TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 15

 

Capítulo 15

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

3 de marzo de 1620

 

El lunes por la mañana me la pasé ayudando a un buen hombre del pueblo con un carro de gallinas que se dirigía a la casa de comidas y había volcado. Una de las ruedas quebró, el carro venció y las gallinas salieron corriendo por todas partes en cuanto tuvieron la oportunidad. Al menos veinte gallinas iban de un lado a otro por el pueblo. Dos de ellas se colaron en la pocilga de un vecino. Otras tres se remojaron en la fuente, otras tantas se desperdigaron por entre las calles y una llegó a la iglesia para esconderse entre los bancos. Los niños pasaron un buen momento, yo me desesperé intentando poner orden para que todo el mundo colaborase en recoger el carro y recuperar las gallinas. Toda la mañana fue una fiesta.

Al final llevamos el carro al carpintero y le sustituyó la rueda rota y las gallinas no fueron todas recuperadas hasta pasado el mediodía. El buen hombre prorrumpió en escándalo asegurando que dos de las gallinas que le habían devuelto no eran de las suyas y que estas en su lugar eran más pequeñas y escuchimizadas, por lo que le pagarían menos por ellas. Asegurándole que esas dos eran de las primeras rescatadas, de las que no se habían alejado demasiado del lugar del incidente, él se sosegó pero siguió rezongando. Yo mismo le acompañé a la casa de comidas que compró la mitad de las gallinas a buen precio y me aseguré de que la tabernera le invitase a comer ese día solo por la caridad del suceso. El hombre pareció más apacible después de haberse llenado el estómago y con mejor ánimo me agradecí la invitación.

—Cárgalo a la cuenta de mi tío. —Le dije a la posadera que me miró algo temerosa. Pues la última vez que dije aquellas palabras de seguro tuvo bronca con él—. Decidle que he comido aquí.

Ella accedió entonces y me sonrió con picardía. Parecía ser la única persona que no le importaban mis tejemanejes. Y yo mismo estaba comenzando a acomodarme a esa telaraña de mentiras que iba construyendo sobre mis pies. A veces me bamboleaba y temía caerme, pero siempre había un hilo que me recogía.

Cuando hube terminado con todo llegué a casa donde mi tío ya se estaba arreglando para ir de nuevo al ayuntamiento y mis hermanas recogían las sobras de la comida y guardaban el poco pan que había sobrado. Yo estaba hambriento pero mi tío no podía saberlo por lo que me encerré en mi cuarto hasta que hubo marchado y entonces salí a la cocina, y sin sentarme en ningún lado, agarré el puchero donde habían sobrado unas cuantas habas, mi parte de la comida, y las devoré con un cucharón bien grande. Mordisqueé el panecillo que sobró y mis hermanas fueron espectadoras de aquella actuación por mi parte.

—¡Habérmelo dicho y te habría puesto las habas a calentar! —Me dijo mi hermana mayor con una expresión confundida pero Lili sin embargo me lanzó una mirada inquisitiva. Tras haberme llenado el buche y aún con los carrillos llenos de habas las miré y me puse el dedo índice en los labios. Tragué y me limpié el rostro con un paño de la cocina.

—Yo hoy no he comido. ¿Vale? —Les dije y mi hermana mediana me sonrió partícipe de mi mentira mientras que Amanda me lanzó una mirada furiosa y con las manos en las caderas resopló.

—Estás realmente extraño. —Sentenció—. No tienes remedio.

Amanda desapareció por la parte trasera saliendo al jardín y Lili se me acercó al verme devolver el puchero a su sitio y guardar el pan mordisqueado en el cesto del pan con un trapillo encima. Se quedó a mi lado y mientras yo aún rumiaba los restos que se me habían quedado en la boca me sonreía divertida.

—Parecerá que lo han roído los ratones. —Señaló con la mirada el pan oculto en el cestillo y yo le devolví la sonrisa—. ¿Por qué no debemos decirle al tío que has comido aquí?

—He invitado a un paisano a comer en la casa de comidas apuntando su comanda a la cuenta del tío. —Le dije con toda la sinceridad que pude mostrarle. Estaba bien decir la verdad aunque fuese al menos una vez. Era reconfortante, como ponerle algo de equilibrio a todo el juego de bolillos que estaba tejiendo.

—¿Al hombre del carro de las gallinas? No se ha hablado de otra cosa en todo el pueblo.

—El pobre no pudo entregar las gallinas a tiempo en la casa de comidas. Ha sido una mañana muy dura para él y aún peleaba porque le habían colado dos gallinas que no eran suyas. Yo le he asegurado que eran las suyas pero no quedó muy convencido. Por eso le invité.

—¿Realmente eran las suyas?

—De seguro que no. Ni siquiera sé de donde salieron. Pero ya no importa. Al final quedó satisfecho con la comida.

—Eres un buen hombre. —Me dijo ella posando su mano en mi brazo, apretando allí igual que una semana antes había hecho Ciara para comprobar la resistencia de mi brazo. La sonreí.

—Gracias. —Le dije y sin querer continué—. Necesitaba escucharlo.

—Siempre que quieras. —Suspiró. Al final encauzó la conversación hacia donde ella había querido desde el principio—. Ayer el tío me dio dinero. Parte de su dinero de la paga mensual del ayuntamiento. ¿Cobraste tú también?

—Sí. El día uno. —Musité.

—Bien. Este mes no pasaremos tantas penurias. Lo amedrentaste bien.

—Esperemos que siga así de constante durante algún tiempo. Y guarda bien la parte que te dio. No quiero que te lo pida o te lo robe cuando a final de mes se vea apurado.

—Incluso puede que me diese las sobras del dinero que le quedó del mes pasado. Quien sabe con este hombre.

