TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 27
Capítulo 27
“Esclavas de Afrodita”
Grecia helénica.
Año 301 a.C.
El Pireo. Puerto de Atenas.
Hace muchos años, en los principios de los tiempos, Zeus, el dios de todos y padre de todo lo creado, diseñó y creó a unos seres, a los cuales llamaría los “Andróginos”. Estas criaturas poseían una fuerza increíble, una inteligencia extraordinaria y unas capacidades sobrehumanas. El mito describe a estas criaturas con posesión de dos brazos a cada costado de su cuerpo, ambos sexos y una sola cabeza dividida por dos caras, una masculina y otra femenina. Estos seres sentían que, a pesar de ser inferiores en rango frente a los Dioses, eran mucho más poderosos que estos, debido a sus cualidades místicas. Por lo que un día decidieron ir todos al Olimpo y reclamar lo que era suyo por derecho de supervivencia, ideando un plan para matar a todos los Dioses y establecerse como nuevos mandantes sobre todo lo que se podía ver con ojos omnipotentes, y más allá.
Pero no les fue posible, ya que como en todo en la vida, no previeron las capacidades de su mismo creador, subestimando sus poderes y osando insultarlo. Para defenderse, Zeus tomó sus rayos en un lanzamiento certero, partió a los rebeldes justo por la mitad de sus cuerpos, con el fin de debilitarlos hasta reducirlos a tristes criaturas formadas por el desamparo y la pena. Después de aquella funesta pérdida, las incompletas criaturas intentaron unirse de nuevo, pero los dioses, en precaución por sus recién derrotados combatientes, decidieron que lo mejor era borrar todos los recuerdos que tuvieran de sus vidas pasadas, para que así se perdieran para siempre en un mundo muy lejos de algo parecido a las añoranzas celestiales que marcaron su rotunda perdición. Y así, cada mitad siempre busca a su contraparte, condenados a tal vez ni siquiera encontrarla, con el objetivo de ver a los ojos a una persona que les demuestre que en algún momento de su creación espiritual, estuvieron unidos en uno solo, siendo rebosantes en felicidad, fuerza, poder y sabiduría.
Ojalá poder regresar a esos momentos de añoranza y pérdida, ya no recuerdo aquella normalidad de búsqueda y perdición. Añoro aquellos años en los que buscaba entre las miradas de las personas y me hallaba nuevamente en soledad, tras no encontrar esa comprensión sentimental. Porque si hay algo más doloroso que la constante ausencia de mi propio ser es reencontrarme a mí misma dentro de otra mirada, encontrar la fuerza y el poder que me corresponden a manos de otra persona. ¡Qué dolorosa dependencia es la que se crea, como lazos de acero que me condenan irrevocablemente a una eternidad de obediencia y filiación! Yo ya encontré hace mucho tiempo aquella a quien podría llamar mía, parte de mí o yo misma, arremolinada entre una manta embarrada hecha una bola de temblor y frío en la esquina de una callejuela acompañada de la presencia del dolor y el hambre. Una niña esclava fugitiva de su condena solo por ser extranjera, ¡Y yo que me creía esclava de mi trabajo, ahora sí que le pertenecía por entero a ella!
El sol ya había comenzado a descender en aquella calurosa primavera de mediados de mayo. Las olas silbaban y murmuraban a lo lejos, rompiendo contra la tierra con la calidez de unas caricias infinitas. La noche se aproximaba lenta y rezagada, ocultando poco a poco los rayos de luz, sustituyendo el rubor por brillo nocturno y el calor por brisa ligera. Los velos ondean como banderas descubriendo los rostros y las figuras, los brazos ya no brillan con fulgor, se apagan como velas para que brillen los ojos con la luz de la luna. Las hogueras se encienden paulatinamente y las personas caminan con pasos más lentos, disfrutando de los pequeños besos que la luna dejaba caer sobre los habitantes de Atenas. Los comerciantes cerraban sus establecimientos, las tabernas abrían con entusiasmo y las mujeres salían a la calle, también sus clientes. Cuando Apolo deja de sobrevolar, sobre su carro de fuego el horizonte, es la hora de que Cupido se arme con su arco para recorrer las colapsadas calles de Atenas en busca de la fina piel que atravesar, en compañía de Afrodita y Ares.
Los últimos rayos de sol caen sobre la cabellera pelirroja de una joven veinteañera que armada con tan solo un chal tan transparente como el agua se inclina sentada sobre un poyo de piedra, colocándose el cordel de la sandalia, que apenas ha comenzado la noche y ya le incomoda. Sus piernas cruzadas no permiten ver su sexo pero sus senos se traslucen a través de la luz que atraviesa el chal, delineando el contorno oscuro de las aureolas y el rubor de sus pezones, pintados con carmín. Igual que sus labios, igual que sus mejillas. Sus manos ágiles se recolocan la sandalia y queda allí unos segundos, mirando como el sol termina por ocultarse, dando por finalizado el día y anunciando el comienzo de la noche. Sus piernas se descruzan, resopla, hastiada. Mira alrededor buscando con la vista un buen motivo para caminar pero sigue allí sentada, con el ceño fruncido mirando hacia el final del puerto, mirando hacia las personas caminando de un lado a otro, como hombres y mujeres libres. Solo eso ya le es motivo suficiente como para formarle un mohín en sus labios. Esa mujer, soy yo.
