TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 12

 

Capítulo 12

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

28 de febrero de 1620

 

Llegamos a la puerta de su casa. Solté allí al caballo y pastó alrededor. Dejó la puerta abierta y el cesto en algún rincón de la cocina. De nuevo ese olor aceitoso, jabonoso, la lavanda y la vainilla, la crema y el romero. La madera, el metal. Todo estaba allí integrado. Lo primero que hizo ella fue recomponerse el vestido y subirse nuevamente las mangas que se le habían soltado. Acercó un pequeño barreño y vertió un poco de agua en él. Se lavó allí las manos con la misma pastilla de jabón con la que había lavado la ropa y me pidió que la imitase. Lo hice, impregnando imprudentemente mis manos con aquel aroma. Me sentí culpable nada más hacerlo, pues llevaría aquél olor conmigo el resto del día.

Antes de darme cuenta ella ya estaba sacando ingredientes y utensilios.

—¿Qué pasteles haremos?

—¿Habéis comido alguna vez pasteles de limón? —Preguntó pero yo negué con la mirada y ella se sorprendió como nunca antes la había visto. Parecía incluso fingido aquel sobresalto.

—¡Me tomáis el pelo! Son deliciosos. —Yo la seguí con la mirada mientras me acercaba a la mesa central, donde iba dejando los ingredientes. Después posó una de sus manos en mi brazo, sobre mi camisa, y apretó—. ¿Sois fuerte? Pues os encargareis de remover. —Se rió y me pasó un bol y unas varillas de metal—. ¡Pero antes de nada! —Rescató un mandil blanco igual que el suyo de una percha de la cocina y me lo pasó por el cuello—. Haceos una lazada. No quiero que os manchéis de harina también.

Yo la obedecí en silencio mientras iba y venía y comenzaba a verter cosas en el bol. Harina, ralladura de limón y algo de miel. Me ordenó que removiese y yo asentí.

—¿De dónde habéis sacado la miel? No me digáis que tenéis también un panal. ¿Sois apicultura? —Ella se rió pero no dijo nada. Batió unos huevos en un recipiente aparte y al tiempo los vertió en la masa que yo estaba haciendo. Me quitó la varilla cuando comprobamos que la masa ya no cedía y metió las manos en el bol. Después me animó a que la imitase y amasase con las manos.

—Así es mejor.

—Ya veo. —Dije divertido y ella me devolvió la sonrisa. Cuando la masa estaba compacta la retiró, la cubrió con un paño y se limpió las manos en el delantal. Yo hice lo mismo.

—Encenderé el horno y la chimenea. La masa debe reposar una media hora en frío. —Hurgó por uno de los muebles y sacó un cuenco, un poco más grande que el que contenía la masa y me señaló la puerta—. Salid, coged un poco de nieve.

Cuando estuve fuera me di cuenta de que a todo lo que me pedía, a todo la obedecía con diligencia. No era capaz de negarme y al contrario de querer, estaba ansioso por obedecerla, por saber qué habría después, qué me pediría más tarde. A la vez me atemorizaba ese extraño sentimiento de sumisión en que me encontraba, pero hallaba el placer de complacerla. Cuando regresé puso el cuenco con la masa sobre el que yo traje, encajándolo y distribuyendo la nieve por los bordes. Ella ya había encendido la chimenea. Era ancha, con la mitad de ella cubierta por una puerta que contenía un espacio con bandejas que harían de horno y en la parte abierta un par de enganches aguardaban a algún caldero o marmita.

—Coged una silla y sentaos si os place, hasta que no hayamos metido la masa en el horno no debemos hacer el relleno.

—Estoy bien de pie. —Le dije mientras le ayudaba a limpiar la harina caída sobre la mesa y a recoger los utensilios que ya no necesitaríamos. Aprovechamos ese espacio de tiempo para intimar.

