizaros. —Dijo Sr Williams con una sonrisa y antes de que
pudiese abrazarme, pues estaba a punto de hacerlo, Mari nos interrumpió
estrepitosamente.
—La señora dice que subáis y preparéis vuestro
equipaje.
—Ahora mismo voy. —Dijo él y volvió a posar la mano en
el hombro—. Confío en que sepáis encontrar la salida por vos mismo. Despedid a
vuestras hermanas de mi parte. —Sentenció y desapareció también por las
escaleras.
Me quedé allí solo en el comedor escuchando como los
pasos se movían por el piso superior de un lado a otro. Algo había quedado en
la mesa, y era la nota. Estaba seguro de que la habían dejado allí para mí y
que no les importaría si la leyese, porque estaban tan seguros como yo de que
no entendería nada. La rescaté, estaba medio abierta. Fue solo cuestión de
fijar los ojos en ella para distinguir una letra que ya conocía sobre un trozo
de pergamino arrugado, arrancado y sucio. Olía a lavanda.
La muerte se ciñe sobre estos
condados. Correrá la sangre a través del río, convirtiendo el bosque en cenizas
y a mí en huesos. Tres serán los que se encuentren con la muerte y la hallaran
en un mismo ser de confianza. Aquél a quien hemos amado y de quien tan ilusamente
no hemos desconfiado. Mi final está escrito, el vuestro aún puede sortearse.
Marchad, coged a vuestra mujer e hija y volved a Londres, antes de que la
ponzoña os alcance.
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