Muchas veces me preguntaba porqué habría tenido que nacer esclava de Afrodita, una más dentro de una línea sucesoria, de madres a hijas, prostituta hasta la muerte. Mi madre me tuvo solo para que, cuando sus senos se cayesen y su sexo ya no satisficiese a los clientes, yo pudiese ocupar su lugar, como quien renueva la carta de un restaurante o saca una tinaja de vino dulce. Como quien cambia de dios pero sigue cometiendo los mismos pecados. Comencé a trabajar como prostituta a los once años, cuando aún no era mujer. Ahora que ya lo era me preguntaba a dónde había ido a parar mi infancia. Por suerte no me codeaba con más que trabajadores como yo, y me era muy difícil imaginar qué clase de vida habría tenido de no haber seguido con el trabajo familiar, y sin embargo llevaba ya mucho tiempo angustiándome la idea de que algo más podría haber. Tal vez, fuera de aquellas sedas y aquellas largas noches húmedas, podría encontrarme con un futuro algo mejor. La libertad no era para mí una alternativa, tampoco lo era la renuncia. Tal vez, simplemente la desaparición. Eso es. El desvanecimiento.
En ciertos momentos de optimismo me consolaba pensando que al menos era libre dentro de mi propio trabajo. Por entonces las prostitutas teníamos diferentes escalafones dentro de la sociedad dependiendo de nuestra situación laboral. Yo era libre ejerciendo mi trabajo, aunque era esclava de él y no podía renunciar tan fácilmente a ese deber. Sin embargo otras no tenían tanta suerte y se veían obligadas a trabajar dentro de burdeles bajo la protección de hombres que se llevaban las comisiones de sus sueldos, muy mal pagados. Al menos yo escogía a mis clientes. Pero cuando el hambre apretaba mi listón descendía y era capaz de venderme por un óbolo en las frías noches de invierno, que más costaba el vino que le había dado al cliente que el polvo. Al menos las mujeres pagaban mejor, y eran mucho más delicadas en el acto, pero son tan pocas las que requieren de esa clase de servicios que es tan complicado encontrarlas... Como decía Platón, «las mujeres descendientes de las mujeres primitivas no tienen gran gusto por los hombres: ellas prefieren las mujeres».
Aunque pocas veces aquellas ideas conseguían animarme porque incluso dentro de mi propio trabajo también las había mucho más afortunadas, intelectuales y filósofas, poetisas e intelectuales que se las arreglaban para escoger a los mejores clientes, hombres y mujeres de alta alcurnia y ser su concubina por años viviendo eternamente entre los lujos y las conversaciones más interesantes, las heteras las llaman. Chicas afortunadas, codeándose para la posteridad con los hombres más importantes de la política, con los artistas mejor pagados, siendo sus musas y sus modelos. Siendo las diosas a las que nosotros adoramos. Siendo heroínas dentro de esta esclavitud desdeñosa. Y yo llevo años con las mismas sandalias, por lo menos me quedan mis encantos.
—¿La noche se avecina tranquila, Delia ? —Surgió la voz de un muchacho a mi espalda. El joven se sentó a mi lado pero colgando los pies del otro lado del poyo de piedra. Torciendo su rostro me miraba con la sonrisa maquiavélica del diablo que vive del negocio más oscuro que existe, y lo disfruta porque no conoce otra forma de vida. Un pequeño Eros, convertido en un adolescente inmaduro que se arrastraba por los paseos del puerto cada noche para satisfacer a todos los hombres que le regalasen al menos media docena de ovales. Apenas tenía quince años, y cuanto gustaba de presumir de sus clientes entre bastidores. Incluso hemos llegado a trabajar en el mismo servicio, y de vez en cuando, compartiendo clientes.
—Eso parece. Es una noche perfecta.
—¿Que acaso has colgado el hábito? —Me preguntó con media sonrisa cínica—. ¿Acaso a los lobos les gusta el pasto tranquilo? No. Les gusta infestado de conejillos.
—¿Acaso somos nosotros los lobos, Eros? ¿No nos parecemos más a los conejos?
—Somos los lobos. —Suspiró, apoyando sus manos detrás de él para inclinar su espalda. Me besó el hombro descubierto—. Somos cazadores, eligiendo nuestra presa para después extraerle hasta la última gota de fluido y abandonarla hasta la siguiente hambruna.
—Qué feliz eres en tu mundo. —Musité mientras rodaba los ojos, apartándome la melena rizada y colocándomela a un lado para peinarla con los dedos. El joven me miró de arriba abajo y se sonrió a sí mismo mientras chasqueaba la lengua.
—Por suerte vivo en la realidad, ¡los dioses me libren de creerme en una mentira! ¿Ya has publicado tus poemas? —Me preguntó en un tono socarrón y ella le apartó la mirada, frunciendo el ceño—. ¿Ya te has convertido en una gran poetisa como Safo?
—Tienes la lengua llena de veneno. —Solté mientras me ponía en pie y buscaba con la mirada un lugar donde alejarme, algún rincón donde ocultarme o algún otro saliente donde apoyarme. El joven resopló y se puso en pie para marcharse, y mientras se alejaba se quitaba el clámide exponiendo su cuerpo enteramente desnudo a la luz de la luna que tornaba su piel de un color grisáceo, casi marmoleo.
—Que la noche sea productiva. Si a media noche no has encontrado nada, estaré rondando las calles del puente, como siempre. Tal vez a alguno le apetezca una pequeña fiesta de tres hoy.