—Habladme de vos. ¿Cómo son vuestras hermanas? Me dijisteis que teníais dos, ¿no es cierto?

—Así es. La mayor se llama Amanda. Es dulce, silenciosa, tímida y modosa. Pero muy inteligente y siempre ha sido como una madre para todos. Es la primera que se pone a hacer cosas para el hogar, la que nos remienda a todos la ropa…

—¿Valoráis a una mujer por sus aptitudes para las tareas de hogar? —Preguntó divertida pero yo no supe qué contestarle. Terminó por ignorar la falta de mi respuesta—. ¿Tiene marido? ¿Está casada?

—No. No lo está.

—Hum. Si es mayor que vos, ya debería estarlo. ¿O no es así como vivís vosotros?

—Nosotros. —Repetí la palabra. Por un momento sentí que estaba hablando con Sr Williams y esbocé una media sonrisa confusa. Una puerta se abría ante mí, una extraña visión panorámica de mi propia existencia, en donde la normalidad en la que yo había crecido no resultaba tan normal a ojos ajenos. Toda la vida pensando que los extranjeros eran los diferentes cuando nosotros éramos los verdaderos extraños allí—. Supongo que sí. Ya debería estar casada. Pero se ocupa de nosotros, y de mi tío, así que es como si ya tuviese una familia.

—Entiendo. —Dijo ella apoyándose en la mesa mientras me tenía a mí de frente—. ¿Vuestra segunda hermana? ¿Cómo es?

—Es muy peculiar. —Dije, sonriendo—. Es desgarbada, sin pelos en la lengua, a veces un poco puñetera, pero es muy inteligente. Es la que lleva las cuentas en la casa y quien más se preocupa por nosotros. Quien siempre me ha regañado y quien siempre más me ha cuidado. En mi opinión no es tan guapa como mi hermana mayor, pero es mucho más sincera y directa con lo que quiere y lo que demanda. Se llama Liliana. Pero yo la llamo Lili.

—¿Y vos sois el pequeño? aún tenéis cara de niño.

—Tal vez. —Dije, con cierto rubor en las mejillas—. ¿Vos tenéis hermanos?

—No. Que yo sepa. Puede que tal vez alguno. —Dijo, pero ni parecía segura ni parecía importarle realmente la respuesta.

—¿Cómo no sabéis si tenéis hermanos?

—Es complicado. Yo nací en Londres. Pero apenas nacer mis padres me trajeron aquí, con mi abuela. Aquí vivía mi abuela antes que yo. Ella murió cuando yo tenía quince años y desde entonces estoy sola.

—¡La señora de la lavanda! —Solté casi sin pensarlo. Ella se me quedó mirando con una mueca de curiosidad y perplejidad.

—¿Cómo decís?

—A los diez años, caminando cerca del claro de la lavanda, como vos lo llamasteis, una vez vi una anciana. Recogiendo lavanda con una cestilla de mimbre. Llevaba el pelo recogido en un paño pero se le notaba ya muy cano. Encorvada. Con una expresión de pasmo, tanto como hubo de ser la mía.

Ella se desternilló.

—Sí, esa debía de ser mi abuela. Vino a vivir a esta casa con mi abuelo cuando eran jóvenes. Compraron el terreno y se hicieron con él. Trajeron de Londres y de provincias cercanas todo lo que necesitaron y se establecieron aquí. Por entonces estaba de moda eso de alejarse de la ciudad para vivir una vida más rural. Aquí tuvieron a mi madre, pero ella era altamente alérgica al polen y a todas las coníferas y tuvieron que tomar una decisión. Al final decidieron que mi madre se criase con la hermana de mi abuelo. Ella no había podido tener hijos y la tomó como suya. Creció en Londres, estudió para ser institutriz y a mi edad se casó con un joven de la ciudad. Nada más nacer yo mis padres viajaron hasta aquí, mi madre haciendo un esfuerzo por sus alegrías, solo para que mi abuela me conociese. Mi abuelo ya había muerto de gripe para entonces.