—Compra alguna liebre. Le he oído decir a la tabernera que han encontrado unas muy hermosas y grandes. Seguro que le sobra alguna. Ve y pregúntale.

Antes de que mi hermana saliese de la casa el chiquillo que trabajaba con el copista trajo una carta. El sello era reconociblemente el de Sr Williams y al muchachillo le lancé una monedilla. Salió escopetado de nuevo a la tienda del copista.

 

Estáis invitado esta noche a una maravillosa cena de trucha asada. Esta mañana mandé a unos cuantos jornaleros a pescar y han traído un gran cargamento de truchas. Allegaos sobre las siete a la casa. Estoy seguro de que no rechazaréis mi invitación, pues me debéis a parte del placer, también una explicación.

Vuestro amigo, Sr Williams.

 

Mi hermana me miró con una sonrisa pícara y las manos en las caderas.

—¿A qué viene esa mirada?

—Siempre que recibes una carta de él no te quedas a cenar. Nos conformaremos con una sopa de pollo. Sobraron unos huesos. Mañana a primera hora iré a buscar alguna liebre. —Sonrió y yo me guardé la carta en el interior del chaleco—. ¿Te vas ya?

—Sí. —Dije, aunque ni eran aún las tres de la tarde ni tenía pensado ir directo a casa de Sr Williams.

—Te ayudaré a ensillar el caballo. —Suspiró ella. Solía hacer eso, era una maniática del intercambio, si bien quería contarme algo me ofrecía su ayuda, si quería sonsacarme algo, me ayudaba aún más.

Cuando estuvimos ya en el establo ajustando las correas de la silla ella se me acercó y me susurró con rubor y una expresión risueña.

—He hablado con Henry. —Hablaba de su enamorado—. Él me corresponde.

—¿No me digas? Ya te advertí que él te amaba también.

—Necesitaba oírlo de él mismo. Es algo más joven que yo. —Soltó como si eso fuese alguna clase de problema.

—Solo un par de años. —La miré preocupado—. No creo que te mire como a una anciana.

—Tal vez le proponga formalizar la relación. —Sugirió ella con una expresión risueña pero yo la miré con dudas. Ella nunca había sido de esas mujeres que creen en el amor, que se aventuran a descubrir los secretos de una relación y menos aún del matrimonio. Por eso, su repentino interés me inquietó.

—Si lo haces por lo que te dije hace unas semanas, no lo hagas por eso…

—No es por eso. —Musitó ella con apremio. Miró a todas partes antes de confesarme—. El otro día, cuando llegaste tarde a casa, el tío sugirió repetidas veces que me daría en matrimonio a uno de sus amigotes de la casa de comidas. A ese repugnante puerco de Sherrifield. —Se estremeció y yo suspiré—. Sé que solo quiere deshacerse de mí porque supongo una autoridad para él en la casa, sobre todo cuando tú no estás. Pero aún así no estoy dispuesta a que me comprometa, y menos con alguien que no amo.

—Así que la solución es comprometerte con alguien a quien amas. Al final es lo mismo. Consigue echarte de su casa.

—Tú lo dijiste, así dejaría de ser una boca más que alimentar. Le encontraré marido a Amanda y después solo quedarás tú por casar. Y si lo haces con una mujer rica, bien podrías largarte también. No te aconsejo que metas a ninguna otra mujer en nuestra casa.

—¿Qué mujer rica conoces en este pueblo? —Le pregunté, ofendido, y ella meditó cayendo en la cuenta de su error. Después sonrió.

—Iros a vivir con Sr Williams. Estoy segura de que él estaría encantado de tenerte allí.

—Bromeas, pero estoy seguro de que sería tal cual has dicho. —Yo también me reí y al final monté en el caballo.

—Despídeme de Amanda. Dile que estaré en casa de Sr Williams si me necesita y por favor, que no se altere como la última vez. No quiero volver a sentir su mano golpeándome la mejilla, fue aterrador.

—Le diré que quede tranquila.

—Voy a dar una vuelta por el pueblo antes. Comprobaré que todo esté bien y después marcho. Queda con Dios.

Nada más salir del establo me conduje en dirección contraria a la puerta norte, comprobando como bien dije que todo estaba bien y podía irme sin alterar el orden establecido. Antes de volverme hacia la puerta me pasé por la tienda del carpintero para comprobar que le habían pagado sus honorarios por el oficio de la mañana y saber cómo había acabado el carro.

—Tengo la rueda vieja allí. —Dijo señalando un rincón del almacén—. Partió uno de los ejes y cedió. Suele pasar. Estaba algo vieja ya. Y es cuestión de tiempo que la otra rueda le siga el camino. Bien se lo dije al hombre pero solo tenía dinero para cambiar una. —Se encogió de hombros, yo asentí y miré alrededor.

Después marché hacia la puerta norte pero de camino me crucé con uno de los hortelanos que arrastraba un carrito lleno de granadas. Detuve al caballo justo a su lado y me quedé mirando las frutas. Calculé, memoricé, medí y adiviné, pero no conseguía saber si Ciara tendría o no granadas, si las cultivaba o si volvería a quedar como un estúpido llevándole algo que a mí me había costado dinero cuando ella lo tenía gratis en su huerto. Me arriesgué y le señalé al hombre el contenido de su carro.

—Deme cuatro granadas. —Le pedí a lo que él mientras escogía las más grandes yo me quitaba el abrigo y sacaba de algún bolsillo unas cuantas monedas. Se las entregué y puse las granadas dentro de mi abrigo. Las envolví y partí con el abrigo hecho un ovillo en mi regazo.

 

 

 Capítulo 14                            Capítulo 16 

↞ Índice de capítulos

 

Comentarios

Entradas populares