Yo me quedé allí, viendo como el jovencito se colgaba la túnica al hombro y caminaba directo calle abajo. Di media vuelta y caminé en dirección contraria, escuchando cada vez más cerca el sonido de las olas rompiendo en la pared de piedra que conducía al faro. El sol había desaparecido al fin, por entero. Las risas y el jolgorio de la noche se avecinaba y yo debería formar parte de aquella orquesta. No me estaban esperando, pero tendría un papel crucial aquella noche. Me atusé el cabello, peinándomelo mientras lo olía, me lo pasaba por el rostro, por las mejillas. Me colocaba las pulseras y me recolocaba la sandalia. Caminé dirigiéndome hacia la luz del faro que parpadeaba con insistencia. La noche no sería fría pero un escalofrío me recorrió. Me imaginaba el peso de algún hombre sobre el vientre, las manos de aquel desconocido en los muslos, en mis piernas, el sonido de mi propia risa forzada, la amargura del coito, el ardor en el clítoris y el desagradable olor del semen. Nunca más, me dije, nunca más.
A lo lejos un grupo de hombres se acercaba. No parecían ebrios, la noche acababa de comenzar y aún quedaban muchas horas de oscuridad que embriagase a los hombres. Se dirigirían a alguna taberna, seguramente, estaba claro que eran funcionarios. Sus ropas, sus ademanes insolentes. Eran trabajadores del estado y desde luego que presumían de ellos. Eran, sin embargo, la presa más fácil, los conejos más débiles y despistados. Los hombres más sedientos de carne y los más necesitados del desahogo carnal que una prostituta podía regalarles. Todos ellos, maridos a la fuerza con esposas a la fuerza en matrimonios desgraciados con hijos no deseados. Eran la carne de cañón más a mano, más fácil. Pero no era lo que estaba buscando. Por suerte no tenía hambre.
Ellos pasaron a mi lado, pero mi rostro no los miró, no me volví a ellos y ni siquiera hice el ademán de detenerme. Ellos me ignoraron al no sentirse atraídos y pasé de largo. Un funcionario era, al fin y al cabo, un trabajador para el estado y no era la mejor presa aquella noche. Tendría que esperar a que fuese más de noche. El vino debería hacer efecto en el hombre, debía ver el brillar el oro.
…
Pasadas las doce y media se acercaba al faro un hombre. Más bien se tambaleaba de un lado a otro con lúgubres expresiones de embriaguez y la lánguida figura de un borracho. Era rico, sin embargo, de alta alcurnia. Con sus anillos brillando a la luz de la luna, y más tarde al fuego del faro. Se sujetaba de la barandilla que le despeñaría por el acantilado y con media botella llena de la mano se volvía a la boca de la botella para darle un último beso alcoholizado. A punto estuvo de dar de bruces contra el suelo en un traspié si unas manos no le hubiesen recogido en plena caída. Acabó de rodillas pero con el rostro intacto. La tinaja cayó al suelo desparramando el vino y rodando hasta caer al arcén. Se lamentó por ello sin ser consciente de que una mujer le recogía en un abrazo y le ayudaba a incorporarse, dulcemente como una madre habría hecho con su niño. Más bien podría haber sido su hija, solo por la diferencia de edad. Los anillos en las manos del hombre refulgían mis pupilas y sus collares bailabas de un lado a otro sobre el pecho de aquel hombre.
—¿Estáis bien? —Pregunté mientras le animaba a incorporarse poco a poco, temiendo que se hubiese hecho el daño suficiente como para entristecer su ánimo. Al sonido de mi voz, el hombre alzó la mirada para descubrirme con la túnica caída a los pies y mi cabello cayendo por su propio cuerpo, inclinada como estaba sobre él para levantarlo.
—¿Qué dulce diosa ha venido a rescatarme de la embriaguez? —Se preguntaba, más para sí mismo que para mí—. ¿Sois una musa acaso? ¡No! Dejadme adivinar… ¿una ninfa?
—Una mujer real. —Dije con una sonrisa firme y una mirada sincera, aunque con el rostro altivo. Cuando el hombre estuvo en pie, maravillado con la imagen que tenía delante, recogí la túnica y me cubrí con ella, pero el hombre me detuvo mientras yo daba un respingo, sorprendida—. ¿Queréis vos la túnica?
—No necesitamos ninguno de los dos la túnica. —Dijo mientras me miraba de arriba abajo y él terminaba por erguirse. Yo era casi tan alta como él, con las caderas anchas y los cabellos casi tan largos que rozaban mis glúteos. Los pechos grandes, y el vientre abultado. Era hermosa.
—Si quiere mirar por más tiempo todo tiene un precio. —Canturreé remoloneando y dando un paso atrás, incitando al hombre a que me siguiese si deseaba algo. Él avanzó ese paso inconscientemente, cautivado, o tal vez borracho.
—Estoy tan borracho que ni me acordaré. —Musitó él, lastimero.
—Mi casa está algo lejos, así que paseando se os borrará el efecto del alcohol. Tengo hojaldres y dulces en la casa. —Musitó—. Por si os entra el hambre.
—¡Qué bien dispuesto lo tenéis todo, preciosa afrodita! ¿Cómo es vuestro nombre y cómo es que no os he visto antes?
—Trabajo poco y bien. —Dije, con media sonrisa, agarrando el hombre del brazo, dado que ya estaba más que convencido y lo condujo calle abajo en dirección a mi casa—. Hago mi mejor esfuerzo por un buen precio y después me tomo largos descansos.
—¡Ah! —Se sorprendió el hombre con una risa—. ¿Así que eres entregada a tu oficio?
—Como la que más. Si hubiese sido instructora mis alumnos habrían sido los mejores, y cuando sea poeta, mis poemas serán los mejores que se hayan escrito nunca.
—¿Sois poetisa? ¡Qué raro es ver hoy en día a mujeres bien instruidas!
—¡Qué va! —Me excusé—. Solo es afición, puro placer al arte.