Hizo un alto para servir agua en unos vasos y me ofreció a mi uno que no rechacé. Bebió y prosiguió con su historia.

—Todo esto lo sé de voz de mi abuela. Resulta que mi padre era un ferviente religioso y al ver el estilo de vida en que vivía mi abuela comenzó a soltar conjeturas sobre su origen o sus creencias. —No concretó más—. A mí me abandonaron aquí porque mi padre no quiso hacerse cargo de mí temiendo que por herencia tuviese resquicios del carácter de mi abuela y él y mi madre se volvieron a Londres. No sé sobre ellos más que lo que mi abuela me contó. Tampoco quiero saber más. No me interesa. Por eso tampoco me interesan mis apellidos. Mi abuela me llamó Ciara, desde el primer día y así he sido siempre. No soy otra persona más que la concepción y el recuerdo que tengo de mi misma.

Yo no dije nada. No me sentía moralmente apto para opinar acerca del comportamiento de ninguno de los personajes de su historia, pero si había algo que me transmitía era confusión. Confusión por la naturalidad con que lo contaba, con la sonrisa en su cara y su encogimiento de hombros constante. Parecía que era una historia que le habían contado cientos de veces pero que era la primera vez que se la narraba a alguien.

—“Ciara” significa “Niña oscura”. Me llamó así porque mis ojos eran oscuros.

—Tu nombre es precioso. Y estoy seguro de que has tenido una vida muy complicada. Siempre trabajando, siempre ayudando en casa…

—En realidad he sido muy feliz. Yo lo siento más por mi abuela, que bastante trabajo tenía ella sola como para criarme a mí de recién nacida. Por eso desde que aprendí a caminar la ayudaba en todo lo posible. Sus últimos años fueron muy duros porque su cuerpo ya no le permitía hacer tantas tareas como antes y ella fue la carga que yo tuve que portar igual que ella me portó a mí. Pero lo hacía encantada. Ella me había dado un hogar, una moral y unos conocimientos. Es lo mínimo.

—¿Por qué nunca habéis ido al pueblo? Sabíais que hay un pueblo unas millas más al sur, ¿cierto?

—Sí claro. Pero es mejor que no me acerque por allí. —Dijo con naturalidad, como quien no desea pasearse por un barrio conflictivo—. Es normal que tenga miedo de que los extraños me juzguen, como me juzgó mi padre nada más nacer.

—No tuvisteis miedo de mí. —Dije mientras le sonreía burlón. Ella me devolvió la sonrisa.

—Vos no me habéis juzgado. —Soltó con naturalidad.

 

 

Cuando la masa hubo reposado la estiramos bien sobre la mesa, la moldeamos, la dividimos y rescató ella unos moldes pequeños, del tamaño de una ostia, y los rellenamos con la masa ahuecada para darles forma de tartaleta. Al principio ella hizo uno, me mostró cómo hacerlo y me dejó a mí libre para continuar con la tarea. De vez en cuando me observaba, me sonreía y proseguía con sus quehaceres. Cuando todos los moldes estuvieron con la masa los introdujo en una bandeja al horno.

—Ahora debemos hacer el relleno. —Alcanzó una pequeña marmita y vertió allí algo de almidón de maicena y jugo de limón que mezcló bien hasta que se hubo disuelto todo y no quedaron grumos. Vertió agua, ralladura de limón y algo de miel. Todo ello lo puso sobre el fuego y fue removiendo bien hasta que el contenido comenzó a hervir. Incorporó dos yemas batidas previamente y cuando estuvo todo mezclado lo retiró del fuego y añadió varios dados de mantequilla—. Saca las tartaletas. Deben estar ya doradas. —Dijo mientras me extendía un trapo para ayudarme a sacar la bandeja sin quemarme.