—¡Y tú eres arte! —Dijo él con toda la convicción de la que fue capaz, aduladora tal vez por miedo a que le rechazase o simplemente para hacerse atractivo a mis ojos, cosa que no necesitaba pero que más nunca hacía. El juego previo a veces era lo mejor de la experiencia—. Espero que el arte que hagas esta noche sea digno de que se exponga en los mejores templos.
—Me temo que el arte que crearemos no debe ser expuesto en ningún lugar sagrado.
—¿Ni siquiera en los templos de Afrodita?
—Solo en los de Ápate .
…
Dentro de la casa el olor de la lavanda nos golpeó a ambos. El hombre se cubrió la nariz, algo desagradado por aquella bocanada de esencia floral pero yo exhalé gustosa aquél perfume.
—Me llamo Andrea. —Dijo el hombre mientras se deshacía de la túnica sobre los hombros y quedaba tan solo con el quitón sobre el cuerpo. Yo le recogí la túnica en los brazos y le guié escaleras arriba seguida de él.
—Dali. —Dije, como diminutivo de mi nombre, o como forma de acórtalo para que él no supusiese mi nombre por completo. Tal vez era el nombre que solía usar exclusivamente con mis clientes o incluso acabase de inventármelo, algo nerviosa como estaba, sintiendo la mano de aquel hombro por mi muslo subiendo por las escaleras hasta el piso superior. Allí él no esperó a que le introdujese en una de las habitaciones y me acorraóo contra la pared cercana a la escalera. Un paso en falso y alguno podría tropezar y caer escaleras abajo.
—¿Vives sola? —Me preguntó él, entre beso y beso. Sus manos exploraron todo mi cuerpo, desnudo y expuesto, apoyado contra la pared.
—No. Hay otras chicas aquí.
—¿Compañeras?
—No. —Dije, no tan tajante como le hubiera gustado remarcar—. Solo algunas.
—Hum, ya veo. ¿Os han subido mucho el alquiler? Con la subida de impuestos…
—Sí. —Sonreí divertida por la conversación tan banal que estábamos manteniendo en un momento tan inapropiado. Me pregunté si sería a causa del alcohol o si tal vez él solo retardaba una erección—. Y algunas hemos tenido que subir un poco los precios. Ya sabes cómo son estas cosas…
—Eso no es problema. —Dijo él soltando un bufido ególatra. La lengua de este recorrió mi clavícula derecha y descendió por la axila hasta el pezón. Me mordió allí provocándome un respingo y sujeté los hombros del hombre, apoyándome mientras intentaba escuchar dentro del dormitorio que estaba al otro lado de la pared en la que me apoyaba, mi dormitorio.
—¿No quieres pasar adentro? —Le tuteé. No pareció importarle—. Tengo hojaldres de miel. Te refrescarán la mente y saciarán el estómago.
—Tus clientes deben estar contentos. —Dijo él con media sonrisa, separándose de mi piel—. ¿No tendrás por casualidad alguna copa de vino? —Alcé una ceja, reprochándole aquella pregunta con la comisura alzada y él se sonrió, divertido—. ¿Cómo si no van a bajar los hojaldres sin un poco de vino? Águalo bien, solo para sentir el sabor.
—Así lo haré. —Asentí y sujetándole la muñeca lo conduje dentro de la primera puerta que se avistaba en aquella misma pared en la que habíamos estado retozando. Ya en la propia entrada de la puerta se podían ver un par de ramilletes de lavanda colgados del umbral con un hilillo de seda, como alguna especie de símbolo supersticioso o auguro floral. Él no se fijó en ello pero volvió a arrugar la nariz a causa del olor. Cuando cerré al puerta detrás de mí y me volví al interior de la habitación encontré al hombre calvado a un lado de la habitación mirando en la dirección contraria a la puerta, donde en una esquina del cuarto, acurrucada sobre una silla, estaba sentada una niña no mayor de doce años, con las manos rodeándose las rodillas y mirando fijamente a través de sus ojos negros como el carbón, aquél desconocido que había entrado en el cuarto. No parecía, sin embargo, asustada, más temeroso estaba el desconocido que bien podría haberse orinado encima del susto. La niña no apartaba la mirada, el hombre tampoco lo hizo. Cuando yo la divisé en aquel oscuro rincón de la habitación la llamé haciendo que rompiese el contacto visual con el hombre.
—Neith , querida, tráenos de la despensa unos hojaldres de miel que quedaron de esta mañana y dos copas con vino, bien aguado.
La niña bajó los pies del asiento y se puso en pie con los pasos más calculados y sigilosos que los de un felino. Siempre los clientes se asustaban al verla, porque era tan exótica y particular que no podías apartar la mirada de ella aunque quisieses, y al mismo tiempo notando como tu cuerpo te pide que te alejes, como un instinto natural, intrínseco en nuestro ser. Era menuda, apenas si alcanzaría el metro y medio, pero delgada y tan estilizada que parecía estar perfectamente adaptada a su estatura como si ya hubiese nacido así, como si los dioses la hubiesen creado a partir del barro y la ceniza, para esculpirla tal como era entonces. Yo la conocí así y así fue siempre. El pelo negro como un tizón, corto y desgarbado que bien podría haber pasado por un niño abandonado, y su pecho tan plano que no necesitaba sostén o telas que la cubriesen, porque no tenía nada vergonzoso que cubrir. La única prenda que llevaba era un calzón de tela algodonosa alrededor de la cintura. Era egipcia, y no necesitaba un tocado dorado de faraón para tener el porte de uno.
Cuando Neith pasó al lado del hombre su porte se vio mucho más frío y duro, su expresión se agrió y cuando le lanzó una última mirada antes de dejarle atrás, el hombre se revolvió en sí mismo, asustado y algo intimidado por ella. Aquellas emociones pasaron a un enfado paulatino y desembocaron en la mayor curiosidad que hubiese experimentado hasta entonces. Cuando se cerró la puerta detrás de mí el hombre la había estado siguiendo con la mirada y al desaparecer esta entonces solo le quedé yo como objeto de deseo.
—¿Y esta niña? —Preguntó, mucho más curioso por el propio halo de misterio que desprendía que realmente por la verdad—. ¿También trabaja contigo?
—A veces. —Reconocí inflamando su curiosidad—. Aunque no es la más indicada para una charla postcoital. No suele hablar demasiado. Es profesional, se mete en la cama, sale de ella y cobra su sueldo.
—Ya veo. —Dijo él, casi ilusionado con aquella idea—. ¿Es siria?
—Egipcia. —El hombre asintió—. Esclava. Lo era. Escapó.
—Ya veo. —Repitió—. ¿Y tú al acogiste aquí?
—Más o menos. —Suspiré—. Ella me encontró, y se estableció aquí conmigo.
—Parece un niño. —Dijo, esta vez con una mueca de disgusto, casi como si aquel nimbo andrógino que refulgía en ella le resultase perturbador y desagradable. Yo me encogí de hombros y me acerqué al lecho mientras retiraba las mantas y descubría en el interior de estas mis tablillas de cera con mis poemas escritos. Descolocados y manoseados. Algunos versos tachados, otros desdibujados. Había vuelto a hurgar en mis tablillas.
—¿Son vuestros? —Preguntó el hombre mientras cogía una de las tablillas y la leía con la tenue luz que entraba desde fuera.
Hoy soy aquí el espejo de su alma
Yo me convierto en ella y ella yace
a mi lado en la memoria quemada.
—Sí, son míos. —Dije algo avergonzada de que los leyese. Era el primer cliente que lo hacía porque por lo general siempre tenía las tablillas bien escondidas, pero sobre todo porque no me gustaba la idea de que mis clientes viesen en mí algo más inteligente que un cuerpo hermoso. Seguramente eso les conduciría a la idea de que aspiraba demasiado alto para unos precios tan bajos a los que me resignaba. Él seguía leyendo:
El baile ha comenzado a las diez
Nuestro encuentro es fatal, la luna
Es más que conocedora de
Que tú y yo somos una suma.
—No es muy sonoro. —Musitó él mientras arrugaba la nariz y yo desvié la mirada, escrutando alrededor en busca de un lugar mejor donde posar la vista.
Hemos llegado tarde a cenar
deshago el vestido con vino
la sangre nos baña, una más
rompes el lazo azul de lino
¬—¿Poca musicalidad? —Le pregunté y él se limitó a encogerse de hombros como si leerlos no le produjese la menor emoción. Tal como si su mente no consiguiese conectar con el trasfondo del poema o tal vez no encontraba el sentido o el engranaje que debía resolver para imbuirse dentro de la totalidad de la simbología. Le faltaba mi experiencia personal, o tal vez mi ambición.
Lejos de toda la humanidad
Haciendo el mundo tu posesión
Caminas a través del lago
No vives más que como un ladrón
El oro baña tu cabaña
En la noche tú perteneces
A la oscuridad compinchada
La luna es chivata a veces.
Eres demasiado salvaje
Careces de fiel armonía
Desapareces en la bruma
Y en la luz eres agonía
—¿Dónde están las alabanzas a los dioses o las epopeyas? Me falta el canto a algún dios o tal vez una musa. Tenéis buena mano con la plumilla pero os falta la intencionalidad. Os falta la experiencia. —El hombre lanzó de nuevo las tablillas sobre el lecho pero yo las recogí y mientras las apartaba a un lado, escondiéndolas en alguna parte del cuarto la puerta sonó con Neith entrando con una bandeja de metal sobre las manos. Andrea le ayudó a sujetar la puerta y cuando entró por completo dejó la bandeja al pie del lecho, sujetando una de las copas en dirección al hombre y la otra me la extendió a mí con la misma impasible expresión de sumisión y obediencia. Andrea extendió la mano para tocar la parte inferior de uno de sus senos, donde ni había volumen ni se esperaba reacción alguna. Sus dedos rodearon el perímetro inferior del pezón y ella le miró con la misma diligencia que si le hubiese simplemente acariciado el hombro o el rostro. Después le revolvió el pelo, como bien le habría hecho a un niño cualquiera y bebió delante de ella todo el contenido de la copa. La miel de los hojaldres inundó la habitación con un dulzor empalagoso y la masa de hojaldre con una apestosa esencia artesanal. El olor de lavanda desaparecía por momentos.
—¿Cuántos años tienes, criatura? —Le preguntó él con toda la naturalidad y confianza que le otorgaba la embriaguez y el sucio trato con el que nos iba a pagar.
—Doce. —Dijo ella con una voz seria y penetrante. Más directa y tajante de lo que él habría esperado. Tal vez se hubiese imaginado que encontraría en ella algo de musicalidad o tal vez vergüenza. Algo del rubor infantil que una niña aún pudiera tener, pero después de los tratos denigrantes que le había tocado sufrir a lo largo de su vida no necesitaba aquella vergüenza virginal y mucho menos musicalidad en su tono de voz. Andrea dio un respingo con aquella respuesta y después me miró a mí, con una sonrisa más avergonzada de lo que le hubiera podido imaginar.