Lo hice con todo el cuidado que pude. Agarré con fuerza el borde de la bandeja y con precisión y equilibrio lo conduje todo a la mesa. La dejé allí, observando el color dorado que brillaba en las tartaletas y el intenso olor que desprendían. Ella mientras tanto removía con cuidado la masa comprobando que estaba terminada. Después colocó una manga pastelera en un recipiente alto y estrecho, y con mi ayuda vertimos el relleno en la manga. Aún humeaba con intensidad y de vez en cuando soplaba para intentar que el vaho no le llegase a la cara.

—¿Queréis hacer los honores? —Me preguntó sacando la manga pastelera, anudando el extremo ancho y presionando un poco para que el relleno llegase hasta la punta metálica. Yo asentí con una sonrisa y se colocó a mi lado sujetándome las manos para guiarme adecuadamente hacia las tartaletas. Apretó sus manos sobre las mías para sacar parte de la crema de limón y después me dejó hacerlo a mí solo—. Rebañar bien la manga. Que no quede nada dentro. Y distribuid bien el contenido, que no queden pobres unas y otras no.

—Sí. —Asentí.

Ella mientras tanto se deshizo de los platos sucios, de los restos orgánicos que vertió en un cubo y guardó ingredientes que ya no necesitaría. La nieve que se había derretido la vertió en un barreño que había junto a la ventana donde había dentro un par de platos. Llevó allí el resto del menaje sucio y los limpió canturreando. En ese instante me sentí el hombre más dichoso del mundo, oyéndola tararear. Pensé que nunca volvería a oírla hacer aquello, y menos delante de mí. Parecíale que no importase mi presencia así que yo no le dije nada.

—¿Hacéis vos misma el jabón de lavanda con el que os he visto lavar?

—Así es. —Dijo sonriendo—. ¿Vosotros no lo hacéis en vuestra casa?

—No. El dueño de una piara, cuando saca grasa hace jabón para un regimiento. Y a él se lo compramos. Pero no huele tan bien. Solo es grasa.

—Mi abuela lo hacía de rosas y eucalipto. Yo hago esos y de lavanda. Y de aloe vera.

—Sois realmente curiosa. —Le dije mientras terminaba de servir el relleno y cogí el primero en la mano. Lo desmoldé y me volvía hacia ella, con el pastelito en la palma de mi mano y con una sonrisa orgullosa—. Ya están.

Ella se volvió a mí con curiosidad y al ver el pequeño pastelito en mi mano, como si sujetase un pollito, se desternilló. Se secó las manos en el mandil, observó el pastelito y lo revisó bien para darme su opinión. Estaba haciéndose de rogar demasiado, casi como si quisiera fastidiarme. Ponía muecas extrañas, incluso soltaba algún que otro gruñido. aún salía un poco de humo de la superficie del pastelito pero tras soplarlo un poco se acercó mis manos al rostro, sujetándome por las muñecas y mordió el pastel. Temblé de pies a cabeza.

—¿Qué tal están?

—Probarlo vos mismo. —Dijo con una amplia sonrisa mientras ella misma cogía el pastel y me lo acercaba a los labios. Lo mordí, porque de no haberlo hecho seguro que me hubiera estampado el pastel en el rostro. Aún se quemaba, pero estaba delicioso, jugoso, con un sabor intenso y una melosidad impresionante. Casi se me saltan las lágrimas—. ¿Y bien?

—Los mejores pasteles del mundo entero. —Dije sorprendido de mí mismo y ella se rió.

Ese sabor se me quedaría grabado para siempre en el recuerdo, en el paladar. Me acordaría de aquel sabor y me recordaría a ella. Sería una tortura aquella sensación melosa del relleno, el crujiente de la masa. Sería todo un punto y aparte en mi vida. Aquel olor a limón, a miel y a masa partirían mi vida en dos. Igual que lo hizo el olor de la lavanda, igual que lo hizo el sonido de su voz tarareando y la línea de su espalda infinita.

 


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