—Puedes retirarte, Neith. Del resto ya me encargo yo. —Dije pero mientras ella se daba media vuelta el hombre la detuvo sujetándola por el brazo, gesto que a ella le puso en alerta y se miró su propio brazo tal vez calculando las posibilidades que había de poder deshacerse de aquella mano que le sostenía con aquella decisión lujuriosa.
—No es necesario que se vaya. Puede quedarse.
—Ella no trabaja hoy. —Dije, con la esperanza de poder disuadirle de cualquier idea que se le pasase por la cabeza.
—Que se siente al fondo, como antes. No me importará conformarme con mirarla de vez en cuando.
Yo miré a Neith y ella me devolvió una mirada conformista. Apartándose de la mano de aquél hombre se deslizó entre nosotros y se sentó al fondo de la habitación donde la habíamos encontrado al entrar. Esta vez se sentó con las piernas cruzadas, con aquellas rodillas morenas brillando con la luz que entraba del exterior y sus mejillas algo sonrosadas llenas de fiereza infantil. Su oscura mirada recorrió todo el cuarto y por último nosotros fuimos el objeto principal de sus ojos. Fuimos los esclavos de su mirada y los juguetes rotos que degustarían de su atención. Éramos la única razón por la que ella estaba allí y ella era lo único que nos mantenía presenciales.
Cuando Andrea se cansó de darle de bocados a uno de los hojaldres de miel, sentados como estábamos al borde del lecho cayó encima de mí y besándome con fiereza se deshizo en gemidos los primeros momentos hasta que eyaculó en mi mano tan solo liberando la primera dosis de adrenalina para tomarse la segunda ronda con más calma. De vez en cuando volvía el rostro para mirar a Neith que no había apartado la mirada de nosotros en ningún momento. Aquello parecía que le excitaba en sobremanera y sentirse observado por un segundo espectador era una ayuda extra en su juego. Sin embargo no se oía nada procedente de ella. Ni un suspiro, ni un gemido, ni mucho menos el chirrido de la silla. No se movía lo más mínimo y tal vez el hombre se volviese a ella para asegurarse de que seguía allí sentada y no se había evaporado entre las sombras del rincón en que se había sentado. Lo único que se movía de ella eran sus ojos vagando de un lado a otro de nuestros cuerpos recorriéndonos con aquella desvergonzada expresión y su pecho, subiendo y bajando con su respiración. Sus deditos también se movían, inquietos a veces jugueteando sobre su regazo y muy de vez en cuando parpadeaba. Solo esporádicamente.
Cuando el hombre metió sus dedos dentro de mi sexo ella sintió un espasmo al oírme gemir. Poder verla al otro lado de la estancia mirándome directamente a los ojos e incluso volverme el estómago del revés por aquella penetrante mirada de insolencia con la que me violó, juraría que estuvo a punto de sonríeme porque había conseguido conectar con mi mente, imbuyéndome con pensamientos de completa perversidad. Ella era conocedora de que Andrea estaba imaginándose que le estaba haciendo el amor a ella, ella se imaginaba que me lo estaba haciendo a mí y yo, yo simplemente estaba allí, formando parte de aquél cruce de ideas y malignos pensamientos, pecaminosas emociones, insuficientes anhelos y pura infamia. Me imaginé que los dedos de él eran los suyos, como otras veces los había sentido dentro, que sus besos áridos y desordenados eran sus melosas caricias y que cada uno de los gemidos que aquel hombre rugía en mi oído eran sus palabras acariciándome el pensamiento.
El hombre aún tardaría en terminar así que sujetando la mano de este en mi sexo le deshice sin que se diese cuenta de uno de los anillos. Él pensaría que lo habría perdido pero se habría corrido para entonces. Lo oculté bajo las sábanas y rodeé su cuello con mis manos, abriendo el broche de una de sus cadenas de oro justo en el momento en que penetraba mi sexo con su glande. La cadena no calló, pues la sostuve aún un tiempo entre mis dedos y cuando se apoyó sobre mi pecho la deslicé fuera de su cuello, escondiéndomela en la palma de la mano hasta que encontrase el momento de ocultarla mejor. Andrea se volvió a la niña, y esta le devolvió una mirada cómplice. Se apoyó, algo exhausta sobre el respaldo de la silla y lo miró desde la lejanía con una mueca de desinterés y completa abnegación. Fuera se oyó a un perro ladrar, los gritos de alguna mujer, alguna de las puertas de la casa se cerraba. Los pastelitos de miel seguían exhumando su indigesto olor, él estaba a dos minutos de correrse. El lecho se zarandea y las manas se retuercen y arremolinan en nuestros miembros. El hombre empieza a sudar y Neith se tensa en su asiento sintiendo ella también el abismo acercarse. Le quito otra de las cadenas.
—¿No te apuntas, chiquilla? —Le preguntó Andrea a Neith en un arrebato de lujuria, volviéndose a ella mientras me embestía a mí seguramente imaginándose que era el cuerpo de ella el que profanaba, no el mío. Ella le devolvió una mirada tan inanimada que él perdió repentinamente el interés sobre ella, porque si no le seguía el juego, otros juguetes encontraría con qué divertirse. Al menos una vagina caliente le rodeaba y eso era más que suficiente para terminar la diversión por todo lo alto.
El hombre se tumbó aún más sobre mí y colocó sus manos alrededor de mi cabeza. Yo me retorcía bajo su peso pero mientras me embestía él focalizó su mirada en algún punto sobre sus manos, descubriendo el vacío de uno de sus dedos. Paró repentinamente algo aturdido mientras miraba alrededor y buscaba con la mirada su anillo. aún dentro de mí yo misma me revolví con él.
—¿Os pasa algo? —Le pregunté asustada y él se llevó la mano al frente del rostro, entre nuestras caras.
—¿Cómo se me ha caído el anillo? —Se preguntó a sí mismo algo aturdido y yo le abracé de nuevo por los hombros para volver a penetrarme de él.
—Busquémoslo luego, aún tenéis faena por terminar. No estropeéis el momento. —Intenté persuadirle de que no buscase, pero parecía más preocupado que interesado en mí, palpando las mantas del lecho en buscar del peso muerto y la dureza del anillo—. Se os habrá resbalado del dedo, no puede haber ido muy lejos… —Sus manos cayeron sobre su pecho palpando allí la falta de dos de sus cadenas y tras varios segundos de reflexión cernió su mano sobre mi muñeca, asiéndome con fuerza y zarandeando mi puño cerrado con sus cadenas. Con un gemido solté aquellas joyas que cayeron entre ambos en el lecho. Él no estaba tan borracho como para no saber lo que había pasado y el dulzor de la miel no endulzaría su carácter.
—¡Serás zorra! —Gritó mientras alzaba la mano y me doblaba el rostro con una bofetada, haciéndome caer sobre el lecho con el pómulo rojo, ardiendo. Volvió a extender el brazo y su mano regresó a golpear mi rostro. Agarrándome de los palos me zarandeó haciéndome gritar de miedo y la vergüenza del delito arremolinó mis emociones. Su cuerpo se posicionó sobre mí y sus manos me apretaron allí donde se cernieron sobre mi cuerpo—. ¡Eres una ladrona! ¡Una puta ladrona! —Gritaba mientras me ahogaba con sus manos alrededor de mi cuello, cortándome la respiración y cualquier posibilidad de habla. Su peso sobre mi cadera impidió cualquier movimiento por mi parte y sus manos alrededor de mi cuello cualquier grito de auxilio.
Por detrás de su cabeza, el rostro de Neith apareció, puñal en mano, para agarrar los cabellos del hombre y doblar su cuello hacia atrás, exponiendo su nuez a la poca luz que se reflejaba en la habitación. El hombre tuvo el tiempo suficiente como para soltar mi cuello, pero sus manos no llegaron a ninguna parte. El filo del puñal recorrió toda su garganta, cortando la carne y dejando tras su recorrido el fino hilo de la muerte, rojo como el alba y húmedo como el rocío. Sobre mí cayó aquél baño de sangre, pura y fértil, devolviéndome el aire y la dignidad. El filo rebanó aquella garganta con un sonido rápido y frío, un instante. Fue limpio y natural. Pero como el cuchillo no había quedado satisfecho con aquel primer beso se clavó varias veces más en aquella yugular llegando hasta el mango del propio puñal, alcanzando por completo el diámetro del propio cuello, hundiéndose lo más profundo dentro de su garganta. Aquel cuerpo, al principio tenso y colérico, angustiado y coleteando por unos segundos más de aire, un poco más de vida, ya no luchaba. Inerte como estaba sujeto por los cabellos en aquella mano infantil aún vivía con una última llama reflejada en aquella lúgubre y asustada mirada que me escrutaba como un último vistazo a un mundo al que jamás regresaría. La muerte se lo llevó a los segundos cuando yo ya estaba completamente cubierta de su sangre y en su cuerpo apenas si quedarían un par de gotas, suficientes como para mantenerlo caliente un poco más. Ya comenzaba a enfriarse. Palidecía y se amarilleaba por momentos.
Neith lo soltó con repudio a un lado de la cama y rodó hasta caer fuera del lecho. Ella estaba de rodillas entre mis piernas, el torso erguido y la mano ensangrentada empuñando el puñal goteando. Yo me desplomé sobre el almohadón del lecho y con la respiración agitada la observé idolatrándola, como una diosa caída como un rayo para salvarme, como la deidad colérica a la que no se debe perturbar u ofender. Como dios, impartiendo su justicia arbitraria y siendo yo nada más que su siguiente víctima. Acaricié su rodilla, apoyada al lado de mi muslo con toda la dulzura de la que fui capaz, con las yemas de mis temblorosas manos indignas de tal acto de súplica. Pensé que me mataría, deseé que lo hiciese para formar parte de su plan, de su divina providencia. Deseé que se uniese conmigo en un beso solo por borrar aquel ceño fruncido de su expresión, por borrar aquella colérica imagen de venganza.
Extendió su mano para acariciar mi mejilla, salpicada de la sangre de aquel hombre que ahora yacía a un metro de nosotras. No sé si me limpió su sangre con la yema de su pulgar o solo la extendió, para darme un aspecto más bárbaro, pero quedó satisfecha con aquel gesto por un atisbo de sonrisa que creí apreciar en su expresión. Rescatando las joyas de entre las mantas a mi alrededor se cubrió de ellas. Primero los anillos, después los collares, y aún no satisfecha con aquello se hizo con un collar de perlas que dejó caer por su cuello y se quitó el paño de algodón descubriendo su sexo, semioculto por las perlas. Era Atenea, vestida con paños de oro, era una asaltadora de tumbas, era una faraona. Era mi diosa, mi musa.
Inclinándose sobre el lecho se acercó a un platillo con unas ramitas de lavanda que había colocados como ofrenda a una de las tantas figuritas de Afrodita que adornaban nuestra habitación y alzándola entre nosotras la bañó en la sangre que nos empapaba. La hundió en uno de los tantos charcos de la sangre acumulada en el hecho que poco a poco se absorbía y secaba a nuestro alrededor. Goteando, empapado el ramillete y con el colorido violáceo completamente enrojecido me recorrió el pecho haciendo un recorrido hasta mi ombligo, deteniéndose ahí y continuando hacia abajo, hasta rozar mi sexo con él. Las gotas de sangre se caían y desparramaban por mis costillas y mi cadera. Todo mi sexo estaba manchado de sangre y ella comenzaba a desfigurarse por el rojizo color que nos rodeaba, sonriéndome ladina y el pulso firme. Con la ramita sobre mi clítoris, alzó la voz:
—¡Qué los dioses recuerden esta ofrenda de muerte que les entrego como compromiso de mi fidelidad! ¡Qué Apolo nunca ensombrezca estos cuerpos y que Afrodita nos una en irrompible lazo de amor! ¡Como hermanas, como amantes!
Su voz era firme y fuerte, como jamás la había oído. Estaba completamente ebria por el asesinato y sus manos estaban firmes, llenas de convicción y diligencia. Toda ella era decisión. Estaba arrastrándome con ella a algún lugar que desconocía, al que podría llamar cielo o hades, paraíso o cadalso, pero estaba ciega ante lo que se vaticinaba. Me estaba dejando llevar. Cuando levantó la ramita de lavanda de mi sexo yo solté un suspiro y ella misma se dibujó un círculo de sangre sobre el vientre. En ella la marca quedó de forma evidente, manchando aquella piel oscura con una tinta más oscura y brillante aun. El círculo se desdibujaba goteando por todo su perímetro. En la parte derecha la sangre había sido menos, en la parte inferior se aglutinaba el líquido.
—Ungidas con la sangre del sacrificio yo nos uno, en el dolor y la miseria, en el rencor y el odio. Que cuando nuestras cabezas se separen de nuestros cuerpos, nos reencontremos en el hades para renacer nuevamente luchando por la libertad de nuestras almas. Cuando nuestros cuerpos muertos desaparezcan, resurjamos de la tierra y el barro para seguir el camino hacia el progreso. Cuando el fuego nos consuma, seremos fénix, floreciendo de nuestras cenizas. ¡Renaceremos desde las flechas de Eros! Que nuestras mentes se unan eternamente y nuestros corazones se entrelacen, con los brazos llenos de esta sangre que tomamos como primer brindis, embriagando nuestras conciencias y emponzoñando nuestras almas. Condenando nuestros cuerpos, nutriendo nuestras esperanzas.
Inclinándose, tras finalizar aquél discurso, mi diosa de la guerra y la caza se inclinó para besar mis labios y nos hundimos en aquel húmedo beso manchado de la sangre de nuestra ofrenda. Sus dedos exploraron mi interior y yo hundí los míos en su sexo. Estaba cálido y agitado, muy húmedo y profundo. Cuando sellamos el pacto con el clímax se levantó del lecho con un salto y yo me erguí allí entre las mantas húmedas y empapadas de aquella sangre que ya estaba fría, y mientras yo me recomponía, ella recogía todas nuestras pocas pertenencias. Las pocas joyas que habíamos acumulado durante estos años de trabajo y las nuevas que habíamos adquirido. Se cubrió con la túnica del hombre al que habíamos matado que, limpia y apartada, yacía en el suelo al lado de la entrada. Se bebió de un trago mi copa de vino sin catar y se llevó uno de los hojaldres de miel a la boca, llenándose los carrillos. Yo la observe desenvolverse con la agilidad que le otorgaba la decisión y acercándose a mí sentada al borde del lecho me rodeó el cuello con aquel collar de perlas. Cubrió mis hombros con un clámide y me hizo levantarme.
—Este es nuestro momento. La luna es el único testigo, la sangre se borra con agua y nuestros pasos son ágiles. Partamos. La noche es un buen cobijo. —Extendiéndome la mano me levantó del camastro y se hizo con el puñal allí abandonado. Lo limpió con la túnica que le rodeaba los hombros y se lo ató alrededor de la cintura con una cincha de cuero.
Cuando salimos al exterior una pequeña brisa nos sorprendió con una bocanada de aire fresco y dulce. Ambas cogimos aire, y nos estrechamos las manos. La calle estaba oscura, pero era extensa y solitaria. Poniéndonos en marcha, cargadas con oro y empapadas en sangre, Neith me rodeó la cintura con su brazo y yo rodeé sus hombros con el mío. Nuestros pasos se sincronizaron y canturreando nos alejamos hacia las profundidades de aquellas callejuelas donde de alguna manera encontraríamos nuestra penitencia.
Óbolo: ὀβελός. fue una
moneda griega de plata cuyo valor es la sexta parte de una dracma.
Delia.
(Etimología) Este era el sobrenombre de
la Diosa Artemisa, esto se debe a que a su hermano Apolo le decían delio, que
significa: “Natural de Delos”. Delos era la isla en la cual ambos Dioses
nacieron.
Clámide: (χλαμύς en griego) era una prenda de
vestir ligera, hecha de lana, que llevaban a modo de capa los soldados de
caballería y efebos griegos entre los siglos VI a. C. y III a. C.
Ápata: En la
mitología griega Ápate era una divinidad femenina que personificaba el engaño,
el dolor o fraude.
Quitón. (χιτών), también denominado chitón o jitón, es una prenda de vestir de la antigua Grecia. Era semejante
a una túnica llevada tanto por los hombres como por las mujeres con prenda
interior. Se desconoce si debajo del quitón se llevaba otra prenda, como una
camisa.
Neith. (Etimología): Madre divina, antigua diosa de la guerra y la caza.
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